En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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—Y sin embargo, en ese momento empezaban á esperar…

—¿Cómo hacerlas olvidar lo que han sufrido por mí?

—¡Oh! Muy fácilmente. En las madres y en las hermanas hay tesoros deindulgencia. Les bastará volverte á ver. Lo que más daño les ha hecho noes creerte culpable, sino saber que eras desgraciado.

—Dime cuál ha sido su existencia desde hace dos años.

—La de dos reclusas voluntarias. Han huído del mundo á quien acusabande tu pérdida, y se han confinado en su casa para llorar á sus anchas.Todo lo que no fueses tú era extraño para ellas. Todo lo que noparticipaba de su fe en tu inocencia y de su desolación por tu martirio,fué separado sistemáticamente. Yo mismo…

—¿Tú, Cristián? exclamó Jacobo con sorpresa.

—Sí, yo; porque en el primer momento de estupor incliné la cabeza antela sentencia que te condenaba; porque no reaccioné bastante prontocontra la infamia que te era impuesta, fuí rechazado por tu madre y portu hermana…, ¡por tu hermana, á quien amo, por María, que estuvo aúnmás dura que su madre! Su puerta se me cerró, como si yo fuera unimportuno ó un enemigo… Y á pesar de mis esfuerzos nada pudeconseguir hasta que di con los primeros indicios del error de que habíassido víctima. Sólo entonces la señora de Freneuse consintió en verme yno puedes figurarte la intransigencia de tu hermana… Hasta el últimominuto no se presentó delante de mi y si me estrechó la mano fué porqueafirmé que iba á arriesgar mi vida por salvarte.

—¡Querida María! Y tú, pobre Cristián, también has sido desgraciado pormi causa…

—Pero tomaré un brillante desquite. Cuando te arroje en sus brazostendrá que reconocer que no soy un ingrato ni un indiferente, su altivezse humanizará y la volveré á ver como en otro tiempo, sonriente yafectuosa.

Jacobo se puso grave y dijo con lentitud, como si pesase las palabras:

—Hace veinticuatro horas, Cristián, estoy reflexionando sobre todo loque me has revelado. La noche que precedió á mi evasión, mientras yotemblaba por sus consecuencias, y anoche, en fin, cuando me encontrélibre entre las inmensidades del mar y del cielo y en presencia de Dios,pensé en todo lo que tiene de extraño tu relato y resolví perseguir laprueba del crimen que se ha cometido conmigo. Me he convencido de que miprimer deber es rehabilitarme. Mi madre y mi hermana han llorado durantedos años; yo he padecido torturas inconcebibles, mientras los verdaderosculpables se regocijaban por mi pérdida y se reían de mi vergüenza. Sonunos monstruos y quiero castigarlos. Si Lea está viva, si Sorege escómplice de su desaparición y la sustituyeron con otra víctima, espreciso que la verdad brille y que se sepa qué móviles les guiaron ycómo lograron engañar á la justicia y á mí mismo. Es indispensable queme digas todo lo que sabes y que yo te cuente lo que ignoras. Porqueante los jueces no lo he dicho todo, no podía decirlo. He dejado sinesclarecer ciertos misterios porque no quise comprometer á alguien áquien yo creía extraño al asunto. Pero ¿quién sabe si me engañaba?Cuando hayamos restablecido los hechos de un modo verosímil, ya que noreal, convendremos el modo de obtener el resultado que ambicionamos.

—¡Al fin! Estas son las palabras que yo esperaba, que yo preveía,exclamo con fuego Cristián. ¿No lo has dicho todo ante los jueces? ¿Hastemido comprometer á quién? ¡Acaso á los mismos que te perdían!

Perovamos al fin á comprenderlo todo y á descifrar este enigma… Esperemosá Marenval, que tiene derecho á saber lo mismo que nosotros.

En el mismo momento se abrió la puerta, y Cipriano se adelantó hacia Jacobo con las manos tendidas, sonriente y dichoso.

—¡Y bien! ¿Nuestro pasajero empieza á reponerse de sus emociones?

—Vuestro protegido no tendrá bastante con todo su corazón paraagradecer lo que habéis hecho por él.

—Querido amigo, nos quedan dos meses de vivir juntos y tendremos tiempopara congratularnos mutuamente. Porque, salvación aparte, vamos á hacercon usted un viaje admirable. Y como pasaremos nuestro tiempo enpenetrarnos de su inocencia, tendremos una completa seguridad deespíritu.

Marenval, con su buen sentido, infundió calma en los ánimos ya muyexaltados de los dos jóvenes y les volvió al equilibrio recordándoles lajusta noción del tiempo y de las cosas.

—Mi querido Jacobo, ante todo es preciso devolverle á usted una figurahumana. El ayuda de cámara va á venir á afeitarle, á peinarle. En elarmario encontrará usted ropa blanca y vestidos á su medida. Se sentiráusted con más aplomo cuando esté lavado y mudado. No hay comoencontrarse en su traje ordinario para volver á sus costumbres. Cuandoesté usted listo, véngase al comedor. Almorzaremos y después, si nosconviene, charlaremos.

El criado entró. Marenval y Cristián dirigieron un ademán amistoso á suhuésped y salieron del camarote.

VIII

Viendo á Jacobo vestido con un traje de franela blanca y una elegantegorra, tendido en un rocking-chair

y fumando un buen cigarro, despuésde almorzar en compañía de sus dos amigos, nadie hubiera reconocido enél al miserable penado que arrastraba el día antes su cadena en elpresidio de la isla Nou.

Los cuidados del notable ayuda de cámara queMarenval había llevado consigo y sin el cual no podía pasarse, una buenaelección de ropas, la ducha, la navaja, los peines y toda una minuciosasesión de tocador, operaron esa transformación. Era un Freneusedesmejorado, pálido, sin cabellos y sin barba, pero era Freneuse, con sumirada y su sonrisa.

Jacobo dijo á sus compañeros:

—Ahora es preciso que yo dé las explicaciones necesarias para estudiarel problema y resolverle. Para empezar, fijaré el estado de misrelaciones con Lea Peralli. Hacía cerca de dos años que vivía con ella,como sabéis. Yo estuve al principio muy enamorado y ella, por su parte,parecía amarme tiernamente. Cuando la conocí, llegaba de Florencia dedonde había tenido que alejarse á consecuencia del escándalo deldivorcio con su marido, el caballero San Martino, ayudante de campo delconde de Turín. Era una admirable rubia de ojos negros, alta estatura ymanos aristocráticas, cuya aparición producía en todas partes unasensación profunda. Más instruída que inteligente poseía en el más altogrado la facultad de la fascinación sensual. Era difícil verla sinenamorarse de ella, y sus grandes maneras y su talento de cantante, quele había válido grandes éxitos en los salones aristocráticos de Roma,acababan de apoderarse del ánimo turbado por su belleza.

Cuando nos conocimos habitaba un departamento amueblado en la calle deAstorg y vivía decentemente con restos de su dote, que el marido lehabía devuelto con una generosidad digna de aprecio, dado el trato pocohalagador á que su mujer le había sometido. Una camarera y un jovencriado, traídos de Italia, la servían más bien mal que bien, y eldesorden, la falta de respeto de los criados y la irregularidad en elservicio, ofrecían un cuadro muy característico de la incuria italiana.Había allí una mezcla de lujo y de miseria completamente curioso. Alcomienzo de nuestras relaciones he visto á Lea en peinador de seda, conunos zafiros de veinte mil francos en las orejas, almorzando unosarenques en una mesa sin mantel, en un plato desportillado y con vino de champagne

bebido en tazas de cocina. El orden, el decoro de la vidaeran letra muerta para ella. Lo importante, lo que ella satisfacía antetodo, era su capricho. La encontré en un concierto de beneficencia,donde cantó magistralmente unos aires húngaros, acompañada por Maraeksyy me quedé encantado por su belleza y por su aire majestuoso.

En medio de las señoras del gran mundo que en el estrado prestaban suconcurso á la función, Lea parecía una reina. Estaba guiada y protegidapor el marqués Gianori, ese viejo verde teñido y estirado y que tiene unmodo tan alarmante de acariciar los dedos del que le da la mano. Elguardián no era, pues, muy temible; hice que me presentaran á laencantadora italiana y el día siguiente fui á dejar mi tarjeta en sucasa. La respuesta no se hizo esperar, pues á los pocos días me invitó áir á su casa á tomar una taza de te y á oir música.

No desperdicié la ocasión y á las diez llegué á la calle de Astorg dondeencontré una docena de personas de variadas condiciones, que iban desdeel tenorino que cecea el francés, hasta el diplomático serio y desde laviuda joven un poco dudosa hasta la más auténtica. Era aquella unasociedad extraña en la que aparecían mezclados lo sólido y el similor,pero donde se veía que lo sólido iba á desaparecer prontamente paradejar el campo libre á todo género de fantasías. Mi entrada en escenatrajo ese resultado. Tenía yo veinticinco años y era libre, rico y muysolicitado en sociedad. Tenía excelentes relaciones y un lujo de buengusto. Me apoderé de Lea por el aspecto exterior de mi vida, que erajustamente aquel á que le hacía más sensible su naturaleza italiana. Másque mis atenciones, mis cuidados y mi ternura, ganaron su voluntad micarruaje correctamente enganchado y esperando á su puerta, mis eleganteslibreas, el refinamiento de mi porte, la sonoridad de mi nombre y laautenticidad de mi título. Pronto concibió por mí un amor de cabeza,vivamente transformado en amor de los sentidos.

Al cabo de unas semanas su existencia había cambiado por completo. Ya norecibía á ninguna de las personas á quienes encontré en su casa, y quefueron reemplazadas con increíble facilidad por mis amigos y susqueridas. Aunque distinguida por educación, no tenía el sentido de lasdistancias sociales. La encontraba frecuentemente sentada enfrente de sucamarera italiana, una pesada hija de Lombardía, jugando á las cartas yfumando á dúo cigarrillos. Cuando yo le hacía observaciones merespondía:

—¿Qué importa? Está á mi disposición lo mismo para distraerme jugando ála baraja que para abrocharme las botas. Le pago, me sirve y no hay más.En cuanto á fumar, todo el mundo lo hace en Italia, hasta las damas dela corte.

Su falta de respetabilidad era tan grande como su ignorancia de laeconomía, que llegaba al descuido más completo. Jamás se preocupó porsaber cómo iba á pagar lo que compraba ni con qué haría frente á losgastos de la vida diaria. Mientras tenía dinero, lo gastaba; cuando elcajón estaba vacío, se privaba de todo. Y era curioso ver con qué pocose contentaba aquella mujer acostumbrada al lujo y á prodigar el dinerocomo una princesa. Antes de estar iniciado en las dificultades de suposición, la he sorprendido alimentándose, según ella por gusto, conplatos de su país que costaban apenas unos céntimos al día.

Un día me encontré en su casa en pleno embargo y á Lea en medio de unaavalancha de papel sellado y llorando delante de sus alhajas que entanta estima tenía y que valían mucho dinero. Sus proveedores,exasperados por el desahogo y la falta de cumplimiento de mi amiga,habían preparado aquella ejecución. Mi primer movimiento fué sacar lacartera y preguntar al alguacil: ¿cuánto? Lea, con gran furia dedesinterés amoroso protestó, lloró y se empeñó en rehusar, pero elfuncionario que había visto la posibilidad de cobrar, no hizo caso delas exclamaciones de la deudora y, por primera vez, Lea me costó eldinero.

Si yo no se lo hubiera ofrecido es probable que no me lo hubiera pedidonunca, pero desde el día en que pagué, encontró muy natural continuaraprovechándose de mi generosidad. Y aquí empieza el período másdeplorable de mi existencia. La acusación á que sucumbí estuvo basada enlas locuras que hice para sostener los gastos de Lea. Tenía para vivircómodamente como soltero y para sufragar todo el costo de la vida delgran mundo. En esta época había ya empezado á gastar la herencia de mipadre, pero las tierras que había vendido eran de poco rendimiento y misrentas no habían disminuído gran cosa. Tenía yo todavía cuarenta milfrancos de renta.

Apenas si esa cifra hubiera sido suficiente para los gastos de Lea ypara los míos si una prudente economía hubiera reglado las necesidadescorrientes; pero el desorden de Lea era incurable y yo no era tampocomuy previsor. Ello fué que al cabo de unos meses me encontré en los másgraves apuros. ¿Para qué recordaros los detalles de aquella tristeépoca? Los conocéis tanto como yo. Usted, Marenval, me ayudó en diversasocasiones á pagar deudas urgentes que me hubieran comprometido sinrecurso, y tú, Cristián, trataste de arrancarme á mi disipación y á mirebajamiento. El juego había llegado á ser mi único recurso, y parasostener mis fuerzas aniquiladas por las noches enteras que pasaba enlas mesas de baccará

, me di á la bebida.

Durante aquellos años malditos en que me visteis descender paso á pasohasta el fango del arroyo, mi inteligencia y mi corazón estabanatrofiados. Vivía como un bruto y los destellos de razón que semanifestaban todavía en mí, no servían más que para satisfacer misvicios. Porque mientras Lea se adhería más y más á mí, viendo misesfuerzos por hacerla vivir dichosa, yo empezaba á cansarme de ella y laengañaba. Lo mejor hubiera sido, sin duda, renunciar á ella, refugiarmeen mi familia, arreglarme y empezar de nuevo á vivir; era yo tan jovenque todo hubiera sido posible. Pero insistí en mis relaciones con unaespecie de obcecación estúpida como si el renunciar á Lea fueseprescindir de todos los sacrificios que había hecho por ella. Meencontraba en la situación de un jugador que busca el desquite. Y,además, tenía miedo á su carácter exaltado.

Aquella mujer altanera y violenta tenía á veces recaídas en el orgullode su antigua condición que le hacían terrible. Un día en que su criada,la misma á quien toleraba tan extrañas familiaridades, le contestó no séqué insolencia, se arrojó á ella, la tiró al suelo y por poco la hieregravemente. En aquellos momentos, decía, sería capaz de matar y notendría miedo á un hombre. Tantas veces me había amenazado con su cólerasi la engañaba, que si no temía violencias contra mi persona, podíapensar que acaso, atentase á la suya.

—¿Qué me quedaría si te perdiera? me decía. Mi vida caería en ruinas.Todo lo he abandonado por ti.

Cuando te conocí era todavía una mujer delgran mundo. Ahora ¿qué soy? una entretenida. Mi familia no quiere nadaconmigo y ni siquiera responde á mis cartas. Recibo mi modesta pensiónpor medio de un banquero. He roto por ti con mi pasado y tengo derecho átu porvenir.

Vignot, el ilustre compositor, entusiasmado por su voz y por su estiloquería ajustarla en la Ópera para interpretar el principal papel en sunueva obra. Pero ella no aceptó, por cumplir la promesa hecha á sufamilia de no cantar en público. Yo la incitaba á aceptar lasproposiciones de Vignot para ver si Lea se bastaba á si misma y sealigeraba así el pesado fardo de mis deudas. Acaso también, en elentusiasmo del éxito, se hubiera separado de mí para ponerse encondiciones de admitir los ricos y brillantes adoradores que no hubierandejado de asediarla. Pero su indolencia y su voluntad estaban de acuerdopara hacerla rehusar las contratas y seguía viviendo inactiva, en eldesorden y en el descuido. Recibía á sus compatriotas y á mis amigos,algunos de los cuales le hicieron la corte, sin que esto me inspirasecuidado alguno. Me hubieran hecho un servicio quitándomela y estobastaba para que ninguno lo lograse. Cristián era el único que nuncahabía simpatizado con Lea y había hecho todo lo posible para hacermeromper aquella unión, hasta el punto de regañar momentáneamente conmigoy de un modo más definitivo con ella.

Sorege, por el contrario, no escaseaba los elogios sobre la bondad, losencantos y la distinción de Lea. Si sus expansiones no se hubieranrealizado en mi presencia, hubiera yo podido sospechar que estabaenamorado de Lea, de la que era fiel amigo y confidente. Mi hermana, conla que quiso casarse, le rechazó, y Sorege iba muy poco á casa de mimadre, á donde yo mismo no concurría con frecuencia. La hostilidad deJuan contra Tragomer se traducía en continuas insinuaciones y hábilessarcasmos.

Era el tercer año de mi unión con Lea y la situación se había puesto másgrave que nunca. Una locura completa se había apoderado de mí y debíaconducirme á una catástrofe. Por lo general Lea no recibía en su casamás que hombres, convencida, con razón, de que la sociedad de lasmujeres es inútil cuando no peligrosa.

—Si traigo una mujer á mi casa y es fea, mis amigos no encontraránplacer alguno en su presencia, y si es bonita, arriesgaré el perder miamante.

Solamente cuando me creía unido á ella con lazos más fuertes, hizo unaexcepción á esa regla y esta fué la causa de mi perdición. Lea habíaconocido á una joven muy elegante, muy linda y una cantante agradable,que le agradó por la gracia de su carácter y por una atracciónmisteriosa y perversa de que no la hubiera creído capaz, pues pocoviciosa y muy amante del hombre, nunca Lea me había parecido dispuesta áciertas aberraciones. Su nueva amiga se encargó de modificar suscostumbres, y mi amante, con el ardor que ponía en todo, llegó á estartan celosa de Juana Baud como hubiera podido estarlo de mí.

Hasta entonces ni Marenval ni Tragomer habían hecho un gesto nipronunciado una palabra y habían dejado hablar á Jacobo con la esperanzade coger algún indicio útil ó algún dato nuevo. Pero cuando pronunció elnombre de Juana Baud, los dos se dirigieron una mirada. La luz empezabaá abrirse paso y la aparición de Juana Baud en la existencia de Jacobo yde Lea daba una importancia decisiva al descubrimiento de Tragomer. Ellazo entre Jenny Hawkins y Jacobo aparecía ya, y aquel primer hilo de latrama en que el desgraciado había sido envuelto, se dibujaba á los ojosde los dos amigos.

—¿Qué hay en mi relato que os asombre particularmente? preguntó Jacobo.

—Ese nombre de Juana Baud que pronuncias por primera vez.

—Tenía serias razones para no hablar de esa joven. Las comprenderéiscuando os cuente toda mi aventura.

—Un sencillo detalle antes de reanudar tu relación… ¿Cómo era esa Juana Baud? ¿Alta ó baja, rubia ó morena, de ojos azules ú oscuros?

Haznos su retrato en lo posible.

—Cuando la conocí por primera vez en casa de Lea, era una encantadoramuchacha de veinticinco años, de alta estatura, piel muy blanca,hombros, admirables, pelo negro y ojos grises. Formaba con Lea unapareja encantadora, pues tenían la misma estatura, las mismas líneassuntuosas y el mismo vigor. Solamente, Lea era tan rubia como Juanamorena. Creo que el efecto extraordinario que ambas producían contribuyópor mucho á su mutua afición, pues estaban orgullosas de ese efecto ytrataban de producirle.

—Una pregunta todavía, dijo Tragomer. ¿Lea Peralli no se teñía elcabello?

—Sí. El color rubio á lo Ticiano de su pelo no era natural. Yo no la heconocido sino rubia, pero ella debía ser de color castaño oscuro… Sehacía rizar el pelo, mientras que el de Juana Baud era rizadonaturalmente.

—Está bien, dijo Cristián. Puedes continuar.

Se volvió hacia Marenval y añadió con un gesto de satisfacción:

—Ahora sé ya á qué atenerme.

—Permanecí bastante tiempo, prosiguió Jacobo, sin sospechar las razonessecretas que aquellas dos mujeres tenían para no separarse. No semostraban en público, pero yo encontraba continuamente á Juana en casade Lea y cuando ésta salía sin mí, iba siempre á casa de su amiga. Elpretexto para su unión fué el deseo de Juana Baud de recibir de Lealecciones de dicción italiana, á fin de dejar la opereta y dedicarse ála ópera seria. Para ello empezaron á trabajar formalmente.

No se separaron ya, y yo, distraído por mis ocupaciones, por mis apurosy por mis placeres, no podía imaginar lo que tenía de apasionado laternura que se dedicaban las dos mujeres. Sorege fué el que me llamó laatención sobre ese asunto. Con su prudencia habitual y por medio deinsinuaciones, despertó mis sospechas y me incitó á comprobarlas. Soregeparecía indignado contra ellas, echaba pestes contra tales vicios, que ámí me tenían sin cuidado, y al oirle se hubiera creído que era el amantede una de ellas. Le vi exasperado hasta tal punto, que le pregunté siestaba en relaciones con Juana Baud. Él, entonces, cambió de fisonomía,se dominó y echó el asunto á broma. Lo que me decía, aseguró, era pormí. ¿Qué le importaba á él semejante cosa? Es verdad que no podía ver álas mujeres que tenían tales gustos, pero en aquel caso no veía sino ámí, ni se preocupaba más que por el ridículo que yo pudiera alcanzar. Yoestaba tan desmoralizado por mi mala vida, tan gangrenado de pensamientoy de corazón, que el pensamiento de que Lea me era infiel en condicionestan inesperadas no me inspiraba repulsión ni cólera.

Pensé, no sin complacencia, en el cuadro encantador que debían ofreceraquellas dos hermosas criaturas y desde aquel momento se apoderó de míla curiosidad malsana de poseer á Juana. Las espié y pronto adquirí laevidencia de sus tratos, pues descubrí sus costumbres y sus horas decita. En sus relaciones había extraños refinamientos de vicio, en losque se descubría la imaginación ardiente de Lea.

Una vez, en una reunión, estuve á punto de sorprenderlas en el cuarto demi amada. Tenían un modo especial de darse citas, aun en mi presencia,sin que pareciese que se hablaban. Lea, como por juego, cogía á Juana ensus brazos y se ponían á bailar desenfrenadamente, hasta que faltas dealiento, casi asfixiadas, caían en un sofá, donde permanecían juntascomo en una especie de letargo. Un día llegué á casa de Lea á eso de lascuatro y la encontré con el sombrero puesto y con aire preocupado. Meacercó la frente á los labios y me dijo distraídamente:

—Tengo que salir por una hora. Mi padre me envía un recado con un amigosuyo y es preciso que vaya hoy mismo á verle al Gran Hotel, pues semarcha mañana á Londres.

—Entonces me voy. Hasta la noche.

—No; quédate un momento. He dado asueto á los criados. Juana debe veniren seguida y quiero que la recibas y le digas que me espere. Vamos ácomer juntas.

—Bueno…

En el momento se me ofreció imperiosamente la idea de apoderarme de laamiga de Lea. La hora era propicia; la casa estaba vacía; todo searreglaba á medida de mi deseo. Dejé marcharse á mi amada y esperé áJuana, que llegó sonriente, vestida con un traje de seda gris y con unsombrero de flores azules que daba á su cabello oscuro y á su cutispálido un brillo extraordinario. No pareció extrañar la ausencia de Lea,se quitó el sombrero, tiró los guantes sobre la mesa y se sentó á milado. Yo no sé verdaderamente lo que le dije; creo recordar que hablé desu belleza. Juana apoyó la cabeza en el respaldo del sofá, cerca de lamía y recuerdo que mi boca, casi junta á su oreja, le tocaba el cuellocon la punta del bigote. Juana no se retiraba y yo la veía estremecersedulcemente. Su cara, de perfil, me mostraba unos labios entreabiertossobre admirables dientes y su persona emanaba un perfume de heliotropoque se me subía á la cabeza. Al cabo de un instante pasé el brazo alrededor de su talle, la atraje hacia mí y, sin ninguna resistencia,aquella mujer fué mía.

Á partir de ese momento tomé la firme resolución de dejar á Lea. Juanaera una querida encantadora, mucho más mujer que la altiva italiana. Meconfesó que me amaba hacía mucho tiempo y que muchas veces había tenidoimpulsos de decírmelo. Yo no hice ninguna alusión á sus extrañasrelaciones con Lea, pero, cosa asombrosa, me sentí más celoso de ellaque lo había estado de mi querida y me propuse estorbar sus encuentros,nuevo Bartolo de aquellas singulares Rosinas. Pude, por otra parte,convencerme por síntomas muy elocuentes, de que Juana rehusaba ya á Leaciertas intimidades, y la rabia, la amargura y la rudeza de ésta semanifestaron con una increíble libertad. Si yo la hubiera ayudado unpoco, creo que Lea se hubiera quejado á mi del abandono de su amiga.

Mi amada tuvo entonces una recrudescencia de entusiasmo hacia mí y tuveque consolarla de las traiciones de que yo mismo era cómplice. Pero minuevo capricho era demasiado imperioso para que yo pudiera engañar pormucho tiempo á Lea. Todos los días me separaba más de ella; hasta queresolví jugar el todo por el todo para recobrar mi libertad. Para estome hacía falta una suma importante, á fin de liquidar con Lea y dejarlacon qué vivir por lo menos un año. No había que pensar en recurrir alcrédito, pues le tenía agotado hacía mucho tiempo. No me quedaba másmedio de salir del apuro que recurrir al juego y librar una batalladecisiva.

Reuní todo el dinero que tenía disponible, vendí mis últimas alhajas yalgunos objetos de valor y me puse á tallar en el círculo durante dosnoches, en las que llegué á ganar ciento ochenta mil francos, lobastante para ponerme á flote durante algún tiempo. Pero no me dí porsatisfecho y resuelto á violentar la suerte, me puse á tallar la tercernoche con todas mis ganancias delante de mí. Quería doblarlas para daruna suma importante á Lea, pagar mis deudas y realizar el proyecto quehabía formado de marcharme al extranjero. El momento que pasó entre lasatisfacción de verme con una suma que me permitía liquidar misituación, y la resolución que formé de jugar ese dinero paraduplicarle, fué el más importante de mi vida. Si en aquel minuto hubieratenido el valor de retroceder, estaba salvado. Mi unión con Lea hubieracesado por la fuerza misma da las cosas; no tenía más que decir unapalabra á Juana Baud para romper con ella. Hubiera vuelto á mi casa y lavida de familia me hubiera regenerado.

¿Pero cómo había yo de tomar una resolución tan cuerda? Mis buenosinstintos parecían muertos y sólo sobrevivían en mí las malastendencias. Había olvidado á mi madre, que lloraba, y á mi hermana, queme suplicaba. No tenía más ley que mi capricho y mis pasiones; era unser despreciable y cobarde. Vi á mi madre suplicarme de rodillas que nola abandonase, que no deshonrase su vejez, y permanecí sordo á sussúplicas, y me reí de su desesperación…

¡Cuántas veces en mis noches de horror, encadenado á mis compañeros demiseria, he recordado aquellas repugnantes escenas, en las que tenía elvalor de oponer á las lágrimas de mi madre un cinismo burlón y feroz!¡Cuánto he deplorado aquella ceguera que me entregaba á los consejospérfidos de mis aduladores y de mis parásitos y me impedía ver laactitud suplicante de dos ángeles que querían salvarme!… Pero yoestaba destinado á la desgracia y, debo confesarlo, muy justamente.

La tercera noche, como si la suerte hubiera querido hacerme pagar susfavores desperdiciados, perdí todo lo que tenía, más cincuenta milfrancos que el mozo de la sala de juego me prestó bajo mi firma. Aqueldía llegué á casa de Lea aniquilado, embrutecido, y mi querida viófácilmente que me ocurría alguna desgracia que yo juzgaba irreparable.En efecto, todo cuanto tenía estaba en manos de los usureros. Mi madrehabía ya pagado por mí sumas importantes. Mis amigos, cansados deprestarme dinero que nunca les devolvía, empezaban á huir de mí. Habíallegado á un momento en que no tenía más que dos partidos que tomar:matarme ó marcharme al extranjero.

No me resultaba el primer medio y en cambio el segundo se adaptaba muybien á mis proyectos. Pero necesitaba, por el honor de mi nombre, pagarmi deuda de juego, cincuenta mil francos que era urgente encontrar…Aquí, amigos míos, el rubor me asoma á la cara, tan deshonroso es lo quetengo que contaros…

Lea me ofreció sus alhajas para empeñarlas. Sihubiera rehusado, si hubiera ido una vez más á los pies de mi madre,estoy seguro de que se hubiera aún sacrificado para sacarme del malpaso; pero hubiera tenido que hacer promesas, arreglarme, dejar mi vidainfame y entrar en la tranquilidad de la vida de familia. No quisehacerlo. La muerte ó la fuga, pero no la honradez.

Acepté el ofrecimiento de Lea y me llevé sus perlas, sus zafiros, susbrillantes, con la decidida intención, oidlo bien, de no volver ápresentarme delante de ella. En el Monte de Piedad obtuve ochenta milfrancos.

Envié la papeleta á Lea para que pudiera desempeñar sus joyascon el dinero que yo pensaba enviarle, y fuí á pagar mi deuda. Vi en sucasa á Juana Baud que estaba preparada para acompañarme á Londres, yobtuve de ella que fuese á reunirse conmigo el día siguiente en elHavre. Y en seguida me fuí á almorzar con Sorege, el único de mis amigosá quien podía confiar mis desdichas y mi viaje.

Su sorpresa pareció muy grande al saber que había yo llegado á talesextremos. Me afeó el préstamo aceptado de Lea y puso cuanto tenía á midisposición, pero no era bastante para sacarme del apuro. Se ofrecióamistosamente á servirme de intermediario para anunciar á Lea mi viaje yme hizo observar que acaso fuese peligroso enterarla del país á que medirigía. Me acompañó á mi casa, me ayudó á terminar mis preparativos yme acompañó á la estación. Allí me abrazó afectuosamente y me pidió quele escribiera si tenía necesidad de algo. El tren partió y no volví áver á Sorege hasta la audiencia, donde declaró con una mesura y unahabilidad que me fueron muy favorables.

No ignoráis cómo fuí preso y llevado á París ni cómo terminó estatrágica aventura. Sabéis ahora todo lo que pasó, lo que oculté al juezde instrucción, á mi abogado y hasta á mi madre. No quise comprometer enlas peripecias de éste proceso á la pobre Juana Baud, que no habíacometido más falta que la de amarme.

Con un dulce agradecimiento de micorazón, la aparté de aquel drama de lodo y de sangre. Juana debiómarchar á Inglaterra, donde tenía un ajuste para el teatro de laAlhambra. No sé qué habrá sido de ella, pero deseo que haya sido másfeliz que yo. No es justo que todo el que ha intervenido en mi lúgubredestino, haya sido inexorablemente herido por la desgracia.

Jacobo se calló cuando la tarde declinaba. El día se había pasado enteroen el desarrollo de aquel terrible relato. Hacía mucho tiempo queTragomer y Marenval no fumaban, suspendidos por el interé