Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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28 de marzo.

He visto a Francisca y he tenido con ella una escena muy dura.

La abuela me había suplicado tanto que me dominase, y tan vigorosamenteme había sermoneado el padre Tomás, que estuve casi correcta.

Francisca entró un poco desconcertada. Evidentemente tenía conciencia desu mala acción. Sin hacerle un reproche, le ofrecí la mano.

—¿Me guardas rencor, Magdalena?

—Mucho.

—Sin embargo, te juro que ha sucedido a pesar mío...

—De modo que te casas a pesar tuyo...

—No... lo confieso... Pero... ¿Cómo diré yo?... Al principio no penséen tal cosa.

—Sin duda—dije con amargura.—Sin pensar, estuviste provocadora ycoqueta. Sin querer, prodigaste mil gracias conquistadoras y lo hicistetodo, todo, para quitármele...

Me callé de repente, viendo que iba demasiado lejos, y seguí diciendocon más calma:

—¿Por qué me has hecho traición?

—¡Traición!... que palabra...

—Es la justa.

—Pues bien, sí, te he hecho traición, pero al principio, créeme,Magdalena, no pensaba en ello...

—Que no pensabas...

—No, te lo juro... estuviste tan torpe... no hablabas...

apenassonreías...

—Sí, estuve torpe como un ganso y tú ingeniosa como un demonio... essabido... ¿Y qué?...

—¿Y qué?... Que vi en seguida que no le gustarías jamás...

jamás...¿entiendes?...

—¿Por qué jamás?

—Los hombres como él, no aprecian a las mujeres como tú...

Su razón nopodía simpatizar con la tuya... Su prudencia tenía necesidad de milocura...

—¡Ah!...

—La prueba es—dijo Francisca con energía,—que en seguida comprendí suinclinación hacia mí y su indiferencia contigo.

—Debiste decírmelo.

—¿Para hacer imposible mi juego?... No, por cierto, Magdalena. El señorBaltet es un hombre serio, un hombre que no

ha

vivido...

Teaseguro—continuó

Francisca

casi

suplicante,—que esa clase de hombresno se aficionan más que a...

—A las bribonas, tienes razón.

La palabra era dura, y la sentí inmediatamente, aunque sin desearretirarla.

—¡Bien!—articuló Francisca, respirando profundamente.—

Pero, por muybribona que sea, oye lo que tengo que decirte... Mi prometido... era elúnico marido posible para mí...

—¿Por qué?

—Porque es uno de los raros jóvenes que desprecian la fortuna...

—Desprecio no recíproco, ¿verdad?...

—No recíproco—confirmó Francisca muy sombría.—El es rico y le esfácil ese desprecio... yo, soy pobre y quiero vivir...

—Pues bien, tus medios te lo permitirán ahora—dejé escapar...

—¡Ah! Magdalena, eres cruel...

—Es que sufro... ¿Pero qué te importa eso a ti?—exclamé bruscamente.

—Yo también he sufrido—dijo Francisca...—tú no sabes lo que es desearcasarse... No comprendes el infierno de no concebir otra vida más que ladel matrimonio, ni más dicha que la de una buena unión, y pensar quejamás... jamás... se tendrá marido...

—Se toma el de las demás...

—El señor Baltet no lo era tuyo.

—No, pero sin ti, lo hubiera sido...

—Nunca...

—¿Qué sabes tú?

—El me lo ha dicho.

—¡Ah!—exclamé yendo hacia ella en actitud amenazadora,—

¿me has hechotraición dos veces?...

—No—me respondió sin bajar los ojos;—le he preguntado sencillamentepor qué me había preferido siendo pobre, a ti que eres rica...

—¡Ah!...

—Jamás—me respondió,—me hubiera casado con una mujer que tuviesefortuna... Quiero que mi esposa me lo deba todo, lo mismo su bienestarque su amor...

—De modo que te has perdonado tu traición...

—Todavía no... Quisiera, Magdalena, que te dieses cuenta de lossentimientos que puede experimentar una muchacha pobre cuando contemplala vida de las dichosas de la tierra desde el fondo del abismo en quevegeta... Ninguna probabilidad de casarse... Ninguna esperanza en lavida... Entonces deja una de darse cuenta del bien y del mal... No sepiensa, no se vive, ni se desea más que conquistar lo imposible...

—Aunque sea destrozando el corazón de otra...

—Qué importa... Es la lucha por la vida...

—Lucha horrible...

—Pero permitida.

—¿Por qué, desgraciada?...

—Por el instinto de la dicha... ¿Es ésta, acaso, un monopolio de lasjóvenes que tienen dote?

—¿Somos tan felices?...

—Vuestra felicidad es insolente...

—¡Ah! Francisca—dije enternecida.—No tengo padre ni madre y me quitasel único hombre a quien hubiera podido amar...

—Era el único con quien podía yo casarme... Tú puedes escoger...

—Ya había escogido.

—Peor para ti... La cuestión no está en escoger, sino en serescogida...

—Bueno—respondí.—Estoy vencida, luego no tengo razón...

No te deseoningún mal, pero quiera Dios, Francisca, que seas más honrada comoesposa que como amiga... ¿Le amas al menos?

—Todavía no—respondió Francisca después de un instante devacilación.—Pero ya le amaré—añadió precipitadamente.

—O no le amarás—murmuré llena de angustia...—¡Qué triste es vivir!...

Francisca me miró, vaciló y se atrevió por fin a invitarme a su boda.Entregada a mí misma, hubiera rehusado con indignación; para salvar lasapariencias, acepté.

—Para ti como para mí, vale más que nada se sepa fuera...

Nuestraamistad ha muerto...

—¡Oh, Magdalena!

—Sí, ha muerto... de nada sirve negar la evidencia. Vas a salir deAiglemont; hasta que te vayas, estaremos en la misma actitud en queestábamos. ¿Has comprendido?...

—Acepto tus condiciones puesto que he obrado mal contigo...

Pero...yo... Magdalena... te quiero como siempre...

—Sin duda... el gato quiere al ratón con que juega... Adiós, Francisca.

Hizo un movimiento para abrazarme, pero yo permanecí helada.

—Adiós, Magdalena... Eres dura...

—Sí, las víctimas lo son siempre, es sabido. Pero me es imposible dartelas gracias a pesar de mi buena voluntad...

Adiós, pues...

Y Francisca desapareció, muy feliz sin duda, por haber terminado sunueva comedia.

Qué razón tenía la de Ribert y la abuela al ponerme en guardia contraella... ¿Por qué no las he escuchado?... ¡Ay! ya es tarde...