
Se ha marchado, y todo mi horizonte se ha ensombrecido de repente... Elcielo me parece obscuro, las nubes tristes, las calles enlutadas, lagente fea y me pesa la vida diaria... ¿Es esto el amor?... ¿Amaréverdaderamente a un hombre a quien apenas conozco y en el que pienso sincesar?...
La abuela asegura que le he gustado y apoya su opinión en lasconfidencias que le ha hecho el padre Tomás. El señor Baltet le hahablado de su deseo de casarse y de su voluntad de no hacerlo más quecon una mujer que le guste absolutamente. El cura, con su espiritualbondad, le ha animado, y ha sabido por él que mi alma hermana seinteresa por una joven descubierta hace poco tiempo... ¡Salto dealegría!... Gracias, Dios mío...
El señor Baltet debe de estar contento de la recepción que se le hahecho en Aiglemont. El padre Tomás le ha mostrado una benevolenciaexcesiva. El señor Dumais, a ruego de Francisca, se ha desvivido poracompañarle y enseñarle las curiosidades de la población, y, en unapalabra, todos han puesto de su parte para que el arqueólogo encuentreen Aiglemont algo más que la antigüedad... ¿Ha encontrado,verdaderamente?... ¿Se lleva una impresión seria y duradera?... ¡Cómoquisiera saberlo!...
He tratado de ver a Francisca para saber su pensamiento sobre esto, y meha sido imposible... Francisca, que se encontraba como por milagro antelos pasos del señor Baltet, es ahora invisible.
—La señorita ha salido.
Tal es la respuesta que responde a mi campanillazo, cada vez que tratode ver a esta fantástica Francisca.
Es curioso... Creí tener muchas cosas que escribir esta noche, y no meocurre nada... Estoy distraída... Busco las palabras, y mis ideas seconfunden... ¿Qué estará haciendo el señor Baltet mientras yoescribo?...
1.º de marzo.
La de Ribert ha recibido una carta de mi alma hermana, llena deesperanzas para mí. El señor Baltet escribe con todas sus letras:
«Espero que tendré pronto una gran confidencia que hacer a usted,confidencia a que tiene derecho, puesto que está usted un poco en elfondo del secreto que me interesa.»
Genoveva me ha dado broma sobre esto.
—El señor Baltet ha descubierto un sarcófago o alguna moneda muy rara,y quiere participárselo a mi madre... Es muy amable—ha añadido,dirigiéndome una linda sonrisa.
Yo también me he reído... Qué lejos está el señor Baltet de tal asuntode confidencias... Tan lejos como yo...
He podido echar la vista encima a Francisca, durante un minuto. Estabanerviosa, molesta e impresionable en exceso.
—Sabes—le dije, con toda la exuberancia de mi alegría,—la de Riberttiene una carta...
—¡Ah!—dijo con voz apagada.—¿Y qué dice?...
—Nada preciso, pero hay muchas esperanzas...
—¿Nada preciso?... ¿Seguramente?...—preguntó en un tono violento ytemeroso a la vez.
—Puesto que yo te lo digo—respondí extrañada al ver aquel temorincomprensible.—Nadie está más interesado que yo en creer otra cosa...
—Es verdad—replicó Francisca con voz extraña,—tú eres la másinteresada en la cuestión...
—Sin duda—dije.—Y dime, ¿cómo le encuentras?...
—¿Yo?...—preguntó Francisca...—Pero cogió de prisa el sombrero, queestaba en una mesa de su cuarto, y se lo puso en un momento...—¡Y yoque olvidaba el encargo de mamá!...—
exclamó, con una prisaextraordinaria en ella.—Dispénsame, Magdalena, tengo que salir... ¡Ah!sí—dijo en el momento en que la dejaba,—me preguntabas cómo leencuentro... Pues bien, mi opinión no ha cambiado... El señor Baltet esun majadero, a quien la primera mujer un poco lista escamoteará cuándo ycómo le plazca...
—Si soy yo—exclamé,—no me quejo.
—Y tienes razón—respondió Francisca, con no sé qué relámpago en losojos.
Es singular esta Francisca...
Mi destino empieza a dibujarse... Voy a él confiada y dichosa, creyendoal fin en la felicidad de la mujer en posesión de un marido amado y deunos hijos queridos... ¡Qué camino recorrido en pocas semanas!...
No he podido menos de hacérselo observar a la de Ribert, cuyaindulgencia conozco.
—Es el momento psicológico, Magdalena... Esa hora suena para todas...
—Pero hay que oírla—murmuré con una fantástica visión en el corazón yen los ojos.
—¡Bah! habría de ser sorda para no oír, al menos, las campanadas de unaparte...
—Es verdad... pero con algodón en los oídos...
—¿Tiene usted algodón ahora?—me preguntó la de Ribert, con una sonrisaenteramente maternal.
—No—respondí, ruborizándome;—al menos para lo que viene deBellefontaine...
Y me marché con el corazón en fiesta y el alma en ebullición.