Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Los jugadores de poker habíanterminado sus partidas, prudentemente, al ver invadido el salón por unabanda de locos que gritaban discursos subiéndose a las mesas, ensayabansuertes de gimnasia con las sillas o se tendían en los divanes colocandolos pies entre las copas.

—El pobre mozo del bar, amigo Ojeda, ese rubio con bigotes a lo kaiser, se movía incesantemente de una mesa a otra, descorchandobotellas de champán, llenando copas, recogiendo del suelo vidrios rotos.Al principio estaban por grupos: a un lado los sudamericanos, al otrolos yanquis y los ingleses, más allá los alemanes, pretendiendo cada unosobrepujar al vecino en generosidad. Una mesa pedía dos botellas, laotra tres, la otra cuatro; y todos cantaban, intercalando en su músicagritos de animales conocidos o fantásticos... Esperábamos la llegada delas damas: unas cuantas coristas que habían prometido no sé a quién, talvez a nadie, su interesante presencia. Pasaba el tiempo y no venían.Unos amigos hablaron seriamente de ir al camarote de Nélida para traerlaa la fiesta y darle una paliza al hermano, proposición que puso foscosal belga y al alemán, como si cada uno por su parte se creyese eldepositario del honor de la muchacha.

Calló Maltrana, cual si temiera decir demasiado; pero ante la curiosidadde su amigo siguió adelante.

—Un chileno forzudo, gran amigo mío, se levantó con resolución. «Oiga, godito: vamos a ver si nos traemos a algunas de esas damas.» Abajo, enun corredor, cazamos a dos coristas polacas que iban tranquilamentedesde cierto lugar a su camarote, y mi amigo el atleta las subió casi envolandas sin entender

sus

palabras.

¡Gran

éxito!

Las

dos

son

negruzcas,flacas, con aire de gitanas, pero jamás se verán en toda su vida tanadmiradas y obsequiadas. Y cuando las pobrecitas llevaban bebidas no sécuántas copas, mirándonos a todos con la superioridad que proporciona laescasez del artículo, y se debatían entre los señores aglomerados entorno de ellas, chillando y contrayéndose en el asiento como si pordebajo de la mesa las cosquillease una tropa de ratas, entra elmayordomo, el oversteward, mirándolas fijamente, sin vernos anosotros, como si no existiésemos; y bastaron unas cuantas palabrassuyas en alemán para que saliesen cabizbajas y temerosas, lo mismo queunas niñas ante la reprimenda del maestro... Bien dicen que la sociedaddel mujerío dulcifica la rudeza de los hombres.

Apenas nos quedamossolos... batalla. Unos increparon a otros por haber sido demasiadoaudaces, haciéndolos responsables del susto y los aleteos de las dospalomas inocentes. De pronto, un puñetazo... y el fumadero fue la ventadel Don Quijote. Todos sentían la necesidad de pegar sin saber aquién: dos hermanos se aporrearon sin conocerse; los bocks y las copasiban por el aire.

Yo dudaba entre huir o poner paz, y en medio de misvacilaciones me alcanzó esta caricia... Crea usted que me duele, pero elespectáculo valía la pena de ser visto. Lástima que usted no lopresenciase.

Ojeda se inclinó con irónico agradecimiento. «Muchas gracias.»

—La tranquilidad se restableció gracias a la intervención de algunosmarineros que limpiaban la cubierta y a la amenaza del mayordomo deintroducir por las ventanas las mangueras del riego... Con la calmarenació el buen acuerdo; todos pedían lo mismo: más champán. Y como erala hora en que se cierra el bar, muchos hacían provisiones, guardandolas botellas debajo de las mesas. Una ternura conmovedora se apoderó dela asistencia.

Cada uno se rascaba los chichones o se arreglaba losrasguños del traje, mirando amorosamente al vecino. Argentinos ychilenos cruzaban as copas con ruidosa fraternidad. ¡No más Andes!¡Ellos solos se bastaban para comerse el mundo! Y

súbitamente coligados,miraban a los demás fieramente.

—¿Y qué decían los demás?—preguntó Ojeda.

—El amigo Pérez y otros de diversas repúblicas exigieron copa en manoentrar en la confederación. ¡Hermanos, todos hermanos! Y se abrazaroncon lágrimas de ternura, dando vivas a las tierras hispanoamericanas. Unbrasileño insinuó dulcemente con lenguaje mesurado y cortés: « Se ossenhores dâo licença... ».

Y el Brasil entraba igualmente en la granalianza. ¡Viva la América latina!... Alguien se fijó en mi humildepersona y en el adorno

que

llevo

junto

a

un

ojo.

«¡Ah,

pobre

galleguitosimpático!» Y prorrumpieron en vivas a la «madre patria», a la viejaEspaña, ensalzándola melancólicamente, como si hablasen de una abuelaque se les hubiese muerto hace años.

Las copas me venían a la boca pordocenas, como si quisieran ahogarme. Algunos se abrazaron a mí,mojándome el cuello con lágrimas de embriaguez. Tienen en la Penínsulano sé cuántos parientes duques y marqueses; aún guardan en su casapapelotes antiguos de nobleza, y me pedían mis señas en Buenos Airespara enviármelos, como si esto pudiese interesarme...

Luego, no sé cómo,los yanquis vinieron a chocar igualmente sus copas. ¡Hurra a los EstadosUnidos! ¡América sobre el resto del mundo!...

Pero este huracán de fraternidad había sido demasiado impetuoso paramantenerse en los límites de un continente, y pasando los mares sedifundía por Europa entera. Al final, ingleses, alemanes, franceses ybelgas entraban en la gran alianza. ¡Viva la confederación universal!

—Y un inglés pequeñito—continuó Maltrana—, que usted habrá visto consu traje a cuadros y su pipa, derramaba lágrimas en la copa, repitiendocon una incoherencia obstinada de beodo:

«Yo he entrado en el buque conel corazón puro, y puro quiero sacarlo de él...». El mayordomo entraba acada rato para decirnos que eran las dos, que eran las tres, que eranlas cuatro, y había que cerrar el fumadero; pero nadie le entendía.Algunos roncaban tirados en las banquetas; otros se alejaban titubeando,para volver poco después pálidos, con la pechera de la camisa manchada.De pronto se apagaron las luces y salimos empujándonos, entre ungriterío de protesta. Se habló un poco de matar al mayordomo, pero habíadesaparecido.

—¿Y se fueron ustedes a dormir?—preguntó Ojeda.

—No, señor; una fiesta de esta clase no termina tan pronto. Yo me vi,no sé cómo, en un corredor de abajo con dos botellas en las manos y unamigo a cada lado. Al marchar, con las piernas blandas como si fuesen dealgodón, nos llevábamos por delante todos los zapatos depositados a laentrada de los camarotes...

Vimos unos cuantos amigos que golpeabanunas puertas, encorvándose para hablar por el ojo de la cerradura. Eranlos camarotes de las francesas, señoritas ordenadas y de buenascostumbres, que se acostaron sin presenciar el baile y estaban durmiendocon la honrada tranquilidad de un industrial en vacaciones. «Cienmarcos», proponía uno. «Quinientos cincuenta», insinuaba otro,enfurecido por el silencio. «Mil...

Dos mil...» Los dejamos soltandocifras ante las puertas obscuras e inmóviles. Era lo mismo que sihicieran proposiciones a un panteón.

Isidro hablaba cada vez con más lentitud, como si se aproximase a lamayor dificultad de su relato y pensase en el medio de sortearla.

—Luego encontramos a un amigo alemán que iba a despertar al médico, conla cabeza chorreando sangre. Se había caído de una escalera, golpeándoseen los filos de los peldaños, que son de bronce... También yo me sentíatraído por las puertas y empecé a golpear la de mi vecino, el hombremisterioso, el personaje de Hoffmann. Necesitaba hablar con él: leinvitaba a levantarse, para que bebiésemos una copa juntos y presentarlea mis amigos. «Sal, no tengas miedo: te conozco. Tú eres SherlockHolmes...» Una manía de borracho que a última hora se apoderó de mí. Yluego empecé a aporrear la puerta vecina, la del misterio, pugnando porabrirla. Se me había metido en la cabeza que el amigo Holmes llevabaoculta en este camarote a una princesa rusa que viaja de incógnito y vaa casarse con un jefe de tribu del Gran Chaco. Fantasías del alcohol,querido Ojeda. Y los dos acompañantes, menos ebrios que yo, pretendíandisuadirme arrancándome de allí. «Mi amigo, no haga leseras...»«Compañero, no sea empecinado.» Y al fin pudieron meterme en mi camarotey acostarme, y allí he estado hasta que me despertó la música... Un bañoa toda prisa, y a enfundarme en este traje de marinerito amoroso queguardaba con impaciencia desde que nos embarcamos, ¡Pocas ganas quetenía yo de lucirlo!... ¿Eh? ¿qué le parece el trajecito de mipatrona?...

Ojeda le miró con fingida severidad.

—Muy bien, Isidro. Bonito modo de ir en busca de una vida nueva. Seestá usted amaestrando para el trabajo.

—¡Bah! Es el mar, la influencia desmoralizadora del mar. Ya me oyóusted anoche. Aquí somos otros que en tierra; tal vez más espontáneos,más verdaderos. El aislamiento, la vida en común, nos despojan denuestros envoltorios y la bella bestia aparece tal como es, excitada porel fastidio, ansiosa de entretenerse en algo. Y así como se prolonguela navegación, nos sentiremos más iguales, más hermanos, con mayorcantidad de

«animalía»... El hombre siempre ha sido lo mismo en el mar.Acuérdese de los antiguos viajes a las Indias y la Oceanía.

Los maestresde las naos recogían las espadas de los hidalgos, para no devolvérselashasta el final del viaje. Todo desafío concertado durante la navegaciónno tenía validez al saltar a tierra. Aquellos viajes eran de meses y losnuestros son de días; pero representan lo mismo, pues nosotros vivimos ysentimos con mayor velocidad que nuestros abuelos... No pase ustedcuidado: recobraré mi cordura al llegar al último puerto, y todos haránlo mismo. Tal vez por eso dice usted que las amistades hechas en unbuque rara vez se prolongan en tierra. Se ven las gentes con demasiadaintimidad, y luego, cuando se encuentran, se saludan de lejos con lasonrisa de un buen recuerdo; pero se evitan a la vez, como si sehubiesen conocido en una aventura poco honorable.

Un bramido monstruoso sobresaltó a muchas señoras en sus asientos. Erael silbato del buque, que daba la señal del mediodía.

—La hora del almuerzo—dijo Maltrana alegremente—.

¡Tengo unhambre!... ¿Ha notado usted cómo abre el apetito la mala conducta?

En el antecomedor agolpábanse los viajeros frente a una larga mesacubierta de platos diversos: vasijas con ensaladas; jamones y piezas deembutido exhibiendo en sus caras rojizas el negro mosaico de las trufas;anguilas enormes enterradas en gelatina; salchichas alemanas de color derosa y leve perfume de droguería; anchoas flotantes en sal líquida;botes que mostraban entre los dientes del latón recién cortado elgranulento verde del caviar. La mano de un cocinero iba de un extremo aotro de la mesa, armada de un tenedor, colocando en los platos estosentremeses del almuerzo a gusto de los pasajeros.

Muchos curiosos se detenían frente a un gran reloj regulado desde elpuente por una corriente eléctrica, y modificaban sus cronómetros conarreglo al salto atrás que acababan de dar las agujas. Todos los días,al llegar el sol a su altura máxima, había que retrasar la marcha deltiempo diez minutos. Otros pasajeros discutían ante un tabloncillo en elque estaba la carta de navegación, examinando la mancha azul del Océanopunteada de alfileres con banderitas germánicas. Cada alfiler eracolocado a las doce del día, y el espacio abierto entre dos de ellosrepresentaba una singladura, veinticuatro horas de navegación. Lasbanderitas salían del mar del Norte, e iban alineándose a lo largo de lacosta de Europa hasta avanzar en pleno Atlántico. La última reciénclavada erguíase: entre Canarias y Cabo Verde. Más abajo, el mar limpio,el mar inmenso, la mancha azul no más grande que la palma de la mano,pero cruzada por las líneas negras de los grados, que representaban díasy días. ¡Faltaban tantos para que cada uno llegase a su destino!... Ydominados por la preocupación de la velocidad, criticaban la marcha delbuque, acusando a la Compañía de avaricia en el gasto de carbón,disputando el número de millas que debía correr, haciendo apuestas sobrela singladura del día siguiente.

Al entrar en el comedor, Maltrana se vio saludado por sus compañeros demesa con guiños maliciosos. El viejo doctor Rubau, siempre de negro,parecía compadecerse, con un gesto de cansancio, de las falsas ilusionesde la vida. «¡Ah, juventud, juventud!...» No le habían dejado dormirtranquilamente gran parte de la noche. También habían llamado a sucamarote, equivocándose de puerta, para proponerle por el ojo de lacerradura algo monstruoso, que no acabó de entender en la torpeza de susueño interrumpido.

Munster ocultaba su cólera con una sonrisa de resignación.

Habíarenunciado al bridge en la noche anterior por falta de compañeros,refugiándose en el poker forzosamente, y cuando después de perder cienmarcos empezaba a recobrar su dinero, la invasión de una tropa de locosle expulsaba del café como a las demás «personas serias».

—Y usted, señor Maltrana, no es un niño, y debía dejar para losmuchachos estas hazañas impropias de su edad.

El joyero, sordamente irritado contra su cabeza blanca y sus arrugas,gustaba de envejecer a los demás, creyendo remozarse de tal modo, y poresto insistió en aumentar los años de Isidro, sin hacer caso de susprotestas.

Entraban en el comedor poco a poco todos los jóvenes que se habíanmantenido ocultos hasta entonces en sus camarotes. Unos avanzaban a todaprisa, fingiéndose preocupados con algún pensamiento de importancia.Otros desafiaban la curiosidad, ostentando arrogantemente las erosionesmal disimuladas por el peluquero con polvos de arroz. Losnorteamericanos destapaban champán en el almuerzo y gritaban lo mismoque en la noche anterior, insensibles al cansancio y al trasiego delíquidos. En las mesas de familia, las mamás acogían a sus hijos conojos de severidad y labios apretados; pero aquéllos salían del pasosaludando a «sus viejos» con aire indiferente, como si los hubiesenvisto momentos antes.

Al terminar el almuerzo, Fernando se encontró con Mrs.

Power en laescalera del jardín de invierno, y juntos fueron a sentarse en el sitioque ocupaba ella habitualmente con la pareja de compatriotas. Ojeda,después de ser presentado a los esposos Lowe, permaneció allí como siestuviese en familia.

«Ya lo acapararon los yanquis—pensó Maltrana—. Ahora la señora lemuestra un abanico y le invita a escribir en él... Desea versos; tal vezversos de amor. Dejemos al amigo Ojeda que siga su destino.»

Y cuando dudaba entre ocupar una mesa libre o irse al fumadero en buscade sus amigos los comerciantes españoles, se vio llamado por el doctorZurita que, repantingado en un sillón, le mostraba un papel.

Che, Maltrana, venga para acá. Pero ¿ha visto qué graciosos sonestos gringos?...

Le mostraba la lista del comité organizador de las fiestas ecuatoriales,constituido una hora antes bajo las indicaciones del mayordomo. Unaocasión para éste de vender a buen precio, en clase de premios, todoslos objetos de pacotilla adquiridos previsoramente en Hamburgo.

—Fíjese, che, en los presidentes de honor. ¡Qué abundancia!

Eran el doctor Zurita, el obispo, el abate francés, el conferencistaitaliano y Ojeda. ¡Y qué de títulos!... El obispo era Su Grandeza,Zurita Su Excelencia, y Ojeda, por ser algo, aparecía con el título dedoctor.

—Pero ¡qué graciosos estos gringos!

Reía Zurita con una mezcla de burla democrática y satisfacción infantil.

—Vea, Maltrana: yo fui ministro, ¿sabe?... ministro de la provincia, enmis tiempos de muchacho, cuando andaba mezclado en los batifondos de lapolítica. Además, he sido diputado nacional. Ahora no me meto en nada;mis negocios no más, y a vivir tranquilo. Pero tal vez por esto metratan de Su Excelencia.

¡Qué

demonios

de

alemanes!

Todo

lo

averiguan...Bueno, señor; esto va a costarme algunas libras más.

Y volvía a reír, contemplando con una mirada entre irónica y amorosa«aquella diablura de los gringos» tan aficionados a categorías yhonores.

Maltrana, en su inquieta movilidad, salió del jardín de invierno paradirigirse al café. En torno de una mesa vio sentados a sus trescompatriotas, los graves y honrados comerciantes que le regalaban buenosconsejos.

—Saludo a sus respetables firmas sociales—dijo tomando asiento junto aellos.

Pero como interrumpía una conversación interesante, sólo mereció variosgruñidos a guisa de saludo. Estaba hablando el señor Goycochea, un vascode ojos claros, membrudo, bajo de estatura, la cabeza cana y el bigote yla barbilla teñidos de rubio con cierto descuido que dejaba visible elblanco de las raíces capilares. Maltrana le tenía por el más rico de lostres. Bastaba ver el respeto de sus compañeros, que callaban apenastosía él indicando su deseo de hablar.

Aparte del prestigio que debía a su fortuna, gozaba entre los amigos decierta consideración social por su matrimonio y su género de vida. Laesposa era una dama imponente, con triple mentón y quevedos de oro, queantes de acomodarse en la cubierta de paseo se hacía buscar por ladoncella su asiento propio, una poltrona comprada en París, la única dea bordo que podía

contener

las

amplitudes

de

su

respetable

maternidad.Nacida en la Argentina, su origen y su apellido parecían irradiar unhalo de gloria sobre la prole, borrando la insignificancia del origenpaterno. La familia residía en París, y cada dos o tres años regresaba aAmérica para que el jefe viese de cerca la marcha de sus negocios.Habitaban un hotelito propio en las inmediaciones de los Campos Elíseos,y poseían dos estancias en la provincia de Buenos Aires, a más de lagran casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo dependienteconvertido en socio. Un personaje importante el tal vasco... La señorainfundía respeto a los dos compatriotas del esposo, siempre con lacabeza alta, parca en palabras, llamando a Goycochea por su apellido,como si fuese un amigo en visita, mirándolo todo insolentemente con susojos de miope. Las tres niñas hablaban inglés y alemán e iban escoltadaspor una institutriz roja y pecosa que miraba con tanto desprecio como laseñora a los amigos del señor. De toda la familia, encerrada en sualtivez triunfante, él era el único comunicativo y simple de carácter...cuando los suyos no estaban presentes.

Tenía yo entonces diecinueve años—continuó diciendo Goycochea luego dela interrupción de Maltrana—, y me fui a pie con otro muchacho desde mipueblo a Bayona, donde tomamos pasaje en un bergantín francés. Nosfaltaban papeles para embarcarnos en España: teníamos miedo a lo de laquinta...

Un viaje de sesenta y cinco días. ¡Y pensar que ahora nosquejamos por si el vapor se atrasa un par de horas!

Yo vine en una fragata de Barcelona cargada de vino, hace cuarentaaños, y echamos dos meses y medio en el viaje—dijo Montaner, elresidente en Montevideo.

—A mí me trajeron en una goleta de Cádiz con cargamento de sal—declaróManzanares, antiguo amigo de Goycochea—. No sé cuánto tiempo estuvimosquietos en la línea por las malditas calmas. ¡Y qué alimentación!... Elmejor librado era yo, que por ser muchacho ayudaba a los de la cocina ypodía rebañar las sobras de los calderos... Y ahora, señores, nos damosel gusto de venir aquí. Nosotros hemos conocido los malos tiempos; nosha costado sudar la plata. No como otros, que llegan con toda clase decomodidades y quieren de golpe conquistar una fortuna; como si lafortuna estuviese ahí, esperándoles en el muelle.

Y miraba a Maltrana con súbito rencor, cual si le irritase verlo rodeadode los lujos de un gran trasatlántico, mientras ellos, hombres ricos,habían ido a América sufriendo hambre en buques de vela.

Un señor malhumorado el tal Manzanares, de esquelética delgadez y elbigote gris caído sobre las mandíbulas salientes.

Sus ojos turbios sólose animaban con los fulgores de la rabia.

Una dolencia del estómagoagriaba aún más su carácter y le hacía emprender frecuentes viajes aEuropa, siempre en busca de nuevas aguas curativas. Era un erudito enanuncios de específicos y catálogos de farmacia: conocía todos losremedios, y siempre tenía uno, el último lanzado a la circulación, quele merecía hiperbólicas alabanzas, al mismo tiempo que abrumaba con susferocidades verbales a los «ladrones» inventores de los otros. Esteenfermo crónico comía con una voracidad pantagruélica, y para vencer latorpeza de sus digestiones caminaba a todas horas por el buque,ensalzando las ventajas de la marcha. Únicamente en el café se le veíasentado: el resto del día lo pasaba dando vueltas en la cubierta; ycuando la afluencia de gentes dificultaba su tenaz ambulación, circulabaabajo por los pasillos de los camarotes. Al encontrar a Maltranasaludábalo invariablemente con el mismo ofrecimiento: «Le invito a quedemos un paseo...». «Muchas gracias—contestaba aquél—; es a lo únicoque usted convida.»

Sentía Isidro contra este señor una hostilidad irresistible. Era el quemás le ofendía cada vez que intentaba darle buenos consejos. «Ustedeslos periodistas, que son medio locos...»

«Usted, que no hará nada enAmérica porque es escritor...»

Manzanares admiraba la brutalidad como lamás grande de las facultades,

y

se

hacía

lenguas

de

un

gobernante

cuandoamenazaba con perseguir a «la canalla popular».

—Con ése no se juega—decía entusiasmado—; ése tiene la mano dura...Pega fuerte...

Y pedía el fusilamiento inmediato a un lado y otro del Océano de todoslos que escriben en los papeles, oficio que sólo sirve para que losobreros pidan menos horas de trabajo y aumento de jornal.

—Cuando pagué mi pasaje—continuó Goycochea—no me quedaba nada,absolutamente nada, ni dos reales. ¡Para lo que me hubiese servido eldinero en aquel barco!... La comida era poca y pésima; la galleta teníagusanos y había que tragarla sin verla; en el rancho nadaban alprincipio unas piltrafas de tocino; luego, alubias solas. Yo no teníaotro equipaje que dos camisas y un pantalón, además del que llevabapuesto; un pantalón nuevo, azul, con muchos botones: la única prenda quepudo hacerme mi madre... ¡Aún lo estoy viendo!...

Y al mismo tiempo que Goycochea parecía admirar imaginativamente con laternura del recuerdo este pantalón, único lujo de su pobreza,contemplaba en una de sus manos el centelleo de un brillante límpido ytembloroso como una gota de luz.

—Tenía yo un gran amigo en el barco, un chico de Aragón, compañero decama y caldero, listo, muy listo, y eso que no sabía leer... ¡Pobre!Murió hace dos años, luego de haber hecho una buena fortuna y educar ala familia como Dios manda. Un hijo suyo es doctor y dicta clases en laUniversidad. Muchas veces he leído su nombre allá en París, cuando doyun paseo hasta la Avenida de la Ópera y echo un vistazo a los diariosargentinos en el Banco Español. Creo que es diputado o que va a serlo:tal vez algún día lo veamos ministro... El padre parecía bruto porque notenía letras, pero guardaba algo en la mollera. Dormíamos bajo la mismalona, al pie del palo mayor; nos ayudábamos al lavar lo que teníamospuesto; éramos como hermanos... Y un día, él se enamora de mi pantalón.«Que te lo compro... Que te doy tres pesetas por él...» Y vinimosregateando desde Cabo Verde al río de la Plata.

El millonario sonreía al recordar su testarudez.

—El era de Aragón, baturro de verdad, ¡figúrense ustedes!, pero yo soyvasco. «Que te doy tres y cuartillo... Que te doy tres y un real... Tresy media...» Los amigos intervenían en la venta del pantalón. De proa apopa mediaban expertos, examinando el cosido de la prenda, la solidez delos botones, la duración de la tela. Y con las alabanzas de losinteligentes crecían los deseos de mi amigo. «¡Remoño, no seascabezota!... Dámelo por cuatro, que es lo que vale.» Deseaba ponersemajo al bajar a tierra; hablaba de cierta chica de su pueblo que estabasirviendo en Buenos Aires... Al embocar el río de la Plata casi llorabade rabia. «Me alargo hasta cinco. Mira, maño, que no tengo más.»

Y eltrato quedó cerrado en un duro, un «napoleón», como se decía entonces,el único dinero con que llegué a Buenos Aires.

¡Y gracias que hubieseentrado con él!... Ustedes se acuerdan de cómo se desembarcaba enaquellos tiempos. No había muelle; del barco a una lancha, y de lalancha a una carreta hundida en el agua hasta el eje, que le arrastrabaa uno a las costas de la orilla.

Catorce reales me llevaron pordesembarcar, y entré en Buenos Aires con peseta y media y un pantalónviejo que no lo hubiese querido un pobre... Luego pasaron muchos añossin que nos viésemos mi amigo y yo. Un día nos encontramos en una juntapatriótica de comerciantes españoles.

Goycochea se entristecía recordando a su compañero.

—Cuando por sus negocios pasaba cerca de mi tienda, entraba asaludarme. Tenía un modo suyo de anunciarse: un garrotazo sobre elmostrador. «¿Quién está aquí?» Y al salir yo del escritorio, la mismapregunta: «¿Cómo estás, maño? ¿Cómo tienes a la maña y tuscachorricos?...» La última vez que le vi, fue antes de retirarme yo aParís. Éramos los dos del Directorio de un Banco. Llegaba don Mateoapoyado en su bastón, renqueando una pierna por el reuma. Los empleadosy mozos del Banco lo adoraban, y eso que al menor enfado los trataba de«sarnosos» levantando el garrote. Pero en el Directorio pedía siempreaumento de sueldo para ellos y disminuciones en el amueblado. Seirritaba con las poltronas de los directores, las mesas de Consejo, laslámparas eléctricas. Decía que eran punterías indignas de hombres. Éltenía un buen pasar y no necesitaba de estas cosas en su casa. Mejor eradistribuir la plata a los que abrían las puertas: badulaques cargados dehijos. Se sentía morir. «Maño, esto va mal; dentro de poco, al pocico.»Pero se consolaba pronto. «La verdá es, maño, que hemos hecho camino.Hemos educao a nuestras familicas, las dejamos un cuscurro de pan, ypodemos irnos en paz. ¡Quién nos hubiera dicho en el barco que nosveríamos aquí! ¿Te acuerdas del pantalón? ¿Te acuerdas del duro que mesacaste, vasco del moño?...» Y ya no le vi más.

Manzanares, que escuchaba con un orgullo de clase el relato de su amigo,miró luego a Maltrana.

—Aprenda usted, joven. En el mundo existen hombres de mérito aunque nohayan escrito en los papeles. Ahí tiene el ejemplo en don AntonioGoycochea. Entró en Buenos Aires con peseta y media, y hoy tiene ochomillones de pesos... tal vez diez... tal vez doce.

Goycochea le interrumpió modestamente. Un mediano pasar nada más: unasituación decente para la familia.

—La casa sí que es fuerte: la firma Goycochea y Mazpule tiene algúncrédito. Giramos al año unos veinte millones. Pero nos deben mucho...¡Hay tantas quiebras!

Y los tres prorrumpieron en exclamaciones, elevando las miradas al techopara