Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Calló Maltrana, como para reflexionar mejor, y luego añadió:

—Yo no me burlo por eso de los catedráticos de Salamanca ni losconsidero ignorantes. Sabían lo que podía saberse en su época ydefendían sus conocimientos. Un niño de hoy sabe más que ellos y puedereírse de su ciencia; pero falta saber cómo reirán los escolares delsiglo XXV de los sabios que ahora veneramos. Nadie ha guardado unextracto de esta disputa de Salamanca; únicamente se sabe que loscatedráticos negaban a Colón que en unos años pudiese ir y volver, comoafirmaba, desde España a la costa oriental de Asia. Y en esto teníanrazón: ellos estaban en lo cierto. Poseían una idea más exacta deltamaño de Asia y del tamaño de la tierra; daban al Océano desconocido unespacio semejante al que ocupan el Atlántico y el Pacífico juntos, y lotenían por inmenso e infranqueable para los medios de navegación deentonces. Pero los pobres sabios de Salamanca, lo mismo que Colón,ignoraban la existencia de América, y América, cansada de vivir en elmisterio, salió al paso del navegante, el cual murió ignorándola. Yresultó que los que tenían una noción de la tierra más aproximada a laverdad quedaron ante la Historia como unos borricos, y el visionario quebasaba sus planes en que «el mundo es más chico que dicen, y seis partesde él están enjutas y una sola con agua», aparece como un sabioconsagrado por el triunfo...

—Así es—dijo Ojeda—. Hay que imaginar por un momento que no hubieseexistido América; suprimir en hipótesis el Nuevo Mundo, y ver a Colón,que creía la tierra una tercera parte más pequeña y las costas de Asia aunas setecientas leguas de las Canarias, lanzándose con sus barquitosOcéano adelante, teniendo que navegar por todo el Atlántico y todo elPacífico hasta encontrarse con las islas del Japón o las costas de laChina.

—¡Un absurdo!—interrumpió Maltrana—. Una cosa imposible, teniendo encuenta lo que eran las carabelas, su escaso repuesto de víveres y lanecesidad de descansar en oportunas escalas. Hubiesen perecido alinsistir en la empresa, o lo que es casi seguro, se habrían vuelto. Parallegar solamente a las Antillas, el mismo Colón sintió desmayar suvoluntad en el primer viaje más de una vez, lo que no es raro, pues lafe más sólida flaquea al verse sumida en lo desconocido. Cuando llevabanavegadas setecientas leguas, comenzó a pensar con inquietud si el Asiaestaría más lejos de lo que él creía, y fue entonces cuando Pinzón elmayor, el férreo Martín Alonso, con la testarudez de los hombresenérgicos, que esperan salir de un mal paso atropellándolo todo, legritaba desde su carabela:

«¡Adelante, adelante!».

—Ahí tiene usted otra patraña, amigo Isidro: la pretendida mala fe dePinzón con el descubridor; sus manejos para sublevarle la gente; elintento de las tripulaciones españolas de echar al agua al Almirante,volviéndose luego a su país; el plazo de tres días que concedieton paramorir si no encontraba tierra...

—¡Qué leyenda estúpida!—exclamó Maltrana—. Al vulgo le place ver lospersonajes históricos a su gusto, como héroes de novela folletinesca quearrostran toda clase de asechanzas para que al fin triunfe su inocenciaen el último capítulo. La actuación de un traidor, de un personajesombrío y fatal, es necesaria para que por un efecto de contrasteresalte con mayor relieve la grandeza magnánima del protagonista. Y enesta novela colombiana, el traidor es el honrado Martín Alonso, que lopuso todo en la empresa del descubrimiento para no sacar nada y perderencima la vida. Usted conoce la verdadera historia.

Cuando Colón,vagabundo de incierta nacionalidad, andaba por Palos no sabiendo quéhacer. Pinzón le escuchó y le animó con sus informes de viejo navegantedel Océano convencido de la existencia de nuevas tierras.

Los reyes concedían su licencia al aventurero para el primer viaje, perocon esto no se adelantaba su realización. La Tesorería real habíalibrado con gran esfuerzo un millón de maravedíes, procedente de unoscensos de Valencia, pero la cantidad era insuficiente. Colón llevaba unaorden para que en el puerto de Palos le facilitasen embarcaciones, peronadie le obedecía. En aquellos

tiempos

de

nacionalidad

apenas

formada

ycomunicaciones difíciles, el poderío de los monarcas sólo era verdaderoallí donde ellos estaban presentes. Las órdenes reales, cuando ibanlejos, se acababan y no se cumplían. Colón, con el mandato de losmonarcas, intentó alistar gente, pero los marineros reclutados a lafuerza se desbandaban y huían. Tal fue su desesperación, que hasta pensóen tripular las naves con hombres sacados de las cárceles.

Y en este apuro, cuando veía su empresa próxima al fracaso, MartínAlonso Pinzón, el rico de Palos, el armador, que podía descansar parasiempre de las penalidades del Océano, se ofreció con gallardo arranquea interesarse en la expedición y aventurar en ella parte de sus bienes,la mitad de lo que habían dado los monarcas. Él buscó y preparó buenasembarcaciones y «puso mesa», según el lenguaje de la época, para alistarmarineros, ofreciéndose confianza a los que quisieran hacer el viaje yanunciando que él iría también. Esto bastaba para que acudiera la mejorgente de toda la costa y todos los preparativos se efectuasen conrapidez...

—Tenemos el relato del primer viaje escrito por el mismo Almirante, suDiario de navegación, que no puede ser más monótono. Viento favorable,buena mar, indicios de tierra, maderas que flotan, pájaros que cantan enlos mástiles de las carabelas como anunciando la proximidad de costasinvisibles.

Pero esto era un fondo poco interesante para la figura delhéroe, y muchos años después de su muerte, ciertos historiadores ganososde dar emoción trágica a sus relatos, inventaron lo de la sublevación delas tripulaciones que, asustadas, querían retroceder, y la amenaza alAlmirante de echarlo al agua si no descubría tierra en el plazo de tresdías. Y Pinzón juega en todo esto el papel de un traidor cauteloso, quefomenta los miedos ridículos de una marinería acostumbrada anavegaciones más azarosas... En el relato de su viaje, el Almirante, queera de carácter receloso y muy dado a ver traiciones y asechanzas entodas partes, no dice una palabra de intentos de revuelta, y variasveces, durante la navegación, aproxima su nave a la de Martín Alonso, lellama, entablan amistosa plática desde el puente, y se envían con unacuerda la famosa carta de Toscanelli para esclarecer sus dudas.

—Colón—dijo Ojeda—era de mayores conocimientos científicos que suconsocio el marino de Palos; pero reconocía en éste más pericia en elarte de navegar, en el manejo de los buques y de los hombres... Hubo,efectivamente, un plazo de tres días; pero este plazo no se lo dieron alAlmirante sus marineros, sino que fue él quien se lo concedió a Pinzón,que solicitaba cambiar de rumbo. Notábase a ambos lados de los buquesseñales de tierra, pero el Almirante continuaba siempre en la mismadirección, creyendo estar entre las islas de Cipango, o sea en elarchipiélago japonés. «Todo aquello se vería a la vuelta.» Él deseaballegar cuanto antes a tierra firme, al Imperio de Catay, a la China,para visitar al Gran Kan, entregarle sus credenciales y hacer acopio deoro. Pero Martín Alonso, menos iluso, consideraba necesario tocar cuantoantes en alguna tierra, y don Cristóbal acabó por acceder a que cambiasede rumbo, con la condición de que si en tres días no encontraban costavolverían al primitivo...

Y apenas se sigue la ruta de Pinzón, surge la pequeña isla antillana,etapa primera del gran descubrimiento, que dura luego más de un siglo...Tal vez nadie hizo tanto por la gloria de Colón como su consocio alcambiar de rumbo. Imagínese usted si el Almirante, en su prisa de ver alGran Kan, sigue la primera dirección y va a dar en las costas actualesde los Estados Unidos.

De seguro que no vuelve, y el mundo se queda sintener noticia de su descubrimiento.

—Sí; no vuelve—dijo Ojeda—. Es muy probable, es casi seguro. Para lapequeña expedición, que sumaba en conjunto unos noventa hombres, y nohabía hecho verdaderos preparativos de guerra, fue una suerte abordar enlos archipiélagos paradisíacos del mar de las Antillas, con suspoblaciones mansas, tímidos rebaños humanos en los que cazaban sualimento los caníbales de las otras islas. Si los tres barquitos con supuñado de tripulantes se encuentran, al tocar tierra, con los indiosferoces de la América del Norte o los belicosos aztecas de Méjico, deseguro que no vuelven... ¡y se acabó Colón!

—Sólo al final del viaje—continuó Maltrana—habla el Almirante de sucompañero, con cierto encono. Al navegar por las costas de Cuba tuvieronmal tiempo, y Colón se refugió con su carabela en un abrigo de la costa,mientras el otro, marinero más atrevido y confiado en su habilidad,seguía adelante.

Estuvieron separados unos días, y esto bastó para queColón sospechase que Martín Alonso había tenido de los indios noticiasde mucho oro e iba a buscarlo por su cuenta, como un amigo infiel.¡Disputa de consocios que se temen y se vigilan!...

Y el caso fue queiguales riquezas encontraron el uno y el otro...

¡nada! A su vuelta, elAlmirante, que montaba una carabela, por haber perdido su nave mayor enun bajo, tiene que refugiarse en las Azores (donde intentan prenderlelos portugueses), y luego en Lisboa, donde otra vez corre el peligro deverse preso. Mientras tanto, Martín Alonso afronta la tormenta sin hacerescala alguna y llega directamente a España, pero tan derrotado yenfermo, que muere inmediatamente. Y nadie le devuelve el medio cuentode maravedíes que puso en la empresa (cantidad que fue sin duda la quese atribuyó a Colón en su testamento como gasto hecho por él); seesparce el silencio en torno de su nombre; luego, cuando reaparece, espara que algunos autores le atribuyan intentos poco leales; y el vulgose ha imaginado, durante siglos, al honrado Martín Alonso como unaespecie de barítono de ópera barbudo, sombrío, envidioso que intriga,rodeado de un coro de marineros, contra la gloria y la vida del tenor.

—Pero usted no negará, Maltrana, que el Almirante fue perseguido ymaltratado de resultas de su gobernación en Santo Domingo. Acuérdese deBobadilla, el comisionado de los reyes, acuérdese de cómo lo envió congrillos a España.

—Sí; reconozco que lo trataron «con descortesía», éstas fueron laspalabras de la reina Isabel, su decidida protectora. Lo trataron sinrespeto a su edad y sus méritos; con arreglo a los duros procedimientosjudiciales de aquella época; procedimientos que el mismo Colón empleabaigualmente con sus inferiores. Pero que fuese una injusticia caprichosa,como quiere la leyenda, esto es discutible. Se puede ser un granargonauta descubridor de tierras y un pésimo gobernante.

—Hay, además, que tener en cuenta las ilusiones que había fomentado entodos los que le siguieron en el segundo viaje, gente aventurera,levantisca y ansiosa de enriquecerse. Iban a las minas del rey Salomón,a Ofir, a Cipango; no había más que agacharse para recoger bolas de oro.Y se encontraron allá con que todo faltaba, y para recolectar un poco deoro había que sufrir horriblemente. El gobernador, con el ansia deamontonar riquezas y contrariado por los obstáculos, mostrábase huraño,atribuyendo la falta de éxito a la pereza de los individuos de lacolonia. Y hubo rebeliones, batallas entre los conquistadores; y Colón,que tenía la mano pesada y el carácter autoritario, castigó duramente asus inferiores.

—Los castigaba como si quisiera vengarse en ellos de persecucionessufridas por sus ascendientes... Cuando Bobadilla llegó a la isla,enviado por los reyes en vista de las súplicas y quejas de los colonos,el Almirante había ahorcado en la semana anterior siete españoles, cincomás estaban en la fortaleza de Santo Domingo esperando el instante demorir con la cuerda al cuello, y su hermano el Adelantado tenía otrosdiez y siete metidos en un pozo, para enviarlos igualmente a la horca.Bobadilla no fue, en sus procedimientos, más que un justicieroexpeditivo a estilo de la época. El mismo Las Casas, amigo delAlmirante, reconoce que era «persona de rectitud». Al ser enviado Colóna España preso y con grillos, la reina lamentó mucho tal «descortesía»,pero no lo repuso en el gobierno de la isla, prohibiéndole además quevolviese a ella. Se echó tierra al asunto, porque doña Isabel deseaba,según un autor de la época,

«que las verdaderas causas de lo ocurridoquedasen ocultas, pues más quería ver a Colón enmendado quemaltratado». Y el mismo Colón, en una carta, confesaba haber cometidofaltas que necesitaban el perdón de los reyes, «porque misyerros—decía—

no han sido con el fin de hacer mal».

Maltrana añadió, después de una breve pausa:

—También existe otro embuste legendario: la muerte de Colón enValladolid, en plena miseria, pobre víctima de la ingratitud del reyFernando. ¿Qué más podía hacer éste por él? El antiguo vagabundo eraAlmirante, cargo el más honorífico de la nación, pues lo había creado unmonarca para uno de sus tíos. Su hijo, de obscuro origen e inciertasangre, lo había casado el rey Fernando con

una

sobrina

suya.

Gozaba,además,

Colón,

por

capitulaciones públicas, la décima parte de todo loque se ganase en la India. Pero como de allá no venía nada, segúnconfesión del mismo don Cristóbal, de aquí que no poseyese riquezas.

Encuanto a morir en la miseria, como supone el vulgo, basta decir que eltestamento de Colón lo firman siete criados suyos, y este lujo deservidumbre no significa indigencia.

—Tiempos eran aquéllos de pobreza—dijo Ojeda—. Los mismos reyesandaban siempre apurados de dinero, la Hacienda pública era menosregular que ahora, y la nación, esquilmada por las guerras con los morosy la de Nápoles, no podía ayudar mucho a unos descubrimientos que sólohabían dado como resultado el hallazgo de islas improductivas en las quemorían los hombres. Algo olvidado murió el Almirante. La gente, enEspaña y fuera ella, no prestó atención al suceso: el descubridor sehabía sobrevivido a su fama. En los ocho años que siguieron al primerdescubrimiento se habló mucho de él; luego, en los cinco últimos, elsilencio y la indiferencia. Había ido a conquistar las riquezas deOriente, y nadie veía las tales riquezas: era simplemente el descubridorde unas islas de la extrema Asia. Él también lo creía así; y sólo añosdespués, cuando Núñez de Balboa encontró el Pacífico llamado mar delSur, fue cuando Europa pudo enterarse de el Asia de Colón era un mundonuevo que tenía otro Océano a espaldas.

—La facilidad con que Europa entera acogió los relatos de un obscuropiloto

italiano,

Américo

Vespucio,

el

cual,

atribuyéndose gloriasajenas, bautizó con su nombre el nuevo continente, demuestra cuánolvidado estaba Colón, no en España, sino fuera de ella. Este bautizo deAmérica es injusto, pero no carece de lógica Colón sólo habíadescubierto el Asia, y en esta fe murió. Américo Vespucio fue el primeroque hizo saber al mundo (gracias a las sucesivas exploraciones de losmarinos españoles) que esta mentida Asia era un continente nuevo, y loseditores franceses, alemanes; italianos de sus escritos dieron su nombrea las lejanas tierras. Un cínico atrevimiento de librería que hatriunfado para siempre... Pero el vulgo, amigo Ojeda, quiere que sushéroes sean desgraciados, para amarlos con la simpatía de laconmiseración. Vea usted a Goethe el más grande tal vez de los poetas denuestra época. Lo admiramos pero no nos inspira una simpatía familiar,porque fue dichoso en su existencia; tuvo amores con grandes damas,desempeñó altos cargos palaciegos, gobernó un país, vivió en la hartura.Nos gusta más Homero, ciego y vagabundo; Cervantes, que, según la gente,no tuvo qué cenar cuando terminó el Quijote; Shakespeare, cómico delengua y empinando el codo en las cervecerías; Beethoven, pobre sordo...y Colón, muriendo de hambre sobre unas pajas, sin haber recibido blancapor sus descubrimientos.

—Mucho hay de eso—dijo Ojeda con exaltación—pero yo admiro alAlmirante, fuese de donde fuese y tuviera la sangre que tuviera, como unsoñador enérgico, que no descansó hasta levantar una punta del misterioque envolvía al mundo. Admiro en él sus errores estupendos y las teoríasbizarras que por caminos tortuosos le llevaron hasta la verdad. Es elúltimo grande hombre de la Edad Media, el nieto de los alquimistas, delos viajeros maravillosos, de los sabios rabínicos, de los navegantesárabes, de los iluminados cristianos, que abre a la vida moderna lamitad del planeta para que se ensanche. A mí me conmueven sus candidecesy sus ignorancias cuando va por el mundo nuevo viendo en todas parteslos vestigios del mundo antiguo. Me causan deleite las descripciones quehace en sus cartas de la tierras que descubre: los suelos «follados» porlas patas de misteriosas «animalías»; la caza en las selvas a los

«gatospaúles», nombre que en su tiempo se daba a los monos; la visita querecibe a bordo, en el último viaje, de «dos muchachas muy ataviadas, lamás vieja de once años, que traían polvos de hechizos escondidos», yambas, según dice el viejo Almirante a los reyes, «con tantadesenvoltura que no harían más unas p...».

¡Y qué energía la del hombre!

Ojeda hablaba con cierta emoción del último viaje del nauta, siempre enbusca del oro que huía ante él; viaje de trágico dolor, en plenaancianidad, con una pierna ulcerada, los ojos casi ciegos, teniendo a sulado al hijo pequeño, pobre infante que cree haber arrastrado a lamuerte. Los buques están encallados, las tripulaciones hambrientas ysublevadas, los indios de Jamaica se muestran hostiles; nada puedeesperar ya de los hombres, pero se consuela con visiones celestes que sele aparecen de noche sobre el alcázar de popa y le hablan... También loadmiraba en los peligros del regreso de su primer viaje; peligros en losque le iba algo más que la existencia: la pérdida de la gloria queconsideraba entre sus manos. Una tempestad que volcaba muchos navíosdentro del río de Lisboa alcanzábale en pleno Océano montando unacarabela maltratada por la navegación en los mares de la India y quehacía agua por todas partes.

—Cree que Pinzón se ha perdido en el otro buque y que sólo queda élpara dar al mundo la gran noticia: la gran noticia que todos ignoraránsi él perece. Tal vez otros descubridores del Mar Tenebroso sufrieroneste revés del destino luego de reconocer las tierras nuevas. ¡Morir conel secreto!...

Y Colón escribe en varios pergaminos la reseña de su descubrimiento, losmete en toneles y arroja éstos a las olas, sin que los marinerossospechen lo que encierran, pues creen que se trata de un acto dedevoción para apaciguar a los elementos. La tempestad arrecia, y elAlmirante hace traer tantos garbanzos como personas van en la carabela;señala uno con un cuchillo, y revolviéndolos en su bonete, invita a lachusma a meter la mano.

El que saque el garbanzo marcado con una cruzirá de romero a Santa María de Guadalupe llevando un cirio de cincolibras... Y

es el Almirante el que saca el garbanzo. Luego echan lasmismas suertes para ir en romería a Santa María de Loreto, «en la Marcade Ancona, tierra del Papa», y como le toca a un simple proel, Colón lepromete ayudarle con sus dineros para el viaje.

La borrasca va enaumento; al día siguiente vuelven a echar suertes para velar toda lanoche en Santa Clara de Moguer, y otra vez designa el garbanzo alAlmirante.

Pero como estas promesas no logran domar a las potencias hostiles delOcéano y la carabela se tumba, falta de lastre—una imprevisión delAlmirante—, y los bastimentos de comida están casi agotados, hacen elvoto de ir todos, apenas lleguen a tierra, en procesión y en camisahasta la primera iglesia que encuentren bajo la advocación de la Virgen.

—Y cuando el temporal los echa al fin en Lisboa, llevaba Colón más dedoce días de inmovilidad en su banco de popa, dormitando a ratos, conlas piernas mojadas por la lluvia y las olas. Esa prueba fue la mástremenda de su vida. ¡Poseer una verdad que iba a conmover al mundo ymorir con ella!... Pero basta de Colón amigo Maltrana. Ya hemos habladobastante; vamos a tomar el te.

Abandonaron sus asientos, y al dirigirse a una de las escalerillas paradescender al paseo, notaron en el mar varias curvas negras y veloces queasomaban un instante sobre el agua, sumiéndose y reapareciendo más lejosentre burbujeo de espumas.

—Son atunes—dijo Maltrana—. O tal vez sean delfines...

¡Quién sabe!

—De seguro que no son sirenas—repuso Ojeda.

Caminaron algunos pasos, y añadió:

—Es lástima que no queden sirenas. Y sin embargo, aún las había entiempos de Colón... ¿No sabe usted eso? Él vio salir tres

«muy altassobre el mar», cerca de la embocadura de un río de Santo Domingo. Y diceLas Casas que al Almirante no le llamaron la atención, porque habíavisto otras muchas en sus navegaciones de mozo, por las costas de Guineay la Manegueta, y que las sirenas no son tan hermosas como las pintan,«pues en cierto modo tienen forma de hombre en la cara».

IV

Erguidos ante sus atriles con militar rigidez, entonaban los músicos unamarcha solemne, que servía de acompañamiento a los pasajeros en suentrada al comedor. Los hombres vestían de frac o de smoking,guardando en una mano la gorra de viaje.

Algunos se detenían en laspuertas formando grupos para ver a las señoras que iban saliendo de loscamarotes de preferencia o venían de los de abajo por la gran escalerade doble rampa, con un roce de finas ropas interiores.

Deslizábanse rápidas todas ellas, entre saludos y sonrisas, parasumirse, más allá de las mamparas de cristales, en un mar de luz en elque nadaban los colores de inquietas banderas. Una estela de polvos detocador y vagas esencias de jardín artificial seguía el aleteo de lasfaldas desmayadas y flácidas, con brillantes pajuelas de oro o plata; elcrujiente arrastre de los tejidos sedosos; el brillo de las espaldasdesnudas suavizadas con una capa de blanquete; la tersura de las nucas,sobre las que se elevaba el edificio de un peinado extraordinario, elprimero de una navegación que únicamente se había prestado hastaentonces a exhibir sombreros de paseo y velos de odalisca.

En el antecomedor lucía un gran cartel pintarrajeado con una parejadanzante y una inscripción gótica en alemán y en español:

«Esta nochebaile.» Y el anuncio parecía esparcir por todo el buque un regocijo decolegio en libertad. «Esta noche baile», repetían las personas de graveaspecto, como si se prometiesen un sinnúmero de misteriosassatisfacciones.

Saludábanse por vez primera con espontáneos movimientos de cabeza gentesque ignoraban todavía sus respectivos nombres.

Durante la tarde habíansecontraído grandes amistades en la cubierta de paseo. Muchachas dediversa nacionalidad, que no se habían visto nunca y tal vez novolverían a verse al salir del buque agrupándose atraídas por lasimpatía que les inspiraba el género de belleza de la nueva amiga o ladistinción de sus vestidos.

Empezaban

hablando

en

varios

idiomas,

paraexpresarse al fin en castellano. Caminaban tomadas del talle, lo mismoque si fuesen compañeras de pensión, y antes de que terminase la nocheiban a tutearse, entusiasmadas por una amistad que consideraban eterna ydataba de unas cuantas horas.

Las madres se sonreían unas a otras sinconocerse—arrastradas por las afinidades de sus hijas—con unacomplicidad de compañeras

de

profesión,

y

acababan

igualmente

formandogrupos, para hablar de los dolores y satisfacciones que proporciona lafamilia, de las brillantes cualidades de sus retoños, de los desengañose ingratitudes que tal vez les reservaba el porvenir a las pobrecitas...como si las compadeciesen y envidiasen al mismo tiempo. Algunas,vestidas de negro con una austeridad monjil, acometían desde lasprimeras frases el elogio o el lamento de sus difuntos maridos.

Verificábase una aproximación general, como si todos en el buquedespertasen de pronto, reconociéndose antiguos parientes.

Hastaentonces, los que habían salido de Hamburgo fingían ignorar a losembarcados en Boulogne, navegando juntos sin saludarse por el mar deGascuña y de Cantabria, extensión de lívido azul bajo un cielo gris. Lavista de pequeñas ballenas chapoteando en el golfo entre surtidores deespuma les había hecho cruzar algunas palabras nada más, replegándose acontinuación en su huraño aislamiento. Juntos habían acogido con unmutismo de altivez a los que subieron en Lisboa, sospechosos intrusospara la tranquilidad de los primeros ocupantes; y así habían navegadohasta Tenerife. Pero ahora empezaba el verdadero viaje: la vida comúnlejos de toda tierra, sin que un nuevo chorro de extraños pudiese turbarla paz del convento

flotante,

y

todos

se

sentían

unidos

por

repentinafraternidad.

Hasta el Océano parecía reflejar bondadosamente la alegre camaradería delos pasajeros. El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierrafirme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por lasventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que nohacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden lospeinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca lossalones en las playas de moda. Los estómagos, encogidos hasta entoncespor la ruda

novedad

de

la

navegación,

se

dilataban

con

voluptuosodesperezo,

admirando

en

el

comedor

las

prodigalidades del servicio.Crujían en los camarotes las cerrajas de las maletas; desatábansecorreas y paquetes, abandonaban las ropas sus encierros, y las manosdiligentes sacudían pliegues y ordenaban piezas con toda calma, sinmiedo al vahído del cansancio y a la movilidad que arroja personas yobjetos de un ángulo a otro de la inquieta habitación.

Todos pasaban el contenido de los equipajes a los armarios y lasperchas, cuidando después del arreglo de sus personas. Diez días parallegar a Río Janeiro, la escala más próxima: ¡diez días de vida común!¡Toda una existencia cuyo vacío había que poblar con diversiones ynuevas amistades!... Y la fiesta del cumpleaños del Emperador, laprimera del viaje, difundía por el buque un regocijo de escolares queempiezan sus vacaciones.

Entre las pilastras del comedor ondulaban abullonadas las banderas dediversos pueblos. Guirnaldas de rosas contrahechas y bombillaseléctricas de varios matices tendíanse de capitel a capitel. Al finaldel salón, sobre una columna rodeada de plantas y teniendo como fondo elpabellón alemán, erguíase un gran busto de yeso, el del héroe de lafiesta, con fieros y majestuosos bigotes. Sobre las mesas aleteabanpequeñas banderas, una por cada comensal: la de su respectivanacionalidad.

El culto a los trapos de colores—religión de última hora, adorada confanatismo por el público de hoteles cosmopolitas, trasatlánticos ytrenes internacionales, gente que vive gustosa fuera de supatria—extendía por todo el comedor, como una primavera de percalina,la floración de sus diversos tonos. La bandera germánica, sombreada porsu fa