Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El recuerdo de la noche pasada en el tren, noche de insomnio en compañíade la imagen de Teri envuelta en su capa blanca, con las plumasondulantes sobre el peinado y dos astros en las orejas, le hizo recordarque tenía ante él una carta sin concluir; y otra vez concentrando sumirada, se vio en el jardín de invierno del trasatlántico.

Estaba solo. No quedaba en el salón ninguna de las extranjerasrubicundas que hacían labores y hojeaban revistas.

Los músicos habíandesaparecido. El silencio nocturno sólo era cortado por leves crujidosde la madera y el balanceo de los objetos.

Ojeda se decidió a escribir.

Ten fe en nuestro destino. No desesperes: tal vez nuestro amornecesitaba de esta prueba para fortalecerse. Lo importante es queme ames, pues si tú me amas, no hay potencia adversa en el mundoque pueda separarnos... ¿Te acuerdas de aquella tarde en el Real,cuando escuchamos juntos el primer acto de El ocaso de losdioses? Nuestras cabezas, casi unidas, parecían beber la músicadel mago, y con la música las palabras: palabras de poeta, de unode los más grandes poetas de amor que han existido, grandiosas yfuertes, dignas de héroes. La walkyria, convertida en mujer,estremecida aún por la sorpresa de la iniciación carnal, se despidede Sigfrido, el héroe virgen que acaba igualmente de conocer elamor. El afán de aventuras, de nuevas empresas, le impulsa a correrel mundo. El hombre no debe permanecer en estéril contemplación alos pies de su amada eternamente. Debe hacer grandes cosas porella; debe aprovechar la fe y la energía que vierte el amor en elvaso de su alma. Al separarse conocen, lo mismo que nosotros, lasprimeras amarguras

del

alejamiento,

pero

son

inconmovibles

comosemidioses.

»—¡Oh si Brunilda fuese tu alma para acompañarte en tuscorrerías!—dice ella, ansiosa de seguirle.

»—Es siempre por ella que se inflama mi coraje—contesta el héroe.

»—Entonces, ¿serás tú Sigfrido y Brunilda juntos?

»—Allá dónde yo me halle, los dos estarán presentes.

»—¿La roca donde yo te aguardo quedará entonces desierta?

»—¡No! Porque no haciendo más que uno, allí dónde estés túestaremos los dos.

»—¡Oh dioses augustos, seres sublimes, venid a saciar vuestrasmiradas en nosotros!... Alejados el uno del otro, ¿quién nosseparará?... Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?...

»—¡Salud

a

ti,

Brunilda,

resplandeciente

estrella!

¡Salud,valiente amor!

»—¡Salud a ti, Sigfrido, lumbrera victoriosa! ¡Salud, vidatriunfante!

»Ellos no lloran, Teri, y se muestran grandes y serenos en sudespedida, no porque son hijos de dioses, sino porque tienen unaconfianza de niños, una fe ingenua y sana en la eternidad de suamor. Seamos como ellos; enjuguemos nuestra lágrimas y miremos defrente las sombras del porvenir sin miedo alguno, con la certezade que hemos de ser más poderosos que el destino.

Digamosigualmente: «Alejados el uno del otro, ¿quién nos separará?...Separados el uno del otro, ¿quién podrá alejarnos?».

Allí dónde yome halle, estaremos los dos; porque los dos no somos más que uno, ydónde tú te encuentres, mi alma irá contigo. ¡Salud, oh Teri,resplandeciente estrella! ¡Salud, radiante amor!...

Cuando hubo cerrado la carta, salió del jardín de invierno con paso algoinseguro por lo movedizo del suelo. Abrió una puerta de gran espesor,semejante a un portón de muralla, y tuvo que llevarse una mano a lagorra al mismo tiempo que le envolvía una tromba glacial. Se vio en unode los paseos del buque. A un lado, paredes blancas y charoladasreflejando la luz de los faros eléctricos del techo, y sillonesabandonados en larga fila; al lado opuesto, una barandilla forrada delona, ostentando entre columna y columna, como adorno decorativo, unosrollos salvavidas de color rojo con el nombre del buque pintado enblanco: Goethe. Más allá de la baranda, el misterio: una intensanegrura que devoraba el resplandor eléctrico, no dejándole avanzar másque algunas pulgadas en sus entrañas sombrías; espumarajosfosforescentes, rumor sordo de fuerzas invisibles

que

avisaban

supresencia

con

choques

y

rebullimientos.

Ojeda vio venir hacia él con paso vacilante a un hombre vestido de smoking que le saludó desde lejos.

—¡Cómo se mueve el amigo Goethe! Ni que acabase de beber en lataberna de Auerbach con los alegres compadres de su poema.

Era Maltrana, que se había preparado para la comida, satisfecho de estaordenanza suntuaria del buque, de gran novedad para él. Confesaba aFernando que tenía hambre y se había vestido con anticipación, creyendoadelantar de este modo la llamada al comedor. El aire del mar—segúnél—convertía su estómago en una jaula de fieras.

—Esta noche va a bailar un poco el vapor, pero al amanecer fondearemosen Tenerife. Fíjese en mí, noble amigo: creo que para un hombre que seembarca por vez primera, no lo hago del todo mal.

De espaldas al mar, abarcaba en una mirada de satisfacción la nítidabrillantez del buque, la limpieza del suelo, la prodigalidad delalumbrado, los fragmentos de salón que se veían a través de lasventanas.

—Qué vida, ¿eh, amigo Ojeda?... La comida a sus horas, a toque detrompeta; la mesa puesta cuatro veces al día; un ejército de camarerosy doncellas, la mayor parte de los cuales me entienden con dificultad,lo que es una ventaja para prolongar la conversación y conocerse mejor.Cada uno revestido con sus mejores ropas, como si el smoking fuese lacasulla del culto del estómago; cerveza fresca como el hielo, músicagratis a cada instante, y una adorable sociedad: una sociedad condenadaa vivir junta, así se enfade o esté alegre, a mostrarse cada uno con suverdadera fisonomía, pues no hay comediante que sostenga susfingimientos en una representación tan larga y continua... Y

nadie puedehuir; y nadie está obligado a pensar ni a hacer nada; y todos nosofrecemos en espectáculo tales como somos. Comer bien y... lo otro, sies que se presenta una buena ocasión; he aquí el programa... ¡Lástimaque nuestra vida no haya sido así siempre!... ¡lástima que no lo seacuando lleguemos a la otra acera de esta calle azul!

II

Una marcha militar despertó a Ojeda sonando sobre su cabeza con granestrépito de marciales cobres. Por la ventana del camarote entraba unrayo de sol, trazando sobre la pared temblonas y cristalinasondulaciones, reflejo de las aguas invisibles. El buque avanzabalentamente, y al fin quedó inmóvil, mientras arriba continuaba rugiendola música su marcha triunfal, que parecía evocar un desfile de águilasbicéfalas con las alas extendidas sobre masas de cascos puntiagudos.

Tenerife. Miró Fernando por entre las cortinillas, y sólo vio un marazul y tranquilo: las aguas unidas y luminosas de una bahía en calma. Latierra estaba al otro costado del buque. Y como conocía la isla, porhaber bajado a ella en anteriores navegaciones, volvió a acostarse paragozar despierto del regodeo de la pereza, mientras en los camarotesinmediatos chocaban

puertas,

se

cruzaban

llamamientos

en

distintosidiomas, y sonaba en los corredores un trote de gentes apresuradas,atraídas por el encanto de la tierra nueva.

Una hora después subió Ojeda a las cubiertas superiores. El buque, alinmovilizarse, parecía otro. Había perdido el aspecto de mansión cerraday bien calafateada que tenía en los días anteriores. Puertas y ventanasestaban abiertas, dejando entrar a chorros, junto con el sol, un airecargado de efluvios de vegetación caliente. Los pájaros cantaban en susjaulas con repentina confianza al sentirlas inmóviles. Las plantas delinvernáculo

parecían

expandirse

moviendo

acompasadamente sus manosverdes, como si saludasen a las hermanas de la orilla próxima. Floresfrescas, que aún mantenían en sus pétalos el rocío de los campos,agrupábanse sobre las mesas del comedor. Los pasajeros asentaban suspies con extrañeza y satisfacción en el suelo inmóvil y firme como el deuna isla, después de la inestabilidad ruidosa de la noche anterior.

Al salir Fernando a la cubierta de paseo, sintió enredarse sus piernasen un montón de telas vistosas extendidas junto a la puerta, al mismotiempo que zumbaba en sus oídos el griterío de una muchedumbre. Lepareció estar en una feria de las que se celebran semanalmente al airelibre en los pueblos de España.

Había que abrirse paso con los codosentre los grupos compactos. Bancos y sillas estaban convertidos enmostradores.

Invadía el suelo un oleaje multicolor de cálidas tintas, remontándosehasta lo alto de las barandillas y los huecos de las ventanas. Eranmantelerías con calados sutiles semejantes a telas de araña; pañuelos deseda de tonos feroces que daban a los ojos una sensación de calor;kimonos con aves y ramajes de oro; leves pijamas que parecíanconfeccionados con papel de fumar; almohadones multicolores comomosaicos; velos blancos o negros recamados de plata que traían a lamemoria las viudas trágicas de la India subiendo al son de una marchafúnebre a la hoguera conyugal. Los productos de aguja de las isleñascanarias mezclábanse

con

la

pacotilla

chillona

venida

de

Asia.Vendedores andaluces o indostánicos gesticulaban entre los grupos depasajeros, alabando sus mercaderías con sonora hipérbole española o conun balbuceo mezcla de todas las lenguas.

Ojeda se vio asaltado por unos hombres cobrizos y pequeños, de caraancha y corta, mostachos de brocha, ojos ardientes con manchas de tabacoen las córneas. Tenían el aspecto de perros de presa chatos y bigotudos;pero buenos perros, humildes, que agarrados a él ladraban con suavidad:«Señor, compra la mía colcha bonita para la tuya madama». «Señor, unaecharpa: todo barato.»

Los vendedores de la tierra pasaban ofreciendo cajas de cigarrosempapelados de plata, con las marcas más famosas de Cuba, a pesar de queprocedían de las fábricas de Tenerife. A cada momento abordaban nuevasbarcas al trasatlántico cargadas de fardos. Sus conductores subían laescala con agilidad simiesca, y tendiendo una cuerda izaban lasmercancías, estableciendo a continuación un nuevo puesto. Las frutas dela isla esparcían en el paseo su perfume tropical: la banana impregnabael ambiente con la esencia de su pulpa de miel.

Algunos vendedores ibande un lado a otro ofreciendo hamacas de hilo o grandes sillones de juncotrenzado, enormes y majestuosos como tronos. No se podía caminar por elbuque sin recibir empellones de la gente, golpes de sillas cambiadas delugar, o enredarse los pies en los montones de telas. Fernando serefugió en el final del paseo que daba sobre la proa, acodándose en labarandilla, junto al bombo y los instrumentos de cobre abandonados porlos músicos.

Alzaba la isla en el fondo su escalonamiento de montañas volcánicas, concuadriláteros de tierra cultivada moteados de blancas casitas. En laparte inferior, junto a la masa azul del mar, extendían lasfortificaciones españolas sus viejos baluartes, rematados los ángulospor garitas salientes de piedra. La ciudad era de color rosa, v sobreella se erguían los campanarios de varias iglesias con cúpulas deazulejos. Cuatro torres radiográficas marcaban en el espacio las líneasde su cuerpo casi inmaterial, dejando ver el cielo a través del férreotramaje.

Más arriba de la ciudad, en una arruga de la montaña, ondeaba la banderade un castillo moderno: un hotel elegante al que venían a respirar lostísicos septentrionales. Entre el muelle y el trasatlántico, unanchuroso espacio de bahía con gabarras chatas para el transporte delcarbón abandonadas sobre su amarre y cabeceando en la soledad; vaporesde diversas banderas, en torno de cuyos flancos agitábase el movimientode la carga con chirridos

de

grúas

y

hormigueo

de

embarcaciones

menores;veleros de carena verde, que parecían muertos, sin un hombre en lacubierta, tendiendo en el espacio los brazos esqueléticos de susarboladuras; rugidos de sirenas anunciaban una partida próxima y otrosrugidos avisaban desde el fondo del horizonte la inmediata llegada;banderas belgas que en lo alto de un mástil iban a las desembocadurasdel Congo; proas inglesas que venían del Cabo o torcían el rumbo hacialas Antillas y el golfo de Méjico; buques de todas las nacionalidadesque marchaban en línea recta hacia el Sur, en busca de las costas delBrasil y las repúblicas del Plata; cascos de cinco palos descansando enespera de órdenes, de vuelta de la China, el Indostán o Australia;vapores de pabellón tricolor en ruta hacia los puertos africanos de laFrancia colonial; goletas españolas dedicadas al cabotaje delarchipiélago canario y las escalas de Marruecos.

La isla, risueña e indolente en mitad de la encrucijada de los grandescaminos que llevan a África y América, parecían contemplar impasibleeste movimiento de la navegación mundial, mientras proporcionaba porunas horas el alimento negro del carbón a los organismos humeantes, quellegaban y partían sin conocerla; festoneada en su costa por una ásperaflota de chumberas y pitas; guardando tras las volcánicas montañas de sulitoral el secreto de sus ocultos valles tropicales; escalando el cielocon una sucesión de cumbres sobre las cuales flotaban las blancasvedijas de las nubes, y ostentando sobre esta masa de vellones el picodel Teide, un casquete cónico estriado de nieves, que era como la borlao botón de este inmenso solideo de tierra emergido del Océano.

Alrededor del Goethe habíase establecido un pueblo flotante y movibleque se deslizaba por sus flancos con acompañamiento de choques de proas,enredos de palas y continuos llamamientos a las filas de cabezascuriosas que orlaban los diversos pisos del trasatlántico. Eran lanchasde remo, barcas de vela, pequeños vaporcitos, robustas gabarras conmontones de carbón.

Filas de hombres blancos que parecían disfrazados de negros penetrabanen el buque por las portas abiertas en sus dos costados llevando alhombro grandes cestos que esparcían polvo de hulla. En las embarcacionesmenores había mercaderes que, puestos de pie y agitados comopolichinelas por las ondulaciones de la bahía, regateaban sus telasexóticas con la muchedumbre de tercera clase amontonada en las bordas aproa y a popa. De otras barcas cargadas con pirámides de frutas partíanal vuelo en ruda trayectoria naranjas y racimos de bananas hacia lasmanos ávidas de los emigrantes, que retornaban monedas envueltas enpapeles.

La

nacionalidad

del

buque

influía

en

las

transaccionescomerciales, y los mercaderes de acento andaluz lo vendían todo por marcos y por pfenings.

Canoas poco más grandes que artesas iban tripuladas por muchachosdesnudos, de color de chocolate, relucientes con el agua que se escurríade sus miembros. Mientras uno bogaba moviendo unos remos cortos comopalas, otro, acurrucado en la popa por el frío de las continuasinmersiones, rugía a todo pulmón: «¡Caballero, eche dos marcos, y losalcanzo!».

«¡Caballero,

cinco

marcos,

y

paso

por

debajo

del

buque!»«¡Caballero... caballero!» Era un griterío que emergía incesantemente aras del agua; una continua apelación al

«caballero» para que pusiese aprueba la agilidad natatoria de la pillería del puerto. Y cuando lapieza blanca caía en el abismo, el nadador iba a su alcance con lacabeza baja y las manos juntas en forma de proa, dejando la piraguabalanceante detrás de sus pies con el impulso del salto. El cuerpobronceado tomaba una claridad de marfil en el cristal verde de las aguasremovidas. Se le veía agitar los miembros junto al casco de la nave,como unas tijeras blancas que se abrían y cerraban acompasadamente;hasta que, volviendo a la superficie con la moneda en la boca yechándose atrás el mechón húmedo que caía sobre su frente, ganaba lacanoa con una agilidad de mono y volvía a temblar de frío, implorando atodo pulmón la generosidad del «caballero».

Ojeda, ocupado en seguir las evoluciones de los pequeños buzos, sintióde pronto que le tocaban en un hombro y alguien venía a acodarse en labaranda junto a él.

—Pero ¿usted no ha querido bajar a tierra?...

Maltrana levantó los hombros. ¿Para qué?... Habían salido a primera horaalgunos vaporcitos llenos de pasajeros: familias mareadas aún por elbalanceo de la noche y ávidas de asentar el pie en suelo firme; damasrubias que soñaban con excursiones al interior, olvidando que el buquesólo iba a detenerse el tiempo necesario hacer carbón: unas cuatrohoras. Hasta un señor alemán que todos llamaban «doktor», sin saberciertamente el porqué del título le había preguntado, al enterarse deque Tenerife era isla española, si tendría tiempo para presenciar unacorrida de toros. Y Maltrana reía pensando en la posibilidad de unacorrida imaginaria a las siete de la mañana, organizada a toda prisapara dar gusto al «doktor». Nadie le había invitado a bajar a tierra, yél deseaba evitarse gastos. El amigo Fernando estaba enterado del pocodinero con que emprendía su viaje. En fuerza de importunar a los amigosque tenía en los periódicos de Madrid, había podido conseguir un billetede favor, un pasaje de primera clase pagando lo que pagaban los detercera.

—En justicia yo debía ir abajo comiendo rancho con ese rebaño de judíosy cristianos, rusos, alemanes, turcos, españoles y... ¡demonioscoronados!, pues aquí vienen gentes de todos los países. Pero soy lo quellaman un pobre de levita, y alguna vez había de servir para algo buenola santa desigualdad social, base, según dicen, del orden y las buenascostumbres.

De contar con más tiempo para la visita del interior de la isla, no sehabría quedado en el buque. ¿Pero para ver la ciudad y sus vecinos?...Bastantes españoles llevaba conocidos en España y sobradas veces habíatenido que escribir de asuntos de las Canarias sin haberlas visto nunca.Ahora sólo le interesaban los países nuevos.

Y Maltrana añadió, mirando la isla:

—Esto es la portería de Europa. Le hallo cierta semejanza con losperros caseros que surgen al paso de los que salen y los que entran.Cuando creemos estar en el Océano sin límites, aparece la isla ante elbuque y lo detiene para husmearlo. Al que se va, le dice: «Anda conDios, hijo, y no vuelvas por aquí si no traes dinero. Antes que te partaun rayo». Y al americano que viene, lo saluda con amabilidad de portera:«Bien venido sea usted a la casa de su abuelita si trae plata quegastar...». No me interesa esta tierra, que es como el rabo de un mundoque dejamos atrás.

Deseo verme cuanto antes en el otro hemisferio, a vercómo pinta por allá la suerte. Soy lo mismo que esos enfermos que van debalneario en balneario, siempre con la esperanza de que en el próximoles espera la salud.

Todos en el buque deseaban llegar al término del viaje, Maltrana veía unsigno de impaciencia en la rapidez con que los pasajeros cambiaban devestido, creyendo haber avanzado considerablemente, cuando aún estabancerca de Europa.

Todavía era invierno; pero muchos, ilusionados por lamarcha hacia el Sur, habían creído oportuno, al tocar en Tenerife, subira cubierta con trajes de verano, gorras blancas o sombreros de paja. Lasseñoras, que en los días anteriores iban por el buque con gruesospaletós hombrunos y envueltas en velos como odaliscas, mostraban ahorala rosada pulpa de su carne a través de los encajes de las blusas.

—Empieza para nosotros el verano—dijo Maltrana—, y con el verano lasilusiones. Los que venimos por vez primera camino de América, sentimosel mismo prejuicio de los sabios del tiempo de Colón, que afirmaban quesólo podía encontrarse oro allí donde hubiese negros e hiciera muchocalor... Al sentir que el sol nos quema con más fuerza que en Europa,creemos estar menos alejados de la fortuna.

Permanecieron los dos amigos largo rato en silencio. Llegaban hastaellos las ondulaciones del gentío al abrir círculo en torno de losvendedores que exhibían nuevas mercaderías. Ojeda se sintió molestadopor esta confusión de gritos y empellones. «¿Si nos fuésemos arriba?...»Y por una de las escaleras que arrancaban de la cubierta de paseo,subieron al último piso del buque, llamado en el lenguaje de a bordo«cubierta de botes».

Nadie. Los ojos, habituados a la suavidad de los tabiques blancos delpiso inferior, a su penumbra ligeramente azul, que le daba el aspecto deun paseo conventual, parpadeaban por exceso de luz en esta cubierta dearriba, donde vastos espacios quedaban a cielo libre, caldeándose lastablas bajo el fulgor solar. Algunos toldos extendían sombrasrectangulares y negruzcas sobre el suelo amarillento.

Por primera vez subía Ojeda a esta cubierta. El frío los había retenidoa todos abajo en los días anteriores. Sólo Maltrana, inquieto y curiosopor las novedades de la navegación, había ido de un lado a otro, desdeel puente del capitán a los profundos sollados, iniciandoconversaciones, lo mismo en las salas de los pasajeros de primera claseque en los departamentos de proa y popa donde se hacinaban losemigrantes.

—Me gusta esta cubierta—dijo con entusiasmo—porque es el único lugardonde uno se entera de que va en un buque. Abajo, salones, comedores,majestuosas escaleras, camareros de corbata blanca, pasillos conhabitaciones numeradas: un verdadero hotel.

A no ser porque el piso semueve de vez en cuando, creería uno vivir en un balneario de moda. Hayque levantarse del asiento dar un paseo y asomarse a la barandilla paraconvencerse de que se está en el mar. Aquí, no: aquí se siente unomarino; puede abarcarse por entero el redondel del Océano, que notermina nunca, y en el que siempre ocupamos el centro, por más queavancemos. Mire usted, Ojeda, qué cosas tan majestuosas lleva en sucabeza el amigo Goethe.

Y con el orgullo de un descubridor, fue mostrando las maravillas de estacubierta, por la que había paseado en los días anteriores, cuando el marera de un tono lívido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba deproa a popa.

—Fíjese usted en la chimenea: esa torre amarilla y enorme, que vista decerca casi da miedo. ¡El dinero que expele convertido en humo! Tienealgo de campanario y abajo, en lo más profundo del buque, está eltemplo, el santuario del fuego, con sus altares inflamados que producenel vapor. ¿Eh?, ¿qué le parece la imagen? Se la brindo para unosversos... Y con ser tan robusta la chimenea, mire cómo está aprisionaday sostenida por varios tirantes, para que no la tumbe el viento. Veausted esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen su pollada:cuatro trombones amarillos, con la boca pintada de rojo, por los quepodríamos colarnos los dos a la vez. Llevan el aire a las profundidadesde las máquinas y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilanesta catedral de acero y hulla.

Luego, echando la cabeza atrás, remontaba su mirada hasta lo alto de losdos mástiles del buque.

—¿Distingue usted cuatro hilos que, sujetos a dos trastes, van de unpalo a otro? Parecen un cordaje de guitarra y son la red de latelegrafía radiográfica. Los hilos bajan a la casilla del telegrafista,y si se acerca usted oirá un chirrido semejante al de los huevos enaceite: algo así como si el empleado friese los despachos antes deservirlos al público... Y todas esas cajas enormes de cristalesdeslustrados, esas cúpulas alambradas, son claraboyas que dan luz asalones y escaleras. Vistas de abajo, brillan con dibujos de mosaicoscomplicados, escudos de naciones, y aquí arriba Parecen estufas opacascomo las de los invernáculos... Esta cubierta tiene sus habitantes; esun pueblo aparte, el barrio alto, la Acrópolis donde viven los Arcontesque dirigen nuestra república movible. Mire usted a proa esa manzana decamarotes, con paredes blancas y zócalos grises. Allí están lasviviendas del soberano comandante y sus ministros los oficiales. Entorno de ellos, los camarotes de la gente rica, la aristocracia, quebusca siempre la sombra de la autoridad. Sobre el techo, un pequeñopaseo, la última toldilla del buque; en la parte delantera, el puente,algo así como el Ministerio del Interior, donde se vigila día y nochepor el mantenimiento del orden; cerca de él, la oficina telegráfica, osea el Ministerio de Relaciones Exteriores. Insubordínese usted, ysonará un pito en el puente que hará surgir por una escotilla, comodiablos de teatro, cuatro rubios forzudos, con anclas azules tatuadas enlos bíceps, que le llevarán a dormir en la barra... Que un peligroamenace la estabilidad de nuestro pequeño Estado, y el Poder Ejecutivolanzará una circular eléctrica a las otras potencias que naveganinvisibles, reclamando su pronta intervención.

Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de la chimenea y losventiladores de las máquinas.

—Allí tiene la Acrópolis otra manzana de viviendas, pero sólo lahabitan gentes ordinarias: algo así como las chozas villanescas que sealzaban lo mismo que verrugas ante las puertas de los castillos. Esnuestra Dirección General de Higiene: los lavaderos, el taller deplanchado y el gimnasio, con un sinnúmero de aparatos movidos por laelectricidad, invenciones diabólicas que le estiran a usted, le encogen,le rascan la espalda y le cosquillean como un rosario de hormigas.

—¡Cosa de ver el lavadero, amigo Ojeda!—continuó tras una pausa—.¡Lástima que esté ahora cerrado! Hay unas máquinas con cilindros, lomismo que rotativas de periódicos; sólo que en vez de largar pliegosimpresos, sueltan camisas, sueltan pantalones, sueltan sábanas, montañasde ropa blanca, como sólo se verían si desalojasen de golpe toda unacalle de tiendas... El planchado aún es más interesante. Imagínese tresmozas rubias y metidas en carnes, la falda corta, y sobre ella una blusalarga rayada que deja al descubierto unos brazos de blancura germánica yuna pechuga a lo Rubens. Ayer pasé con ellas la tarde, viendo cómosudaban las pobrecitas dándole a las planchas eléctricas y cómo reían aloírme hablar horas enteras sin entender una palabra. Les largabadicharachos de los nuestros, con algún que otro pellizco para apreciarla dureza de sus blusas. ¡Cuestión de pasar el rato! Y ellas abrían losojos y se sonrojaban diciendo:

« Ia... Ia... ». Le he de llevar a ustedmañana, cuando no nos vean.

Yo le presentaré: no tenga usted miedo. ¡Sisoy lo más amigo!...

Luego, Isidro se fijó en los costados de la cubierta, donde estabanpendientes de sus pescantes de acero dos filas de botes.

—Hermosas balleneras de madera pulida y lustrosa como el piso de unsalón. En cada una de ellas podemos meternos cincuenta personas; y elmástil, la vela, los remos, todo lo necesario, esta guardado en suvientre, bajo la caperuza de lona que lo cubre. Cuando nos acerquemos altérmino del viaje descansarán dentro del buque, amarradas entre esascuñas que hay en el suelo; pero durante la navegación van suspendidasafuera, prontas a ser echadas al agua en caso de peligro... ¿Y esebosque de trombones amarillos con boca roja que surge por todos lados,como gargantas de dragón? Son tentáculos que el vientre del buque echaen el espacio para cazar oxígeno, trompas de acero que con el impulso dela marcha van chupando vid