Antonio Azorín - Pequeño Libro en Que Se Habla de la Vida de Este Peregrino Señor by José Martínez Ruiz - HTML preview

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Como la empalizada ha quedado ya en su sitio y está lista la escena, elviejo sacude las manos una contra otra, toma el bastón y se retira haciael fondo.

—Azorín—dice respirando holgadamente—, ¡qué gratos recuerdos guardoyo del teatro! ¡Qué cosas podría yo contarle a usted! ¿Usted no haconocido a Pepe Ortiz? No; usted no ha conocido a Pepe Ortiz. Era unactor excelente. Esta cadena la llevó él una semana. Mírela usted;tóquela usted.

El viejo, con un gesto rápido, se quita la cadena. Es una cadena de oro,compuesta de dos finos ramales juntos; tiene pendiente del sujetador unmedallón cuadrado. Azorín examina la cadena. Luego el viejo se la vuelvea poner y dice:

—Una tarde fuimos los dos a una joyería de la calle de la Montera acomprar cada uno una cadena; nos sacaron varias, pero entre todas nosgustaron dos de ellas. A los dos nos gustaban las dos, y no sabíamos porcuál decidirnos. Al fin, Pepe Ortiz tomó una y yo tomé otra. Pero alcabo de una semana encontré a Ortiz y me dijo que mi cadena le gustabamás que la suya; entonces yo le di la mía y el me dio la suya, que esésta...

Vienen a decirle al viejo que todos los actores están dispuestos paracomenzar la función. Él da orden de que principie a tocar la orquesta. Ycomo desea echar una última ojeada a la escena, inclina la cabeza y sepone los lentes con un movimiento rápido.

A lo lejos columbra a uncómico que espera reclinado en un bastidor, y se dirige a él dandosaltitos automáticos.

—Cuidado—le advierte—cuando recite usted aquello de Feliz

tú,

que

en

lo

profundo

de aquel bendito rincón...

dígalo usted con brío, con cierto énfasis.

Luego vuelve al lado de Azorín. El telón se ha levantado. El viejo dice:

—¿Usted no conoce esta obra? Es preciosa; yo se la vi estrenar aCaltañazor, a Becerra, a la Ramírez, a la Di Franco, que entonces erauna niña... Camprodón tenía mucho talento. Yo conocía también a sumujer, doña Concha... Él y yo tomábamos muchas tardes café juntos en elde Levante. ¿Sigue aún ese café, querido Azorín?

Azorín contesta que aún dura ese café. De pronto estalla en la sala unalarga salva de aplausos. Y el viejo tiende los brazos hacia Azorín, loabraza y llora en silencio.

XI

Estos son unos viejos, muy viejos. Llevan un pantalón negro, un chaleconegro, una chaqueta negra de terciopelo. Esta chaqueta es muy corta. Yacasi no quedan en el pueblo más chaquetas cortas que las de estos viejoslabriegos. Van encorvados un poco y se apoyan en cayados amarillos. ¿Enqué piensan estos viejos? ¿Qué hacen estos viejos? Al anochecer salen ala huerta y se sientan sobre unas piedras blancas. Cuando se han sentadoen las piedras permanecen un rato en silencio; luego, tal vez uno tose;otro levanta la mano y golpea con ella abierta la vuelta del cayado;otro apoya los brazos cruzados sobre el bastón e inclina la cabezapensativo... Estos viejos han visto sucederse las generaciones; lascasas que ellos vieron construir están ya viejas, como ellos. Y ellossalen a la huerta y se sientan en sus piedras blancas.

Va anocheciendo. El pueblo luce intensamente dorado por los resplandoresdel ocaso; las palmeras y los cipreses de los huertos se recortan sobreel azul pálido; la luna resalta blanca.

Y un viejo levanta la cabeza y dice:

—La luna está en creciente.

—El día 17—observa otro—será la luna llena.

—A ver si llueve antes de la vendimia—replica un tercero—y la uvareverdece.

Y todos vuelven a callar.

Cierra la noche; un viento ligero mece las palmeras que destacan en elcielo fuliginoso. Un viejo mira hacia Poniente.

Este viejo estácompletamente afeitado, como todos; sus ojuelos son grises, blandos; ensu cara afilada, los labios aparecen sumidos y le prestan un gesto debondad picaresca. Este viejo es el más viejo de todos; cuando caminaagachado sobre su palo lleva la mano izquierda puesta sobre la espalda.Mira hacia Poniente y dice:

—El año 60 hizo un viento grande que derribó una palmera.

—Yo la vi—contesta otro—; cayó sobre la pared del huerto y abrió unboquete.

—Era una palmera muy alta.

—Sí, era una palmera muy alta.

Se hace otra larga pausa. Los murciélagos revuelan calladamente; brillanlas luces en el pueblo. Entonces el viejo más viejo da dos golpes en elsuelo con el cayado, y se levanta.

—¿Se marcha usted?

—Sí; ya es tarde.

—Entonces nos marcharemos todos.

Y todos se levantan de sus piedras blancas y se van al pueblo, un pocoencorvados, silenciosos.

XII

—Yo le daré a usted un libro—dice el clérigo—que le dejaráconvencido.

Azorín está ya casi convencido de todo lo que quieran convencerle; pero,sin embargo, acepta el libro.

Este libro se titula El Deísmo refutado por sí mismo. El clérigo lo hacogido del estante, lo ha sacudido golpeándolo contra la palma de lamano y se lo ha dado a Azorín. El cual lo ha tomado como quien toma algoimportantísimo, y se ha quedado examinándolo por fuera gravemente.Después le ha parecido bien mirar quién era el autor de este libro, y havisto que se llama Bergier. ¿Quién es Bergier? Azorín no lo sabe, y, sinembargo, debería saber que los diccionarios biográficos dicen, entreotras cosas, de este autor que «era un lógico hábil en deducir sus ideasrigurosamente unas de las otras».

—Aquí verá usted—dice el clérigo—cómo Voltaire era un sofista y cómoRousseau, «el tristemente célebre autor del Emilio», como le hallamado el señor obispo de Madrid, era un corruptor de las buenascostumbres.

Después de dicho esto, el clérigo da un paseo por la estancia con lasmanos metidas en los bolsillos del pantalón y se asoma distraídamente auna ventana tarareando una copla. ¿He de decir la verdad? Azorín notiene interés en defender a Voltaire y Rousseau; casi estima más a esteclérigo ingenuo y jovial que a los dos famosos escritores. Por eso,mientras por una parte no lee el Diccionario filosófico ni el Emilio, por otra no deja de venir todas las tardes a charlar un ratocon este clérigo. Charlan casi siempre de cosas indiferentes; pero estatarde, por una casualidad, ha recaído la conversación sobre cosas deteología, y el clérigo ha echado mano a su Bergier. He de confesar queel libro estaba lleno de polvo. ¿Es que el clérigo no lee tampoco?

Luego que han platicado un rato, el clérigo coge su bastón, se pone elsombrero, y él y Azorín se marchan. Antes de marcharse, el clérigo llenala petaca de tabaco, tomándolo de una caja que hay sobre la camilla, yse mete también en el bolsillo un libro pequeño. El tabaco, como esnatural, le sirve para proporcionarse una honesta distracción, y ellibro pequeño es un diminuto breviario en que ora de cuando en cuando.

Los dos, Azorín y el clérigo, salen del pueblo y van caminando por untortuoso camino plantado de moreras. A un lado queda el pueblo, queasoma sobre la verdura de los huertos; la blanca torre de la iglesiaresalta junto a un ciprés enorme; las palmeras se recortan con sus ramaspéndulas en el azul luminoso.

Al final de este camino sesgo se encuentra una alameda. Es una alamedacompuesta de cuatro liños de olmos y acacias. La tierra es intensamenteroja; el cielo aparece diáfano entre el boscaje de las copas. Azorín yel clérigo pasean despacio. Casi no hablan. Todo está en silencio. Aratos llega el traqueteo de un carro, o se perciben los gritos de losmuchachos que juegan a lo lejos.

Y así en este paseo va llegando el crepúsculo. El cielo se enrojece;brillan en el pueblo los puntos de las luces eléctricas; las sombras vanborrando las casas y el campo.

—¿Le parece a usted que nos marchemos?—pregunta el clérigo.

—Sí, vámonos; es ya tarde—contesta Azorín.

En los pueblos sobran las horas, que son más largas que en ninguna otraparte, y, sin embargo, siempre es tarde. ¿Por qué?

La vida se deslizamonótona, lenta, siempre igual. Todos los días vemos las mismas caras yel mismo paisaje; las palabras que vamos a oír son siempre idénticas. Yved la extraña paradoja: aquí la vida será más gris, más uniforme, másdifluida, menos vida que en las grandes ciudades; pero se la ama más,se la ama fervorosamente, se la ama con pasión intensa. Y por eso elegoísmo es tan terrible en los pueblos, y por eso la idea de la muertemaltrata y atosiga tantos espíritus...

*

* *

Cuando han vuelto al pueblo, ya las campanas estaban tocando a lanovena; es decir, no es novena; son los pasos que se rezan todos losviernes y domingos de cuaresma. La sacristía estaba casi a oscuras; dosmonaguillos vestidos con sus cotas rojas han tomado sendos farolesopacos, sucios, goteados de cera; el clérigo se ha puesto una estola ylos tres, con el sacristán, han salido a la iglesia.

Azorín se ha quedado en la sacristía. Estaba sentado en un ampliosillón, junto a la larga cajonería de nogal. ¿En qué pensaba Azorín? Ennada, seguramente; lo mejor es no pensar nada. Junto a él hablaban envoz baja dos clérigos; uno de ellos es joven, casi recién salido delSeminario. Azorín lo conoce. Ha podido hacer la carrera gracias a lamunificencia de un protector; su inteligencia no es muy amplia, peroposee ingenuidad y resignación. Resignación sobre todo. A veces Azorínse figura que éste es uno de aquellos místicos españoles que tantremendas privaciones conllevaban con la cara risueña. «Latristeza—

decían—corrompe los espíritus; el Señor no quiere latristeza.» Y

si no le pegaban un bofetón al mozo cacoquímico, como hizoSan Felipe de Neri con un novicio para que estuviera alegre (bien que elprocedimiento me parezca contraproducente); si no llevaban las cosas tanal cabo, procuraban al menos por otros medios desterrar de losmonasterios la odiosa acidia.

Este clérigo gana una peseta, que es a lo que monta su misa diaria. «Ymuchos días—ha oído decir Azorín—le falta la celebración.» Con estaescasa renta ha de mantener a su madre y a una hermana. «Y gracias—haoído decir también Azorín—que un hermano que tenía, y que se habíapegado también a la sotana, se ha casado ya.»

Yo creo que este clérigo, como otros muchos, merece nuestro respeto yhasta nuestra admiración. Es discreto; su sotana podrá estar raída yverdosa, pero luce de limpia. ¿Cómo es posible que él pueda costearseotra? Hace un momento, y mientras el señor con quien hablaba sacaba lapetaca, yo he visto que él también se llevaba la mano al bolsillo. Pero¿para qué se la llevaba? Yo sé que era completamente inútil. Hacecuatro, seis, diez días, acaso más, que su petaca está vacía.

Azorín ha sentido no tener costumbre de fumar, porque de buena gana lehubiera alargado un cigarro a este clérigo. Y como éste era un pequeñosentimiento, que pensando y repensándolo podía hacerse mayor—comoocurre con todos—, ha decidido dejar el sillón y salir a la iglesia.

En la iglesia los monaguillos y el clérigo estaban delante de unapilastra; los devotos los rodeaban de rodillas. El sacristán, tambiénarrodillado, invita a los fieles con voz plañidera a que consideren ellugar «donde unas piadosas mujeres, viendo al Señor que le llevaban acrucificar, lloraron amargamente de verle tan injuriado». Luego rezantodos un padrenuestro y un avemaría; y después, sacristán y fieles, acoro, dicen:

«Bendita y alabada sea la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo ylos Dolores de su afligida Madre. Amén.»

El clérigo lleva en las manos un enorme crucifijo; su sombra seextiende, deformada, por las anchas paredes blancas; arriba, en losaltos ventanales, se apagan, imperceptibles, los últimos clarores delcrepúsculo.

Azorín ha salido de la iglesia. Creo que ha obrado prudentemente, dadoque era ya un poco tarde. Y vea el lector cómo en los pueblos siempre estarde.

Las calles están solitarias; de algunas tiendas, acá y allá, se escapanresplandores mortecinos. Las puertas aparecen cerradas.

Se oyen decuando en cuando los golpes de los aldabones. Una puerta se abre, tornaa cerrarse.

XIII

Este es un casino amplio, nuevo, cómodo. Está rodeado de un jardín; eledificio consta de dos pisos, con balcones de piedra torneada. Primeroaparece un vestíbulo enladrillado de menuditos mosaicos pintorescos; losmontantes de las puertas cierran con vidrieras de colores. Después sepasa a un salón octógono; enfrente está el gabinete de lectura, con unaagradable sillería gris y estantes llenos de esos libros grandes que seimprimen para ornamentación de las bibliotecas en que no lee nadie. A laderecha hay un gran salón vacío (porque no hace falta tanto local), y ala izquierda otro gran salón igual al anterior, donde los socios sereúnen con preferencia. Mesas cuadradas y redondas, de mármol, se hallanesparcidas acá y allá alternando con otras de tapete verde; junto a lapared corre un ancho diván de peluche rojo; en un ángulo destaca unpiano de cola, y verdes jazmineros cuajados de florecillas blancasfestonean las ventanas.

Son los primeros días de otoño; los balcones están cerrados; el vientomueve un leve murmullo en el jardín; poco a poco van llegando los sociosa su recreo de la noche; brillan las lámparas eléctricas.

Estos socios, unos juegan a los naipes; otros, al dominó—

juego muy enpredicamento en provincias—, otros charlan sin jugar a nada. Entre losque charlan se cuentan los señores provectos y respetables. Son seis uocho que constantemente se reúnen en el mismo sitio: un ángulo del salónde la izquierda.

Allí pasan revista en una conversación discreta yapacible a las cosas del día, unas veces, y otras evocan recuerdos de lajuventud pasada.

—Aquéllos—dice uno de los contertulios—, aquéllos eran otros tiempos.Yo no diré que eran mejores que éstos, pero eran otros. No sólo habíanotabilidades de primera fila, sino hombres modestos que valían mucho.Yo recuerdo, por ejemplo, que don Juan Pedro Muchada era un granhacendista.

—Sí—dice otro señor—, yo lo recuerdo también. Cuando estábamos losdos estudiando en Madrid, fuimos un día a verle con una carta derecomendación.

—Era entonces diputado por Cádiz. A mí me regaló su libro La Haciendade España y modo de reorganizarla.

—Yo lo recuerdo como si fuera ahora. Era un señor grueso, alto, con lacara llena, todo afeitado...

Pausa ligera. Suenan las fichas sobre los mármoles; el pianista preludiauna melodía.

—Yo a quien conocí y traté, porque era gran amigo de mi padre—observaotro contertulio—, fue a don Juan Manuel Montalbán y Herranz... Ahítiene usted otro hombre de los que no hicieron mucho ruido, y que, sinembargo, tenía un mérito positivo. Cuando yo estudiaba era rector de laUniversidad Central; fue también senador el año 72... La mejor ediciónque se ha hecho del Febrero se debe a él... Sabía mucho y era muymodesto.

—Eran otros hombres aquéllos. Ante todo, había menos palabrería queahora. Ya predijeron algunos lo que iba a suceder luego; muchas de lascosas que aquellos hombres recomendaban, luego se han tenido querealizar, porque todo el mundo ha reconocido que eran convenientes y sepodían atajar con ellas muchos males... Don Juan Pedro Muchadarecomendaba en su libro la formación de sociedades cooperativas paraobreros; entonces (esto era el año 1846), entonces no había ni rastro deellas. Vean ustedes ahora si hay pocas.

Hace un momento ha llegado un viejo que tiene un bigotito blanco enforma de cepillo, que viste un pantalón a cuadritos negros y blancos, yse apoya en un bastón de color de avellana.

Este viejo oye en silencioestas añoranzas del tiempo luengo, y dice después, dando golpes con elbastón, poniéndose los lentes con un gesto rápido:

—Yo les puedo asegurar a ustedes que en lo que toca a lo que yo heconocido algo, que es el teatro, no hay ahora actores como aquéllos...Será una ilusión mía, muy natural, dado que aquél fue el tiempo de mijuventud...; pero a mí se me antoja que realmente eran mejores. Sincontar los de primera fila: Romea, Latorre, Matilde Díez, Arjona,Catalina, Valero..., había muchos de segunda, que yo hoy, relativamente,no los encuentro; por ejemplo: Pizarroso, Oltra y Vega, que trabajaba enla compañía de Romea: el mismo hermano de Romea, Florencio, Luján, aquien yo vi debutar el año 1865 en el teatro del Recreo... Y

comocantantes de zarzuela, no digamos. ¿Quién no se acuerda de Escriú? ¡Québien hacía! ¡ Quién es el loco!... Y ahora que hablo de locos meacuerdo del pobre Tirso Obregón, que murió loco en su pueblo, Molina deAragón. Creo que no he conocido un barítono de más bríos que el pobreTirso; tenía también una arrogante presencia... Él fue, puede decirse,el último intérprete de la zarzuela clásica, de Barbieri, deOudrid—¡cuánto me acuerdo yo de Oudrid!—, de Gaztambide... Después deél, ya aquello se fue...

El viejo calla en un silencio triste; todo un pasado rebulle en sucerebro; toda una época de actores aclamados y actrices adorables quepoco a poco se esfuman en el olvido.

La sala se ha ido quedando vacía; en un rincón se inclinan dos jugadoressobre una mesilla verde; de cuando en cuando profieren una exclamación,levantan el brazo y lo dejan caer pesadamente sobre el tapete. El vaho yel humo borran las líneas y hacen que destaquen en mancha, sin contorno,las notas verdes y blancas de las mesas y la larga pincelada roja deldiván. Un reloj suena con diez metálicas vibraciones.

—¿Está usted vendimiando ya en la Umbría?—pregunta uno de loscontertulios a otro.

—Sí, ayer di orden de que principiaran.

—Yo mañana me marcho a la Fontana; quiero principiar pasado mañana.

—La uva ya está en su punto—dice un tercero.

—Y es necesario—añade otro—cogerla antes de que una nube se nosadelante.

Y todos, durante estas últimas palabras, han ido levantándose y sedespiden hasta otro día.

XIV

Hoy han tocado a la puerta: tan, tan. Azorín ha creído que era elviento. La idea de que llamen a su puerta le parece absurda.

Pero sí quellamaban; han vuelto a tocar: tan, tan, tarán. Azorín hacomprendido la realidad y ha bajado a abrir. Era un viejo que le hasaludado cortésmente, esforzándose por sonreír; pero era un esfuerzopenoso. ¿No habéis visto cuando estáis tristes y un niño o una mujer osmiran, cómo en su cara ingenua se refleja instintivamente vuestro gestotriste? Pues Azorín, mirando a este viejo, ha puesto también caratriste.

¿Qué quiere este viejo? Hay hombres que parecen cerrados como armarios;un extraño no sabe lo que hay dentro. Este viejo es de esos hombres.¿Por qué ha llamado? ¿Qué quiere? ¿Qué va a decir? Es un viejo menudito,con una barba blanca que termina en una punta corta un poco dobladahacia arriba, envuelto en una capa parda; es uno de esos viejos quellevan el pañuelo del bolsillo siempre doblado cuidadosamente y decuando en cuando lo sacan y lo pasan con suavidad por la nariz. Comolleva la capa cerrada y él va tan encogido, mirando casi asustado a unlado y a otro, parece que va a realizar algo importante.

Es, efectivamente, algo importante.

—Perdone usted—ha dicho el viejo—; usted es crítico...

Azorín ha sonreído con benevolencia; se sentía halagado por las palabrasde este desconocido.

El viejo ha sacado de debajo de la capa un grueso cartapacio y mientraslo ponía sobre la mesa ha repetido:

—Sí, sí; usted es crítico.

Azorín, al ver el cartapacio, ha sentido un ligero escalofrío; toda suanterior complacencia se ha trocado en temor.

—No, no—ha replicado—; yo se lo aseguro a usted: yo no soy crítico.

Pero el viejo movía la cabeza en señal de incredulidad y se ha puesto arelatar el objeto de su visita.

Este viejo ha dicho que él es autor cómico. Azorín se ha quedadoestupefacto. Autor dramático, acaso; pero cómico le parecía unaenormidad. Luego ha añadido que a él le han dicho que Azorín tiene enMadrid muchas relaciones y que podrá ayudarle, porque es muy benévolo.Azorín se ha ruborizado, pero ha convenido interiormente en que algobenévolo debe de ser cuando se apresta a oír la lectura que el viejo vaa hacerle de tres zarzuelas suyas, cada una en un acto.

—Yo—dice el viejo—vivo solo; esto constituye mi única alegría. Hacedos años estuve en Madrid y llevé una obra a la Zarzuela y otra aApolo... Me hicieron ir y venir muchas veces; me daban mil excusasinverosímiles; yo estaba ya cansado. Y al fin me dijeron que habíanleído las obras y que les parecían anticuadas. Anticuadas, ¿por qué? Elarte, ¿puede nunca ser anticuado? Sin embargo, he escrito otras y conellas volveré a Madrid; son éstas que aquí traigo... El viejo comienzala lectura.

A ratos se detiene un momento; saca su pañuelo doblado, lopasa por la nariz y pregunta:

—¿Usted cree que esta escena está bien preparada?

Azorín tiene, como no podía ser menos, su estética teatral, que algunoscríticos han encontrado exagerada. Pero sería terrible que la sacase enesta ocasión. Mejor es que le parezcan bien todas las escenas y hastalas tres obras enteras. Sí, a Azorín le parecen excelentes las treszarzuelas.

—¿Usted—pregunta el viejo—no conoce a Sinesio Delgado?

—No, no conozco al señor Delgado.

—¿Conocerá usted, por lo menos, a López Silva?

Azorín, horrorizado a la sola idea de conocer a López Silva, se haapresurado a protestar.

—¡Oh, no no, tampoco!

Entonces el viejo ha movido la cabeza como conformándose con sudesgracia, y ha exclamado tristemente:

—¡Todo sea por Dios!

Este viejo ha venido esta mañana en el tren; esta noche regresará a sucasa. Cuando entre en ella y cierre tras sí la puerta y se vea otra vezsolo, lanzará un suspiro y pensará que hoy se le ha disipado unaesperanza.

XV

Azorín ha recibido hoy una carta; la fecha decía: Petrel; la firmarezaba: Tu infortunado tío, Pascual Verdú.

¡Pascual Verdú! Azorín, de lo hondo de su memoria, ha visto surgir lafigura de su tío Verdú. Ha columbrado, confusamente, entre sus recuerdosde niño, como una visión única, una sala ancha, un poco oscura,empapelada de papeles grises a grandes flores rojas, con una sillería dereps verde, con una consola sobre la que hay dos hermosos ramos bajofanales, y entre los dos ramos, también bajo otro fanal, una muñeca quefigura una dama a la moda de 1850, con la larga cadena de oro y elrelojito en la cadera.

Esta sala es húmeda. Azorín cree percibir aún la sensación de humedad.En el sofá está sentada una señora que se abanica lentamente; en uno delos sillones laterales está un señor vestido con un traje blanquecino,con un cuello a listitas azules, con un sombrero de jipijapa que tieneuna estrecha cinta negra. Este señor—recuerda Azorín—se yergue,entorna los ojos, extiende los brazos y comienza a declamar unos versoscon modulación rítmica, con inflexiones dulces que ondulan en arpegiosextraños, mezcla de imprecación y de plegaria. Después saca un finopañuelo de batista, se limpia la frente y sonríe, mientras mi madremueve suavemente la cabeza y dice: «¡Qué hermoso, Pascual! ¡Quéhermoso!»

Se hace un ligero silencio, durante el cual se oye el ruido del abanicoal chocar contra el imperdible del pecho. Y de pronto suena otra vez lavoz de este señor del traje claro. Ya no es dulce la voz ni los gestosson blandos; ahora la palabra parece un rumor lejano que crece, seensancha, estalla en una explosión formidable. Y yo veo a este señor depie, con los ojos alzados, con los brazos extendidos, con la cabezaenhiesta. En este momento el sombrero de jipijapa rueda por el suelo; yome acerco pasito, lo cojo y lo tengo con las dos manos en tanto que oigolos versos con la boca abierta.

Luego que acaba de recitar este señor, charla ligero con mi madre; luegose pone en pie, me coge, me levanta en vilo y grita:

«¡Antoñito,Antoñito, yo quiero que seas un gran artista!» Y se marcha rápido,voluble, ondulante, hablando sin volver la cabeza, poniéndose al revésel sombrero, que después torna a ponerse a derechas, volviendo por elbastón que se había dejado olvidado en la sala...

Y de idea en idea, de imagen en imagen, Azorín ha recordado haber vistoen el Boletín del Ateneo de Madrid, del año 1877, algo referente a sutío Verdú. Sí, sí; lo recuerda bien. Se discutió aquel año sobre lapoesía religiosa; fue una discusión memorable. Revilla, Simarro, Reus,Montoro dijeron cosas estupendas en contra del espiritualismo; encambio, los espiritualistas dijeron cosas atroces contra elmaterialismo. Estos espiritualistas eran tres, tres nada más al menos,puros de toda mácula: Moreno Nieto, que murió sobre el trabajo;Hinojosa, que luego ha sabido encontrar el espíritu en los presupuestos,y Pascual Verdú, que ahora vive solo, desconocido, enfermo, torturado,en ese pueblecillo levantino. Don Francisco de Paula Canalejas hizo elresumen de los debates, y en su discurso, al hablar de los diversoscontendientes, puede verse (página 536 del Boletín) cómo trata aVerdú. Le llama «el fácil y apasionado señor Verdú».

¡El fácil y apasionado señor Verdú! Sí; indudablemente, éste es el señoramable, éste es el señor voluble, éste es el señor ardoroso que recitabaversos aquel día, allá en mi niñez, en una sala húmeda con unasillería de reps verde.

XVI

La carta que Azorín ha recibido de Pascual Verdú dice así:

«Petrel...

Querido Antonio: He leído en La Voz de Monóvar que acabas dellegar a ésa. ¡Qué malo que estoy, hijo mío, y cuánto me alegraríade poder abrazarte!

Te espero mañana en el correo.

El mal del cerebro ha apretado, y todo se pierde. No tengoilusión de nada. ¿Qué han hecho de mí?

Tu infortunado tío,

Pascual Verdú. »

XVII

A las once, en el correo, Azorín ha recibido otra carta de Verdú. (Laanterior ha llegado en las primeras horas de la mañana, por el trenmixto.)

«Petrel...

Querido Antonio: No sé si continuar instándote para que no dejes devenir. Creo que me dará mucho sentimiento verte, pero te quierotanto y tanto...

Si vienes, ven pronto.

Lo que me sucede, querido Antonio, es muy extraordinario. Ni tomomás alimento que jícaras de caldo y leche y alguna pequeña galleta,ni duermo más que algunos minutos, y estoy tan débil, que haceveintiséis días que no he puesto los pies en la calle, porque nopuedo andar.

Te abraza tu tío

Pascual. »

XVIII

En la tarde del mismo día en