Antonio Azorín - Pequeño Libro en Que Se Habla de la Vida de Este Peregrino Señor by José Martínez Ruiz - HTML preview

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Dicho esto, el buen Dios sonrió en su bella barba blanca y despidió asus hijos, que partieron contentos.

Cuando volvieron a sus casas se apresuraron a guardar cuidadosamente lainteligencia en los armarios y en los cajones.

Sin embargo, habíaalgunos hombres que la llevaban siempre en la cabeza; éstos eran unoshombres soberbios y ridículos que querían saberlo todo.

Había otros que la sacaban de cuando en cuando, por capricho o para queno se enmoheciese.

Y había, finalmente, otros que no la sacaban nunca. Estos pobres hombresno la sacaban porque jamás la tuvieron; pero ellos se aprovecharon de laordenanza divina para fingir que la tenían. Así, cuando les preguntabanen la calle por ella, respondían ingenuos y sonrientes: «¡Ah! La tengomuy bien guardada en casa».

Esta sencillez y esta modestia encantaron a las gentes. Y las gentesllamaron a estos hombres los políticos, que es lo mismo que hombresurbanos y corteses. Y poco a poco estos hombres fueron ganando lasimpatía y la confianza de todos, y en sus manos se confiaron los másarduos negocios humanos, es decir, la dirección y gobierno de lasnaciones.

Así transcurrieron muchos siglos. Y como al fin todo se descubre, lasgentes cayeron en la cuenta de que estos buenos hombres no llevaban lainteligencia en la cabeza ni la tenían guardada en casa.

Y entonces pidieron que se restableciese el uso antiguo.

Pero era ya tarde; la tradición estaba creada; el perjuicio se habíaconsolidado.

Y los políticos llenaban los parlamentos y los ministerios.

XVIII

Esta Pepita, cuando mira, tiene en sus ojos algo así como unosvislumbres que fascinan. Yo no sé—piensa Azorín—lo que es esto; peroyo puedo asegurar que es algo extraordinario.

—Pepita—le pregunta Azorín—, ¿qué quisiera usted en el mundo?

Pepita levanta los ojos al cielo; después saca la lengua y se moja loslabios; después dice:

—Yo quisiera... yo quisiera...

Y de pronto rompe en una larga risa cristalina; su cuerpo vibra; sushombros suben y bajan nerviosamente.

—Yo no sé, Azorín; yo no sé lo que yo quisiera.

Pepita no desea nada. Tiene un bello pelo rubio abundante y sedoso; susojos son azules; su tez es blanca y fina; sus manos, estas bellas manosque urden los encajes, son blancas, carnosas, transparentes, suaves.

Pepita sabe que hay por esos mundos grandes modistos y grandes joyeros,pero ella no desea nada.

Y Azorín, mirándola un poco extático—¿por qué negarlo?—, le dice:

—La elegancia, Pepita, es la sencillez. Hay muy pocas mujereselegantes, porque son muy pocas las que se resignan a ser sencillas.Pasa con esto lo que con nosotros, los que tenemos la manía de escribir:escribimos mejor cuanto más sencillamente escribimos; pero somos muycontados los que nos avenimos a ser naturales y claros. Y, sin embargo,esta naturalidad es lo más bello de todo. Las mujeres que han llegado aser duchas en elegancias, acaban por ser sencillas; los escritores quehan leído y escrito mucho, acaban también por ser naturales. Usted,Pepita, es sencilla y natural espontáneamente. No lo ha aprendido usteden ninguna parte: el pájaro tampoco ha aprendido a cantar.

Y yo, que heescrito ya algo, quisiera tener esa simplicidad encantadora que ustedtiene, esa fuerza, esa gracia, ese atractivo misterioso—que es elatractivo de la armonía eterna.

XIX

Pepita se halla en la entrada tramando sus encajes con sus dedossutiles. Está sentada; tiene sobre la falda la almohadilla; a sus pieshay un periódico de modas.

Este periódico lo coge Azorín; luego lo ojea; Azorín lo lee todo. Ypasando y repasando las grandes páginas, sus ojos caen sobre algointeresante. Es una consulta que el periódico ha hecho a sussuscriptoras sobre ciertas cuestiones; una de las preguntas es lasiguiente: ¿Qué cree usted preferible, ser amada sin amar o amar sinser amada? Las respuestas varían, pero todas son curiosas. He aquí loque dice una de ellas, que Azorín ha leído en voz alta:

«Ninguna de las dos cosas. Para una mujer de corazón, tan malo es lo unocomo lo otro. He amado sin ser amada, y ahora soy amada sincorresponder, bien a pesar mío. Cuando tenía quince años me enamoré deun hombre que pasaba de los treinta, y él, como es natural, meconsideraba una chiquilla. Yo me desesperaba, pero él maldito el casoque hacía de mí. ¡Qué pena la mía cuando un día me preguntó con caraburlona si me gustaban las muñecas, porque pensaba comprarme una! Mepuse roja de indignación y, a pesar del cariño que le profesaba,confieso que de buena gana le habría dado un cachete.»

Azorín no ha leído más y ha dicho:

—Pepita, este hombre a quien esta muchacha quiso despreció frívolamenteun gran tesoro. Era ya un poco viejo; acaso estaría ya también un pococansado de la tristeza de la vida. Pudo ser feliz un momento y no quisoserlo.

Azorín ha añadido, tras breve pausa en que contemplaba los ojos dePepita:

—Sí, éste era un hombre loco. Despreció un consuelo, una ilusiónpostrera que otros, ya también un poco viejos, ya también un pocotristes, van buscando afanosamente por el mundo y no los encuentran...

Y Pepita ha bajado sus hermosos ojos limpios y azules.

XX

Azorín se marcha. Azorín, decididamente, no puede estar sosegado enninguna parte, ni tiene perseverancia para llevar nada a término. Yo heleído en los diccionarios que autotelia significa «cualidad de un serque puede trazarse a sí mismo el fin de sus acciones». Pues bien; no esaventurado afirmar, aunque sea en redondo, que Azorín no tiene autotelia. Por eso se marcha repentinamente de este pueblo, sin motivoninguno, como se marchará luego de otro cualquiera. Él aquí era casifeliz; vivía tranquilo; no se acordaba de periódicos ni de libros. Y loque es el colmo de la tranquilidad, hasta no tenía nombre. Aquí nadie leconocía como borrajeador de papel, ni siquiera como un simple AntonioAzorín. Y ésta es una profunda lección de vida, porque esto significaque el pueblo, o sea el público grande, sano, bienintencionado, noestima el artificio y la melancolía torturada del artista, sino lajovialidad, la limpieza, la simplicidad de alma. De este modo aquíSarrió lo era todo—y lo sigue siendo—mientras Azorín no era nada; omejor dicho, si algo figuraba era como amigo de él, como acompañante delhombre bueno, como un sujeto cuyo único mérito consiste en irconstantemente con otro meritísimo. Por eso en este pueblo, paradesignar a Azorín, decían: El que va con Sarrió...

*

* *

Azorín ha dicho:

—Pepita, me marcho.

Pepita se ha vuelto sobresaltada y ha exclamado:

—¡Ay, Azorín! ¿Usted se marcha?

Y le ha mirado fijamente con sus anchos ojos azules. Parecía que con sumirada le acariciaba y le decía mil cosas sutiles que Azorín no podríaexplicar aunque quisiera. Cuando oímos una música deliciosa, ¿podemosexpresar lo que nos dice? No; pues del mismo modo Azorín no acertaría aexplicar lo que dice Pepita con sus miradas suaves.

Pepita ha querido saber dónde se iba Azorín. Pero es el caso que Azorínno lo sabe tampoco. ¿Dónde se irá él? ¿Qué país elegirá para pasear susinquietudes? Ha estado un momento pensándolo, y como Pepita continuabamirándole ansiosa, ha dicho al fin:

—Yo creo... que me marcho... a París.

Pepita ha proferido una ligera exclamación de terror.

—¡Ay, Azorín, a París, y qué lejos que está eso!

Tiene razón Pepita en asustarse. París está muy lejos; además, allí nohablan como nosotros. ¿Qué va a hacer Azorín en París?

París es unaciudad donde se vive febrilmente, donde las mujeres son pérfidas, dondelas multitudes corren por las calles con formidable estruendo. Azorínquerrá encontrar allí la paz, y no encontrará la paz que ha sentido enesta plaza solitaria y bajo estos árboles sombríos; y querrá encontrarallí hombres sabios y no los encontrará tan sabios como este que sellama Sarrió.

Y al despedirse, mientras Azorín estrechaba la mano de Pepita, esta manotan blanca, tan carnosita, tan suave, con sus hoyuelos, con sus uñascombadas, Pepita ha dicho:

—¿Me escribirá usted, Azorín?

Y Azorín ha contestado que sí, que sí que le escribirá a Pepita unacarta muy larga desde París, contándole las andanzas de su cuerpo y lasterribles perplejidades de su espíritu.

XXI

Efectivamente, Azorín se va a París. ¿Por qué a París, y no a Brujas, aFlorencia, a Constantinopla, a Praga, a Petersburgo? Él no lo sabe, nitampoco lo quiere razonar. ¿Para qué razonar nada? Lo espontáneo es lamás bella de las razones; la conciencia dicen los psicólogos que es un epifenómeno, es decir, una cosa que no es esencial para el proceso dela actividad psicológica, como no es esencial que un reloj se dé o no sedé cuenta de que anda...

Todo esto lo piensa Azorín mientras arregla la maleta; se pueden pulirvidrios o arreglar una maleta y estar filosofando.

Sólo que Azorín no esSpinoza; aunque también es verdad—y ésta es la compensación—que tienemejor ropa. Y aquí en la maleta va colocando unas camisas de finísimohilo, unos calzoncillos,

unos

calcetines,

unos

pañuelos—cuatro

tomitosimpresos por Didot, limpiamente, en el año 1802. Azorín los pasa, losrepasa, los acaricia, los abre al azar. Y en uno de ellos lee:

«Il y a plusieurs années que ie n'ay que moi pour visée à mes pensées,que ie ne contreroolle et n'estudie que moi; et si i'estudie oultrechose, c'est pour soubdain le coucher sur moi, ou en moi, pour mieulxdire.»

A mí también—piensa Azorín—me sucede lo que a este hombre de Burdeos;pero esto es triste, monótono, y en la soledad de los pueblos estatristeza y esta monotonía llegan a estado doloroso. No, yo no quierosentirme vivir. Y voy a hacer un viaje largo: me marcho a una ciudadfebril y turbulenta donde el ruido de las muchedumbres y el hervor delas ideas apaguen mi soliloquio interno. Y esta ciudad es París.

He aquí cómo este desdichado Azorín, que no quería razonar su viaje, haacabado al fin por razonarlo. ¡Tan añejado está en él este morbo ferozque llamamos inteligencia!

XXII

En el camino de Petrel a Elda, al comedio, entre la verdura de noguerasy almendros, se alza un humilladero. Es una cupulilla sostenida porcuatro columnas dóricas de piedra; en el centro, sobre una pequeñagradería, se levanta otra columna que sostiene una cruz de hierroforjado. Azorín y Sarrió se han sentado en este humilladero. Van a Elda.Y van a Elda porque Azorín ha de tomar el tren que por allí pasa.

Azorín está triste; Sarrió también lo está un poco. Y los dos callan,sin saber lo que decirse en estos momentos supremos en que van asepararse acaso para siempre.

—Azorín—dice Sarrió—, ¿usted no vendrá más por aquí?

—No sé, Sarrió—contesta Azorín—; es muy posible que no vuelva.

—Entonces, ¿no nos veremos más?

—Sí, acaso no nos volvamos a ver más.

Han callado un instante. Y se ponen otra vez en marcha.

Delante deellos va una tartana con el equipaje de Azorín.

Cuando han arribado a la estación, Azorín, como es natural, ha sacado elbillete y ha facturado sus bártulos. De allí a un rato ha aparecido eltren.

Sarrió le alarga a Azorín, subido al coche, la maleta; luego, contiento, una cesta. En esta cesta ha puesto él, Sarrió, una suculentamerienda para que Azorín se la coma en el camino. ¡Es la última muestrade simpatía!

—Azorín—le dice Sarrió—, tenga usted cuidado de que no se estruje lauva que va en la cesta... Cuando se coma usted esa uva que yo he cogidoen el huerto, acuérdese, Azorín, de que aquí deja un amigo sincero.

—Sí, Sarrió—ha contestado Azorín—; yo me acordaré de usted cuando mecoma estas uvas y siempre. Su recuerdo será en mi vida algo grato, algoimperecedero.

Se han abrazado estrechamente.

—Adiós, Azorín.

—Adiós, Sarrió.

Ha silbado la locomotora; el tren se ha puesto en marcha.

A lo lejos, Sarrió agitaba en alto su sombrero de copa puntiaguda.

TERCERA PARTE

I

A Pepita Sarrió.

En Petrel.

«Querida Pepita: Quedé en escribirte desde París, pero no puede ser,porque no he ido aún a París. Te escribo desde Madrid. Y quiero contartemuchas cosas. Aquí yo hago una vida terrible. Sabrás que emborrono todoslos días un fajo de cuartillas. No me levanto muy temprano; me acuestotarde. Y

cuando me despierto, mientras me desperezo un poco y recapitulosobre lo que he de hacer durante el día, oigo un reloj que suena lasdiez en el piso de al lado, y después otro en el piso de abajo, y luegootro en el piso de arriba. Y mi reloj, este reloj pequeñito que túconoces, va marchando sobre la mesilla en un tic-tac suave. Como es yatarde—¡las diez!—, me echo de la cama y abro el balcón. La calle estámojada; el cielo está de color de plomo.

»Yo, cuando veo este cielo gris, oscuro, triste, me acuerdo de esecielo tan limpio y tan azul. Y cuando me acuerdo de ese cielo azul, meacuerdo también de unos ojos anchos y azules...

»Pero es preciso estar aquí, Pepita; es preciso vivir en este Madridterrible; en provincias no se puede conquistar la fama. La fama noestamos muy acordes los que vamos tras ella en lo que consiste; pero yopuedo asegurar que el fajo de cuartillas que emborrono todos los días,lo emborrono por conquistarla.

»Cuando me siento ante la mesa, después de levantarme, me esperan sobreella una porción de libros. Los que han escrito estos libros quieren queyo los lea. ¿Por qué quieren que yo los lea? Yo no puedo leerlos todos;esto es un compromiso tremendo. Y digo que sí que los he leído. Sinembargo, no es bastante decir que los he leído: he de añadir lo quepienso de ellos. Yo, en realidad, Pepita, no pienso nada de la mayorparte de los libros que se publican. Pero a un hombre que escribe en losperiódicos, ¿le es lícito no pensar nada de una cosa? ¡No, no!

Un hombreque borrajea en los periódicos ha de tener siempre lista su opiniónsobre todas las cosas. Y yo también doy mi opinión sobre estos libros:unas veces es benévola, y son las más, y otras, muy pocas, me pongoserio y escribo cosas atroces.

Cuando ocurre esto, es que estoy de malhumor, Pepita. Entonces todo me parece malo, y un libro también ha deparecérmelo.

»Luego me arrepiento pensando que acaso el que escribió ese libro es unbuen hombre que tiene seis hijos y que trabaja todo el día en unaoficina. Y resulta que al mal humor que tenía antes se añade este otro.Y, por eso, yo rehuyo cuanto puedo el escribir acerca de los libros quetengo sobre la mesa y digo que todos son admirables, aunque no los hayaleído.

»A las doce, después que he gastado una poca tinta, almuerzo.

Creo quees malsano trabajar después de comer. Y ésta es la causa de que yo dé unpequeño paseo. Algunos días voy al Retiro, que es un gran jardín conmuchos árboles; otros, si el tiempo es desapacible, me meto en el museode Pinturas. A la hora en que yo voy al Retiro no hay nadie. Todo estásilencioso; los troncos se yerguen desnudos, negruzcos, con manchas delíquenes verdosos; las violetas crecen, moradas y olorosas, entre elcésped. No es mucho lo que ando yo por estos paseos: inmediatamenteregreso y me cuelo en el Ateneo o en la Biblioteca. Y después que heleído un largo rato, cojo unos papeles blancos y voy escribiendo enellos cosas verdaderamente tremendas. Esto que yo escribo se llama unacrónica.

»Y al día siguiente, cuando al levantarme la veo en el periódico, apartolos ojos de ella avergonzado, y meto el periódico en el cajón de lacómoda.

»Y otra vez principia otro día igual al de ayer e idéntico al de mañana:leo, paseo un poco, vuelvo a leer, torno a escribir las cosas horriblessobre los pequeños papeles.

»Y por la noche, cuando me acuesto, pongo el relojito sobre la mesilla:su andar suave resuena en la alcoba. ¡Mar-cha! ¡Marcha! , parece queme dice. Y yo marcho, Pepita; yo leo una muchedumbre de libros, yoemborrono una atrocidad de cuartillas, pero esa gloria tan casquivana nollega, no llega...

»Adiós; escríbeme.

Antonio.»

II

«Pepita: Ya soy un periodista político terrible. Para ser periodistapolítico no se necesita más que tener mala intención.

«¡Pero tú,Antonio,—me dirás—, no tienes mala intención!» Es verdad: yo no latengo, pero a veces hago un esfuerzo y consigo tenerla. Claro está queno tengo inquina hacia nadie ni hacia nada; no me interesan tampocoestas o las otras ideas; por eso, Pepita, mi tarea es más fácil, porquehago mis artículos con entera tranquilidad, sin apresurarme, sinaturdirme, poniendo esas pequeñas gotas de hiel donde quiero ponerlas.Ayer hice un artículo. Ha ocurrido aquí una cosa muy gorda que llamancrisis ministerial: consiste en que los que mandan se quitan para quemanden otros. Pues bien; yo quise hacer la historia de esta cosa: he deconfesar que yo no sabía nada de ella. Sin embargo, las historias de lascosas que no sabemos son las mejores historias. Hice la historia: revelédetalles atroces: todos los políticos y los periodistas se quedaronestupefactos. Estos políticos y estos periodistas he de advertirte queson una gente muy inocente: con un adarme de ingenio y otro de audaciase les asombra a todos. Por eso no es extraño que ante mi artículoabrieran espantados los ojos. Mira lo que decía el Heraldo (¿lees túeste periódico?).

«Esa interpretación de lo sucedido en el regio alcázar no creemos que sehaya insertado jamás en ningún periódico, y por añadidura ministerial,desde que la prensa existe. Para encontrar algo parecido, no igualado,sería preciso remontarse a la época en que González Bravo ejercía derevolucionario en el famoso Guirigay.» Te confieso que yo me reíanoche un poco cuando leí el Heraldo; pero luego me puse serio.Indudablemente—dije—, yo soy un hombre terrible.

»¡Desde que la prensa existe, que no se había hecho cosa parecida!...¿Comprendes la trascendencia de mi obra? ¿Podía yo dormir tranquilamentedespués de haberla realizado? No; de ninguna manera. Y cuando vine acasa me sentía desasosegado, nervioso, obsesionado por mi tremendoartículo. Y tuve que pensar en ti un poquito para sentirme tranquilo ypoder dormir como un hombre vulgar.

Antonio.

»P. S. Ahora acaban de echarme El Imparcial por debajo de la puerta, yveo que reproduce mi artículo, y añade que «no ha podido menos demotivar comentarios muy vivos».

»¡Qué terrible es esto, Pepita!»

III

»Pepita: Todas las noches le doy cuerda a mi relojito antes deacostarme. Cuando estaba ahí le daba cuerda a las diez; ahora se la doya las dos de la madrugada. No te asustes. Yo procuraré que esto no duremucho. Ahora vengo de la redacción. Quiero ponerte dos letras antes deacostarme para que no digas que no te escribo. Estoy cansado. Esta vidaprecipitada me fatiga. No estoy en mí mismo. He de escribir muchas cosasque no tengo ganas de escribir. He de hablar mucho con gentes a quienesapenas estimo. Tú ya sabes que yo hablo poco. Soy un hombre derecogimiento y de soledad; de meditación, no de parladurías y bullicios.Y cuando, después de haber estado todo el día hablando y escribiendo, meretiro a casa a estas horas, yo trato de buscarme a mí mismo, y no meencuentro. ¡Mi personalidad ha desaparecido, se ha disgregado endiálogos insubstanciales y artículos ligeros!

»Y yo no creo, Pepita, que haya un tormento mayor que éste.

Nos puedenrobar nuestra hacienda, nos pueden robar la capa y el gabán, ¡perorobarnos nuestro espíritu! ¿Comprendes tú, Pepita, que haya una cosa másterrible que ésta?

»Ahora son las dos; todo está en silencio. De cuando en cuando oigo a lolejos el sordo rumor de un coche; suenan las campanadas lentas del relojde la Puerta del Sol; una voz turba de pronto el sosiego profundo.

»Y yo me siento ante la mesa y arreglo las cuartillas. Pero no se meocurre nada. Aquella espontaneidad que yo sentía afluir en mí ya no lasiento. Quiero reflexionar, me esfuerzo en hacer una cosa bien hecha, yme desespero y me aburro. Las cosas bien hechas salen ellas solas, sinque nosotros queramos; la ingenuidad, la sencillez no pueden serqueridas. Cuando queramos ser ingenuos, ya no lo somos.

»Tú eres ingenua, Pepita. Si yo me acuerdo mucho de ti, ¿por qué es,sino por esto? Tu recuerdo es para mí algo muy grato en medio de estaaridez de Madrid. Y por eso, yo cada día te escribo más, aunque seapoquito, y deseo que tú me escribas. Escríbeme: dime si paseáis por laplaza al anochecer, mientras suena la fuente y el cielo se va poniendofosco; dime si salís a las huertas y os sentáis bajo esas noguerasanchas, espesas, redondas, y veis correr el agua limpia y mansa por losazarbes; dime si las campanadas del Angelus son las mismas campanadasgraves y dulces que yo he oído; dime si los azahares de los naranjos sehan abierto ya y perfuman el aire; dime si las palmeras muevenmansamente sus ramas péndulas en el azul intenso...

»Pepita, Pepita: yo me siento conmovido y estoy a punto de sollozarcuando pienso en todas estas cosas... Yo me veo solo, yo me veo triste;yo veo que mi juventud va pasando estérilmente, sin una ternura, sin unacaricia, sin un consuelo...

»Adiós. No quiero que te pongas tú también triste.

»Antonio.»

IV

Este es un viejo que va todas las tardes al Congreso. En el sombrero decopa, yo he visto escrito en el forro blanco, con lápiz: Redón. Yo nosé quién es Redón. Tiene una barba larga y blanca; lleva en el dedoíndice de la mano izquierda un anillo con un sello de oro; sus ojos sonpequeñuelos y azules; cuando sonríe se le marcan sobre las sienes unoshacecillos de arrugas que le dan un aire picaresco. Entra en la tribunade la prensa y se sienta con mucho cuidado, levantándose el gabán,sosteniendo en alto el sombrero. Y luego se pone a mirar hacia alláabajo y tose de rato en rato...

Yo creo que este viejo oye atentamente todo lo que dicen; pero no looye. ¿Cómo lo ha de oír si es sordo? Entonces, ¿para qué viene? Haceveinte años que viene todas las tardes, con el mismo sombrero en quepone: Redón, con el mismo gabán que se levanta escrupulosamente alsentarse. A veces sonríe y se pasa la mano por la barba.

—¡Aquellos oradores sí que hablaban bien!—exclama este viejo.

Yo quiero saber quiénes eran aquellos oradores. Y entonces él me dice:

—Yo he oído a Martínez de la Rosa: ¿usted ha oído hablar de Martínez dela Rosa?

¿Quién no ha oído hablar de Martínez de la Rosa?

—Sí, sí que le he oído nombrar mucho.—Y el viejo me mira satisfecho yprosigue:

—Era un orador...

Al llegar aquí tose pertinazmente y se aliña después la barba.

—Era un orador...

Otra vez vuelve a toser durante un breve rato, y otra vez vuelve apasarse la mano por su blanca barba.

—Era un orador notable... Yo no he oído a nadie que tuviera la dulzuraque tenía Martínez de la Rosa. Aquéllos eran otros hombres: ¿no leparece a usted?

Evidentemente, me parece que aquellos hombres eran distintos que éstos.Yo tengo la franqueza de decirlo, y mis declaraciones le producen unagran satisfacción a este viejo. Por eso sonríe con su aire bondadoso yclava su mirada en el fondo de su sombrero.

Este sombrero él se lo hapuesto durante una porción de años para venir al Congreso. ¡No secomprará otro! Y como este sombrero, que tiene un forro blanco con unletrero que dice: Redón, le recuerda tantas cosas, él le pasa la mangacon amor por la copa. Y luego se lo pone con las dos manos y se aleja unpoco inclinado, tosiendo, pasándose suavemente la mano por su barbablanca.

V

«Pepita: Yo tengo unas amigas. No te pongas pálida. Yo tengo unas amigasque cantan en golpes graves y metálicos por la mañana; que sollozan porla tarde en un canto largo y plañidero de despedida. Vivo al lado de unaiglesia. Y estas amigas son las campanas. La iglesia es vieja, con lasparedes amarillas y desconchadas, con una torre puntiaguda. Está cercade la Puerta del Sol; y en medio de este estrépito frívolo de Madrid,mientras suenan los campanillazos de los tranvías, mientras pasan loscoches, mientras tocan los organillos, esta iglesia parece quejarse demuchas amarguras. Las cosas son como los hombres.

Sí, Pepita, ésta esuna iglesia a quien no dejan vivir en su soledad. Se parece a mí: yocreo que por esto me he venido a morar junto a ella. Ya te he dicho quees un estruendo grande de cosas mundanas el que la rodea; ahora añadiréque bajo sus portales, casi en su mismo recinto, hay unas tiendas demáquinas de coser y de paraguas. Además, junto a ella hay un gran salóndonde gritan y corren jugando a la pelota. Y por si esto no fuerabastante, un librero ha puesto sus estantes de libros profanos a lolargo de una de sus paredes, y unos hombres rápidos, que llevan unaescalera al hombro, vienen todos los días y pegan en sus muros tristesgrandes carteles blancos, azules, rojos. ¡No la dejan tranquila! Y estosmuros se hinchan en redondas tumefacciones, se desconchan en grandesclaros, dejan caer sobre los colgadizos de las puertas una costra detierra donde crece el musgo... Yo vivo muy alto; aparto los visillos yveo abajo, sobre la piedra gris de la portada, la mancha húmeda yverdosa. El cielo está gris; poco a poco va apagándose la fosca claridaddel día; pasan en formidable estrépito carromatos, coches, tranvías; seoyen voces, golpes violentos, rechinar de ruedas; un organillo lanza susnotas cristalinas. Y de pronto suenan lentas las campanas, en unasvibraciones largas y pausadas...

»Es la voz de esta iglesia, que suplica a los hombres un poco de piedad.

»Yo creo que los hombres no la oyen, Pepita; pero las oigo yo.

Y cadavez que por la mañana o por la noche ellas ríen o lloran, vienen a miespíritu recuerdos de otros días, un poco más felices que estos en queme veo tan solo.

»Adiós. Esa sorpresa de que me hablas, ¿qué es? Claro está que si me lodijeras, ya no sería sorpresa. No me lo digas. Y ya te contaré yo laimpresión que me produzca.

»Antonio.»

VI

«Pepita: Esta mañana estaba yo acostado cuando he oído llamar a mipuerta. Eran las ocho. A estas horas no podía ser ningún madrileño: unmadrileño no puede ir a visitar a las ocho de la mañana a nadie. ¡Seríauna aberración! Luego este hombre debía de ser un hombre de provincias.Pocos momentos antes oí yo entre sueños las campanas de enfrente. «Estasbuenas amigas, las campanas—decía yo—, no me van