Antonio Azorín - Pequeño Libro en Que Se Habla de la Vida de Este Peregrino Señor by José Martínez Ruiz - HTML preview

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—Yo no quiero creer, Azorín—dice Verdú—, que esto sea todoperecedero, que esto sea todo mortal y deleznable, que esto sea todomateria. Yo oigo decir... yo leo... yo observo... por todas partes,todos los días, que las ideas consoladoras se disgregan, se pierden,huyen de las Universidades y las Academias, desertan de los libros y delos periódicos, se refugian—¡único refugio!—

en las almas de loslabriegos y de las mujeres sencillas... ¡Ah, qué tristeza, queridoAzorín, qué tristeza tan honda!... Yo siento cómo desaparece de unasociedad nueva todo lo que yo más amo, todo lo que ha sido mi vida, misilusiones, mi fe, mis esperanzas... Y no puedo creer que aquí rematetodo, que la substancia sea única, que la causa primera sea inminente...Y, sin embargo, todo lo dice ya en el mundo... por todas partes, a pesarde todo, contra todo, estas ideas se van infiltrando..., estas ideasinspiran el arte, impulsan las ciencias, rigen los Estados, informan lostratos y contratos de los hombres...

Ligera pausa. Verdú mueve su cabeza suavemente para sacudir el dolor.Don Víctor se acaricia sus patillas blancas. Azorín mira a lo lejos, enel huerto, cómo giran y tornan las mariposas, sobre el follaje, bajo elcielo diáfano.

Y Verdú añade:

—No, no, Azorín; todo no es perecedero, todo no muere... ¡El espíritues inmortal! ¡El espíritu es indestructible!

Y luego, exaltado, abriendo mucho sus ojos tristes, golpeándose lafrente:

—¡Ah, mi espíritu, mi espíritu!... ¡Mi vida perdida, mis energíasmuertas!... ¡Ah, el desconsuelo de sentirse inerte en medio de lavibración universal de las almas!

Y se ha hecho un gran silencio. Y en el aire parece que había sollozos ylágrimas. Y han sonado lentas, una a una, las campanadas del Angelus.

II

Sarrió es gordo y bajo; tiene los ojos chiquitos y bailadores, llena lacara, tintadas las mejillas de vivos rojos. Y su boca se contrae en ungesto picaresco y tímido, apocado y audaz, un gesto como el de los niñoscuando persiguen una mariposa y van a echarle la mano encima. Sarriólleva, a veces, un sombrero hongo un poco en punta; otras, una antiguagorra con dos cintitas detrás colgando. Su chaleco aparece siempre conlos cuatro botones superiores desabrochados; la cadena es de plata,gorda y con muletilla.

Sarrió es un epicúreo; pero un epicúreo en rama y sin distingos. Ama lasbuenas yántigas; es bebedor fino, y cuando alza la copa entorna los ojosy luego contrae los labios y chasca la lengua. Sarrió no se apasiona pornada, no discute, no grita; todo le es indiferente. Todo menos esosgordos capones que traen del campo y a los cuales él les pasa con amor yveneración la mano por el buche; todo menos esos sólidos jamones quechorrean bermejo adobo, o penden colgados del humero; todo menos esoslargos salchichones aforrados en plata que él sospesa en la mano yvuelve a sospesar como diciendo: «Sí, éste tiene tres libras»; todomenos esas opulentas empanadas de repulgos preciosos, atiborradas de milcosas pintorescas; todo menos esas chacinas extremeñas; todo menos esosmorteruelos gustosos; todo menos esas deleznables mantecadas, menos esosretesados alfajores, menos esos sequillos, esos turrones, esosmazapanes, esos pestiños, esas hojuelas, esos almendrados, esospiñonates, esas sopaipas, esos diacitrones, esos arropes, esosmostillos, esas compotas...

Sarrió vive en una casa vieja, espaciosa, soleada, con un huerto, conuna ancha acequia que pasa por el patio en un raudal de aguatransparente. Sarrió tiene una mujer gruesa y tres hijas esbeltas,pálidas, de cabellera espléndida: Pepita, Lola, Carmen.

Tres muchachasvestidas de negro que pajarean por la casa ligeras y alegres. Llevanunos zapatitos de charol, fina obra de los zapateros de Elda, y sobre eltraje negro resaltan los delantales blancos, que se extiendenampliamente por la falda y suben por el seno abombado, guarnecidos desutiles encajes rojos.

Por la mañana, Pepita, Carmen, Lola se peinan en la entrada, luciente ensus mosaicos pintorescos. El sol entra fúlgido y cálido por loscuarterones de la puerta; los muebles destacan limpios; gorjea uncanario. Y la peinadora va esparciendo sobre la espalda las blondas yondulantes matas. Y un momento estas tres niñas blancas, gallardas, consus cabelleras de oro sueltas, con la cabeza caída, semejan esas bellasmujeres desmelenadas de Rafael en su Pasmo, de Ghirlandajo en su SanZenobio.

Luego, Pepita, Carmen, Lola trabajan en esta misma entrada, durante eldía, con sus bolillos, urdiendo fina randa. Las tres tienen las manospequeñas, suaves, carnositas, con hoyuelos en los artejos, con las uñascombadas. Y estas manos van, vienen, saltan, vuelan sobre el encaje,cogen los bolillos, mudan los alfileres,

mientras

el

dedo

meñique,enarcado,

vibra

nerviosamente y los macitos de nogal hacen un levetraqueteo.

De rato en rato, Pepita, o Lola, o Carmen, se detienen unmomento, se llevan la mano suavemente al pelo, sacan la rosada punta dela lengua y se mojan los labios...

Y así hora tras hora. Al anochecer, ellas y sus amigas pasean por estabella plaza solitaria, de dos en dos, de tres en tres, cogidas de lacintura, con la cabeza inclinada a un lado, mientras cuchichean,mientras ríen, mientras cantan alguna vieja tonada melancólica. En elfondo, la iglesia se perfila en el azul negruzco; el aire es dulce; lasestrellas fulguran. Y el agua de la fuente cae con un manso susurrointerminable...

III

El cielo se nubla; relampaguea; caen sonoros goterones sobre la parra. Yun chubasco se deshace en hilos brilladores entre los pámpanos.

Verdú mira el sol que de nuevo ha vuelto a surgir tras la borrasca. DonVíctor, en un rincón, siempre inmóvil, siempre triste, muy triste, seacaricia en silencio sus blancas patillas ralas.

—Yo amo la Naturaleza, Antonio—dice Verdú—: yo amo, sobre todas lascosas, el agua. El cardenal Belarmino dice que el agua es una de lasescalas para subir al conocimiento de Dios.

El agua,—escribe él—«lava y quita las manchas, apaga el fuego,refrigera y templa el ardor de la sed, une muchas cosas y las hace uncuerpo, y últimamente, cuanto baja, tanto sube y se levanta después...»Pero Belarmino no sabía que el agua tiene sus amores; los santos nosaben estas cosas. Y yo te diré los amores del agua.

El agua ama la sal; es un amor apasionado y eterno. Cuando seencuentran se abrazan estrechamente; el agua llama hacia sí la sal, y lasal, toda llena de ternura, se deshace en los brazos del agua... ¿No hasvisto nunca en el verano cómo desciende la lluvia en esos turbionesrápidos que refrescan y esponjan la verdura? El agua cae sobre lasanchas y porosas hojas y busca a su amiga la sal; pero la sal estáaprisionada en el menudo tejido de la planta. Entonces el agua selamenta de los desdenes de la sal, le reprocha su inconstancia, laamenaza con olvidarla. Y la sal, enternecida, hace un esfuerzo por salirde su prisión y se une en un abrazo con su amada. Sin embargo, ocurreque el sol, que tiene celos del agua, a la que también adora, sorprendea los dos amantes y se pone furioso. «¡Ah!—exclama en ese tono con quese dicen estas cosas en las comedias—¡ah! ¿Conque estás hablando deamores con la sal? ¿Conque la has hecho salir de su cárcel, donde estabaencerrada por orden mía? ¡Pues yo voy a castigarte!» Y entonces el sol,que es un hombre terrible, manda un rayo feroz contra el agua; la cual,como es tan inocente, tan medrosica, abandona a la sal y huye todaasustada.

Y ésta es la causa, Antonio, por qué en el verano, cuando ha pasado elchubasco y el sol luce de nuevo, vemos sobre las hojas de algunasplantas, las cucurbitáceas, por ejemplo, unas pequeñas y brilladoraseflorescencias salinas...

IV

Hoy ha llegado un músico errabundo. Él se hace llamar Orsi, pero yo séque se llama sencillamente Ríos. Ríos toca el violoncello; es alto,gordo; su cráneo está casi glabro; sobre las sienes asoman unos aladareshúmedos y estirados; una melenita blanquinosa baja hasta el cuello.

A Orsi acompaña una muchacha esbelta. Esta muchacha tiene la caraovalada, largas las pestañas, los ojos dulcemente atristados; viste untraje nuevo con remembranzas viejas, y hay en toda ella, en sus gestos,en su andar, en sus arreos, un aire de esas figuras que dibujabaGavarni, tan simples, tan elegantes, tan simpáticas, con la cabezainclinada, con el pelo en tirabuzones, con las manos finas y agudascruzadas sobre la falda, que cae en tres grandes alforzas sobre los piesbuidos.

Orsi tiene un monóculo. Este monóculo ha sido el origen de su amistadcon Azorín. Un hombre que gasta monóculo es, desde luego, digno de laconsideración más profunda. Esta tarde Orsi recorría indolentemente lascalles. De rato en rato Orsi se ponía su monóculo y se dignaba mirar aestos pobres hombres que viven en un pueblo. De pronto un joven haaparecido en un portal. ¿Necesitaré describir este joven? Es alto; vavestido de negro; lleva una cadenita de oro, en alongados eslabones, querefulge en la negrura, como otra idéntica que lleva el consejero Corral,pintado por Velázquez. Es posible que Orsi no conozca este cuadro deVelázquez, y, por lo tanto, no haya advertido dicho detalle. Por eso,sin duda, ha dirigido al citado joven una mirada piadosa a través de sucristal. Entonces el joven, lentamente, se ha llevado la mano al pecho,ha cogido otro monóculo, se lo ha puesto y ha mirado a Orsi con ciertaconmiseración altiva.

Orsi, claro está, se ha quedado inmóvil, estupefacto, asombrado. EnPetrel, en este pueblo oscuro, en este pueblo diminuto, ¿hay un hombreque gasta monóculo? Y ¿este monóculo tiene una cinta ancha y una gruesaarmadura de concha? Y ¿es más grande, y más recio, más formidable, másagresivo que el suyo? Todas estas ideas han pasado rápidamente por elcerebro un poco hueco de Orsi.

«Indudablemente—ha concluido—, yo puedoser un genio, pero he de reconocer que aquí, en este pueblo, no estoysolo

Y ante el burgués innoble, entre este vulgo ignaro, Orsi y Azorín—¡nopodía ser de otro modo!—se han reconocido como dos almas superiores, yhan ido en compañía de Sarrió—que también a su manera es un almasuperior—a tomar unas olorosas copas de ajenjo.

*

* *

El concierto se ha celebrado en el casino. Había poca gente; era unanoche plácida de estío. La niña simple se sienta al piano; Orsi coge elvioloncello, y lo limpia, y lo acaricia, y arranca de él agudos y gravesarpegios.

Luego se hace un gran silencio. El piano preludia unas notascristalinas, lentas, lánguidas. Y el violoncello comienza su cantograve, sonoro, melancólico, misterioso; un canto que poco a poco seapaga como un eco formidable, mientras una voz fina surge,imperceptible, y plañe dolores inefables, y muere tenue.

Es el Spirtogentil, de La Favorita. Orsi inclina la cabeza con unción; su manoizquierda asciende, baja, salta a lo largo del asta...

Cuando acaba la pieza, Orsi se levanta sudoroso y Azorín le ofrece unrefresco.

—No, no, Azorín—contesta Orsi;—tengo miedo... un poquito de cognac...

El concierto vuelve a empezar. El arco pasa y repasa; el violoncellocanta y gime. Un mozo discurre con una bandeja; la concurrencia se varetirando calladamente. Y el violoncello se queja discreto, sonríeirónico, parte en una furibunda nota larga.

—¡Qué calor, qué calor!—exclama Orsi cuando acaba—.

Azorín a ver, unpoquito de cognac...

Son las doce. El salón está casi vacío. Diminutas mariposas giran entorno a las lámparas; por los grandes balcones abiertos entra como unacalma densa y profunda que se exhala del pueblo dormido, de la oscuridadque en la calle silenciosa ahoga los anchos cuadros de luz de lasventanas.

Y entonces, en ese profundo silencio, Azorín ha dicho:

—Orsi, toque usted algo de Beethoven... la última sinfonía...

estamossolos...

Y Orsi ha contestado:

—Beethoven... Beethoven... Azorín, un poquito de cognac por Beethoven.

Y el violoncello, por última vez, ha cantado en notas hondas ymisteriosas, en notas que plañían dolores y semejaban como una despedidatrágica de la vida.

Orsi levanta la cabeza; sus ojos brillan; su mano izquierda se abate conun gesto instintivo, todo vuelve al silencio.

*

* *

Luego, en casa de Sarrió, los tres, en el misterio de la noche, ante lascopas, bajo la lámpara, evocan viejos recuerdos.

—Azorín—dice Orsi—, ¿usted no conoció a Bottesini?

Bottesini logróhacer con el violón lo que Sarasate con el violín.

¡Qué admirable! Yo leoí en Madrid; cuando yo le conocí llevaba un pantalón blanco a rayitasnegras.

Callan un largo rato. Y después Sarrió pregunta:

—¿A que no saben ustedes lo que me sucedió a mí en Madrid una noche?

Azorín y Orsi miran a Sarrió con visibles muestras de ansiedad. Sarrióprosigue.

—Una noche estaba yo en los Bufos; no recuerdo qué funciónrepresentaban. Era una en que salían unas mujeres que llevaban grandescarteras de ministro, y había otra que era reina... Yo estaba viendo lafunción muy tranquilo, cuando de pronto me vuelvo y veo a mi lado... ¿aquién dirán ustedes? A don Luis María Pastor. ¡Don Luis María Pastor enlos Bufos!

Azorín pregunta quién era don Luis María Pastor. Y Sarrió contesta:

—No lo sé yo a punto fijo, pero era un gran personaje de entonces. Loque sí recuerdo es que iba todo afeitado.

Vuelven a callar. Y Azorín se acerca la copa a los labios y piensa queen la vida no hay nada grande ni pequeño, puesto que un grano de arenapuede ser para un hombre sencillo una montaña.

V

Verdú está cada vez más débil y achacoso. Esta tarde, en el despacho,ante el huerto florido, Verdú iba y venía como siempre con su pasoindeciso. En un rincón, inconmovible, eterno, don Víctor calla y seacaricia sus barbas blancas. Y Azorín contempla extático al maestro. Yel maestro dice:

—Azorín, todo es perecedero acá en la tierra, y la belleza es tancontingente y deleznable como todo... Cuando las generaciones nuevastratan de destruir los nombres antiguos,

«consagrados», se estremecen dehorror los viejos. Y no hay nada definitivo: los viejos hicieron susconsagraciones: ¿qué razón hay para que las acepten los jóvenes? Sucriterio vale, por lo menos, tanto como el de sus antecesores. Yo mesiento viejo, enfermo y olvidado, pero mi espíritu ansía la juventudperenne.

No hay nadie «consagrado». La vida es movimiento, cambio,transformación. Y esa inmovilidad que los viejos pretenden poner en susconsagraciones va contra todo el orden de las cosas. La sensibilidad delhombre se afina a través de los tiempos. El sentido estético no es elmismo. La belleza cambia.

Tenemos otra sintaxis, otra analogía, otradialéctica, hasta otra ortología, ¿cómo hemos de encontrar el mismoplacer en las obras viejas que en las nuevas?

Los jóvenes que admiten sin regateos las innovaciones de la estética sonmás humanos que los viejos. La innovación es al fin admitida por todos;pero los jóvenes la acogen desde el primer momento con entusiasmo, y losviejos cuando la fuerza del uso general les pone en el trance deadmitirla, es decir, cuando ya está sancionada por dos o tresgeneraciones. De modo que los jóvenes tienen más espíritu de justiciaque los viejos, y además se dan el placer—¡el más intenso de todos losplaceres!—de gozar de una sensación estética todavía no desflorada porlas muchedumbres.

He dicho que los viejos admiten, al fin y al cabo, las innovaciones delmodernismo (o como se quieran llamar tales audacias), y es muy cierto.Vicente Espinel era un modernista, hizo lo que hoy están haciendo lospoetas jóvenes: innovó en la métrica. Y hoy los mismos viejos quedenigran a los poetas innovadores encuentran muy lógico y naturalcomponer una décima. El arcipreste de Hita se complace en haber mostrado a los

simples

fablas

et

versos

extrannos.

Fue

un

innovadorestupendo, y esos versos extrannos causarían de seguro el horror delos viejos de su tiempo. De Boscán y Garcilaso no hablemos; hoy sereprocha a los jóvenes poetas americanos de lengua castellana que vayana buscar a Francia su inspiración. ¿Dónde fue a buscarla Boscán, que nostrajo aquí todo el modernismo italiano? Lope de Vega, el más furibundo,el más brutal, el más enorme de todos los modernistas, puesto que rompecon una abrumadora tradición clásica, será, sin duda, aplaudido por losviejos cuando se representa una obra suya,

¡una obra que es un insulto aAristóteles, a Vida, a López Pinciano y a la multitud de gentes quecreían en ellos, es decir, a los viejos de aquel entonces!

«Imitad a los clásicos—se dice a los jóvenes—no intentéis innovar.» ¡Yesto es contradictorio! La buena imitación de los clásicos consiste enapartar los ojos de sus obras y ponerlos en lo porvenir; ellos lohicieron así. No imitaban a sus antecesores: innovaban. De los quefueron fieles a la tradición, ¿quién se acuerda? Su obra es vulgar yanodina; es una repetición del arquetipo ya creado...

Verdú ha callado un momento y Azorín ha dicho:

—Lo que los viejos reprochan, sobre todo, a los jóvenes, maestro, sonlos medios violentos que emplean para echar abajo sus consagraciones,esas palabras gruesas, esos ataques furibundos...

Y Verdú ha contestado:

—Eso vale tanto como reprocharles su juventud. ¿Qué hicieron ellos ensu tiempo? La vida es acción y reacción. Todo no puede ser uniforme,igual, gris. Los ataques de los jóvenes de ahora son la reacción naturalde los elogios excesivos que los viejos se han fabricado durante veinteaños. Luego, dentro de otros veinte años, los críticos y loshistoriadores pondrán en su punto las cosas; es decir, en un nivel queni sea los ditirambos de los viejos ni las diatribas de los jóvenes...Pero ese trabajo podrán hacerlo porque ya recibirán, hecha por losjóvenes, la mitad de la labor; es decir, que ya se encontrará destruidaesa obra de frívolas consagraciones que los viejos han construido.

—Otro de los cargos, querido maestro, que los viejos hacen a las nuevasgeneraciones es su volubilidad, su mariposeo a través de todas lasideas.

—Cabalmente en el fondo de esa volubilidad veo yo un instintivoespíritu de justicia. Los viejos, hombres de una sola idea, no puedencomprender que se vivan todas las ideas. ¿Que los jóvenes no tienenideas fijas? ¡Sí precisamente no tener una idea fija es tenerlas todas,es gustarlas todas, es amarlas todas! Y

como la vida no es una solacosa, sino que son varias, y, a veces muy contradictorias, sólo éste esel eficaz medio de percibirla en todos sus matices y cambiantes, y sóloésta es la regla crítica infalible para juzgar y estimar a loshombres... Pero los viejos no pueden comprender este mariposeo, y seaferran a una sola idea que representa su vida, su espíritu, su pasado.Y esto es fatal; es el mismo instinto que nos hace cobrar amor a unobjeto que hemos usado durante años, un reloj, una petaca, una cartera,un bastón...

El maestro calla. Y de pronto don Víctor—¡oh pasmo!—cesa deacariciarse sus patillas, abre la boca y exclama:

—¡Yo tenía un bastón!

Azorín y el maestro se quedan asombrados. ¿Don Víctor habla? ¿Don Víctortenía un bastón? ¡Esto es insólito! ¡Esto es estupendo!

Y don Víctor prosigue:

—Yo tenía un bastón, ¿eh?... un bastón con el puño de vuelta, con unachapa de plata, ¿eh?... con una chapa de plata que hacía un ruido sordoal caminar...

Don Víctor se detiene en una breve pausa; se siente fatigado de suenorme esfuerzo. Después añade:

—Una vez tuve yo que hacer un viaje... un viaje largo, ¿eh?...

era eldía 20 y tenía que embarcarme en Barcelona el 21... el 21,

¿eh?... y yoestaba en Madrid.

Don Víctor hace otra pausa. Indudablemente, su relato va adquiriendoaspecto trágico; don Víctor continúa:

—Llego a la estación y tomo el billete... luego entro en el andén ycojo el coche, ¿eh?... cojo el coche y voy colocando la sombrera...Después la maleta... después el portamantas... el portamantas, ¿eh?...el portamantas que no tenía el bastón... ¡qué no tenía el bastón!...Entonces yo cojo mi equipaje, salgo de la estación y me voy a casa,¿eh?... me voy a casa, porque yo no podía acostumbrarme a la idea deestar sin mi bastón, ¿eh?... de estar sin mi bastón y de no oír el ruidode la chapa de plata...

Don Víctor calla anonadado por la emoción; luego, haciendo un últimoesfuerzo, añade:

—Después me lo quitaron... me quitaron mi bastón, ¿eh?... mi bastón conel puño de vuelta... Y desde entonces... desde entonces...

Su voz tiembla y se apaga en un silencio de tristeza infinita. Y

Verdú yAzorín permanecen silenciosos también, conmovidos, ante esta frusleríaque es una tragedia para este pobre viejo.

VI

Esta noche el pobre Sarrió está muy ocupado; se encuentra metido en sudespacho, bajo la lámpara que pone en su cabeza vivos reflejos, ante unlibro que lee y relee con visibles muestras de un interés profundo.

Este libro que lee Sarrió es un libro trascendental y filosófico; setitula: Diccionario general de cocina. Sarrió tiene fija la vista enuna de sus páginas; su cuerpo se remueve en la silla; diríase que ledesasosiega alguno de los pasajes del libro. Sí, sí, le inquieta aSarrió uno de los pasajes de este libro. Y he aquí lo que dice estepasaje:

« Tiempo que un conejo debe estar al fuego, suponiendo que esté reciénmuerto. »

Esto es admirable; esto es como el anuncio de que un sabio va apronunciar su mágica sentencia.

Luego el pasaje continúa:

«Un conejo grande, casero, hora y media.—Uno de monte, una hora.»

¡Y esto es lo que le inquieta a Sarrió! ¿Un conejo casero hora y media?¿Uno de monte una hora? Pero ¡esto es absurdo! ¡Esto es desconocer larealidad! Y Sarrió se remueve en su asiento, torna a leer el pasaje, lolee de nuevo. Sí, esto es negar la evidencia; esto es trastocar el ordennatural de los fenómenos.

Porque un conejo de monte, siempre, desde elorigen de las cosas, ha tardado en cocerse más que uno casero.

Y Sarrió siente que su fe en este libro, único para él, vacila. Y

porprimera vez en su vida experimenta una tenue y vaga tristeza.Decididamente, la sabiduría humana es cosa deleznable.

¿Para qué sirvenlos sabios? ¿Para qué sirven estos libros que leemos creyendo encontraren ellos la verdad infalible?

Y Sarrió ha confesado a Azorín su amargura. Y Azorín le ha dicho:

—Sí, querido Sarrió, los libros son falaces; los libros entristecennuestra vida. Porque gastamos en leerlos y escribirlos aquellas fuerzasde la juventud que pudieran emplearse en la alegría y el amor. Peronosotros ansiamos saber mucho. Y

cuando llega la vejez y vemos que loslibros no nos han enseñado nada, entonces clamamos por la alegría y elamor, ¡que ya no pueden venir a nuestros cuerpos, tristes y cansados!

VII

Esta tarde hemos cumplido un deber triste: hemos acompañado hasta lasanta tierra al que en vida fue nuestro amigo don Víctor.

Una rambla abre su ancho cauce entre el camposanto y el pueblo. Laverdura se extiende en lo hondo bordeando el cauce, repta por elempinado tajo, se junta a la otra verdura de los huertos que respaldanlas casas y aparecen colgados como pensiles.

Sarrió y Azorín, ya de regreso, han cruzado la rambla. Y

Sarrió hadicho:

—¿A que no sabe usted, Azorín, en lo que pensaba don Víctor cuando seestaba muriendo? Pensaba en un bastón, en su bastón.

Y decía: «Que medevuelvan mi bastón... mi bastón de vuelta,

¿eh?... un bastón que tieneuna chapa de plata... una chapa de plata que hace un ruido al caminar,¿eh?»... Y luego en la agonía le ha gritado: «¡Mi bastón, mi bastón!»; yha muerto. ¿No le parece a usted raro, Azorín?

Y Azorín ha contestado:

—No, querido Sarrió, no me parece raro. Unos piden luz, más luz,cuando se mueren; otros piden sus ideas, este pobre hombre pedía subastón. ¡Qué importa bastón, ideas o luz! En el fondo, todo es unideal. Y la vida, que es triste, que es monótona, necesita, queridoSarrió, un ideal que la haga llevadera: justicia, amor, belleza, osencillamente un bastón con una chapa de plata.

Llegaba el crepúsculo. Y el cielo se encendía con violentos resplandoresde incendio.

VIII

Verdú reposa en la ancha cama. Sus brazos están extendidos sobre lasábana. Y sus manos son transparentes. Y sus ojos están entornados. Y ensu rostro se muestra un sosiego dulce. Verdú respira penosamente. Derato en rato un gemido se escapa de sus labios. Ya se remueve un poco;una ancha inspiración hincha su pecho; sus ojos se abren intranquilos. Yluego dice con voz larga y suave: ¡Ay, Antonio! ¡Ay, Antonio!

Ha llegado la unción hace un momento y han ido poniendo sobre sus ojos,sobre sus oídos, sobre sus labios, sobre sus manos, sobre sus pies lossantos óleos.

Al lado de la cama un clérigo lee con voz queda en un libro:

...« Commendo te omnipotenti Deo, charissime frater, et ei cujus escreatura, conmitto»...

Lentamente se ha ido sosegando el maestro; sus párpados desciendenpesados y se cierran; su cuerpo yace inmóvil... Todo está quieto; losrayos del sol se filtran por la parra y caen en vivas manchas sobre losladrillos del patio; el jilguero desenvuelve sus trinos; una mariposablanca va, viene, torna, gira, repasa entre los verdes pámpanos. Y depronto el maestro se agita nervioso, abre anchos los ojos y grita conangustia: ¡Mi espíritu!... ¡Mi espíritu!... Sus manos se contraen; sumirada se pierde a lo lejos, extática, espantada. Y poco a poco,sosegado de nuevo, su rostro se distiende como en un sueño; larespiración se debilita; algo a modo de una espiración sollozante flotaen el ambiente silencioso.

Entonces Azorín, que sabe que los músculos son los primeros en morir yque cuando ha muerto el corazón y han muerto los pulmones

todavía

lossentidos

perciben

en

aterradora

inmovilidad; entonces Azorín se hainclinado sobre Verdú y ha pronunciado con voz lenta y sonora:

—¡Maestro, maestro; si me oyes aún, yo te deseo la paz!

Y el clérigo ha le