
—¡Qué revolución en mi vida!...
—¡Oh! qué inmenso agradecimiento el mío a mi buena y querida abuela...Y pensar que estaba yo a punto de creer que su abnegación sedebilitaba... Qué monstruoso error y qué ingratitud sin ejemplo...
Esta mañana, almorzando, la abuela me hizo observar que estaba quedandomal con la de Ribert y que no debía abandonarla así, después de haberlamolestado tanto con mis deseos de estudio.
Si ahora te interesan menos las solteronas—dijo la abuela con finasonrisa,—no por eso debes tomar ese aspecto despegado...
Hace más decinco meses nos estás fastidiando con tus solteronas... ¡Dios mío! quédisgustos me has dado... En fin, ya pasó...
—¿Qué es lo que ha pasado?—pregunté fingiendo no comprender elpensamiento de la abuela.
—Tu incomprensible gusto... Para ti no había más que las solteronas...Sólo ellas eran buenas y perfectas...
—No, abuela. Pero convengamos en que son tan buenas y tan perfectascomo las casadas... o más.
—¡Bah! no hablemos más... Para salvar tu reputación, iremos esta tardea casa de la de Ribert... No quiero que esta excelente amiga te juzguemal.
Se convino que a las tres dadas me encontraría dispuesta para acompañara la abuela, y como no quería, de ningún modo, sufrir un interrogatoriomalicioso, envié dos letras a Francisca para que se encontrase a lastres en casa de la de Ribert. Contaba con ella para
cambiar
deconversación
e
impedirla
que
fuese
desagradable para mí.
A la hora indicada, y en el momento de entrar en casa de nuestrasamigas, nos tropezamos con Francisca, la cual, después de haber saludadoamablemente a la abuela, nos propuso acompañarnos. La abuela hizo unmovimiento de protesta que Francisca aparentó no ver ni yo tampoco. Enseguida llamé, para evitar la hostilidad de la abuela, a la que no hacíaninguna gracia la compañía de Francisca.
Marieta, la doncella, nos abrió la puerta, y cambió un mirada con laabuela, que me asombró. Pareció que la abuela le preguntaba:
—¿Hay alguien con la señora?
Y que Marieta había respondido:
—Sí.
Mientras subía la escalera, me sentí oprimida y rara. Francisca meempujó con el codo y me dijo:
—Esto huele a misterio, ¿eh?...
Mi opresión aumentaba, y me parecía que marchaba hacia mi destino, casihacia mi desgracia... Si me hubiera atrevido, me hubiera escapado... Porfin, se abre la puerta del salón y... ¿qué veo?
Delante de la ventana, ocupados en mirar fotografías, estaban la deRibert y un joven rubio... alto... delgado... de ojos azules...
Es elseñor Baltet, estoy segura...
Las presentaciones no me enseñaron nada. Le había conocido... ¡Cómo separecía al hombre de mis sueños!... Su voz tiene las mismas inflexionescorteses... ¡Es él!...
Pero... si es él, es que la abuela y la de Ribert me han adivinado...¡Qué vergüenza!
Por un violento esfuerzo, logro recobrar un poco la calma, pero no puedohablar... Francisca, que lo ha comprendido todo, se diviertegrandemente, ríe, habla, afecta su expresión reservada de los buenosdías, y exhibe de vez en cuando algún ingenio.
Está encantadora,mientras que yo tengo la sensación de estar estúpida como una docena degansos reunidos... La de Ribert me mira con reproche, la abuela conansiedad, y las dos están casi duras con Francisca, y cortanintencionadamente sus frases más brillantes... Por fortuna para miamiga, su humor parece estar en buen tiempo fijo y me quedo asombradade su dulzura desusada.
¡Pobre Francisca! Hace eso por mí... Qué buenaes...
La de Ribert nos explicó en pocas palabras cómo había conocido al señorBaltet, y habló de sus investigaciones sobre el celibato... La abuelasonrió... El señor Baltet tomó parte en la conversación... Genovevahabló también... Solamente a mí no se me ocurrió nada que decir... Eratan feliz con mi absurda angustia... No sé cuánto tiempo duró la visita,pero cuando la abuela se levantó, di un suspiro de pena... La abuela lonotó probablemente, pues invitó al señor Baltet a ir a casa al díasiguiente, con aquellas señoras, para ver unas antigüedades que podíaenseñarles.
El señor Baltet dio las gracias y aceptó, diciendo que quería aprovecharsu estancia en Aiglemont para hacer unos estudios arqueológicos
delmayor
interés.
Tiene
una
carta
de
recomendación para el padre Tomás, loque pareció encantar a la abuela.
Pero Francisca dio un violento golpe a su encanto, expresando quetendría mucho gusto en ser admitida a contemplar esas cosas que tanto legustan. La abuela no había comprendido ciertamente a Francisca en lainvitación, pero la curiosilla desempeñó perfectamente bien el papel deaficionada a antigüedades, y hasta tomó cierta expresión profunda alhablar de arqueología, todo para ablandar a la abuela y conseguir que nose le cerrase la puerta... El señor Baltet parecía ver con placer lasdiversas evoluciones de Francisca. Cómo se hubiera reído si hubierasospechado la comedia que nos estaba representando...
Genoveva me acompañó hasta la puerta y me dio un beso tan tierno, queme sentí instantáneamente animada y libre de mi absurda angustia.
—Qué lástima, dejar a la de Ribert—dije a la abuela en cuantosalimos.—Creo ahora haber recobrado mi presencia de ánimo y hubieragozado más de la presencia de mi alma hermana...
—Silencio—dijo la abuela;—esperemos a estar en casa para hablarlibremente...
Al llegar, me eché en los brazos de la abuela, y sólo mis lágrimas ledijeron elocuentemente mi agradecimiento.
—¡Querida abuela!—suspiré, cubriéndola de besos.
—¿Estás contenta, hija mía?—me preguntó con voz conmovida,devolviéndome con usura mis caricias.
—Abuela, abuela... ¿Habías adivinado?... Qué ángel guardián...
—No era difícil—respondió.—Eres tan misteriosa, pobre hija mía, quellevas el secreto escrito en la frente...
—¡Dios mío! y yo que apenas lo sabía... Sin Francisca, no lo hubierasospechado siquiera...
—Dichosa inocencia—exclamó la abuela riéndose.—Pero—
añadió másseveramente,—te ruego, Magdalena, que no acojas a Francisca como lohaces... Es astuta esa muchacha... Me contraría el verla mañana con elseñor Baltet...
—¿Por qué?—pregunté sorprendida.
—Por nada—respondió la abuela, haciendo un movimiento como paraahuyentar un pensamiento importuno.—Hablemos de nuestro complot...
Me contó entonces que había vigilado mis impresiones, que se habíaconfiado al padre Tomás, y que la de Ribert había prestado su concursoa la conspiración. Con el pretexto de comunidad de ideas, habíarespondido directamente al señor Baltet. Este había pedido con la mismaocasión algunos datos sobre los descubrimientos arqueológicos hechos enAiglemont, y la de Ribert había respondido tan bien, que el señor Baltetmanifestó el deseo de venir a juzgar personalmente. Y todo se habíaarreglado.
—De modo—pregunté mordida en el corazón por una secreta angustia,—queno se ha tratado de mí...
—Nada de eso—respondió la abuela.—Acuérdate de la declaración deprincipios del señor Baltet... Creo que hablaba de exterminar a todointermediario en un asunto matrimonial... No era este el caso deprobar...
—Mejor—respondí;—me quitas un gran peso...
—Un poco de buen sentido, Magdalena—dijo la abuela.—Ya me hacesincurrir en cosas bastante extraordinarias sin llegar a ofrecer a nadiemi nieta... ¡Ah! qué débil es el corazón de una abuela... Por cariño ati, me veo metida en la más tonta historia que he visto jamás... Laculpa es de las solteronas... Las abomino...
—Querida abuela—respondí, apoyando la cabeza en su hombro,—si esasaborrecidas solteronas fuesen la causa de mi felicidad, ¿lasdetestarías?...
—No, hija mía—dijo la abuela enternecida.—Tu dicha es mi únicapreocupación... de modo que tú crees...
—Sí—balbucí confusa,—sí, creo...
—¿Ya no eres opuesta al matrimonio?
—Muy poquito ya... casi nada.
—¡Ay! hija mía, qué alegría me das... Al fin podré morir tranquila...
—No hables así, abuela adorada. Lo que hace falta es que vivas muchotiempo... siempre.
La abuela movió la cabeza con expresión de pena, y para no enternecersemás, me habló de la buena posición del señor Baltet, de sus gustosserios y de sus relaciones con el mundo de la ciencia.
—¡Es alguien!—dijo la abuela.
—Con tal de que yo llegue a ser algo para ese alguien...—
murmuré connueva angustia.
—¿Por qué no?—respondió la abuela con orgullo.—Tendría que ver que aese señor se le ocurriera criticarte...
—Sin criticarme, podría sencillamente no reparar en mí...
—¿En ti?...
Esta pregunta fue un poema de amor, de confianza y de admiración y dijotodo el cariño de mi abuela querida y su fe ciega en el porvenir de sunieta.
¡Pobre abuela!...