Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Ese matrimonio que come dos mesas más allá, es también norteamericano:los esposos Lowe. Él ha vivido en el Japón, en China, en Australia, enEl Cabo; aquí en el buque vive en el gimnasio, y cuando sale de él, sepasea con unas chaquetas a rayas de colores, de lo más extrañas: unaschaquetas de clown, que son, a lo que parece, los uniformes de famososclubs esportivos. Ella canta romanzas italianas, y sólo espera que lainviten para hacernos oír su voz. Mistress Power (porque le advierto queése es el nombre de nuestra vecina) sólo se trata en el buque con estapareja de compatriotas. Se mantiene en un aislamiento sonriente; algunossaludos con las señoras más respetables, y nada más... Y sin embargo,sabe mejor que yo los nombres y la categoría social de casi todos lospasajeros. ¡Mujer más hábil!... Tal vez por esto mantiene a distancia alos otros americanos.

Y designaba con los ojos a los ocupantes de la mesa inmediata.

—Gente buena, pero escandalosa—continuó—; cow-boys en traje dedomingo, que van a estudiar la ganadería de las Pampas; comisionistas deNueva York, que sacan a puñados los billetes de Banco de los bolsillosdel pantalón y necesitan cantar a cada momento para que se fijen enellos... Ya se han bebido seis botellas y roto dos. Ahora, con elentusiasmo del champán, se llevan a los labios las banderitas que tienenante los platos y ponen los ojos en blanco gritando: « Americain!Americain!... »

En la mesa siguiente está Martorell, aquel muchacho conlentes y bigote rubio: un catalán, del que creo haberle hablado.

Tambiénes poeta: lleva ganadas no sé cuántas rosas naturales y englantinas deoro en Juegos Florales; pero siempre en catalán, porque este ruiseñor esmudo cuando se sale del jardín de su tierra. En Castilla (cómo él llamaa todos los países que hablan español), el poeta se dedica a la banca.Una fiera, amigo mío, para asuntos de dinero. Le aconsejo que no se metaa luchar con este camarada poético en un certamen de tanto por ciento,porque de seguro que le roba hasta la lira. En Madrid nos hablaba muchode Buenos Aires, donde ha estado dos veces. Parece que hay grandesreformas que hacer en eso de los Bancos, ideas nuevas que implantar paraque el dinero se multiplique; y allá va Martorell, como un Mesías deldescuento... También se lo presentaré: es buen muchacho. ¡Quién sabe alo que puede llegar!...

Luego, Maltrana hizo un gesto exagerado de horror, una mueca que fuecomo la caricatura del miedo.

—Y junto al catalán... el hombre misterioso; ese vecino mío decamarote, del que le he hablado algunas veces. Es el que va con traje deluto, todo afeitado. No habla con sus vecinos y come con una gravedadsacerdotal, lo mismo que si estuviese celebrando un rito. ¿Quién creeusted que puede ser?... Huye de la gente, y cuando yo le hablo enfrancés, que parece ser su idioma, me contesta con mucha cortesía, condemasiada cortesía, y de repente se aleja muy estirado, como siexistiese entre nosotros una diferencia social que no permite lafamiliaridad...

¡Y vaya usted a adivinar, con esa cara afeitada que lomismo puede ser de magistrado que de cómico, sacerdote o mayordomo decasa grande!... Yo lo encuentro lúgubre como un doctor de los cuentos deHoffmann. Además, me preocupa el camarote misterioso, ese camarote entreel suyo y el mío, siempre cerrado, y cuya llave guarda élcuidadosamente. Una vez al día abre la puerta, entra, inspecciona unosminutos, vuelve a salir, y hasta el día siguiente... Ni una palabra, niun grito, ni el más leve ruido; y eso que yo muchas noches aplico laoreja a la madera del tabique, o miro en el corredor por el ojo de lacerradura. ¡Nada!...

¿Quién cree usted que podrá ser?

Calló Isidro, frunciendo el ceño bajo la preocupación de este misterio.

—Tal vez un diplomático que va en misión secreta, y por eso huye de lagente; algún financiero que viaja para comprar de golpe todas las víasférreas de América y teme que le pillen el secreto; un empleado infielque se lleva la caja y tiene el camarote abarrotado de sacos de oro.¡Lástima no saberlo con certeza!... Aquí hay misterio, un misteriogordo, a lo Sherlock Holmes; y lo más extraño es que cuando le preguntoal mayordomo del buque, él, tan amigacho mío, se hace el tonto, como sino me comprendiese... Verá usted, Ojeda, cómo algo ocurre con estehombre antes de que termine el viaje. En cualquier puerto lo reciben conmúsicas, discursos y banderas, o sube la policía y le asegura las manoscon esposas... Parece orgulloso, y al mismo tiempo revela una timidezincompatible con el mucho dinero. ¿Quien será?...

Maltrana llenó su copa y bebió, como si con esto quisiese acelerar susaveriguaciones sobre el «hombre misterioso».

Después, el champán y labuena comida parecieron ejercer sobre él una influencia benévola.

—Confieso a usted, Ojeda, que nunca me he sentido mejor, y por mivoluntad podía prolongarse este viaje hasta el fin del mundo. ¡Ojaláfuese el Goethe vagando por el Océano, como el

«Holandés errante»,siempre que no se agotasen sus repuestos de víveres y bebida!... ¿Quéfalta aquí?... Mujerío elegante y hermoso que puede verse de cerca y ledirige a uno la palabra como a un amigo antiguo; buena mesa, fiestas,bailes y ausencia total de moneda. Todo se paga con bonos, o se arreglancuentas en el despacho del mayordomo al final del viaje. ¡Y este tiempode primavera! ¡Y este buque que es una isla!... Nunca me he visto enotra: ni en Madrid, cuando me convidaban a comer los políticos desegunda clase para que escribiese bien de ellos; ni en París, cuandohacía traducciones españolas para las casas editoriales y engañaba elhambre en los bodegones del Barrio Latino... ¡Y pensar que doñaMargarita mi patrona, con un cariño que data de ocho años, rezará por elpobre don Isidro que va navegando por los mares! ¡Y pensar que a estashoras, en nuestro café de la Puerta del Sol, se preguntarán aquelloschicos melenudos que lo saben todo y no han visto el mundo por unagujero: «¿Qué será del sinvergüenza de Maltrana?». Y el más graciosocontestará seguramente: «Debe estar en la panza de un tiburón...».¡Pobrecitos!

Servían los camareros el helado, cuando sonó el fuerte repiqueteo de uncuchillo contra una copa. Quedó inmóvil la servidumbre, circularonsiseos imponiendo silencio, y todas las cabezas se volvieron hacia unmismo punto del comedor.

—El amigo Neptuno va a hablar—dijo Isidro.

Este Neptuno era el comandante del buque; enorme como un gigante cuandoestaba sentado, e igual a los demás si se ponía en pie, irguiendo elhercúleo tronco sobre unas piernas cortas. La barba dorada y canosainvadía, arrolladura, una parte de su rostro rubicundo, esparciéndoseluego sobre el pecho; y en medio de esta cascada fluvial abríase unasonrisa de bondad casi infantil.

Cuando pasaba por las cubiertas lerodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas,pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazosmembrudos. Al encontrarse con Isidro extremaba su sonrisa, como siadivinase en él un ingenio gracioso, a pesar de que no podían entendersebien, pues en sus pláticas no iban más allá de unas cuantas palabras deitaliano mezcladas con otras tantas de español.

Vistiendo un smoking azul con galones de oro, brillándole la calviciesudorosa y acariciándose las barbas, iba desenredando lentamente sumadeja oratoria. Una gran parte del auditorio no le comprendía, perotodos conservaban la mirada puesta en él, con la fijeza de laincomprensión, aumentándose con esto los titubeos verbales del marino.

—No parece que se explica mal Neptuno—dijo Maltrana en voz baja—.Ahora está hablando de su emperador. Ha dicho kaiser dos veces; eso loentiendo... ¡Raza notable! Creo que a los capitanes alemanes les danlecciones de oratoria en Hamburgo y además les enseñan a bailar. Sintales requisitos, la Compañía no entrega un buque a uno de estos padresde familia... Lo mismo son los músicos de a bordo. Por la mañanapreparan los baños y limpian las escupideras; antes del almuerzo tocaninstrumentos de metal; por la noche instrumentos de cuerda; y todo lohacen gratis, pues no cuentan con otra remuneración que las propinas delos pasajeros. ¡Cualquiera se mete en concurrencia con estas gentes!...Pero ¿por que se entusiasman tanto los alemanes, Fernando? ¿Qué diceahora el amigo Neptuno?

Deutschland, Deutschland über alles, über alles in der Welt.

—¿Y qué es eso?

—«Alemania sobre todo, sobre todo lo del mundo.»

El capitán elevó su copa, dando por terminado el discurso y los que lecomprendían pusiéronse de pie, hombres y mujeres, instantáneamente,alzando también sus copas. « ¡Hoch! », gritó Neptuno; y todoscontestaron lo mismo, con una regularidad mecánica, como el grito de unregimiento que responde a la voz de su coronel. « ¡Hoch! », volvió adecir; pero esta vez, amaestrados por el ejemplo, contestaron lospasajeros en masa con un alborozo discordante; y el tercer « ¡Hoch! »fue un cacareo general, repitiendo muchos con delectación la palabra,por lo mismo que ignoraban su significado.

Un rugido de trompetería guerrera saludó desde el antecomedor el finaldel brindis, y los criados reanudaron apresuradamente el servicio.

—Aquí ya no dan más—dijo Maltrana después de los postres—. Subamos aljardín de invierno a tomar el café.

Ocuparon los dos amigos una mesita inmediata a una de las puertas.Desde allí veían la ascensión por la amplia escalera de todos los queabandonaban el comedor. Pasaron ante ellos los hijos mayores del doctorZurita con otros jóvenes argentinos que regresaban de París. Todossaludaron a Maltrana con amigable familiaridad. Sonreían al verle,recordando tal vez los cuentos con que amenizaba sus tertulias en elfumadero a altas horas de la noche, cuando finalizaban por cansancio laspartidas de poker.

—Hermosa juventud—dijo a Ojeda su compañero—. Fíjese en los tipos:altos, musculosos, esbeltos y con una gran agilidad en los miembros.Deben ser famosos bailarines de tango.

¡Excelentes muchachos, todosamigos míos!... Vea sus dientes sanos de lobo joven; su pelo, tanabundante, que necesitan aplastarlo con pomada hasta formar dosalmohadillas lustrosas.

No queda en sus cabezas dónde plantar un cabellomás. Son hermosos ejemplares del cultivo intensivo de la pilosidad... Ylas manos finas, aunque estén deformadas por los ejercicios de fuerza; ylos pies pequeños, reducidos, altos de empeine, cuidados conmeticulosidad; de día siempre encerrados en charol con cañas de colores,de noche con forro de seda calada y escarpines que martirizarían amuchas señoras. Son pies que parecen tener una vida aparte, pies sabiosque pueden seguir sin error las más difíciles combinaciones del baile...Y ellas igualmente ¡qué finura de extremidades!... En esta Arca de Noé,amigo Fernando, se reconoce el origen étnico de cada uno sólo con miraral suelo... Mire esos otros que suben.

Y sonrieron los dos viendo ascender por los peldaños algunos pies demasculina dimensión, a pesar de que asomaban bajo una corola de faldasrecogidas. Tras ellos subían enormes zapatos de hombre, embetunados y defuerte morro, que dejaban en la alfombra una huella de pesadez. Muchoscomerciantes que se habían endosado el frac en honor del soberano,guardaban sobre su abdomen la gruesa cadena de oro, cargada, como unrelicario, de medallones, dijes, lápices y fetiches, y en los pies losfuertes botines de uso diario.

Ojeda acogió con incrédula sonrisa las consideraciones de su amigoacerca de la superioridad de una raza sobre otra por la finura de lasextremidades.

—Los «latinos», como usted dice, Maltrana, somos bellamente ligeros,más «alados» que estas gentes del Norte. Se ve la influenciaaristocrática de los conquistadores andaluces en los pies breves ygraciosos de las sudamericanas. El indio también tiene el pie pequeño...Pero ¡quién sabe si el mundo no está destinado a ser una presa de lospies grandes! Fíjese con qué autoridad insolente y ruidosa vanavanzando esos navíos de cuero y cartón. Allí donde se detienen seincrustan, y la pesada voluntad que los habita tiene que hacer unesfuerzo para cambiarlos de lugar. Marchan sin gracia y con lentitud,pero lo que ellos cubren es suyo y no lo abandonan. Nuestros pies sonmás graciosos, tienen algo del salto del pájaro, pero dejan poca huella.

Sonó una risa femenil, ruidosa, petulante, en la que se adivinaba undeseo de hacer volver las cabezas. Ascendió por la escalera un vestidode color de sangre, y detrás de su cola, majestuosamente suelta, variosfracs parecían correr para alcanzarlo y dominarlo.

—Nélida, nuestra amiga Nélida, con su escolta de admiradores—dijoMaltrana—. Todas las naciones de a bordo están representadas en esteséquito amoroso. Sólo faltamos nosotros; pero tengo la certeza de que siusted no va a ella, ella le buscará.

Admiraba su boca de «tigresa en celo», según él decía; boca de húmedocarmesí, en la que brillaba luminoso el nácar de una dentadura voraz. Alabrirse con el desperezo de la risa, sus dientes, un tanto agudos,parecían surgir de este estuche rojo, como salen las uñas de la zarpa deun felino.

Ocupó una mesa ella sola, e inmediatamente la rodearon sus acompañantes.Hablaba en alemán, inglés, francés y español con todos ellos, llevándosea los labios un cigarrillo sin encender.

Uno de los adoradores seinclinó ofreciéndole la llama de un fósforo.

—Ése es el que llaman «el barón»—dijo Maltrana—: un belga que nosabruma con su hermosura de Antinoo, petulante e insufrible lo mismo queesas muchachas que alcanzan en un concurso el premio de belleza... Porel momento, es el preferido.

—¡Nélida!... ¡Nélida!—gritó una voz de mujer.

Era la mamá, que, desde una mesa cercana, pretendía corregir con estellamamiento la audacia de su hija. Podía tolerarse que fumasen lasartistas, pero no una señorita que viaja con sus padres. Bastaba ver laactitud de las damas que estaban en el jardín de invierno: fingían noreparar en ella, pero se adivinaba en sus ojos una impresión deescándalo... Todo esto pareció decirlo la madre con su mirada y su brevellamamiento. Pero Nélida

se

limitó

a

contestar

fríamente:

«¡Mamá!»,

yencogiéndose de hombros siguió fumando. La madre se replegó vencida,cruzó los brazos sobre el vientre y quedó en la inmovilidad de unaesfinge cobriza al lado de su esposo, que hablaba con un vecino.

—Ese padre es admirable—dijo Isidro—, tan admirable como la niña. Veasu aire de patriarca, sus barbas y sus melenas canas, la mansedumbre conque habla y la deferencia con que escucha.

Por dos veces se declaró enquiebra hace años; pero en América se olvidan pronto estas cosas, ysegún parece, vuelve ahora para reanudar sus antiguos trabajos.

Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtieneéxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba,después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar variosnegocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.

—Creo que es una mina—continuó—en el Norte de la república, cerca deBolivia, no sé si de petróleo, de diamantes o de libras esterlinasrecién acuñadas. Ha olido que soy pobre, y no se digna exponerme susplanes; pero ya verá cómo se le aproxima así que se percate de que usteddesea trabajar en América y lleva dinero para eso. Le va a proponeralgún negocio, como se lo está proponiendo en este momento a Pérez, elque se sienta a su lado; Pérez el anglómano, que se indignaba estamañana en Tenerife; el «amigo de la civilización»... Y si el señorKasper se digna interesar a usted en sus asuntos, inútil es decirle quesu fortuna está hecha. ¡Padre extraordinario!...

Y Maltrana contempló al bondadoso patriarca con una admiración irónica.

—De vez en cuando se da cuenta de que existe su hija, y la acariciabondadosamente. La madre, con el buen sentido que ha podido salvar de laoleada de grasa que invade su cuerpo, llama la atención de su maridosobre la conducta de Nélida. Los escrúpulos y preocupaciones de unaeducación recibida en una república del Pacífico la hacen protestar delos escándalos de esta muchacha, que nada tiene suyo, que física ymoralmente pertenece al padre, y que mira con cierta superioridad, cualsi fuese una nodriza o una criada vieja, a la mulatona que la llevó enel vientre... Y el padre se conmueve y abraza a Nélida.

«¡Pobrecita! Laspersonas atrasadas no saben cómo debe educarse una joven moderna. Es laignorancia, el fanatismo de la gente que habla español...» Y Nélida, quea su vez se acuerda de que tiene un padre, le acaricia las melenas conmanoseos de gata amorosa y suspira agradecida: «Papá... papá...». Lafamilia más interesante de todo el buque. Y aún falta el otro, el«guardia de corps».

Y señalaba un jovencito moreno, subido de color, sentado entre losadoradores de Nélida.

—Es el hermano pequeño, el único que se asemeja a la madre.

Acompaña aNélida por todo el buque, y ella lo acepta como una prolongación de lafamilia, porque esta vigilancia honorable le permite ir sola entre loshombres. El muchacho es medio imbécil, le dan ataques epilépticos, hablacon incoherencia.

Cuando ella tiene interés en quedarse sola lo envía alcamarote para que busque cualquier cosa, y el chico se resisterecordando que debe obedecer a mamá. Pero intervienen los adoradores dela hermana, amigos que le dan champán y buenos cigarros, y acaba porausentarse, hasta que se tropieza con la madre, que le riñe por haberolvidado sus deberes...

Ojeda, sintiendo un interés repentino por este relato, miraba a Nélida.

—Los dos hermanos—continuó Maltrana—se odian con un odio de raza, ypor la noche disputan y se pegan. Ella enseña a sus amigos las marcas delos golpes; él oculta los arañazos bajo una capa de polvos, pero afirmacon un rencor balbuciente que se lo contará todo a su hermano el mayor,el único equilibrado de la familia, un centauro de la Pampa, unestanciero, al que respeta el padre, adora la madre y tiene un miedohorrible la hermosa Nélida. Cuando habla de él se pone pálida. Se ve queeste mozo del campo no cree en «la educación de una joven a la moderna»,y arregla a palos los problemas de honor. La niña tiembla al pensar enla futura entrevista y en lo que pueda decir el hermanito, que laamenaza con sus revelaciones; por ella no llegaríamos nunca a BuenosAires... Pero sus terrores pasan pronto: los olvida apenas se ve rodeadade hombres. Cuando se acaricia los labios con su lengua de gata, escapaz de saltar por encima del vengador de la Pampa que tanto miedo leinfunde.

Otra vez los ojos negros de la madre, ojos abultados y dulces, querecordaban la mirada lacrimosa de los llamados andinos, se fijaron en lahija con una severidad titubeante. «¡Nélida!», volvió a gritar. PeroNélida no se dignó responder, y bebiendo el resto de su taza púsose depie, encendiendo otro cigarrillo. El grupo de fieles se levantó trasella. Iban a pasear por la cubierta hasta la hora del baile. Salieron entropel, y el hermano quiso reunirse con su madre, pero ésta se indignó:

—Anda vos con Nélida, grandísimo zonzo. ¿A qué venís acá?... No laperdás de vista.

Con éste, que era de su color y su sangre, mostrábase autoritaria labuena señora, obligándolo a correr detrás de Nélida.

El doctor Zurita, arrellanado en un sillón, seguía con los ojosentornados las espirales de humo de su gran cigarro. Las damas de sufamilia hablaban con otras argentinas de las mesas inmediatas.

—Le hago falta a mi buen doctor—dijo Maltrana—. Se está aburriendocon la charla de las señoras... Yo también siento la falta del magníficocigarro que seguramente me guarda... ¿Usted sale a la cubierta,Ojeda?... Voy en busca del tributo.

Al aproximarse al doctor, éste pareció despertar, al mismo tiempo querebuscaba en los bolsillos de su smoking.

Che, Maltrana; venga para acá, galleguito simpático... Tome uno dehoja.

Y le entregó un cigarro enorme, al mismo tiempo que añadía en voz baja:

—Siéntese, amigo, y conversemos... Diga qué le pareció esta fiesta delos gringos. ¡Qué pavada! ¿no?...

Ojeda salió a la cubierta. La luz de los reverberos incrustados en eltecho de las dos calles iluminaba de alto a abajo a los paseantes, sinque sus cuerpos proyectasen sombra en el suelo.

Caminabanapresuradamente, con una movilidad de bestias enjauladas, lo mismo quese camina en los colegios, los conventos y los presidios, buscandosuplir con la rapidez de la locomoción lo limitado del espacio. Lasmujeres desfilaban masculinamente, a grandes zancadas, temiendo laexuberancia adiposa de una digestión inmóvil. Desafiábanse los grupos aquién daría los pasos más largos, y circulaban con una rapidez de fugaentre las ventanas de los salones y los grupos acodados en las barandas.

Más allá del nimbo de luz láctea en que iba envuelto el buque, extendíanel mar y la noche el misterio de su obscuro azul punteado defosforescencias de agua y fulgores siderales.

Algunos miraban lasestrellas, discutiendo sus nombres. Gentes del otro hemisferio ojeabanimpacientes el horizonte, creyendo ver asomar a ras del agua la famosaCruz del Sur... No se distinguía aún; pero dentro de cuatro o cinco díasla verían elevarse

majestuosa

en

el

firmamento.

Y

muchos

parecíanentusiasmados con esta esperanza, como si al contemplar la constelaciónadmirada desde su niñez se creyesen ya en sus casas.

La noche era calurosa. Muchas gorras habían quedado abandonadas en lasperchas del antecomedor. Las cabezas erguíanse descubiertas sobre elalbo triángulo de las pecheras, brillando al pasar junto a losreverberos con reflejos de laca negra. Ni el más leve soplo de brisadesordenaba la armonía de los peinados femeninos. Al cruzarse los gruposen su apresurada marcha, se saludaban, como si no se hubiesen visto enmucho tiempo. Cambiaban sonrisas y guiños, lo mismo que en el paseo deuna ciudad. Todas las mesas del fumadero estaban ocupadas.

Algunosgrupos tenían ante ellos un pequeño mantel verde y paquetes de naipes.Ojeda, en una de sus vueltas, vio al señor Munster a la puerta delcafé. Al fin iba a realizar sus deseos; ya tenía medio formada supartida de bridge. Había conquistado en el salón a la madre de Nélida,y creía poder contar igualmente con Mrs. Power. A pesar de esto, volvióa repetir, con una tenacidad de maniático:

—¡Qué extraño que usted no sepa, señor! ¡Un juego tan distinguido!...

Fernando, cansado de circular entre los grupos, que al encontrarse ensus vueltas se inmovilizaban obstruyendo el paso, se detuvo en la partede proa, apoyándose en la barandilla. Sus ojos experimentaron lavoluptuosidad del descanso al sumirse en el obscuro azul poblado desuaves luces. Circulaba a su espalda el movimiento humano acompañado devivos resplandores; ante él la silenciosa calma del mar tropical,dormido como un lago sin riberas.

Estaba triste. La alegría del champán que le había acompañado allevantarse de la mesa, convertíase ahora, al quedar solo, en unamelancolía inexplicable. Ojeda se comparaba a ciertas vasijas en cuyointerior los líquidos más dulces se agrían, perdiendo su perfume. ¡Ay,el doloroso recuerdo de lo que dejaba atrás!...

Un sentimiento confuso de despecho y envidia uníase a su tristeza. Asícomo el buque iba entrando en los mares tranquilos de inmóvil esmeralda,en las noches cálidas pobladas de titilaciones de espuma y de luz,parecía transformarse. Un ambiente de dulce complicidad, de bondadosaprotección, extendíase

desde

los

salones

lujosos

a

los

más

profundoscamarotes. Hombres y mujeres de idiomas diferentes, que habían subido altrasatlántico en distintos puertos y lo abandonarían en diversastierras, se buscaban, se saludaban, se sonreían, para acabar paseandojuntos, hablando en alta voz palabras sin interés, y mirándose al mismotiempo fijamente en las pupilas, inclinando la cabeza el uno hacia elotro como impulsados

por

una

atracción

irresistible.

Obscuros

instintosservían de guía a la gran masa para seleccionar sus afectos,fraccionándose en grupos de dos seres, según las afinidades de susgustos o las ocultas atracciones reflejadas en los ojos. Se modelabaaquella noche el boceto de lo que iba a ser esta sociedad lejos delresto de la tierra, vagabunda sobre una cáscara de acero en el desiertode los mares. Este mundo efímero, que sólo podía durar diez o doce días,ofrecería los mismos incidentes de un mundo que durase siglos. Los diezdías iban a representar en la vida de muchos tanto como diez años.

Alguien había saltado al buque en las últimas escalas. No era laesperanza sin cabeza y con alas la única intrusa. Venía oculto en

losprofundos

sollados—como

aquellos

vagabundos

descubiertos a la salida deTenerife—, y al verse en pleno mar de romanza, tranquilo y luminoso,deslizábase furtivamente de su escondrijo, iba examinando las caras desus compañeros de viaje, los aparejaba según sus gustos, e invisible ybenévolo, empujábalos unos hacia otros. Una atmósfera nueva se esparcíapor las entrañas del buque. Respiraban los pechos otro aire, provocadorde inexplicables suspiros. Los que hasta entonces habían dormitadotranquilamente, arrullados por las ondulaciones del Océano, serevolverían en adelante inquietos durante las noches tranquilas yestrelladas, no pudiendo conciliar el sueño.

Los ojos femeniles iban a descubrir inesperadas atracciones en el mismohombre contemplado con aversión o indiferencia durante los primeros díasdel viaje. Las mujeres se transformaban con una valorización creciente,apareciendo más seductoras a cada puesta de sol, como si el trópicocomunicase nueva savia a las hermosuras decaídas, como si la proa delnavío, al partir las olas buscando las soledades del Ecuador, seaproximase a la legendaria Fontana de Juventud soñada por losconquistadores.

Ojeda conocía a este intruso invisible y juguetón que revolucionaba eltrasatlántico, y el intruso lo conocía igualmente a él desde algunosaños antes. Tal vez le rozase, como a los otros, con sus alas demariposa inquieta, pero al reconocerle, seguiría su camino. Nada teníaqué hacer con él... Y esta certeza de permanecer al margen de la vidapasional que iba a desarrollarse en medio del Océano amargaba aFernando. Viajero por amor, tendría que contemplar la felicidad ajenacomo los eremitas

del

desierto

contemplaban

las

rosadas

y

fantásticasdesnudeces evocadas por el Maligno. ¡Ay, quién podría darle en vivienterealidad la imagen algo esfumada que latía en su recuerdo!... ¡Pasearsintiendo el dulce brazo en su brazo; soñar arriba, en la últimacubierta, ocultos los dos detrás de un bote, las bocas juntas, la miradaperdida en el infinito; vivir toda una vida en tres metros de espacio,entre los tabiques de un camarote, despertando del amoroso anonadamientocon la campana del puente, que sonaba, en la inmensidad oceánica,discreta y tímida, como la otra campana monjil!... Y

sumiendo Fernandosu mirada en lo