Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Se impacientó Maltrana ante la monotonía del desfile.

—Después de éstos vacunarán a los de popa: gente menos limpia ypresentable que «los latinos», con largas melenas y gabanes de piel decarnero. Arriba estaremos mejor.

Y subieron a lo más alto del buque, a la cubierta de los botes, buscandola sombra de un toldo y dos sillones libres para descansar en la soledadazul impregnada de luz. La mayoría del pasaje prefería quedarse abajo,refugiada en la suave penumbra de la cubierta de paseo.

Maltrana saludó a una señora que leía tendida en un largo sillón, laespalda sobre un cojín, mostrando entre la flor nívea y rizada de sufaldamenta el arranque de unas piernas enfundadas en seda blanca y losaltos tacones de los zapatos. Fernando, advertido por el codo delcompañero, se fijó en sus cabellos, de un rubio obscuro, recogidos enforma de casco; en sus ojos claros y temblones como gotas de aguamarina, que se elevaron unos instantes del libro para mirarle contranquila fijeza; en el color blanco de su cuello, una blancura de migade pan ligeramente dorada por el sol y la brisa del mar.

—Es la yanqui, la señora que come cerca de nuestra mesa—

murmuróIsidro—. Habla con poca gente; apenas se saluda con algunas viejas de abordo; rehúye el trato de los demás... Yo soy el único hombre con quiencambia el saludo, pero cuando intento hablarla finge que no meentiende... Y sin embargo, adivino en ella un carácter alegre y varonil:debe ser un agradable compañero; no hay más que ver con qué graciasonríe. ¡Qué hoyuelos tan cucos se le forman junto a la boca!, ¡cómo sele aterciopelan los ojos!... Pero no hay confianza todavía entre lasgentes de a bordo; parece que estamos todos de visita.

Sentáronse a alguna distancia de la norteamericana y ésta volvió a bajarlos ojos sobre el libro, ladeándose en su sillón para ignorar lapresencia de los recién llegados.

Tenían ante ellos el azul del Océano, liso, denso, sin una arruga y enel fondo, por la parte de popa, un triángulo de sombra que empañaba elhorizonte, una especie de nube gris y piramidal, que era la isla...Calma absoluta... Sentados en mitad de la cubierta, no alcanzaban a verlas espumas que la velocidad de la marcha arremolinaba contra losflancos del buque. Desde esta altura sus ojos abarcaban únicamente elsegundo término, o sea el mar inmóvil, que parecía cubierto de unacostra diáfana y transparente, una costra de vidrio reflejando el azuldenso y pastoso de la profundidad. A no ser por las vedijas negras quese escapaban de la chimenea, para quedar flotando en la calma bochornosade la tarde, se hubiese podido creer que el buque no marchaba... Y laisla siempre a la vista, como los países encantados de las leyendas, queparecen avanzar detrás de los pasos del que huye.

Un silencio de sesteo extendía su paz abrumadora sobre la cubiertainundada de luz. Bajo los toldos se percibían leves ronquidos,acompasadas respiraciones, dorsos vueltos al exterior sobre las sillaslargas, cabezas incrustadas en almohadas o descansando sobre elrespaldo, con los ojos entornados y la boca abierta a la frescura de lasombra. Crujía el piso en los lugares caldeados, bajo el paso tardo dealgún transeúnte. Subían los ecos de la música, lejanos, adormecidos,como si surgiesen de las profundidades del mar. Venían del otro lado dela chimenea gritos de niños y choques de maderas, revelando los diversosincidentes de un juego deportivo. El sol de la tarde incendiaba todo elPoniente con su lluvia cegadora.

—¿Por qué llamarían a esto el «Mar Tenebroso»?—dijo Maltrana, que nopodía permanecer callado largo tiempo.

Estas palabras despertaron en los dos el recuerdo de antiguas lecturas.Ojeda pensó en su drama poético de los conquistadores cuya preparaciónle había obligado a estudiar la epopeya de los navegantes quedescubrieron las tierras vírgenes. Isidro se acordó de los trabajosrealizados en su época de mercenario de la literatura, cuando andaba acaza de notas en bibliotecas y archivos para la confección de un libroque firmaría luego cierto personaje ansioso de entrar en una Academia.

—Siempre es tenebroso lo que ignoramos—contestó Ojeda—.

Una nube enel horizonte o varios días sin sol bastaron para llamar Tenebroso un maren el que se avanzaba con indecisión, temiendo las sorpresas delmisterio y el perder de vista las costas. Yo confieso que la geografíadel Mar Tenebroso antes de que la brújula hiciera posibles las largasexploraciones, es una geografía que me encanta y rejuvenece: algo asícomo esos cuentos de hadas que nos deleitan como un perfume de floresmarchitas al evocar las primeras impresiones de la niñez.

Y los dos enumeraron en su animada conversación todos los intentos delos hombres, desde remotos siglos, por romper el misterio del MarTenebroso.

Los nautas cartagineses bajaban hacia el Sur por las costas de África,trayendo, después de un periplo de varios años, colmillos de elefantesque suspendían de los templos, adornos vistosos, pellejos de hombrespeludos y con rabo que debieron ser envolturas de grandes orangutanes. Ytal valor concedía el Senado a tales descubrimientos, que guardaba comoun secreto de Estado la ruta de los navegantes, viendo en las tierraslejanas un seguro refugio para su pueblo si una guerra infortunada hacíanecesaria la expatriación.

En este mar de tinieblas, más allá de las columnas de Hércules, habíancolocado Homero y Hesiodo el Eliseo, morada de los bienaventurados, lasGorgonas, tierra de eterna primavera, y las Hespérides, con sus manzanasde oro, guardadas por un dragón de fuego. Luego eran los navegantesárabes los que se lanzaban en el mar de las tinieblas, y sus geógrafospoblaban el misterio de las soledades marinas con poéticas invenciones,aderezando los descubrimientos lo mismo que un cuento de Las mil y unanoches. El emir Edrisi hablaba de las islas de Uac-uac, último términodel mundo en el siglo XII por la parte de Oriente: islas tan abundantesen riquezas, que los monos y los perros llevaban collares de oro. Unárbol, del que había grandes bosques, daba su nombre a las islas; el uac-uac, llamado así porque gritaba o ladraba con iguales sonidos atodo el que ponía por vez primera el pie en el archipiélago. Y esteárbol tenía en la extremidad de sus ramas, primero, abundantes flores, yluego en vez de frutas, hermosas muchachas, beldades vírgenes, quepodían ser objeto de exportación para los harenes.

Por el Occidente habían avanzado los hermanos Almagrurinos, ocho morosvecinos de Lisboa, que mucho antes de 1147—año en que los musulmanesfueron expulsados de la ciudad—

juntaron las provisiones necesarias paraun largo viaje, «no queriendo volver sin penetrar hasta el extremo delMar Tenebroso». Así descubrían la isla de «los carneros amargos» y laisla de «los hombres rojos», pero se vieron obligados a tornar a Lisboafaltos de víveres, ya que no podían comer por su mal sabor los carnerosde las tierras descubiertas. En cuanto a los hombres rojos, eran de granestatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta loshombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanosAlmagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna islaoriental de América.

Al mismo tiempo que la geografía árabe hacía surgir tierras del MarTenebroso, la leyenda cristiana lo poblaba con islas no menosmaravillosas. Cuando los moros invadían la Península derrotando al reyRoderico, una muchedumbre de cristianos, llevando a su frente a sieteobispos, se había embarcado, para huir Océano adentro hasta dar con unaisla en la que fundaba siete ciudades. Muchos navegantes portugueses,arrebatados por la tempestad, habían ido a parar a esta isla, donde eranmagníficamente tratados por gentes que hablaban su mismo idioma y teníaniglesias. Pero así que intentaban volver a su tierra, se oponían loshabitantes, deseosos de que se guardase secreta la existencia de la«Isla de las Siete Ciudades». Unos que habían logrado regresar enseñabanarenas de aquellas playas, que eran de oro casi puro. Pero al armarsenuevas expediciones para ir a su descubrimiento, jamás acertaban éstascon el camino.

Otra isla, la de San Brandán, o San Borombón, ocupaba a las gentes demar durante varios siglos; isla fantasma que todos veían y en la quenadie llegaba a poner el pie. San Brandán, abad escocés del siglo VI,que llegó a dirigir tres mil monjes, se embarcaba con su discípulo SanMaclovio para explorar el Océano en busca de unas islas que poseían lasdelicias del Paraíso y estaban habitadas por infieles. Durante lanavegación, un día de Navidad, el santo ruega a Dios que le permitadescubrir tierra donde desembarcar para decir su misa con la debidapompa, e inmediatamente surge una isla ante las espumas que levanta sugalera. Terminados los oficios divinos, cuando San Borombón vuelve albarco con sus acólitos, la tierra se sumerge instantáneamente en lasaguas. Era una ballena monstruosa que por mandato del Señor se habíaprestado a este servicio.

Después de vagar años enteros por el Océano desembarcan en una isla, yencuentran, tendido en un sepulcro, el cadáver de un gigante. Los dossantos monjes lo resucitan, tienen con él pláticas interesantes, y tanrazonable y bien educado se muestra, que acaba por convertirse alcristianismo y lo bautizan. Pero a los quince días el gigante se cansade la vida, desea la muerte para gozar de las ventajas de su conversiónentrando en el cielo, y solicita permiso cortésmente para morirse otravez, petición razonable a la que acceden los santos. Y desde entoncesningún mortal logra penetrar en la isla de San Borombón.

Algunosmarineros de las Canarias la ven de muy cerca en sus navegaciones; loshay que llegan a amarrar sus bateles en los árboles de la orilla, entrerestos de buques cubiertos de arena; pero siempre surge una tempestadinesperada, un temblor de tierra, y el mar los arroja lejos. Y pasansiglos y siglos sin que nadie ponga el pie en sus playas. Los habitantesde Tenerife la veían claramente en ciertas épocas del año y sepresentaban a las autoridades cientos de testigos declarando suconfiguración: dos grandes montañas con un valle verde en el centro.

—América estaba descubierta por entero—dijo Ojeda—

cuando todavíaenviaban los vecinos de Tenerife expediciones a su costa, por estasaguas, en busca de la famosa tierra de San Borombón. Y la isla, que sedejaba ver perfectamente desde lo alto de las montañas, difuminábase enel horizonte y acababa por perderse cuando alguien iba a su encuentro enun buque. Hubo muchas expediciones, unas pagadas por los regidores de laisla, otras de particulares, pero todas sin éxito; y la gente, cada vezmás convencida de la existencia de San Borombón, achacaba estos fracasosa la impericia de los expedicionarios antes que renunciar al encanto delo maravilloso. Casi todos los mapas de la época situaban esta isla enlas inmediaciones de las Canarias, y ochenta años antes de aindependencia de las colonias, cuando la América española iba yapensando en declararse mayor de edad, todavía salió de Tenerife unaexpedición mandada por un caballero respetable, y como se trataba de unaempresa misteriosa, iban dos frailes en su buque. Algunos creían queesta isla fantasma era el lugar del Paraíso terrenal donde viven enbienaventuranza eterna Elías y Enoch... La santa poesía se aprovechasiempre de las ficciones populares, y por esto el Tasso, al encantar alcaballero Rinaldo en los mágicos jardines de Armida, los coloca en unaisla de las Canarias, recordando sin duda la tradición de la de SanBorombón.

Luego los dos amigos hablaron de la Atlántida, tierra sorbida por lasconvulsiones del lecho del Océano y que sólo había dejado como recuerdode su existencia una tradición de poderosos gigantes en diversasteogonías: Hércules batiendo sus columnas entre España y África yjuntando dos mares; Dhoulcarnain ( El de los dos cuernos) y Chidr ( Elpersonaje verde), héroes de la fábula árabe inspirada en lastradiciones fenicias, abriendo un canal entre el Mar Tenebroso, o sea elAtlántico, y el Mar Damasceno, el Mediterráneo.

La ciencia helénica había adivinado a través de las poéticas ficcionesla verdadera forma del planeta. En los primeros tiempos era la tierra undisco que flotaba sobre las aguas del río Océano, ligeramente inclinadohacia el Sur por el peso de la abundante vegetación del trópico. Perolos pitagóricos sustituían esta hipótesis con la afirmación de laesfericidad del planeta, y después de esto no había que hacer grandesesfuerzos para imaginarse la posibilidad de navegar desde el extremo deEuropa, o sea desde España, a las costas orientales de Asia, siguiendoel rumbo de Occidente. Aristóteles y Estrabón hablaban de un «solo marque bañaba a la vez las costas opuestas de los dos continentes»,añadiendo que en muy pocos días podía ir un buque desde las columnas deHércules a la parte más oriental de Asia.

Estas ideas se conservaban y propagaban a través de la Edad Media entrelos hombres de estudio. Muchos Padres de la Iglesia siguieronconsiderando la tierra como una superficie plana, con arreglo a lafantástica geografía del monje bizantino Cosmas Indicopleustes, pero enconventos y universidades se transmitían pequeños grupos las tradicionesde la antigüedad, las doctrinas de Aristóteles, comentadas y difundidaspor los árabes de España, los rabinos arabizantes, Alberto el Grande yotros sabios cristianos. La geografía de Ptolomeo era admitida por loshombres cultos.

Preocupaba el continente asiático a la Europa medieval, puesta encontacto con él por las invasiones de los musulmanes y las expedicionesde los cruzados. Se conocían por relatos antiguos las conquistas deAlejandro hasta el Ganges y las correrías de algunos procónsulesromanos, pero quedaba una parte del continente misteriosa y desconocida:el Asia ultra-Ganges, la más grande y la más rica. El lujo de las corteseuropeas hacía cada vez más necesarios los productos de la India,traídos por las caravanas a través de las áridas mesetas asiáticas: lasespecierías, el marfil y la seda. Los sacerdotes budistas y cristianos,por religioso proselitismo, realizaban atrevidos viajes que ibanensanchando el horizonte geográfico y el de las ideas. Con la llegada delas caravanas se difundían las asombrosas noticias del reino del PresteJuan y las maravillas de las ciudades de mármol y oro, enormes comonaciones, que se levantaban junto a los ríos del Catay o en las islas deCipango. Pisanos, venecianos y genoveses, aprovechadores de la brújulainventada por los árabes, iban en busca de los productos del Asiasiguiendo el mar Rojo o cruzando el mar Caspio. Osados aventurerosescribían con espíritu romanesco el relato de sus largos años deaventuras, y los viajes de Marco Polo y Nicolás Conti interesaban comoun libro de caballerías.

El entusiasmo religioso hablaba de embajadas dirigidas a los papas porel Preste Juan o el Gran Kan de la Tartaria, poderosos señores que desdeel fondo de sus palacios querían entrar en relación con la cristiandad yconvertirse a la verdadera fe. Pero las embajadas quedábanse siempre enel camino, y únicamente llegaba como disperso algún europeo renegado queiba describiendo las maravillas de las ciudades asiáticas con unaexuberancia que enardecía las imaginaciones. La lectura de los librossantos hacía revivir en los doctores cristianos la memoria de las ricastierras del Asia oriental. Se recordaban las flotas enviadas por Salomónal monte Sopora, que otros llamaban Ofir y algunos creían ser la isla deTrapobana. Las naos del sabio rey, después de tres años, volvíancargadas de oro, plata, piedras preciosas, pavones y colmillos deelefantes. San Isidoro afirmaba que la isla Trapobana «hervía de perlasy elefantes, y que en ella el oro era más fino, los elefantes másgrandes y las margaritas y perlas más preciosas que en la India». Juntoa la Trapobana había dos islas, la de Chrise, que era toda de oro, y lade Argyra, toda de plata. Estas islas de montañas preciosas estabanpobladas de hormigas grandes como perros y venenosas como grifos, quesacaban con sus patas el oro de la tierra y hacían bolas, abandonándolasen la playa. Los marinos de Salomón aguardaban mar afuera a que lasbestias se alejasen en busca de comida, y entonces desembarcaban, y congran prisa iban cargando las bolas de oro, para hacer al día siguientela misma operación.

Llegar a la India, ponerse en contacto con sus riquezas, apoderarse desus pedrerías y sus especias de exótico perfume, entrar en la ciudad deQuinsay, urbe monstruosa de treinta y cinco leguas de ámbito con«doscientos puentes de mármol, sobre gruesas columnas de extrañamagnificencia», fue el ensueño con que empezó su vida el siglo XV, parano finalizar hasta haberlo realizado.

La parte de Europa más avanzada en el Océano, la península Ibérica, erael lugar de partida de todas las intentonas para descubrir la rutamisteriosa de la India por Oriente y por Occidente. El contacto con losárabes españoles había acostumbrado a sus navegantes al uso de labrújula, impulsándolos

a

apartarse

de

las

costas.

Los

marinosportugueses, gallegos y cántabros comerciaban con las Islas Británicas ylas repúblicas anseáticas del Báltico; los marinos catalanes ymallorquines, rivales de los italianos en el comercio de Oriente, usabancartas de navegar desde mediados del siglo XIII. Las Ordenanzas deAragón disponían que cada galera llevase dos cartas marinas, cuando losdemás buques de la cristiandad navegaban sin otros rumbos que elinstinto y la costumbre. Raimundo Lulio hablaba de la fabricación enMallorca de instrumentos náuticos, groseros sin duda, pero asombrosospara aquella época, los cuales servían para determinar el tiempo y laaltura del Polo a bordo de las naves.

Un marino catalán, Jaime Ferrer,avanzando en el Mar Tenebroso, llegó a Río de Oro, cinco grados más alSur del cabo Non, que los portugueses, ochenta y seis años después,creyeron ser los primeros en haberlo doblado.

El infante don Enrique de Portugal, gran protector de descubrimientos,fundaba en el Algarbe la Academia de Sagres para los estudiosgeográficos, y los individuos de ella, viejos navegantes y médicoshebreos aficionados a la cosmografía, elegían como presidente a unpiloto catalán, maese Jacobo de Mallorca. Españoles y portugueses, alexplorar las costas de África o arriesgarse Océano adentro, seestablecían en las islas, que eran como puestos avanzados en esta guerratenaz con el misterio del Mar Tenebroso. El Archipiélago de lasCanarias, las islas, de los Azores, Madera y Cabo Verde, convertíanse enlugares de parada y descanso para los nautas atrevidos y al mismo tiempoen lugares de observación para los que soñaban con nuevas expediciones.El misterio del Océano los retenía allí, y se casaban con isleñas hijasde europeos, constituyendo nuevas familias de marinos.

Eran los pobladores de aquellas islas a modo de los ejércitos destacadoslargos años en una frontera, que acaban por crear ciudades y producirgeneraciones aparte. El Mar Tenebroso, violado por estos intrusos en suhuraña soledad, iba librándoles a regañadientes, poco a poco, el secretode sus lejanos horizontes inexplorados. En los hogares isleños sehablaba de los hallazgos que hacía todo navegante que por tomar vientosmejores se alejaba de las islas conocidas. Martín Vicente recogía en sunavío un «madero labrado por artificio y a lo que juzgaba no con hierro»luego de haber venteado durante muchos días el poniente. Pero Correacasado con una cuñada de Colón, encontraba en la isla de Puerto Santo unmadero labrado en la misma forma, además de varias cañas tan gruesas,«que en un cañuto de ellas podían caber tres azumbres de agua o devino».

Los vecinos de la islas de los Azores, siempre que soplaban reciosvientos de Poniente o Noroeste encontraban en sus playas grandes pinosarrastrados por las olas. En la isla de las Flores, una de estearchipiélago, «había echado la mar dos cuerpos de hombres muertos queparecían tener las caras muy anchas y de otro gesto que tienen loscristianos». También se hablaba de que en las cercanías de la islahabían aparecido ciertas almadías con casas movedizas, embarcacionesextrañas que no podían hundirse y que al ser arrastradas por unatempestad habían perdido tal vez sus tripulantes.

Un Antonio Leme, habitante de Madera, corriendo con su barco un maltiempo hacia Poniente, juraba haber divisado tres islas; otro vecino deMadera enviaba peticiones al rey de Portugal para que le diese una nave,con la que descubriría una isla que afirmaba haber visto todos los añosen determinadas épocas. Y en las Canarias, así como en las Azores,también veían los habitantes tierras nuevas que surgían en el horizonteal llegar ciertos meses, y que para el vulgo eran las de las tradicionesmarítimas: la isla de las Siete Ciudades y la de San Borombón, pintadaspor algunos cartógrafos en sus mapas con los títulos de «Antilla» y«Mano de Satán». Los de mayores conocimientos explicaban con arreglo alos escritores antiguos, la naturaleza de estas tierras tan prontovisibles como ocultas y que frecuentemente cambiaban de lugar. Pliniohabía hablado de enormes arboledas del Septentrión que el mar socava, ycomo son de grandes raíces, flotan sobre las olas y de lejos parecenislas. Séneca había descrito la naturaleza de ciertas tierras de laIndia, que por ser de piedra liviana y esponjosa van sobrenadando en elOcéano.

La Antilla salía al encuentro de los marinos extraviados por latempestad, dando lugar con su rápida aparición a nuevas expediciones.Diego Detiene, patrón de carabela, que llevaba como piloto a un Pedro deVelasco, vecino de Palos, salía de la isla de Fayal cuarenta años antesde los descubrimientos de Colón, y avanzando cientos de leguas maradentro, encontraba indicios de tierra; pero a fines de agosto había deretroceder, temiendo la proximidad del invierno. Vicente Díaz, piloto deTavira, realizaba otra expedición hacia Poniente, pero había de volversepor la escasez de sus provisiones. Otros navegantes salían a ladescubierta de estas islas ocultas, y nadie volvía a saber de ellos.

Se hablaba mucho de un piloto que había conseguido pisar las tierrasignotas. Unos le consideraban vizcaíno, de los que hacían comercio conFrancia e Inglaterra; otros portugués, que navega de Lisboa a la Mina;los más le tenían por andaluz y le llamaban Alonso Sánchez de Huelva.Una tempestad había sorprendido barco entre Canarias y Madera,llevándolo hasta una gran isla, que se creyó luego fuese la de SantoDomingo. Desembarcó Sánchez tomó la altura, hizo agua y leña, y volvióhacia las tierras conocidas; pero tan penoso fue el viaje, que murieronde hambre y cansancio doce hombres de los diez y siete que formaban sutripulación, y los cinco restantes llegaron en tal estado a las Azores,que fallecieron al poco tiempo. Esto ocurría en 1484, ocho años antesdel descubrimiento de las Indias.

Cuando las primeras expedicionesespañolas desembarcaron en las costas de Cuba, sus naturales, enfrecuente comunicación con los de la isla Española o Santo Domingo, leshablaron de otros hombres blancos y barbudos que algún tiempo anteshabían llegado sobre una nave.

—Gente interesante la que se reunía en estas islas avanzadas del MarTenebroso—dijo Maltrana—. Navegantes ávidos de novedad, hombres deestudio que a la vez eran hombres de acción, sentíanse atraídos todosellos por el misterio del Océano.

Luego de navegar desde los hielos dela isla de Thule al puerto de San Jorge de la Mina (donde los lusitanoshacían acopio de negros para venderlos en Lisboa), acababan porestablecerse en los archipiélagos portugueses o españoles, sin que nadiesupiese gran cosa de su existencia anterior. Se parecían a losaventureros de vida novelesca y obscura que en nuestros tiempos viven enlas minas del África del Sur, en las praderas de Australia, en el Oestede los Estados Unidos o en las pampas de la Argentina, vagabundos cuyaverdadera nacionalidad se ignora, que llevan con ellos un ensueño, unaenergía latente, y se introducen por medio del matrimonio en familiaspoderosas que les ayudan, acabando por triunfar. Después de la victoriaocultan aún con más

cuidado

su

origen,

amontonando

sobre

él

testimonioscontradictorios e inverosímiles.

—En las Azores—dijo Ojeda—vivió durante diez y seis años, casado conuna hija del gobernador de Fayal, el cosmógrafo Martín Behaín,constructor del primer globo terrestre que se conoce, y el cual esconsiderado por unos caballero bohemio de raza eslava, por otros nobleportugués dado a las aventuras, y por los más, simple mercader de pañosnacido en Nuremberg. Y al mismo tiempo, casado con una hija de Muñiz dePelestrelo, antiguo gobernador de la isla de Puerto Santo, vivía otroaventurero, navegante en diversos mares y de obscuro pasado, un talCristóbal Colón...

—Usted que ha estudiado las cosas de aquella época, amigoOjeda—preguntó Maltrana—, ¿cómo ve al famoso Almirante?...

—Le advierto que yo tengo una opinión muy personal. Siento por él unasimpatía de clase: era un poeta. En su libro de Las Profecías se hanencontrado versos mediocres, pero ingenuos, que indudablemente son deél. Adoro su imaginación, que infunde a muchos de sus actos ciertocarácter poético; su amor a lo maravilloso, su religiosidad extremada demarinero metido en teologías, que le hace decir cosas heréticas sinsaberlo y le impulsa a escoger libros religiosos poco aceptados...Admiro su coraje, su tenacidad para realizar un ensueño. Y lo que en élme inspira más afecto es que no fue un verdadero hombre de ciencia, fríoy lógico, de los que usan la razón como único instrumento y desdeñan lasotras facultades, sino un intuitivo, de más fantasía que estudios,semejante a Edison y a otros inventores de nuestra época, que tampocoson verdaderos hombres de ciencia y saltan del absurdo a la verdad,produciendo sus obras por adivinación, lo mismo que los artistas...

Estehombre extraordinario y misterioso lo veo lleno de contradicciones ycomplejidades como un héroe de novela moderna; y lo prueba el hecho deque, transcurridos cuatro siglos, todavía se discute sobre su persona yno se sabe con certeza su origen.

—Yo odio el Colón convencional fabricado por el vulgo—dijo Isidro—.Ese Colón que ven todos, lo mismo que en las estatuas y los cuadros, conel capotillo forrado de pieles, una mano en la esfera terrestre (queconocía menos que cualquier escolar de nuestra época) y con la otraseñalando a Poniente, como quien dice: «Allá está América; la veo yvoy a ir por ella...». Y Colón murió sin enterarse de que las tierrasdescubiertas eran un mundo nuevo y desconocido; diciendo en su carta alPapa que había explorado trescientas leguas de la costa de Asia y laisla de Cipango,

con

otras

muchas

a

su

alrededor...

Las

trescientasleguas asiáticas eran las costas atlánticas de la América Central, yCipango (o sea el Japón) la isla de Santo Domingo. Él fue quien menosvalor científico dio al descubrimiento, viendo en sus viajes una simpleempresa política y comercial. De la novedad de las tierras encontradasno tuvo la menor sospecha: eran para él las costas orientales de Asia,la India ultra-Ganges, y por esto las bautizó con el nombre de Indias. Yen la carta en que daba cuenta del primer descubrimiento a su amigo yprotector Luis Santángel, ministro de Hacienda de la corona de Aragón yjudío converso, declaraba que de las tierras descubiertas «habíanhablado otros muchos antes que él, pero por conjetura y sin alegar devista», refiriéndose a los viajeros que habían hablado y escrito sobrelos misterios de Asia.

La contemplación del mar y la calma de la tarde incitaron a los dosamigos a seguir allí, continuando su plática, en la que evocaban pasadaslecturas, interrumpiéndose muchas veces el uno al otro para añadir unnuevo dato.

Colón había encontrado el resumen de toda la ciencia de su época en eltratado De imagine mundi, del cardenal Pedro de Aliaco,