Los Pazos de Ulloa by Emilia Pardo Bazán - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Tampoco hay burra—objetó el cazador sin pestañear ni alterar un solomúsculo de su faz broncínea.

—¿Que... no... hay... bu... rraaaaa?—articuló, apretando los puños, donPedro—. ¿Que no...

la... hayyy? A ver, a ver.... Repíteme eso, en micara.

El hombre de bronce no se inmutó al reiterar fríamente.

—No hay burra.

—¡Pues así Dios me salve! ¡La ha de haber y tres más, y si no por quiensoy que os pongo a todos a cuatro patas y me lleváis a caballo hastaCebre!

Nada replicó Primitivo, incrustado en el quicio de la puerta.

—Vamos claros, ¿cómo es que no hay burra?

—Ayer, al volver del pasto, el rapaz que la cuida le encontró dospuñaladas.... Puede el señorito verla.

Disparó don Pedro una imprecación, y bajó de dos en dos las escaleras.Primitivo y Julián le seguían. En la cuadra, el pastor, adolescente decara estúpida y escrofulosa, confirmó la versión del cazador. Allá en elfondo del establo columbraron al pobre animal, que temblaba, con lasorejas gachas y el ojo amortiguado; la sangre de sus heridas, en negroreguero, se había coagulado desde el anca a los cascos. Juliánexperimentaba en el establo sombrío y lleno de telarañas impresiónanáloga a la que sentiría en el teatro de un crimen. Por lo que hace almarqués, quedóse suspenso un instante, y de súbito, agarrando al pastorpor los cabellos, se los mesó y refregó con furia, exclamando:

—Para que otra vez dejes acuchillar a los animales..., toma..., toma...,toma....

Rompió el chico a llorar becerrilmente, lanzando angustiosas miradas alimpasible Primitivo.

Don Pedro se volvió hacia éste.

—Pilla ahora mismo mi saco y la maleta de don Julián.... Volando.... Nosvamos a pie hasta Cebre.... Andando bien, tenemos tiempo de coger elcoche.

Obedeció el cazador sin perder su helada calma. Bajó la maleta y elsaco; pero en vez de cargar ambos objetos a hombros, entregó cada bultoa un mozo de campo, diciendo lacónicamente:

—Vas con el señorito.

Sorprendióse el marqués y miró a su montero con desconfianza. Jamásperdonaba Primitivo la ocasión de acompañarle, y extrañaba suretraimiento entonces. Por la imaginación de don Pedro cruzaron rápidasvislumbres de recelo; y como si Primitivo lo adivinase, probó adisiparlo.

—Yo tengo ahí que atender al rareo del soto de Rendas. Están loscastaños tan apretados, que no se ve.... Ya andan allá los leñadores....Pero sin mí, no se desenvuelven....

Encogióse de hombros el señorito, calculando que acaso Primitivo seproponía ocultar en el soto la vergüenza de su derrota. No obstante,como creía conocerle, hacíasele duro que abandonase la partida sindesquite. Estuvo a punto de exclamar: «Acompáñame».

Presintióresistencias, y pensó para su sayo: «¡Qué demonio! Más vale dejarle.Aunque se empeñe, no me ha de cortar el paso.... Y si cree que puedeconmigo...».

Fijó sin embargo una mirada escrutadora en las escuetas facciones delcazador, donde creía advertir, muy encubierta y disimulada, ciertacontracción diabólica.

—¿Qué estará rumiando este zorro?—cavilaba el señorito—. Sin alguna noescapamos. ¡No, pues como se desmande! Me coge hoy en punto de caramelo.

Subió don Pedro a su habitación y volvió con la escopeta al hombro.Julián le miraba sorprendido de que tomase el arma yendo de viaje. Depronto el capellán recordó algo también y se dirigió a la cocina.

—¡Sabel!—gritó—. ¡Sabel! ¿Dónde está el niño, mujer? Le quería dar unbeso.

Sabel salió y volvió con el chiquillo agarrado a sus sayas. Le habíaencontrado escondido en el pesebre de las vacas, su rincón favorito, yel diablillo traía los rizos entretejidos con hierba y floressilvestres. Estaba precioso. Hasta la venda de la descalabradura leasemejaba al Amor.

Julián le levantó en peso, besándole en amboscarrillos.

—Sabel, mujer, lávelo de vez en cuando siquiera.... Por las mañanas....

—Vámonos, vámonos...—apremió el marqués desde la puerta, como sirecelase entrar junto a la mujer y el niño—. Hace falta el tiempo.... Senos va a marchar el coche.

Si Sabel deseaba retener a aquel fugitivo Eneas, no dio de ello la másleve señal, pues se volvió con gran sosiego a sus potes y trébedes. DonPedro, a pesar de la urgencia alegada para apurar a Julián, aguardó dosminutos en la puerta, quizás con la ilusión recóndita de ser detenidopor la muchacha; pero al fin, encogiéndose de hombros, salió delante, yechó a andar por la senda abierta entre viñas que conducía al crucero.Era el paraje descubierto, aunque el terreno quebrado, y el señoritopodía otear fácilmente a derecha e izquierda todo cuanto sucediese: niuna liebre brincaría por allí sin que sus ojos linces de cazador laavizorasen. Aunque departiendo con Julián acerca de la sorpresa que sele preparaba a la familia de la Lage, y de si amenazaba llover porque elcielo se había encapotado, no descuidaba el marqués observar algo quedebía interesarle muchísimo. Un instante se paró, creyendo divisar lacabeza de un hombre allá lejos, detrás de los paredones que cerraban laviña. Pero a tal distancia no consiguió cerciorarse. Vigiló más atento.

Acercábanse al soto de Rendas, situado antes del crucero; desde allí elarbolado se espesaba, y se dificultaba la precaución. Orillaron el soto,llegaron al pie del santo símbolo y se internaron en el camino más agrioy estrecho, sin ver nada que justificase temores. En la espesura oyeronel golpe reiterado del hacha y el ¡ham! de los leñadores, que rareabanlos castaños. Más adelante, silencio total. El cielo se cubría de nubescirrosas, y la claridad del sol apenas se abría paso, filtrándose veladay cárdena, presagiando tempestad. Julián recordó un detalle melancólico,la cruz a la cual iban a llegar en breve, que señalaba el teatro de uncrimen, y preguntó:

—¿Señorito?

—¿Eh?—murmuró el marqués, hablando con los dientes apretados.

—Aquí cerca mataron un hombre, ¿verdad? Donde está la cruz de madera.¿Por qué fue, señorito? ¿Alguna venganza?

—Una pendencia entre borrachos, al volver de la feria—respondiósecamente don Pedro, que se hacía todo ojos para inspeccionar losmatorrales.

La cruz negreaba ya sobre ellos, y Julián se puso a rezar el Padrenuestro acostumbrado, muy bajito. Iba delante, y el señorito le pisabacasi los talones. Los mozos portadores del equipaje se habían adelantadomucho, deseosos de llegar cuanto antes a Cebre y echar un traguete en lataberna. Para oír el susurro que produjeron las hojas y la maleza aldesviarse y abrir paso a un cuerpo, necesitábanse realmente sentidos decazador. El señorito lo percibió, aunque tenue, clarísimo, y vio elcañón de la escopeta apuntado tan diestramente que de fijo no seperdería el disparo: el cañón no amagaba a su pecho, sino a las espaldasde Julián. La sorpresa estuvo a punto de paralizar a don Pedro: fue unsegundo, menos que un segundo tal vez, un espacio de tiempoinapreciable, lo que tardó en reponerse, y en echarse a la cara su arma,apuntando a su vez al enemigo emboscado. Si el tiro de éste salía, labala se cruzaría casi con otra bala justiciera. La situación duró pocosinstantes: estaban frente a frente dos adversarios dignos de medir susfuerzas. El más inteligente cedió, encontrándose descubierto. Oyó elmarqués el roce del follaje al bajarse el cañón que amenazaba a Julián,y Primitivo salió del soto, blandiendo su vieja escopeta certera,remendada con cordeles. Julián precipitó el Gloria Patri para decirleen tono cortés:

—Hola.... ¿Se viene usted con nosotros por fin hasta Cebre?

—Sí, señor—contestó Primitivo, cuyo semblante recordaba más que nunca elde una estatua de fundición—. Dejo dispuesto en Rendas, y voy a ver side aquí a Cebre sale algo que tumbar....

—Dame esa escopeta, Primitivo—ordenó don Pedro—. Estoy oyendo cantar lacodorniz ahí, que no parece sino que me hace burla. Se me ha olvidadocargar mi carabina.

Diciendo y haciendo, cogió la escopeta, apuntó a cualquier parte, ydisparó. Volaron hojas y pedazos de rama de un roble próximo, aunqueninguna codorniz cayó herida.

—¡Marró!—exclamó el señorito fingiendo gran contrariedad, mientras parasí discurría: «No era bala, eran postas.... Le quería meter grajea deplomo en el cuerpo.... ¡Claro, con bala era más escandaloso, másalarmante para la justicia. Es zorro fino!».

Y en voz alta:

—No vuelvas a cargar; hoy no se caza, que se nos viene la lluvia encimay tenemos que apretar el paso. Marcha delante, enséñanos el atajo hastaCebre.

—¿No lo sabe el señorito?

—Sí tal, pero a veces me distraigo.

-IX-

Como ya dos veces había repicado la campanilla y los criados no llevabantrazas de abrir, las señoritas de la Lage, suponiendo que a horas tantempranas no vendría nadie de cumplido, bajaron en persona y en grupo aabrir la puerta, sin peinar, con bata y chinelas, hechas unas fachas.Así es que se quedaron voladas al encontrarse con un arrogante mozo, queles decía campechanamente:

—¿A que nadie me conoce aquí?

Sintieron impulsos de echar a correr; pero la tercera, la menos linda detodas, frisando al parecer en los veinte años, murmuró:

—De fijo que es el primo Perucho Moscoso.

—¡Bravo!—exclamó don Pedro—. ¡Aquí está la más lista de la familia!

Y adelantándose con los brazos abiertos fue para abrazarla; pero ella,hurtando el cuerpo, le tendió una manecita fresca, recién lavada conagua y colonia. En seguida se entró por la casa gritando:

—¡Papá!, ¡papá! ¡Está aquí el primo Perucho!

El piso retembló bajo unos pasos elefantinos.... Apareció el señor de laLage, llenando con su volumen la antesala, y don Pedro abrazó a su tío,que le llevó casi en volandas al salón. Julián, que por no malograr lasorpresa de la aparición del primo se había quedado oculto detrás de lapuerta, salía riendo del escondite, muy embromado por las señoritas, queafirmaban que estaba gordísimo, y se escurría por el corredor, en buscade su madre.

Viéndoles juntos, se observaba extraordinario parecido entre el señor dela Lage y su sobrino carnal: la misma estatura prócer, las mismasproporciones amplias, la misma abundancia de hueso y fibra, la mismabarba fuerte y copiosa; pero lo que en el sobrino era armonía decomplexión titánica, fortalecida por el aire libre y los ejercicioscorporales, en el tío era exuberancia y plétora; condenado a una vidasedentaria, se advertía que le sobraba sangre y carne, de la cual nosabía qué hacer; sin ser lo que se llama obeso, su humanidad sedesbordaba por todos lados; cada pie suyo parecía una lancha, cada manoun mazo de carpintero. Se ahogaba con los trajes de paseo; no cabía enlas habitaciones reducidas; resoplaba en las butacas del teatro, y enmisa repartía codazos para disponer de más sitio. Magnífico ejemplar deuna raza apta para la vida guerrera y montés de las épocas feudales, seconsumía miserablemente en el vil ocio de los pueblos, donde el que nadaproduce, nada enseña, ni nada aprende, de nada sirve y nada hace. ¡Ohdolor! Aquel castizo Pardo de la Lage, naciendo en el siglo XV, hubieradado en qué entender a los arqueólogos e historiadores del XIX.

Mostró admirarse de la buena presencia del sobrino y le hablóllanotamente, para inspirarle confianza.

—¡Muchacho, muchacho! ¿A dónde vas con tanto doblar? Cuidado que estásmás hombre que yo.... Siempre te imitaste más a Gabriel y a mí que a tumadre que santa gloria haya.... Lo que es con tu padre, ni esto.... Nosaliste Moscoso, ni Cabreira, chico; saliste Pardo por los cuatrocostados. Ya habrás visto a tus primas, ¿eh? Chiquillas, ¿qué le decísal primo?

—¿Qué me dicen? Me han recibido como a la persona de más cumplimiento....A ésta le quise dar un abrazo, y ella me alargó la mano muy fina.

—¡Qué borregas! ¡Marías Remilgos! A ver cómo abrazáis todas al primo,inmediatamente.

La primera que se adelantó a cumplir la orden fue la mayor. Alestrecharla, don Pedro no pudo dejar de notar las bizarras proporcionesdel bello bulto humano que oprimía. ¡Una real moza, la primita mayor!

—¿Tú eres Rita, si no me equivoco?—preguntó risueño—. Tengo muy malamemoria para nombres y puede que os confunda.

—Rita, para servirte...—respondió con igual amabilidad la prima—. Y éstaes Manolita, y ésta es Carmen, y aquélla es Nucha....

—Sttt.... Poquito a poco.... Me lo iréis repitiendo conforme os abrace.

Dos primas vinieron a pagar el tributo, diciendo festivamente:

—Yo soy Manolita, para servir a usted.

—Yo, Carmen, para lo que usted guste mandar.

Allá entre los pliegues de una cortina de damasco se escondía latercera, como si quisiese esquivar la ceremonia afectuosa; pero no levalió la treta, antes su retraimiento incitó al primo a exclamar:

—¿Doña Hucha, o como te llames?... Cuidadito conmigo..., se me debe unabrazo....

—Me llamo Marcelina, hombre.... Pero éstas me llaman siempre Marcelinuchao Nucha....

Costábale trabajo resolverse, y permanecía refugiada en el rojo dosel dela cortina, cruzando las manos sobre el peinador de percal blanco, querayaban con doble y largo trazo, como de tinta, sus sueltas trenzas. Elpadre la empujó bruscamente, y la chica vino a caer contra el primo,toda ruborizada, recibiendo un apretón en regla, amén de un frote debarbas que la obligó a ocultar el rostro en la pechera del marqués.

Hechas así las amistades, entablaron el señor de la Lage y su sobrino laimprescindible conversación referente al viaje, sus causas, incidentes yperipecias. No explicaba muy satisfactoriamente el sobrino su impensadavenida: pch... ganas de espilirse.... Cansa estar siempre solo.... Gustala variación.... No insistió el tío, pensando para su chaleco: «Ya Juliánme lo contará todo».

Y se frotaba las manos colosales, sonriendo a una idea que, siacariciaba tiempo hacía allá en su interior, jamás se le habíapresentado tan clara y halagüeña como entonces. ¡Qué mejor esposo podíandesear sus hijas que el primo Ulloa! Entre los numerosos ejemplares deltipo del padre que desea colocar a sus niñas, ninguno más vehementeque don Manuel Pardo, en cuanto a la voluntad, pero ninguno másreservado en el modo y forma. Porque aquel hidalgo de cepa vieja sentíaa la vez gana ardentísima de casar a las chiquillas y un orgullo de razatan exaltado, bajo engañosas apariencias de llaneza, que no sólo levedaba descender a ningún ardid de los usuales en padres casamenteros,sino que le imponía suma rigidez y escrúpulo en la elección de susrelaciones y en la manera de educar a sus hijas, a quienes traía comoencastilladas y aisladas, no llevándolas sino de pascuas a ramos adiversiones públicas. Las señoritas de la Lage, discurría don Manuel,deben casarse, y sería contrario al orden providencial que no apareciesetronco en que injertar dignamente los retoños de tan noble estirpe; peroantes se queden para vestir imágenes que unirse con cualquiera, con elteniente que está de guarnición, con el comerciante que medra midiendopaño, con el médico que toma el pulso; eso sería, ¡vive Dios!,profanación indigna; las señoritas de la Lage sólo pueden dar su mano aquien se les iguale en calidad. Así pues, don Manuel, que se desdeñaríade tender redes a un ricachón plebeyo, se propuso inmediatamente hacercuanto estuviese en su mano para que su sobrino pasase a yerno, como elSandoval de la zarzuela.

¿Conformaban las primitas con las opiniones de su padre? Lo cierto esque, apenas el primo se sentó a platicar con don Manuel, cada niña seescurrió bonitamente, ya a arreglar su tocado, ya a prevenir alojamientoal forastero y platos selectos para la mesa. Se convino en que el primose quedaba hospedado allí, y se envió por la maleta a la posada.

Fue la comida alegre en extremo. Rápidamente se había establecido entredon Pedro y las señoritas de la Lage el género de familiaridad inherenteal parentesco en grado prohibido pero dispensable: familiaridad que sediferencia de la fraternal en que la sazona y condimenta un picantepolvito de hostilidad, germen de graciosas y galantes escaramuzas.Cruzábase en la mesa vivo tiroteo de bromas, piropos, que entre los dossexos suele preludiar a más serios combates.

—Primo, me extraña mucho que estando a mi lado no me sirvas el agua.

—Los aldeanos no entendemos de política: ve enseñándome un poco, que portener maestras así....

—Glotón, ¿quién te da permiso para repetir?

—El plato está tan rico, que supongo que es obra tuya.

—¡Vaya unas ilusiones! Ha sido la cocinera. Yo no guiso para ti. Tefastidiaste.

—Prima, esta yemecita. Por mí.

—No me robes del plato, goloso. Que no te lo doy, ea. ¿No tienes ahí lafuente?

—¿A que te lo atrapo? Cuando más descuidada estés....

—¿A que no?

Y la prima se levantaba y echaba a correr con su plato en las manos,para evitar el hurto de un merengue o de media manzana, y el juego secelebraba con estrepitosas carcajadas, como si fuese el paso másgracioso del mundo. Las mantenedoras de este torneo eran Rita yManolita, las dos mayores; en cuanto a Nucha y Carmen, se encerraban enlos términos de una cordialidad mesurada, presenciando y riendo lasbromas, pero sin tomar parte activa en ellas, con la diferencia de queen el rostro de Carmen, la más joven, se notaba una melancolía perenne,una preocupación dominante, y en el de Nucha se advertía tan sólogravedad natural, no exenta de placidez.

Hállabase don Pedro en sus glorias. Al resolverse a emprender el viaje,receló que las primas fuesen algunas señoritas muy cumplimenteras yespetadas, cosa que a él le pondría en un brete, por serle extrañas lasfórmulas del trato ceremonioso con damas de calidad, clase de perdicesblancas que nunca había cazado; mas aquel recibimiento franco ledevolvió al punto su aplomo. Animado, y con la cálida sangre despierta,consideraba a las primitas una por una, calculando a cuál arrojaría elpañuelo. La menor no hay duda que era muy linda, blanca con cabosnegros, alta y esbelta, pero la mal disimulada pasión de ánimo, lascárdenas ojeras, amenguaban su atractivo para don Pedro, que no estabapor romanticismos. En cuanto a la tercera, Nucha, asemejábase bastante ala menor, sólo que en feo: sus ojos, de magnífico tamaño, negros tambiéncomo moras, padecían leve estrabismo convergente, lo cual daba a sumirar una vaguedad y pudor especiales; no era alta, ni sus facciones sepasaban de correctas, a excepción de la boca, que era una miniatura. Ensuma, pocos encantos físicos, al menos para los que se pagan de lacantidad y morbidez en esta nuestra envoltura de barro. Manolita ofrecíaotro tipo distinto, admirándose en ella lozanas carnes y suma gracia,unida a un defecto que para muchos es aumento singular de perfección enla mujer, y a otros, verbigracia a don Pedro, les inspira repulsión: uncarácter masculino mezclado a los hechizos femeniles, un bozo que ibapasando a bigote, una prolongación del nacimiento del pelo sobre laoreja que, descendiendo a lo largo de la mandíbula, quería ser, más quesuave patilla, atrevida barba. A la que no se podían poner tachas era aRita, la hermana mayor. Lo que más cautivaba a su primo, en Rita, no eratanto la belleza del rostro como la cumplida proporción del tronco ymiembros, la amplitud y redondez de la cadera, el desarrollo del seno,todo cuanto en las valientes y armónicas curvas de su briosa personaprometía la madre fecunda y la nodriza inexhausta. ¡Soberbio vaso enverdad para encerrar un Moscoso legítimo, magnífico patrón dondeinjertar el heredero, el continuador del nombre! El marqués presentía entan arrogante hembra, no el placer de los sentidos, sino la numerosa ymasculina prole que debía rendir; bien como el agricultor que ante unterreno fértil no se prenda de las florecillas que lo esmaltan, perocalcula aproximadamente la cosecha que podrá rendir al terminarse elestío.

Pasaron al salón después de la comida, para la cual las muchachas sehabían emperejilado.

Enseñaron a don Pedro infinidad de quisicosas:estereóscopos, álbumes de fotografías, que eran entonces objetos muyelegantes y nada comunes. Rita y Manolita obligaban al primo a fijarseen los retratos que las representaban apoyadas en una silla o en unacolumna, actitud clásica que por aquel tiempo imponían los fotógrafos; yNucha, abriendo un álbum chiquito, se lo puso delante a don Pedro,preguntándole afanosamente:

—¿Le conoces?

Era un muchacho como de diecisiete años, rapado, con uniforme de alumnode la Academia de artillería, parecidísimo a Nucha y a Carmen cuantopuede parecerse un pelón a dos señoritas con buenas trenzas de pelo.

—Es mi niño—afirmó Nucha muy grave.

—¿Tu niño?

Riéronse las otras hermanas a carcajadas, y don Pedro exclamó cayendo enla cuenta:

—¡Bah!, ya sé. Es vuestro hermano, mi señor primo, el mayorazgo de laLage, Gabrieliño.

—Pues claro: ¿quién había de ser? Pero esa Nucha le quiere tanto, quesiempre le llama su niño.

Nucha, corroborando el aserto, se inclinó y besó el retrato, con tanapasionada ternura, que allá en Segovia el pobre alumno, víctima quizáde los rigores de la cruel novatada, debió sentir en la mejilla y elcorazón una cosa dulce y caliente.

Cuando Carmen, la tristona, vio a sus hermanas entretenidas, seescabulló del salón, donde ya no apareció más. Agotado todo lo que en elsalón había que enseñar al primo, le mostraron la casa desde el desvánhasta la leñera: un caserón antiguo, espacioso y destartalado, como aúnquedan muchos en la monumental Compostela, digno hermano urbano de losrurales Pazos de Ulloa. En su fachada severa desafinaba una galería denuevo cuño, ideada por don Manuel Pardo de la Lage, que tenía el costosovicio de hacer obras. Semejante solecismo arquitectónico era elquitapesares de las señoritas de Pardo; allí se las encontraba siempre,posadas como pájaros en rama favorita, allí hacían labor, allí tenían unbreve jardín, contenido en macetas y cajones, allí colgaban jaulas decanarios y jilgueros; tal vez no parasen en esto los buenos oficios dela galería dichosa. Lo cierto es que en ella encontraron a Carmen,asomada y mirando a la calle, tan absorta que no sintió llegar a sushermanas. Nucha le tiró del vestido; la muchacha se volvió, pudiendonotarse que tenía unas vislumbres de rosa en las mejillas, descoloridasde ordinario.

Hablóle Nucha vivamente al oído, y Carmen se apartó delencristalado antepecho, siempre muda y preocupada. Rita no cesaba deexplicar al primo mil particularidades.

—Desde aquí se ven las mejores calles... Ése es el Preguntoiro; por ahípasa mucha gente....

Aquella torre es la de la Catedral.... ¿Y tú no hasido a la Catedral todavía? ¿Pero de veras no le has rezado un Credo alSanto Apóstol, judío?—exclamaba la chica vertiendo provocativa luz desus pupilas radiantes—. Vaya, vaya.... Tengo yo que llevarte allí, paraque conozcas al Santo y lo abraces muy apretadito.... ¿Tampoco has vistoaún el Casino?, ¿la Alameda?, ¿la Universidad?

¡Señor! ¡Si no has vistonada!

—No, hija.... Ya sabes que soy un pobre aldeano... y he llegado ayer alanochecer. No hice más que acostarme.

—¿Por qué no te viniste acá en derechura, descastado?

—¿A alborotaros la casa de noche? Aunque salgo de entre tojos, no soytan mal criado como todo eso.

—Vamos, pues hoy tienes que ver alguna notabilidad.... Y no faltar alpaseo.... Hay chicas muy guapas.

—De eso ya me he enterado, sin molestarme en ir a la Alameda—contestó elprimo echando a Rita una miradaza que ella resistió con intrepideznotoria, y pagó sin esquivez alguna.

-X-

Y en efecto, le fueron enseñadas al marqués de Ulloa multitud de cosasque no le importaban mayormente. Nada le agradó, y experimentó mildecepciones, como suele acontecer a las gentes habituadas a vivir en elcampo, que se forman del pueblo una idea exagerada. Pareciéronle, y conrazón, estrechas, torcidas y mal empedradas las calles, fangoso el piso,húmedas las paredes, viejos y ennegrecidos los edificios, pequeño elcircuito de la ciudad, postrado su comercio y solitarios casi siempresus sitios públicos; y en cuanto a lo que en un pueblo antiguo puedeenamorar a un espíritu culto, los grandes recuerdos, la eterna vida delarte conservada en monumentos y ruinas, de eso entendía don Pedro lomismo que de griego o latín. ¡Piedras mohosas! Ya le bastaban las de losPazos. Nótese cómo un hidalgo campesino de muy rancio criterio sehallaba al nivel de los demócratas más vandálicos y demoledores. A pesarde conocer a Orense y haber estado en Santiago cuando niño, discurría yfantaseaba a su modo lo que debe ser una ciudad moderna: calles anchas,mucha regularidad en las construcciones, todo nuevo y flamante, granpolicía, ¿qué menos puede ofrecer la civilización a sus esclavos? Escierto que Santiago poseía dos o tres edificios espaciosos, la Catedral,el Consistorio, San Martín.... Pero en ellos existían cosas muy sin razónponderadas, en concepto del marqués: por ejemplo, la Gloria de laCatedral. ¡Vaya unos santos más mal hechos y unas santas más flacuchas ysin forma humana!, ¡unas columnas más toscamente esculpidas! Sería dever a alguno de estos sabios que escudriñan el sentido de un monumentoreligioso, consagrándose a la tarea de demostrar a don Pedro que elpórtico de la Gloria encierra alta poesía y profundo simbolismo.¡Simbolismo!

¡Jerigonzas! El pórtico estaba muy mal labrado, y lasfiguras parecían pasadas por tamiz. Por fuerza las artes andabanatrasadísimas en aquellos tiempos de maricastaña. Total, que de losmonumentos de Santiago se atenía el marqués a uno de fábrica muyreciente: su prima Rita.

La proximidad de la fiesta del Corpus animaba un tanto la soñolientaciudad universitaria, y todas las tardes había lucido paseo bajo losárboles de la Alameda. Carmen y Nucha solían ir delante, y las seguíanRita y Manolita, acompañadas por su primo; el padre cubría laretaguardia conversando con algún señor mayor, de los muchos que existenen el pueblo compostelano, donde por ley de afinidad parece abundar másque en otras partes la gente provecta. A menudo se arrimaba a Manolitaun señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo yexageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de laFormoseda y estudiaba derecho en la Universidad; don Manuel Pardo leveía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el señorito de la Formosedade muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal. No era éste elúnico mosquito que zumbaba en torno de las señoritas de la Lage. A lasprimeras de cambio notó don Pedro que así por los tortuosos y lóbregossoportales de la Rúa del Villar, como por las frondosidades de laAlameda y la Herradura, les seguía y escoltaba un hombre joven,melenudo, enfundado en un gabán gris, de corte raro y antiguo. Aquelhombre parecía la sombra de las muchachas: no era posible volver lacabeza sin encontrársele: y don Pedro reparó también que al surgirdetrás de un pilar o por entre los árboles el rondador perpetuo, la caratriste y ojerosa de Carmen se animaba, y brillaban sus abatidos ojos. Encambio don Manuel y Nucha daban señales de inquietud y desagrado.

Ya sobre la pista, don Pedro siguió acechando, a fuer de cazadorexperto. Nucha no debía tener ningún adorador entre la multitud deestudiantes y vagos que acudían al paseo, o si lo tenía, no le hacíacaso, pues caminaba seria e indiferente. En público, Nucha parecíarevestirse de gravedad ajena a sus años. Respecto a Manolita, no perdíaripio coqueteando con el señorito de la Formoseda. Rita, siempre animaday provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, puesdon Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradorescorrespondía con ojeadas vivas y flecheras. Lo cual no dejó