En el Fondo del Abismo by Georges Ohnet - HTML preview

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—Echarlo todo á perder, interrumpió Tragomer. Sé con quién tengo quehabérmelas. Es preciso trabajar en la sombra ó fracasaremos…

—Y queremos lograr nuestro propósito, añadió Marenval.

—¿Cómo van ustedes á ir á la Nueva-Caledonia?

—En un yate que fletaremos. Nos conviene tener á nuestra disposiciónlos medios más perfectos y más rápidos.

—¿Se presentarán ustedes á las autoridades coloniales?

—Sí, como viajeros.

—¡Ah! dijo el magistrado, que se puso pensativo. Es una de las cosasmás extraordinarias que he visto hace mucho tiempo. Se dice que este finde siglo es eminentemente práctico, egoísta y anti-sentimental. He aquíun caso que puede hacer pensar á los filósofos. ¿Qué van á decir los queaseguran que se ha perdido en Francia la energía individual? Nosencontramos en presencia de un caso de exaltación como no se veían sinoen las ardientes épocas revolucionarias. Lo que van ustedes á intentares tan insensato, que son capaces de lograrlo, pues, en suma, solamentelas empresas inverosímiles tienen alguna probabilidad de éxito. Se poneuno en guardia contra los sucesos sencillos y probables. Pero un golpede audacia llevado á cabo por personas frías… ¿por qué no ha deresultar? ¿Cuándo piensan ustedes marcharse?

—Lo más pronto posible. En cuanto hagamos nuestros preparativos ylleguemos á Inglaterra.

—¿Van ustedes á fletar un vapor inglés?

—Sí. No queremos que un armador y una tripulación franceses participende nuestra responsabilidad.

Se levantaron. La noche avanzaba llenando con sus sombras el gabinete yen la semioscuridad del crepúsculo las caras perdían su aspecto real.Marenval se estremeció creyendo estar rodeado de espectros.

Unsentimiento de angustia se apoderó de su corazón y sintió una especie devértigo al oir decir á Vesín con voz fúnebre:

—En efecto, el caso sería grave. Una causa criminal para los que fueranpresos, y si había habido, por desgracia, algún hombre muerto…

—Trataremos de hacer las cosas suavemente, balbucéo Marenval.

—En todo caso, si no atentan contra la piel de los demás, ustedesexponen la suya. Los reglamentos de los presidios no son dulces y lasrepresiones son terribles.

—Sabemos á lo que nos exponemos; dijo Tragomer. Obedecemos áconsideraciones que no pueden ser pesadas con los riesgos que haya quecorrer.

—¡Y por nada retrocederemos!

—¡Diantre! dijo Vesín; si no me retuvieran mis funciones, me iría conustedes nada más que por hacer el viaje. Pero un fiscal en talexpedición resultaría algo fuera del cuadro.

—Convengo en ello, dijo Tragomer; pero consuélese usted; le traeremosfotografías.

Aquella grave conversación acabó en broma. Vesín volvió el conmutador dela electricidad y una viva luz inundó la pieza, produciendo reflejosbrillantes en los esmaltes y en las porcelanas y haciendo brillar losdorados de los cuadros. Todo aquel lujo moderno que se revelabarepentinamente al brotar la luz, hacía tan completo contraste con losproyectos que se acababan de exponer en la oscuridad, que los treshombres se miraron, como si quisieran afirmar su realidad. Pero Tragomersonreía tranquilo y resuelto y la claridad había devuelto á Marenvaltodo su valor.

—Nos veremos dentro de tres meses, dijo Vesín, pues no emplearánustedes más tiempo en ir y volver. Si entonces puedo serles útil enalgo, tendré en ello mucho placer!

—Amigo mío, si logramos nuestro propósito, vendremos tan llenos depruebas que será imposible rehusarnos justicia.

—Amén, dijo el magistrado. Buen viaje y hasta la vuelta.

Les ofreció la mano y añadió:

—Acaso son ustedes insensatos, pero lo que van á hacer no es vulgar yles admiro de corazón.

—Querido amigo, dijo Tragomer, yo arriesgo la empresa porque amo á laseñorita de Freneuse y trabajo por mí mismo al intentar larehabilitación de su hermano. Mi mérito es, por tanto, muy débil. Elverdadero héroe es Marenval, pues se sacrifica por el honor.

Á estas palabras que le tocaban en lo más profundo de su ser, Marenvalpalideció, las lágrimas brotaron de sus ojos y sin poder hablar,permaneció temblando de emoción ante sus amigos. Por último movió lacabeza, dió un suspiro que pareció un sollozo y contestó, arrojándose enlos brazos de su pariente:

—Adiós Vesín. Usted sabe á qué atenerse. Si me atacan y yo no puedodefenderme, sosténgame usted. No permita que digan que soy un viejoimbécil.

Repitió con aire extraviado:

—¡Adiós!

Y cogiendo el brazo de Tragomer, salió como si marchase á la muerte.

V

M. Harvey poseía uno de los más hermosos hoteles de la plaza de losEstados Unidos. Le había parecido patriótico vivir en la plaza que llevael nombre de su país, lo que, según él, le hacía vivir al mismo tiempoen París y en América. Por su gusto, sin embargo, hubiera vuelto hacíamucho tiempo á su país, si su hija no se hubiera opuesto resueltamentedeclarando que en modo alguno quería abandonar la Europa. El padre habíadicho entonces á su hija:

—Querida mía, si quieres obrar á tu capricho, cásate, porque yo tambiéntengo los míos y quiero vivir, en lo posible, de un modo que no meresulte enteramente desagradable.

—¿Pero qué tiene de desagradable vivir en un país donde encuentra ustedtodo lo necesario para ser dichoso?

—Yo no lo soy si no vivo en América seis meses del año, por lo menos.

—Veo que sigue usted siendo un verdadero salvaje.

Á esta insolencia filial, Harvey respondió con sonrisa indulgente:

—Es posible. Yo mismo lo creo.

—Me casaré, entonces, puesto que eso simplificará la vida para usted ypara mí.

—¿Y con quién, querida mía? ¿Con un europeo ó con un americano?

—Con un europeo y, probablemente, con un francés. Para gente ordinariatengo bastante con mis hermanos.

Quiero vivir con un hombre bieneducado.

—Eres libre.

—Lo sé; y usted lo será también después de mi boda.

Aquel ganadero que había desplegado tanta energía para fundar su fortunay crear sus ranchos; aquel hombre que poseía cientos de miles de bueyespastando en las fértiles praderas indianas, no había podido nunca lucharcontra la voluntad de miss Maud y como hombre práctico ante todo, habíatomado el partido de obedecerla, lo que evitaba las discusiones ysimplificaba las relaciones de familia. El espectáculo que ofrecían losHarvey, padre é hijos, en América, conducidos por aquella morenilladelgada y débil, era sumamente curioso. En la cabeza de miss Maud habíamuchas más ideas de las que podían producir los cerebros de sushermanos. La voluntad de la muchacha, matizada con una nerviosidaddebida al perfeccionamiento do la raza, recordaba la tenacidad de supadre. Harvey lo sabía y se complacía en ello.

Con frecuencia decía:

—Mis tres hijos juntos no valen lo que mi hija. Si la naturaleza no sehubiera equivocado y la hubiera hecho varón, esta muchacha hubieraaumentado en diez veces mi fortuna; mientras que los jóvenes no haránmás que gastarla.

Tenía por ella una alta estimación, lo que es la mayor prueba de afectoen un americano. También decía, hablando de ella.

—Mi hija sabe gastar el dinero.

El yanqui quería decir con esto que Maud sabía ser pródiga cuando lascircunstancias lo exigían, y económica en la vida diaria: Hacía un añoque se había instalado con ella en Francia y se aburría soberanamente,pues no comprendía las minucias y las delicadezas de la vida parisiense.Acostumbrado á expresar siempre redondamente su modo de ver, causaba elasombro general emitiendo opiniones tan singulares por su fondo como porsu forma. La ingenuidad de aquel americano resultaba discordante con lassutiles hipocresías de la sociedad en que vivía, y cuando hablaba, sincuidarse de las protestas ni de las exclamaciones de las damas, sehubiera dicho que estaba tirando pistoletazos en una pajarera.

Era tan rico, que en todas partes se le acogió con entusiasmo. El granmundo parisiense no está ya cerrado como en otro tiempo. Los cambioseconómicos que se han producido en Francia han modificado la base de lasfortunas, y la nobleza, arruinada por su ociosidad, ha tenido quetransigir con la aristocracia del dinero, produciendo así un primerfenómeno de nivelación social. Dentro de poco tiempo no habrá más quedos castas, la de los ricos y la de los pobres, que continuarán la luchasecular por la posesión de la autoridad y de la inteligencia.

En un mundo tan abierto á la influencia del dinero y en el que lascolonias extranjeras están como en su casa, Harvey no podía menos de serbien acogido. Recibía, tenía un yate, sabía prestar quinientos luisessin reclamarlos jamás y tenía una hija elegante, original y con un dotecolosal. No hacía falta tanto para conciliarle todos los favores. Habíasido recibido en el Club automóvil, formaba parte de la sociedad de losGuías y era miembro influyente de la Unión de los yates. Pero seaburría, sin embargo.

Para aquel salvaje, como le llamaba su hija, laatmósfera de los salones era asfixiante. Bostezaba en la Ópera, ganaba yperdía sin emoción grandes sumas al juego y no estaba contento más quesentado en el pescante de su

mail

, guiando cuatro caballos delKentuki, ó á bordo de su yate de mil doscientas toneladas, un verdaderotransatlántico tripulado por sesenta hombres y armado de seis cañones,con los cuales hubiera podido defenderse, pero que no le servían más quepara saludar á los puertos.

La persona del conde de Sorege le fué antipática desde el primermomento. Aquel personaje circunspecto y glacial que no decía nunca sinola tercera parte de lo que pensaba y no miraba jamás á los ojos de laspersonas, le desagradaba extraordinariamente. Era el antípoda de su modode ser. Cuando su hija le participó que se había comprometido con aqueljoven, se atrevió á hacer algunas observaciones.

—¿Estás segura, Maud, de que el señor de Sorege es el hombre que teconviene? ¿Has estudiado su carácter y crees no arrepentirte de haberledado tu palabra?

Miss Harvey expuso tranquilamente á su padre las razones que habíandecidido su elección.

—El conde Juan es de buena familia, y en Francia, padre mío, como entodas partes, hay bueno y malo, verdadero y falso. Es necesario nodejarse servir género de pacotilla. Todo el mundo sabe que nosotros, losamericanos, no somos inteligentes en muchas cosas, y por eso tratan dehacernos aceptar cuadros copiados, tapicerías rehechas, objetos falsos ynobles sin autenticidad. Es, pues, preciso mirar muy de cerca,informarse, comprobar, para no ser engañado y esto es lo que he hecho.El señor de Sorege está emparentado con todo lo mejor, tiene una regularfortuna, está agregado al ministerio de negocios extranjeros, hablainglés muy correctamente y es un joven muy bien educado… He aquí porqué me he comprometido con él.

—No mira jamás; parece un buho…

—Pues á mí me mira muy bien.

—¿Sabe, al menos, montar á caballo? Nunca se le ve más que en lossalones.

—No es un gaucho, seguramente, pero irá á pasear con nosotros cuandoqueramos…

—¿Es cazador?

—Todos los franceses lo son.

—¿Sabe tirar un tiro con puntería?

—No supongo que sea un Buffalo-Bill… Pero no creo que pensemoshacerle perseguir bisontes ó cazar osos grises.

—Creo que toda la fuerza de ese hombre está en la cabeza, dijo Harveycon desdén, y que sus brazos y sus piernas no valen gran cosa.

—Habla muy bien y esto es lo que me gusta. Para los ejercicioscorporales, tendrá usted á mis hermanos; para los del espíritu á mimarido.

—En fin, Maud, eres libre.

El yanqui acogió á Sorege con perfecta cordialidad, pues no entraba ensu carácter discutir sobre asuntos ya resueltos. Le dió golpes en lasrodillas capaces de aplastar un búfalo y observó con placer que el jovenno flaqueaba. La prueba de los

cocktail

fué también favorable áSorege, que era de esas personas que beben sin riesgo porque hablan pocoy no se aturden con su propia excitación. Montó en el

mail

, supo cogerlas riendas en un momento en que Harvey se fingió cansado, y ejecutóvueltas perfectas á gran velocidad sin que pareciese hacer esfuerzoalguno.

En el Havre visitó el yate y mostró tener el aplomo de un marino.Harvey, en una palabra, no pudo cogerle en falta en ningún punto y tuvoque reconocer que su futuro yerno era un sportman

muy completo. Pero ápesar de todo no se sentía unido á él por una de esas simpatías que leeran tan fáciles y tan necesarias. Entre Sorege y él había siempre unvelo, el de los párpados que ocultaban habitualmente la mirada de aquél.

Para probar á su yerno de un modo más completo, pretextó la necesidad dehacerle conocer sus hijos, de enseñarle sus propiedades, de explicarlesus empresas, y le llevó consigo á América. Cuando volvieron, la opiniónde Harvey era la misma. Confesaba que no tenía nada de que acusar áSorege más que de no gustarle. Hablando de él, decía á su amigo ycompatriota Weller:

—Durante los tres meses que hemos vivido con el conde, no le he vistocometer una incorrección ni decir una inconveniencia. Usted me creerá,si quiere, Sam, pero hubiera dado diez mil dollars por sorprenderleblasfemando ó abrazando á una camarera de á bordo. Pero ni lo másmínimo. Ese hombre es demasiado perfecto y me da miedo.

Acaso la resistencia opuesta por Harvey á aquel proyecto de enlaceexcitó á miss Maud á encontrar á Sorege más aceptable. Nunca mostrótanta prisa por casarse que al volver su prometido. Hasta entonces susrelaciones con Sorege no habían sido para el mundo más que unacoquetería sin importancia, pero al volver á París el conde fuédeclarado futuro marido. Entonces se difundió la noticia en los círculosparisienses y la supo Tragomer. El ganadero era demasiado conocido en elmundo que se divierte para que no le hubiera encontrado Marenval. Sumodo de conocerse sirvió de texto durante veinticuatro horas á lasmurmuraciones de la buena sociedad. Se daba una comida en casa de unaamericana conocida por su excentricidad de lenguaje y por su aficióninmoderada á la música. Ambas personas habían sido mutuamentepresentadas por la dueña de la casa:

—El señor Marenval. Mi compatriota Julio Harvey.

Sir Harvey ofreció entonces la mano á Marenval, con una franca sonrisa:

—¡Ah! Marenval y compañía, ¿verdad? Conozco á usted muy bien. Haceveinte años que Harvey and Cª

provee á Chaminade, de Burdeos, todo elpino para las cajas de embalaje de su casa de usted… ¡Tanto gusto!

La cara que puso Marenval, cuya única ambición consistía en hacerolvidar las pastas y las féculas origen de su fortuna, proporcionó á laconcurrencia un precioso rato de diversión. De aquella presentacióndataba la antipatía manifiesta de Marenval por Harvey y, en el fondo,por todos los americanos, á quienes englobaba en el desdén que leinspiraba el ganadero. Cuando miss Maud pasaba delante de él, brusca,decidida y ruidosa, Marenval le dirigía miradas de conmiseración y teníapor incomprensible que nadie quisiera casarse con aquella marimacho.Cuando supo que el elegido era el conde de Sorege, bromeó diciendo:

—Son tal para cual… ¡Un hipócrita con una desvergonzada! ¡Quédichoso cruzamiento!

En los días en que Tragomer y Marenval estaban preparando su viaje,fueron invitados á comer en casa de la señora de Weller y se encontraronallí con Harvey, su hija y su futuro yerno. Sorege estaba siendo objetode una verdadera revista por parte de la colonia americana y sufríafilosóficamente todos los cumplimientos de los compatriotas de suprometida. Al ver entrar á Marenval y Tragomer, un ligero fruncimientode cejas acusó solamente su contrariedad. Su sonrisa amistosa no seborró y escuchó con tranquilidad á su suegro cuando éste le explicó lasantiguas relaciones comerciales dé Harvey and Cª

y Marenval ycompañía.

Pero cuando Tragomer fué presentado á miss Maud por Sam Weller y sehabló del viaje al rededor del mundo realizado por el joven, Soregeobservó contrariado que el ganadero manifestaba por Cristián unarepentina simpatía. Después de la comida, que había sido suntuosa,rápida y acompañada de música, lo que hizo imposible toda conversación ysimplificó así las relaciones entre los convidados, reduciendo la comidaá una simple manifestación gastronómica, los invitados se repartieronpor los admirables salones del hotel Weller. Los hombres se fueron áfumar en el despacho de Sam.

En aquella habitación están coleccionados los más hermosos cuadros de laescuela de 1830, comprados á peso de oro por el fastuoso americano. El

Degüello en una mezquita

de Delacroix, fraterniza con el

Concierto delos monos

, de Decamp, y la

Merienda de los segadores

, el mejor cuadrode Millet, hace pareja con la

Danza de las ninfas

, de Corot.

Lapuesta del sol

, de Díaz,

la Orilla del río,

de Dupré, los

Grandesbosques agostados

de Rousseau, disputan la admiración á las preciosaspraderas de Trayon y á los magníficos estudios de Messonnier. En cuantoHarvey encendió un cigarro, se dirigió á Marenval y á Tragomer, queestaban sentados no lejos de Sorege, y les dijo señalando á los cuadrosde su amigo:

—Sam Weller tiene una hermosa galería, pero si ustedes vienen á mi casadel Dakotah, verán que mis cuadros valen tanto como los suyos. Solamenteque yo no tengo más que pintores antiguos… Rembrandt, Rafael, elTiciano, Velázquez, Hobbema…

Marenval miró á Harvey de reojo é interrumpió:

—Esos son los que se copian más fácilmente.

—Sí, pero los míos son todos originales.

—Eso es lo que creen todos los coleccionadores, y como los que lesvenden cuadros cuidan de no contradecirles…

—¿Pero Sam Weller no tiene más que cuadros auténticos?

—¡Um!… dijo Marenval con acento de duda.

—Los pintores que los han hecho son conocidos y hay todavía personasque se los vieron pintar.

—¿Y sus Rembrandt y sus Hobbema de usted, quién los garantiza? replicó Marenval con ironía. ¿También se les ha visto hacer?

—Los franceses sois incrédulos, dijo Harvey con calma. Yo he compradomis cuadros y cuando hayan estado treinta años en mi galería y los hayanvisto todas las personas que me conocen, nadie dirá, si quierovenderlos, que puedan ser falsos, pues saldrán de mi casa y yo soy muyconocido.

—El razonamiento, dijo Tragomer, no deja de ser justo. El pabellón davalor á la mercancía. Hay cuadros, pagados muy caro, que no han tenidomás mérito que el nombre del coleccionador.

—Ustedes se burlan de los americanos, continuó Harvey, porque somosespíritus sencillos; nos consideran ustedes casi como salvajes, quebailan cuando se les enseñan unas cuantas bolas de cristal pintado. Hayalgo de verdad en ese juicio, pero nuestra sencillez pasará. Nosformaremos y el día en que lleguemos á conocer nuestras propias fuerzas,prescindiremos de Europa y nos fabricaremos nosotros mismos nuestroscuadros falsos. Desde hace veinte años hemos hecho progresosconsiderables y cada vez nos perfeccionamos más.

Ya les enviamos áustedes cueros, maderas, máquinas, caballos, trigo, y acabaremos porenviárselo todo.

—¡Y quién sabe si también cañonazos! dijo con acritud Marenval.

—¡No lo quiera Dios! respondió Harvey. Seríamos unos hijos ingratos ydespreciables, pues todo se lo debemos á las naciones de Europa, que noshan creado, y especialmente á Francia, que nos ha dado la libertad.

—¡Es una noble respuesta! dijo Tragomer.

—En América estimamos á los franceses.

—Y vuestras hijas los aman más que ustedes, interrumpió Marenval.

Harvey sonrió.

—Es cierto, dijo. Los franceses son amables, finos, bien educados…No tienen más que un defecto; el de amar demasiado á su país… Ellosno van bastante á los demás países, y hay que venir al suyo… No digoesto por el señor de Tragomer, que es un viajero infatigable. Pero,usted, Marenval, con su fortuna, ¿por qué no viaja usted?

El defecto capital de Marenval era la vanidad. No pudo pues privarse delplacer de deslumbrar á Harvey, y dijo, sin calcular el alcance de suspalabras:

—Pues bien, será usted complacido, Harvey, porque voy á hacer un viajeá ultramar con Tragomer…

No terminó, porque la mano de Cristián, le apretó fuertemente el brazo.El conde de Sorege, que estaba fumando con beatitud sentado en unsillón, sin que pareciese prestar atención á lo que se hablaba, selevantó y se aproximó al grupo del que Harvey era el centro. Elganadero, interesado por la noticia de Marenval, preguntó:

—¿Y dónde irán ustedes, si no es indiscreción?

Marenval permaneció mudo y Tragomer se encargó de las explicaciones.

—Tenemos el proyecto, Marenval y yo, de hacer una expedición al Mediterráneo. Llegaremos hasta Smirna y volveremos por Túnez y Argel.

—Sí, dijo Harvey con indulgencia, es un bonito viaje para empezar. Seconoce que el señor de Tragomer quiere ahorrar molestias á Marenval ¿Semarea usted?

—No he navegado nunca, confesó Cipriano, pero no creo que sea másdifícil que cualquiera otra cosa.

—Para un hombre libre, amigo Marenval, no hay sensación comparable á lade sentirse dueño de su barco en medio del Océano, entre el cielo y elagua. Allí se está verdaderamente en presencia de Dios… Pero en eselago interior apenas perderán ustedes de vista las costas… Vénganseustedes conmigo en mi yate; les llevaré á donde quieran… Hace tiempoque tengo gana de ir á Ceilán; esa será una ocasión.

—Gracias, Harvey, respondió Marenval; para prueba nos basta ese lagointerior, como usted llama desdeñosamente al Mediterráneo, que es muytraidor, entre paréntesis…

—¿Y en qué barco irán ustedes?

—Tenemos en tratos un yate, dijo Tragomer; el que sirvió á lord Spydellpara ir al Cabo el año último. Es un vaporcito de sesenta metros delargo, de buenas condiciones marineras y que anda doce nudos.

Latripulación se compone de veintiséis hombres. La arboladura tiene dospalos, lo que permite servirse de las velas y ahorrar el carbón…

—Y hasta hay á bordo cuatro buenos cañones, añadió Marenval, queparecía decidido á hablar siempre que debía callarse.

—¿Y qué piensan ustedes hacer con esa artillería? dijo una voz burlona.

¿Van ustedes á bombardear Malta ó á tomar Trípoli?

Tragomer se volvió y se encontró con Sorege, que sonreía de un modoenigmático.

—Los cañones estaban á bordo y los hemos dejado. ¿Quién sabe? Lascostas de Marruecos no son muy seguras; no hace mucho tiempo los piratasapresaron un barco de comercio. Si hace falta podremos defendernos.

—Marenval, en efecto, sería una buena presa; le exigirían un enormerescate… Pero la idea del viaje ha sido repentina. Me parece que nopensaba usted en eso hace pocos días, cuando hablamos…

—La verdad es que Marenval me anima, dijo Tragomer con descuido. Por migusto hubiera descansado todo el invierno. Diga lo que quiera M. Harvey,la locomoción intensiva durante un año es muy fatigosa.

Perodescansaremos en las costas cuando queramos. Seguramente estaremos enlos puertos más tiempo que navegando. Y acaso llevemos con nosotrosalgunos amigos… Yo he pensado en Maugirón. Con él estaríamos segurosde comer bien; él se ocuparía de eso.

—Entonces, dijo Sorege, si vamos á Niza y á Mónaco, ¿encontraremos áustedes?

—Seguramente, amigo mío y si usted quiere ir á encontrarnos enMarsella, tendremos mucho gusto en llevarle por mar dentro de quincedías.

Al oir esta proposición la fisonomía de Sorege se tranquilizó. Movió lacabeza y dijo en tono cordial:

—Agradezco á ustedes vivamente su amabilidad, pero no puedo alejarme deParís. Miss Harvey extrañaría con razón mi partida y yo no tendría gustoalguno en marcharme. Seguiré á ustedes, pues, con el pensamiento.

—Entretanto, amigo mío, interrumpió Tragomer, que temía versedescubierto por su astuto interlocutor, va usted á presentarme á missMaud Harvey como ha prometido…

—Con muchísimo gusto, á menos que M. Harvey no desee hacer él mismo esapequeña ceremonia… Como navegante le debe á usted toda clase dedeferencias…

—Sí, por cierto, dijo flemáticamente el americano. Creo, señor de Tragomer, que á mi hija le gustará conocer á usted…

Pasaron al salón, donde la señora de Weller, en el centro de un grupo deseñoras, estaba haciendo funcionar un admirable fonógrafo que acababa derecibir de América. El aparato era la última palabra del progreso yreproducía exactamente las voces humanas y los sonidos de losinstrumentos. Una cuadrilla de indios cantaba una canción semi-salvajeque hacía entonces furor en todas las poblaciones americanas y bailabanuna danza desordenada. Todo estaba exactamente reproducido, hasta laspisadas epilépticas de los bailarines y los aullidos de entusiasmo delos espectadores.

—Ahora, si ustedes quieren, dijo la dueña de la casa, oirán á la Pattiy á Mac-Kinley…

Harvey y Tragomer se aproximaron á miss Maud, y en el momento en queMac-Kinley empezaba á decir:

Fellow citizens of the senate

…, elganadero, señalando á su hija el joven, dijo:

—Te presento al vizconde de Tragomer, un amigo de tu futuro marido…

Miss Harvey, mi hija.

La delgada fisonomía de la americana se esclareció con una sonrisa.Señaló á Cristián una silla al lado de su sillón y dijo en tono un pocoautoritario:

—Siéntese usted. Celebro mucho hablarle; deseaba conocerle hace muchotiempo. Algunos amigos míos me han hablado de usted con frecuencia.

—Su prometido…

—¡No! El señor de Sorege no ha pronunciado jamás su nombre de usted. Y,sin embargo, sé que ha sido su amigo durante muchos años. No debe ustedextrañar el verme tan bien enterada; soy curiosa y me gusta saber lo queatañe á las personas con quienes entablo relaciones… ¡Y no las haymás importantes que las del matrimonio! Me alegro, pues, de conocer álos que han rodeado á mi futuro marido: se juzga muy bien á las personaspor las que les acompañan… ¿Por qué Sorege no habla nunca de usted?¿Están ustedes regañados?

Tragomer, algo sorprendido por aquel atrevimiento, inclinó un poco lacabeza para disimular su embarazo.

Le repugnaba dar á miss Harveyinformes falsos y no quería declarar el enfriamiento de sus relacionescon Sorege. Una palabra dicha por ella á su promedito bastaría paraponerle en guardia.

Tan poco enfadados estamos, que si su padre de usted no me hubiera hechoel honor de presentarme, iba á hacerlo Sorege mismo.

—¡Tanto mejor! Yo quisiera que el señor de Sorege tuviera muchosamigos como usted… Parece que los tuvo muy malos en otro tiempo…¿Quién era aquel Freneuse, que tan mal acabó?

Al oir aquella pregunta imprevista, Cristián se puso rojo y miróatentamente á miss Harvey. Desde que tenía que habérselas con Soregedesconfiaba de todo. Sospechó que la americana servía inconscientementede cómplice al hombre de las miradas ocultas y que aquella prueba habíasido preparada como un lazo. Quiso entonces penetrar hasta el fondo delpensamiento de miss Maud y dijo:

—Ese pobre Freneuse, señorita, era un infeliz muchacho que conocíamosel señor de Sorege y yo desde la infancia y cuyas aventuras han sidocausa de una gran aflicción para todos los que le tratábamos.

—¿Por qué el señor de Sorege tiene tanta repugnancia en hablar de esasaventuras y del que fué su protagonista?… Nunca he podido sacar de élmas que respuestas vagas y lloronas sobre este asunto.

—Pero, señorita Maud, ¿por qué esa curiosidad?

—¡Ah! Hay entre mis conoci