En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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El secretario tomó aliento. Su oyente le había escuchado con unaatención que le halagaba, y ya se preparaba á proseguir, cuando Tragomerle preguntó:

—¿Son frecuentes esas evasiones?

—Muy frecuentes, pero casi siempre inútiles. Para que un penado sepueda escapar, es preciso que le recoja un navío. Tuvimos en otro tiempola evasión de Rochefort con Olivier Pain, que se cita como una especiede leyenda. Pero es preciso gastar mucho dinero y tener cómplices fuerapara que salga bien una tentativa semejante… Generalmente, los que seescapan se meten en las malezas y viven allí como bandidos corsos, hastaque los cogen los canacos ó se rinden ellos mismos… Su únicaprobabilidad de salvación es apoderarse de una lancha y tratar de llegará la Australia… Pero entonces corren el riesgo do morirse de hambre óde que se los coman los tiburones.

—¿Y dónde se escapan más fácilmente?

—En la isla Nou… El último que nos jugó esa partida consiguiódespojar de su uniforme al vigilante y atarle como un salchichón…Después se escapó en su lancha, pero se le alcanzó en el mar y fuépreso… Es un antiguo sacerdote, condenado por atentado al pudor. ¡Oh!un buen punto… Le echaron encima cinco años de célula… Allí puededecir sus rezos á la sombra.

El secretario se echó á reír, pero se repuso ante la calma imperturbablede su interlocutor.

—¿Hay en este momento penados cuya conducta sea ejemplar y que merezcanlos favores de que me hablaba usted hace poco?

—¡Ah! Ya veo que está usted haciendo averiguaciones serias, dijo elsecretario, mirando con curiosidad á Cristián.

—Sí; voy á publicar un trabajo á mi vuelta á Inglaterra, en el Century-Magasine

… y deseo reunir datos.

El secretario cogió un librote, lo hojeó y dijo:

—Tenemos en el almacén un antiguo notario condenado á veinte años porhaber arruinado un pueblo entero de provincia… Nos presta muy buenosservicios… Aquí, en el hospital, hay un médico condenado áperpetuidad por haber envenenado á su querida… Estuvo admirable, hacepoco tiempo, cuando la epidemia de viruela: sin su abnegación, no sécómo hubiéramos salido del paso… Yo no quiero que me cuide otromédico cuando esté malo… Y la familia del gobernador forma parte desu clientela…

—¡Muy curioso! dijo Cristián. Verdaderamente francés!

—Amigo mío, contestó el secretario, no hay que andarse con prejuiciosante el peligro. Es mejor ser curado por un presidiario que morirsetratado por un santo.

Yes

. ¿Y hay otros?

—Sí; le indico muy particularmente un joven de buena familia condenadoá perpetuidad por haber matado á su querida. Ha caído en un misticismoextraordinario, hasta el punto de edificar con su piedad al capellán.

Siel señor gobernador le dejase libertad para ello y los reglamentos lopermitieran, se haría cura… Nos hemos visto obligados á separarle delos demás penados, que le colmaban de injurias y de malos tratamientos yhubieran acabado por matarle, tomándole por un espía destinado ádenunciarles.

—¿Y cómo se llama ese hombre tan extraño?

—Se llamaba Freneuse. Ahora está matriculado con el número 2317.

Tragomer se estremeció, su cara se cubrió de palidez y su corazón seoprimió dolorosamente. Respondió, sin embargo, con calma:

—¿Me será posible ver al notario, al médico y á ese apóstol?

—Sí, si así lo desea usted.

—Creo que me será útil.

—Pues voy á dar á usted un permiso.

—Será usted muy amable.

El funcionario escribió unas líneas y dijo:

—Doy orden para que pongan á la disposición de usted la lancha de laadministración; eso simplificará todas las formalidades. El patrónacompañará á usted.

¡All right!

—Pero son las diez dadas. ¿Ha almorzado usted?

—No; no he hecho más que desayunarme esta mañana. Si quiere ustedpermitir á un viajero con el que ha sido usted tan complaciente, que leinvite á almorzar, llegará al colmo de su buena hospitalidad…

tanfrancesa.

—Realmente, soy yo quien debe hacer los honores…

—Me disgustaría usted, dijo Cristián sonriendo.

—Pues acepto.

Se puso la corbata, se abrochó el chaleco, cogió el sombrero y salióprecediendo á Tragomer.

El mismo día, á las tres, la lancha de la administración, impulsada, porseis vigorosos pares de remos que manejaban otros tantos presidiarios,atracaba en la isla Nou, y Cristián, conducido por el patrón del barco,se dirigía al establecimiento penitenciario. En la muralla que rodea elcampo de los penados se apoyaba un pequeño edificio en cuya puerta seleía, en letras negras y rojas, estas palabras: Pretoriodisciplinario

. Era el tribunal ante el que comparecían losindisciplinados para responder de sus fechorías. Un estrado y unoscuantos bancos guarnecían la sala, cuyas paredes estaban tendidas decal.

—Siéntese usted un instante, milord, dijo el vigilante. Voy á buscar al2317 y se lo traeré… Puede usted fumar si gusta…, no huele á rosasaquí.

Tragomer inclinó la cabeza sin responder, y se apoyó en el estrado desdeel cual se distribuían castigos á aquellos desgraciados que parecen, sinembargo, haber llegado al máximum del sufrimiento. Una indecibleangustia le oprimía el corazón. Había llegado al fin de su empresa; elpresidio le había abierto sus puertas y dentro de un instante iba áencontrarse en presencia del que venía á buscar desde tan lejos.

Conocía ya su estado moral, pues el secretario se lo había descritoclaramente; pero ¿cuál sería su estado físico? ¿Cómo habría soportado laterrible prueba de la vida común con tantos bandidos? ¿Qué habría sido,después de dos años, del hermoso Freneuse? ¿Habría persistido el vigoren aquel cuerpo sometido á repugnantes trabajos, á privaciones dealimento y á un clima mortífero? ¿No le habría minado y destruído lapena? ¿Llegaría á tiempo la salvación? Se oyeron pasos, la puerta seabrió y el vigilante dijo.

—Entre usted. Aquí está el extranjero que tiene autorización paraverle.

Tragomer se volvió. Quería que Jacobo no pudiera reconocerle al entrar.No sabía si el vigilante les dejaría solos y temía que un grito, unademán, una palabra, redujesen á la nada toda su combinación. Elvigilante se acercó á él:

—Milord, aquí está el personaje. Está un poco chillado, ¿sabe usted?Escuche sus tonterías el tiempo que guste y cuando se canse no tiene másque llamarme. Yo me quedo á la puerta.

Tragomer experimentó una tranquilidad deliciosa. Iba á poder hablarlibremente á su amigo. Ahora ardía en deseos de volverse y de verle. Lesentía allí, á tres pasos, humilde y obediente, esperando sus órdenes.Veía de reojo su silueta miserable con el traje de lienzo del presidio.Una sombra interceptó la claridad de la puerta; era el vigilante quesalía. Cristián, entonces, se volvió y poniéndose un dedo en los labioscomo para recomendar la prudencia á su amigo, avanzó hacia él sonriendo.

Jacobo de Freneuse no hizo un gesto ni pronunció una palabra. Un tintelívido invadió su cara enflaquecida y afeitada, sus ojos se agrandaronasustados como á la vista de un espectro, tembló con todos sus miembrosy, las manos juntas, los labios balbucientes, dijo muy bajo, como sitemiera hacer desvanecerse aquella dichosa visión:

—¡Cristián! ¡Cristián! ¿Es posible? ¡Cristián!

Las lágrimas brotaron de sus ojos tristes y dulces y se deslizaron porsus demacradas mejillas. Y se quedó allí inmóvil, el pecho anheloso ymedio muerto de angustia y de esperanza. De pronto percibió á su amigoque venía hacia él, sintió que dos manos afectuosas estrechaban lassuyas y oyó una voz que decía:

—¡Cuidado! El vigilante puede oírnos, y todo se perdería… ¡Jacobo!¡Mi pobre Jacobo! ¡En qué estado te encuentro! Mírame… que yo vea tusojos… ¡Cómo has debido sufrir para llegar á esta delgadez, á esteabatimiento!…

Le atrajo al ángulo más lejano de la sala, donde era difícil verlos éimposible oirlos desde fuera. Se sentaron en un banco y Tragomer cogióen sus brazos al pobre mártir y le estrechó contra su corazón riendo yllorando á la vez. Jacobo, sin embargo, trataba de desasirse, comoavergonzado.

—¿No te causo horror? dijo con amargura. Mira mi traje y este número,que es ya mi único nombre, ¡Estás abrazando á un presidiario, Tragomer!¡Bien sabes, sin embargo, que soy un asesino!

—¡No! Sé que eres inocente y acabo de navegar millares de leguas paradecírtelo y para ayudarte á probarlo. Jacobo, bésame en la mejilla; laúltima boca que se ha posado en ella es la de tu madre.

—¡Mi madre! dijo Jacobo con extravío. ¿La has visto, vienes de su partey me traes sus besos? ¡Oh!

Cristián, he aquí un momento que me compensade muchas penas… ¿Se habrá el cielo apiadado de mí?

Pero no meescuches… ¿Qué importa lo que yo digo? ¿Qué puedo decirte? Mi vida seresume en la palabra desgracia. ¡Háblame! Tengo sed de oirte!…

—Los instantes que hemos de estar juntos son preciosos, Jacobo mío. Heentrado aquí con nombre falso.

Me creen inglés. Tengo un navío ancladoen el puerto. Marenval, pronto y decidido á todo, me espera.

—¡Marenval! ¿De dónde viene ese celo imprevisto?

—De sus remordimientos por no haber hecho bastante por tu causa y de sudeseo de reparar su falta.

—Pero ¿qué intentáis?

—Escucha. En el momento de la sentencia protestaste de tu inocencia contoda la energía de que eres capaz.

Nadie te creyó. Los que más teamaban, pensaron que habías obrado en un momento de locura, pero congran dolor suyo, tuvieron que privarse de defenderte. El asesinato eraun hecho cierto, evidente, indiscutible.

—Sí, dijo Jacobo, pero no le había cometido yo. En la cárcel, durantela prisión preventiva, me cogía la cabeza con los manos y me volvíaloco, porque, como tú dices, la evidencia me aplastaba. Y, sin embargo,yo sabía bien que era inocente. Cuando los testigos desfilaban delantede mí en la sala de audiencia, y todos probaban mi crimen; cuando elfiscal tomó la palabra para acusarme, yo me preguntaba si mi razón mehabía abandonado, porque todos decían cosas que yo no podía negar nirefutar y, sin embargo, sabía que era inocente. Mientras la notabledefensa de mi abogado, yo comprendía que ninguno de los argumentos contanta inteligencia aducidos por él llevaba la convicción á los ánimos, yoí mi sentencia sin asombro alguno. Sin embargo, era inocente. ¿Cómo seexplica, Cristián, que se puedan producir iniquidades semejantes, que undesgraciado pueda ser entregado á los verdugos sin haber hecho nada paraser torturado, que se le insulte, que se le humille y que se leencadene, si no hay en su destino un castigo del cielo con el que hasido ingrato? Nada ocurre en la vida sin que tenga una razóndeterminante; la dicha ó la desgracia se merecen por los esfuerzoshechos en el sentido del bien ó del mal. Yo nací bajo una influenciadichosa; la fortuna repartió en torno mío sus más preciosos dones, y yo,en vez de aprovechar esas influencias favorables para levantarme más ymás, las usé para descender hasta la más horrible conducta. He afligidoá los míos con mis caprichos y mis faltas. No puedo comprender estacatástrofe final sino como una expiación de mi mala vida. He meditado,he llorado, he sufrido y me he inclinado bajo la mano que me hiere, paramerecer su misericordia por mi resignación.

—¿Así pues, has renunciado á toda esperanza de justificarte?

—¿Cómo probar hoy lo que no pude hace dos años? Para perderme seunieron mil circunstancias misteriosas. Tenía una deuda con el destino yla estoy pagando.

—¿Y si yo hubiera descubierto la trama misteriosa y criminal de esascircunstancias misteriosas?

—¿Sabrías tú lo que yo me maté inútilmente por saber?

—Lo sé.

—¿Cómo lo has descubierto?

—Por casualidad.

—¿Conoces al culpable?

—Todavía no, pero sé que no pudiste ser tú.

—¿Has descubierto al verdadero asesino de Lea Peralli?

—No lo he descubierto, por la sencilla razón de que Lea Peralli estáviva.

Los ojos de Jacobo se pusieron fijos como si los atrajera una visiónlejana y horrorosa. Movió la cabeza y dijo:

—La vi bañada en sangre. ¡Estaba muerta!

—Y yo la he visto llena de fuerza y de salud. ¡Estaba bien viva!

Una sombra de espanto pasó por la mente de Jacobo: el infeliz creyó quela locura venía de nuevo á asaltar su mente. Bajó la voz y dijo conterror:

—¡Cristián! ¿Estás seguro de no delirar? Tengo miedo por mi razón enalgunos momentos. Los testigos, los jueces, todo el mundo ha estado deacuerdo. Yo estoy aquí con esta inmunda librea de presidiario porque LeaPeralli murió asesinada. ¿Qué significaría todo este rigor, toda estainfamia, si yo no tuviera que responder de un crimen cierto? ¿Quéformidable y monstruosa mistificación se habría cometido? ¿Y qué decirde los que se hubieran prestado á ella?

Se echó á reir sordamente; después sus ojos se llenaron de lágrimas.Bajó la cabeza, como para ocultar el llanto, y el movimiento acompasadode sus labios hizo creer á Cristián que estaba rezando.

—Jacobo, no puedo explicarte cómo ha sucedido todo esto, pero te afirmoque es cierto. Se ha cometido un error que no califico, porque me faltanpalabras para ello, pero se ha cometido. Tu inocencia, en la que nadieha querido creer, es cierta. Si se ha cometido un crimen no has sido túel autor. Así lo he asegurado á tu madre y á tu hermana cuyadesesperación he logrado apaciguar temporalmente. Así lo he declarado áuno de los magistrados que estudiaron tu causa, que te creía culpable yá quien he hecho dudar con mis afirmaciones. He probado tu inocencia áMarenval y ese escéptico, ese egoísta, ha sido presa de tal entusiasmoque ha fletado un navío, ha dejado sus placeres, y ha atravesado losmares desafiando peligros, fatigas y responsabilidades para acompañarmehasta ti. Y cuando llego á decirte que el crimen por el que estáscondenado no se ha cometido, ¿serás tú el único que no quiera creerme?

—¡Pero se ha cometido un crimen! exclamó Jacobo con espanto. Veotodavía aquella mujer muerta, con su cabello rubio y su caraensangrentada é informe…

—¡Informe!

—¿Quién era aquella mujer, si no era Lea?

—Eso es lo que vengo á preguntarte.

El presidiario se torció las manos, angustiado por su ignorancia, que élcreía mortal.

—¡No sé! ¡No puedo saber! ¿Cómo quieres que sepa? ¡Oh! Me estásatormentando… Déjame en mi abyección y en mi rebajamiento… ¿Á quéquerer remontar la corriente? ¡Estoy perdido sin apelación! El destinono cambia. Soy un desgraciado víctima de fatalidades inexplicables y envano tratarás de arrancarme á mi suerte. No me revoluciones elpensamiento con esperanzas irrealizables. Déjame: no espero más que elreposo y el olvido de la muerte.

—¿Á tal abandono de ti mismo has llegado? exclamó Tragomer. ¡Qué! elefecto de la miserable condición en que vives hace dos años ha sido tanrápido y tan completo que renuncias á justificarte y á confundir á losculpables?

—Tú no sabes, Cristián, las torturas mortales que he padecido. ¡Todo mees indiferente ya!

—¿Hasta ver á tu madre y á tu hermana?

—¡Oh! no… Eso solamente, eso es lo que deseo. ¿Pero cómo lograr esadicha? Soy un presidiario. Por muy benévolos que sean mis carceleros, nopuedo esperar la libertad antes de años y años, y aun entonces no podrévolver á Francia. Sería, pues, preciso que mi madre y mi hermanaviniesen aquí y cuando ahora no han venido contigo es que juzgan que esimposible y no lo harán jamás. Ellas y yo moriremos sin habernos vueltoá ver. Eso es lo que me desgarra el corazón, Cristián; acepto mimiserable suerte, me resigno á sufrir, pero no á que sufran los que amo.

Dejó caer la cabeza hasta las rodillas y así, con el cuerpoenflaquecido, encorvado en su sayal de tosco lienzo, se echó á llorarcomo un niño. Al oir ese ruido el vigilante apareció en la puerta yviendo á Tragomer sentado con el preso, que lloraba á lágrima viva,dijo:

—¡Ah! ¿Está contando su historia y eso le conmueve? No es mal muchacho,aunque haya dado un mal golpe… Si todos aquí fueran como él, nuestrooficio no sería duro… Se podría tener humanidad… Pero la mayorparte, milord, son buenos mozos que le matarían á uno si no tuviera elrevólver en la cintura… ¿Se cansa usted de hablar con él? Me lellevaré…

—Un instante, dijo Tragomer con calma. Ha logrado conmoverme y quieroconocer el fin de su aventura…

—Como usted guste.

Y el vigilante encendió un cigarrillo y fué á sentarse en la sombra paraesperar al visitante.

—Ya ves, Jacobo, que tenemos los instantes contados. Voy á tener quedejarte y nada te he dicho de nuestros proyectos. Si esperas aquí que sepruebe tu inocencia, pueden pasar años. Tu madre puede morir sin habertevisto y tú mismo puedes desaparecer. Además es imposible queestablezcamos las verdaderas responsabilidades y que desembrollemos lamaraña de pruebas enredada al rededor de tu cabeza, si no estás ánuestro lado para trabajar y guiarnos. La obra emprendida será lenta ymás lenta todavía la justicia. Hay que obrar y adelantarnos á ellaatrevidamente.

—¿Qué has soñado? preguntó Jacobo con estupor.

—Que te escapes.

—¡Yo!…

—Si… No debe ser difícil… Tú gozas, según me han dicho, de unalibertad relativa. Trabajas y duermes en un edificio que depende de lasoficinas… ¿Á qué hora de la noche te encierran?

—No puedo decirte nada, contestó Jacobo con rudeza. Me tientas envano… No quiero escaparme.

—¿Rehusas la libertad?

—No quiero tomármela.

—¿Crees que te la darán?

—Si tienes las pruebas de mi inocencia, intenta la revisión delproceso…

—¡Qué! ¿No comprendes que nos estrellaremos contra todas lasdificultades acumuladas por tus enemigos, y que tenemos que contar conla mala voluntad de la justicia? Empieza por huir; después probaremosque no eres culpable, te empeño mi palabra…

Jacobo alzó la frente. En las frases de su amigo, le habían conmovidodos palabras: tus enemigos. Hasta entonces había acusado de suinfortunio á la casualidad y la oscuridad impenetrable que rodeaba supensamiento había contribuído á apaciguarle. El misterio, que alprincipio le exasperaba, fué después una causa de resignación. Pero, depronto, Tragomer arrojaba en su espíritu una levadura inesperada y sucalma se veía turbada por una repentina fermentación. ¡Sus enemigos!Quería conocerlos y una ardiente curiosidad reemplazó á su indiferenciaenvilecida.

—¿Crees que mi pérdida ha sido preparada por personas que teníaninterés en hacerme daño?

—No me cabe duda.

—¿Las conoces?

—Sospecho que sí.

—Dime sus nombres.

Tragomer vió en los ojos de su amigo que la vida moral renacía en él.

Jacobo de Freneuse empezaba á reaparecer.

—Si te nombro al que sin duda alguna urdió toda la intriga, te vas áestremecer de horror ante una acción tan baja y tan cobarde de un sercon el que tenías derecho á contar, que no ignoraba nada de tuspensamientos ni de tus acciones y que estaba seguro de perderte, por lomismo que habías confiado completamente en él. Figúrate otro yo; imaginaque has sido vendido por otro Cristián, y si buscas tan cerca de tucorazón, encontrarás al hombre que buscas.

La fisonomía del desgraciado tomó una expresión terrible; sus ojos seagrandaron como si vieran un espectáculo aterrador, sus manos temblaronal levantarse hacia el cielo y en un grito inconsciente lanzó estenombre:

—¡Sorege!

Tragomer sonrió con amargura.

—¡Ah! No has vacilado; no podía ser otro. Sí, el sensato y cauteloso Sorege es el que ha vendido y deshonrado á su amigo…

—Pero ¿por qué, exclamó en tono de furiosa protesta el desgraciado;¿por qué?

—Eso es lo que le preguntaremos á él mismo y lo que tendrá queconfesarnos, te lo juro, cuando lo cojamos los dos por nuestra cuenta.He visto ya su palidez y sus temblor cuando comprendió que yo sospechabasu infamia. Si entonces no hubiera temido descubrirle mis proyectos, lehubiera confundido, porque podía hacerlo. Pero en eso caso se hubieraescapado y tú no podrías salvarte. Le tranquilicé, por el contrario, yle dí una falsa pista para conservar mi libertad de acción. Si Sorege sepusiera en guardia, sus cómplices serían advertidos y las pruebasdesaparecerían. Ahora comprendes, Jacobo, que es preciso que salgas deaquí sin tardanza. La ocasión es admirable. Tenemos un navío á nuestradisposición. Mañana podemos darnos á la mar y esa es la salvación, lalibertad y la rehabilitación.

—¡Me vuelves loco! exclamó dolorosamente el penado. Tantos pensamientosnuevos y tan repentinos en un pobre cerebro entumecido y cansado, es unsufrimiento atroz. ¿Qué hacer? ¿Desperdiciar en un momento las pruebasde cordura y de resignación que he logrado dar?… ¿Exponerme, si mecogen, á pasar por un hipócrita y un embustero? ¡Tragomer, no puedo!…Abandóname á mi destino…

—Jacobo, si no vienes de grado, te robaré por fuerza, dijo Cristián conterrible resolución. Estoy dispuesto á todo. He jurado á tu hermana quete devolvería á su cariño… ¿Comprendes? á tu hermana María, á quienamo y que no será mía si no te salvo… No se trata solamente de ti,sino de mí mismo, y yo sé lo que quiero y lo que debo hacer. Vendré alfrente de mis hombres y te arrebataré á mano armada, si á ello meobligas. Arriesgaré en esta lucha mi vida y la suya, pero les pagaré loque haga falta y no vacilarán…

¡Decide!

—Pues bien, te obedezco, dijo Jacobo con repentina resolución. Paraevitar tantas desgracias, me expondré yo solo al peligro… ¡Pero, quériesgos! Salir de aquí no es nada… Un traje para que no seareconocido fuera del campo…

—Te llevaré á un sitio convenido un traje como los de nuestrosmarineros.

—Será preciso que gane la playa y que espere la noche para que venga ábuscarme la embarcación.

—Estaré contigo… Yo no te dejo.

—Pero la barca no podrá abordar sin ser descubierta, y habrá que ir ábuscarla á nado… ¿Tendré yo la fuerza suficiente?

—Yo te sostendré… y te llevaré si es preciso.

—¿Y los tiburones? ¿Has pensado que pululan por estas costas y que haycien probabilidades contra una de ser devorado por ellos? Son losmejores guardianes de la isla y la administración lo sabe bien…Apenas vigila el mar, tan peligrosa es la evasión.

—Nos aprovecharemos de esa confianza… y en cuanto á los tiburones,los desafiaremos… Quinientos metros, ó menos, á nado… Además,iremos armados y la lancha de vapor vendrá en un momento á nuestrosocorro.

—Pues bien, sea lo que Dios quiera… Hasta mañana, pues… Vete, nodespertemos sospechas, ya que la resolución está tomada… Separémonos.

Se dieron un apretón de manos y Tragomer sintió en el vigor de la manode Jacobo que éste no faltaría á su palabra.

—Me voy, amigo, dijo al vigilante. Puede usted llevarse á supensionista…

Al llegar á la puerta, el vigilante preguntó á Cristián:

—¿Le ha interesado á usted, milord? Es un pobre diablo completamenteinofensivo… Anda por todas partes en libertad y no hay peligro de quequiera escaparse… Aunque le dejaran la puerta abierta no se iría…Ande usted, 2317, váyase solo á su departamento; yo voy á acompañar ámilord…

Jacobo inclinó la cabeza para ocultar la animación de su fisonomía, ysaludando á Cristián balbuceó:

—Hasta la vista, señor; no olvide usted que me ha prometido libros.

—Convenido. Hasta mañana.

El penado se alejó y Cristián lo siguió impasible con los ojos.

—Está algo loco, dijo al vigilante, pero creo, como usted, que esinofensivo…

—Un niño, milord.

—¿Dónde habita?

—Ahora le enseñaré á usted el sitio. Es al lado del capellán, en unpabellón que sirve de depósito de cordelería… El olor del cáñamo essano y está bien allí… Y, después, puede hablar con el capellán…¡Oh!

Ese es su gran recurso y parece que tiene ideas muy extrañas… Unpoco chiflado, como usted dice… Ahí tiene usted su chirívitil…

Tragomer se detuvo.

—Bueno; iré á visitarle mañana, pues vendré á ver también al médico yal notario…

—¡Ah! ¿Los

Monthyons

? dijo riendo el vigilante.

Y al ver la mirada de extrañeza de su interlocutor, continuó:

—Los llamamos así porque podrían concurrir al premio de virtud si sediera aquí como en París… ¡Una broma, milord! Sí, son las personashonradas del presidio…

—Volvamos á Numea, dijo Tragomer. Mañana vendré á la misma hora…

¿Habrá que pedir nuevo permiso?

—Es indispensable, aunque ya es usted conocido

—¿Y usted me acompañará?

—Seguramente.

Llegaron al muelle donde los remeros dormían en la lancha, expuestos alsol y mecidos por la ola ligera que iba á morir al pie de la escalera.El vigilante dió un agudo silbido con un pito colgado al uniforme, y lospenados, turbados en su sueño, se incorporaron con los ojos asombrados ylas caras lívidas.

—Puede usted embarcar, milord. ¡Adelante!

La embarcación hendió con su proa las aguas de la bahía, mientrasTragomer, perdido en sus pensamientos, se dejaba mecer por el movimientoacompasado de los remos al hundirse en el mar.

Una hora después Cristián subía con ligereza la escala del yate ysaltaba al puente por la cortadura…

Marenval, imposible de reconocercon su traje de franela blanca, gorra marina con galones de oro, tezcurtida y barba descuidada, se lanzó al encuentro de su amigo yllevándole á la popa, bajo una toldilla de lona que abrigaba al puentede los rayos del sol;

—¿Y bien? preguntó con ansiedad. ¿Le ha visto usted?

—Acabo de dejarle.

—¿Todo está arreglado?

—¡No sin trabajo!

—¿Que me cuenta usted?

—La triste verdad. He necesitado casi amenazarle para decidirle áescapar.

Marenval hizo un gesto de asombro.

—¿Habremos llegado tarde? ¿No tendrá ya la fuerza y la energíanecesarias para evadirse?

—Tiene fuerza. Lo que le faltaba era la voluntad.

—¿Prefería quedarse?

—Sí. Estaba bajo la influencia de no sé qué ideas de resignaciónfatalista; tenía horror á la lucha, al esfuerzo. La acción le espantaba.Hubo un momento en que creí que su razón había volado… Esa espantosaexistencia es muy á propósito para quebrar los caracteres más enteros;cuanto más fino es el temple de un alma, más rápidamente es destruídapor semejantes pruebas… He tenido que revelarle la traición de Soregepara hacerle entrar en posesión de sí mismo… ¡Oh! Entonces sí saltóde furor y gritó de desesperación… De este modo me apoderé de él.

—¿Qué han resuelto ustedes?

—El plan más sencillo es siempre el mejor. Mañana le llevaré una blusa,un pantalón y una boina de marinero. Me quedaré por la noche, bajopretexto de visitar el interior de la isla por la mañana temprano, yayudaré á Jacobo á llegar á un punto de la costa, donde esperaremos laoscuridad ocultos en las quebraduras de las rocas. Entonces vendréis conla chalupa de vapor á pasar por la isla, lo más cerca posible, en cuantocierre la noche, lo que es aquí obra de algunos minutos… Nosotros nosecharemos al mar y llegaremos á nado á la embarcación. Si grito,forzaréis la velocidad hacia nosotros, pues será que estemos en peligro.En pocos instantes se decidirá nuestra salvación ó nuestra pérdida.

—¿Y el navío?

—El navío pedirá sus papeles mañana y pasará la visita, de modo delevar anclas á las siete de la noche. Es preciso que le encontremos á laaltura de la isla Nou en condiciones de dar en u