El Libro de los Mártires by John Foxe - HTML preview

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Muchos de los que dieron grandes cantidades de dinero como rescate fueron de inmediato muertos; y varias ciudades que recibieron la promesa del rey de protección y seguridad, fueron objeto de una matanza general tan pronto como se entregaron, en base de esta promesa, a sus generales o capitanes.

En Burdeos, por instigación de un malvado monje, que solía apremiar a los papistas a la matanza en sus sermones, doscientas sesenta y cuatro personas fueron cruelmente muertas; algunos de ellos eran senadores. Otro de la misma piadosa fraternidad causó una matanza similar en Agendicum, en Maine, donde el populacho, por la satánica sugerencia de los santos inquisidores, se lanzaron contra los protestantes, matándolos, saqueando sus casas, y derribando su iglesia.

El duque de Guisa, entrando en Blois, permitió que sus soldados se lanzaran al saqueo, y que mataran o ahogaran a todos los protestantes que pudieran encontrar. En esto no perdonaron ni edad ni sexo; violando a las mujeres, luego las asesinaban; de ahíse dirigió a Mere, y cometió las mismas atrocidades durante muchos días. Aquíencontraron a un ministro llamado Cassebonio, y lo arrojaron al río.

En Anjou mataron a un ministro llamado Albiacus; muchas mujeres fueron también violadas y asesinadas allí; entre ellas había dos hennanas que fueron violadas delante de su padre, a quien los asesinos ataron a una pared para que las viera, y luego les dieron muerte a ellas y a él.

El gobernador de Turin, después de haber dado una enorme cantidad de dinero por su vida, fue cruelmente golpeado con garrotes, desnudado de sus ropas, y colgado de los pies, con su cabeza y torso en el río; antes que muriera le abrieron el vientre, le arrancaron las entrañas, y las arrojaron al río; luego llevaron su corazón por la ciudad clavado en una lanza.

En Barre se comportaron con gran crueldad, incluso con los niños pequeños, a los que abrían en canal, arrancando sus entrañas, las que, por el furor que llevaban, mordían con sus dientes. Los que habían huido al castillo fueron casi colgados cuando se rindieron. Asílo hicieron en la ciudad de Matiscon, considerando como un juego cortarles los brazos y las piernas y luego matarlos; como entretenimiento para sus visitantes, a menudo arrojaban a los protestantes desde un risco alto al río, diciendo: ‘No has visto nunca a alguien saltar tan bien?ª

En Penna, trescientos fueron degollados inhumanamente, tras haberles prometido seguridad; y cuarenta y cinco en Albia, un domingo. En Nome, aunque se rindió bajo la condición de que se les ofreciera seguridad, se vieron los más horrendos espectáculos.

Personas de ambos sexos y de toda condición fueron asesinados indiscriminadamente-, las 54

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calles resonaban con clamores de dolor, y la sangre corría; las casas encendidas por el fuego que los soldados habían arrojado dentro. Una mujer, sacada a rastras de su escondrijo junto con su marido, fue primero violada por los brutales soldados, y luego, con una espada que le mandaron sostener, la forzaron con sus propias manos en las entrañas de su marido.

En Samarobridge asesinaron más de cien protestantes, después de prometerles paz; en Antisidor dieron muerte a cien, y arrojaron a muchos al río. Cien que habían sido encarcelados en Orleans fueron muertos por la enfurecida multitud. Los protestantes de La Rochela, aquellos que habían podido escapar milagrosamente a la furia del infierno y se habían refugiado allá, viendo lo mal que les había ido a los que se habían sometido a aquellos demonios que se pretendían santos, se mantuvieron firmes por sus vidas; y algunas otras ciudades, alentadas por este gesto, los imitaron. El rey envió contra La Rochela casi todo el poder de Francia, que la asedió durante siete meses; y aunque por sus asaltos hicieron bien poco contra sus habitantes, por el hambre destruyeron a dieciocho mil de veintidós mil. Los muertos, demasiado numerosos para que los vivos los sepultaran, fueron pasto de las alimañas y de las aves carnívoras. Muchos llevaban sus propios ataúdes al patio de la iglesia, yacían en ellos, y expiraban. Su dieta había sido durante mucho tiempo aquello que hace temblar las mentes de los que tienen abundancia: hasta carne humana, entrañas, estiércol, y las cosas más inmundas, llegaron a ser finalmente el único alimento de aquellos campeones de aquella verdad y libertad de la que el mundo no era digno. Ante cada ataque los asaltantes se encontraban con una reacción tan denodada que dejaron a ciento treinta y dos capitanes, con un número proporcionado de tropas, tendidos en el campo. Finalmente, el sitio fue levantado por petición del duque de Anjou, hermano del rey, que fue proclamado rey de Polonia, y el rey, cansado, accedió fácilmente, con lo que se les concedieron condiciones honrosas.

Fue una notable interferencia de la Providencia que, en toda esta terrible matanza, sólo dos ministros del Evangelio cayeron. Los trágicos sufrimientos de los protestantes son demasiado numerosos para detallarlos; pero el trato dado a Felipe de Deux daráuna idea del resto. Después que los desalmados hubieran dado muerte al mártir en su cama, fueron a su mujer, que estaba asistida por una comadrona, esperando dar a luz en cualquier momento. La comadrona les rogó que detuvieran sus intenciones asesinas, al menos hasta que el niño, su vigésimo, naciera. A pesar de esto, hundieron una daga hasta la empuñadura en el cuerpo de la pobre mujer. Ansiosa por dar a luz, corrió a un campo de trigo; pero hasta allála persiguieron, la apuñalaron en el vientre, y luego la echaron a la calle. Por su caída, el niño salió de su madre moribunda, que tomado por uno de los rufianes católicos, apuñaló al recién nacido, arrojándolo luego al río.

Desde la Revocación del Edicto de Nantes hasta la Revolución Francesa, en 1789

Las persecuciones ocasionadas por la revocación del edicto de Nantes tuvieron lugar bajo Luis XIV. Este edicto había sido promulgado por Enrique el Grande de Francia en 1598, y aseguró a los protestantes la igualdad de derechos en todos los respectos, fueran civiles o religiosos, con el resto de los súbditos del reino. Todos estos privilegios los había confirmado 55

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Luis XIII en otro estatuto, llamado el edicto de Nismes, y lo mantuvo inviolado hasta el fin de su reinado.

Al acceder Luis XIV al trono el reino estaba casi arruinado por las guerras civiles. En este punto, los protestantes, sin atender a la amonestación de nuestro Señor, que ‘los que tomen la espada, a espada pereceránª, tomaron una parte tan activa en favor del rey, que se vio forzado a reconocerse en deuda con sus armas por haber sido establecido en el trono. En lugar de proteger y recompensar a aquel partido que lo había establecido en el trono, pensó que aquel mismo poder que lo había protegido podría derrocarlo, y, dando oído a las maquinaciones papistas, comenzó a emitir proscripciones y restricciones que señalaban a su decisión final. La Rochela fue presa de una cantidad increíble de denuncias. Montauban y Millau, fueron saqueadas por los soldados. Se designaron comisionados papistas para presidir sobre los asuntos de los protestantes, y no había más apelación contra sus decisiones que ante el consejo real. Esto fue un golpe a la misma raíz de sus derechos civiles y religiosos, y les impidió, como protestantes, de llevar a ningún católico a juicio. Esto fue seguido por otro decreto, que debía hacerse una indagación en todas las parroquias acerca de todo lo que los protestantes habían dicho o hecho en los pasados veinte años. Esto llenó las cárceles de víctimas inocentes, y condenó a otros a galeras o a destierro.

Los protestantes fueron expulsados de todos los oficios, profesiones, privilegios y empleos; esto los privó de todos los medios de ganarse su pan; y se llevó a cabo esto con tal brutalidad que ni permitían a las comadronas que ejercieran su oficio, sino que obligaban a las mujeres a someterse a esta crisis natural en manos de sus enemigos, los brutales católicos.

Sus hijos les eran arrebatados para ser educados por los católicos, y a los siete años se les hacía abrazar el papismo. Se prohibió a los reformados que prestaran ayuda a sus propios enfermos o pobres, todo culto privado, y el servicio divino debía efectuarse en presencia de un sacerdote papista. Para impedir que las infortunadas víctimas abandonaran el reino, se puso una estricta vigilancia por todos los pasos fronterizos del reino; sin embargo, por la mano misericordiosa de Dios, unos ciento cincuenta mil escaparon a su vigilancia, y emigraron a diferentes países para contar la terrible historia.

Todo lo que se ha contado hasta aquíeran sólo infracciones de su carta de derechos, el edicto de Nantes. Al final, tuvo lugar la diabólica revocación de este edicto, el dieciocho de octubre de 1685, y fue registrada el veintidós, en contra de todas las formas de la ley. En el acto, las tropas, del cuerpo de dragones, fueron acuarteladas con los protestantes en todo el reino, y llenaron todo el reino con la misma noticia: que el rey no admitiría ya más ningunos hugonotes en su reino, y que por ello tenían que decidir cambiar de religión. Con esto, los intendentes de cada parroquia (que eran gobernadores y espías católicos puestos sobre los protestantes) reunieron a la población reformada, diciéndoles que debían volverse católicos en el acto, bien de grado, bien por fuerza. Los protestantes contestaron que ‘estaban dispuestos a sacrificar sus vidas y posesiones al rey, pero que siendo sus conciencias de Dios, no podían disponer de ellas de la misma manera.ª

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En el acto, las tropas se apoderaron de las puertas y avenidas de las ciudades, y, poniendo guardas en todos los pasajes, entraron espada en mano, clamando: ‘¡Morid, o sed católicos!ª

Para resumir, practicaron todas las maldades y todos los horrores que pudieron inventar para obligarles a cambiar de religión.

Colgaban a hombres y mujeres por los cabellos o por los pies, y los ahumaban con paja ardiendo hasta que estaban casi muertos; y si seguían sin querer firmar su retractación, los colgaban una y otra vez, repitiendo sus barbaridades, hasta que, cansados de tormentos sin muerte, obligaban a muchos a ceder. A otros les arrancaban los cabellos de la cabeza y de la barba con tenazas. A otros los echaban en grandes hogueras, sacándolas otra vez de ellas, repitiendo la acción hasta que forzaban la promesa de retractarse.

A otros los desnudaban, y después de insultarlos de la manera más infame, les clavaban agujas de la cabeza a los pies, y los sacaban con cortaplumas; a veces los arrastraban con tenazas al rojo vivo por la nariz, hasta que prometían su retractación. A veces ataban a padres y maridos, mientras violaban a sus mujeres e hijas delante de sus ojos. A multitudes las encarcelaron en mazmorras inmundas, donde practicaban todo tipo de suplicios en secreto. A las mujeres y a los niños los encerraban en monasterios.

Los que consiguieron huir fueron perseguidos por los bosques, y cazados en los campos, disparándoles encima como a fieras; y ninguna condición ni calidad personal les sirvió de defensa ante la ferocidad de aquellos dragones infernales; incluso a los miembros del Parlamento y a los oficiales militares, aunque estuvieran sirviendo en aquel momento, se les ordenó abandonar sus puestos y dirigirse a sus casas, para sufrir igual suerte. Los que se quejaron al rey fueron mandados a la Bastilla, donde bebieron la misma copa. Los obispos y los intendentes marcharon a la cabeza de los dragones, con una tropa de misioneros, monjes y otros clérigos para animar a los soldados a ejecutar una acción tan grata para la Santa Iglesia de ellos, y tan gloriosa para el demonio dios de ellos, y su tirano rey.

Al redactar el edicto para revocar el edicto de Nantes, el consejo estaba dividido.

Algunos hubieran querido detener a todos los ministros y obligarles a abrazar el papado, lo mismo que a los laicos; otros preferían expulsarlos, porque su presencia fortalecería a los protestantes en su perseverancia: y si se veían obligados a retractarse, constituirían un grupo de enemigos secretos y poderosos en el seno de la Iglesia, por su gran conocimiento y experiencia en cuestiones de controversia. Al prevalecer esta razón, fueron sentenciados a destierro, y sólo se les permitieron quince días para partir del reino.

El mismo día de la publicación del edicto revocando la carta de libertades de los protestantes, demolieron sus iglesias y desterraron a sus ministros, a los que sólo les dejaron veinticuatro horas para salir de París. Los papistas no estaban dispuestos a permitirles que vendieran sus posesiones, y pusieron todos los obstáculos en su camino para retardar su salida hasta que terminara su limitado tiempo, lo que les sometía a la condena a galeras de por vida.

Los guardas fueron doblados en los puertos de mar, y las cárceles quedaron llenas con las 57

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víctimas, que soportaron tormentos y carencias ante los que la naturaleza humana tiene que estremecerse.

Los sufrimientos de los ministros y de otros, que fueron enviados a galeras, parecieron exceder a todos. Encadenados a un remo, estaban expuestos día y noche, en todas las estaciones, en todos los climas; y cuando desmayaban por debilidad del cuerpo, y se derrumbaban sobre el remo, en lugar de un cordial para reanimarles, o alimentos para fortalecerles, recibían sólo los azotes de un látigo, o los golpes de una vara o del cabo de una cuerda. Por la carencia de suficiente vestido y de la necesaria limpieza, se veían duramente atormentados por todo tipo de parásitos, y azotados por el frío, que alejaba de noche a los ejecutores que los golpeaban y atormentaban durante el día. En lugar de una cama, sólo se les permitía una madera dura de dieciocho pulgadas (46 cm) de anchura sobre la cual dormir, tanto si estaban sanos como enfermos, y sin cubierta alguna más que sus míseros harapos, que consistían en una camisa del tejido más burdo, un pequeño justillo de sarga roja, con cortes a cada lado para los brazos y con unas mangas que no llegaban al codo, y una vez cada tres años recibían un burdo capote y una pequeña gorra para cubrirse la cabeza, que tenían siempre pelada al rape como marca de infamia.

Su provisión de comida era tan mezquina como los sentimientos de los que los habían condenado a tales miserias, y el trato al que eran sometidos si caían enfermos es demasiado chocante para narrarlo; quedaban condenados a morir sobre las maderas del oscuro sollado, cubiertos de parásitos, y sin la menor provisión para sus necesidades fisiológicas. Y no era menos el horror que tenían que padecer estar encadenados al lado de los más endurecidos delincuentes y de los más execrables villanos, cuyas blasfemas lenguas nunca paraban. Si rehusaban oír Misa, eran sentenciados al bastinado, un terrible castigo que describimos a continuación. En preparación del mismo, se les quitan las cadenas, y las víctimas son entregadas en manos de los turcos que presiden a los remos, que los desnudan totalmente, y los tienden sobre un gran cañón, de manera que no se puedan mover. Durante esto reina un silencio sepulcral por toda la galera. El turco designado como verdugo, y que considera este sacrificio aceptable para su profeta Mahoma, azota a la mísera víctima con un recio garrote, o con un cabo de cuerda lleno de nudos, hasta que la carne queda abierta hasta los huesos, y estácerca de expirar-, luego le aplican una mezcla atormentadora de vinagre y sal, y lo dejan en aquel intolerable hospital donde miles ya han expirado bajo sus crueldades.

El Martirio de Juan Calas

Pasarnos ahora por encima de otros muchos martirios individuales para insertar el de Juan Calas, que tuvo lugar en época tan reciente como 1761, y que es una indudable prueba del fanatismo del papado, mostrando que ni la experiencia ni la mejora puede desarraigar los inveterados prejuicios de los católico-romanos, ni hacerlos menos crueles o inexorables contra los protestantes.

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Juan Calas era un mercader de la ciudad de Toulouse, donde se había establecido y vivía con buena reputación, habiéndose casado con una mujer inglesa de origen francés. Calas y su mujer eran protestantes, y tenían cinco hijos, a los que instruyeron en la misma religión; pero Luís, uno de los hijos, se convirtió al catolicismo romano, habiendo sido convertido por una criada que había vivido con la familia durante treinta años. Sin embargo, el padre no expresó resentimiento alguno ni mala voluntad por ello, sino que mantuvo a la criada en la familia y asignó una anuidad para su hijo. En octubre de 1761 la familia consistía de Juan Calas y su mujer, una criada, Marco Antonio Calas, que era el hijo mayor, y Pedro Calas, el menor.

Marco Antonio había sido educado en leyes, pero no podía ser admitido a la práctica por ser protestante. Por ello sufrió una depresión, leyó todos los libros que pudo conseguir acerca del suicidio, y parecía decidido a acabar su vida. A esto debe añadirse que llevaba una conducta disipada, muy adicto al juego, y que hacía todo lo que podía constituir el carácter de un libertino. Por esta razón su padre lo reprendía con frecuencia, a veces con severidad, lo que añadió de manera considerable a la depresión que parecía oprimirle.

El trece de octubre de 1761, el señor Gober la Vaisse, un joven caballero de unos 19

años, hijo de La Vaisse, un célebre abogado de Toulouse, se reunió a alrededor de las cinco de la tarde con Juan Calas, el padre, y con el hijo mayor Marco Antonio, que era amigo suyo.

El padre Calas le invitó a cenar, y la familia y su invitado se sentaron en una estancia alta; todo el grupo consistía en el padre Calas y su mujer, los dos hijos Antonio y Pedro Calas, y el invitado La Vaisse, no habiendo nadie más en la casa excepto la criada, ya mencionada.

Era ahora alrededor de las siete. La cena no fue larga, pero antes de acabar, Antonio dejó la mesa y se fue a la cocina, que estaba en el mismo piso, cosa además que solía hacer. La criada le preguntó si tenía frío. …l respondió: ‘Bien al contrario, estoy ardiendoª; luego, la dejó. Mientras tanto, su amigo y la familia dejaron la estancia en la que habían cenado y fueron a una sala de estar, el padre y La Vaisse se sentaron juntos en un sofá; el hijo más joven, Pedro, en un sillón, y la madre en otra; y, sin preocuparse de Antonio, prosiguieron la conversación hasta entre las nueve y las diez, cuando La Vaisse se despidió, y Pedro, que se había quedado dormido, fue despertado para acompañarlo con una luz.

En la planta baja de la casa de los Calas había una tienda y un almacén, estando éste separado de la tienda por un par de puertas. Cuando Pedro Calas y La Vaisse Regaron abajo a la tienda, quedaron horrorizados al ver a Antonio colgando vestido sólo de su camisa, desde una barra que él había colgado a través de la parte superior de las dos puertas, que había medio abierto con este propósito. Al descubrir este horrenda escena chillaron, lo que hizo bajar al padre Calas, quedando la madre tan sobrecogida de terror que se quedó temblando en el pasillo del piso superior. Cuando la criada descubrió lo sucedido, se quedó abajo, bien porque temiera llevar la mala noticia a su ama, bien porque se dedicara a prodigar su atención a su amo, que estaba abrazando el cuerpo de su hijo, bañándolo con sus lágrimas. Por ello, la madre, que se había quedado sola, bajó y se encontró en la escena que ya hemos descrito, con las emociones que debía naturalmente producirle. Mientras tanto, Pedro había sido enviado a buscar a La 59

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Moire, un cirujano del vecindario. La Moire no estaba en casa, pero su aprendiz, el señor Grosle, acudió en el acto. Al examinarlo, encontró el cuerpo ya cadáver. Para este tiempo se había congregado una multitud de gente papista alrededor de la casa, y, habiendo oído que Antonio Calas había muerto repentinamente, y que el cirujano que había examinado el cuerpo había afirmado que había sido estrangulado, dieron por supuesto que había sido asesinado; y como la familia era protestante, llegaron a suponer que el joven estaba a punto de cambiar de religión, y que había sido muerto por esta razón.

El pobre padre, abrumado de dolor por la pérdida de su hijo, fue aconsejado por sus amigos a que mandara llamar a los funcionarios de la justicia para impedir que fuera despedazado por la muchedumbre católica, que suponía que había dado muerte a su hijo. Asílo hicieron, y David, el principal magistrado o capitol, tomó al padre, a su hijo Pedro, a La Vaisse y a la criada bajo su custodia, y puso una guardia para protegerlos. Envió a buscar al señor de la Tour, médico, y a los señores la Marque y Peronet, cirujanos, que examinaron el cuerpo buscando señales de violencia, pero que no encontraron ninguna, excepto la marca de la cuerda en el cuello; también observaron que el cabello del difunto estaba peinado de la manera normal, perfectamente liso y sin desorden alguno; sus ropas estaban también bien dispuestas, echadas sobre el mostrador, y su camisa no estaba ni desgarrada ni desabotonada.

A pesar de estas evidencias de inocencia, el capitol consideró apropiado concordar con la opinión de la turba, y emitió la hipótesis de que el viejo Calas había enviado a buscar a La Vaisse, diciéndole que tenía un hijo al cue había que colgar, que La Vaisse había ido para llevar a cabo la función de verdugo, y que había recibido ayuda del padre y del hermano.

Como no podía darse prueba alguna del supuesto hecho, el capitol recurrió a una amonestación, o información general, por lo que el crimen se consideraba como verdadero, y se pedía públicamente que se diera testimonio en contra de él, cada uno como pudiera hacerlo.

Esta amonestación recita que La Vaisse estaba encargado por los protestantes para ser su verdugo ordinario, cuando alguno de los hijos tuviera que ser colgado por cambiar de religión; afirma asimismo que cuando los protestantes cuelgan a sus hijos de esta manera, los fuerzan a arrodillarse, y una de las amonestaciones era si alguna persona había visto a Antonio Calas arrodillarse delante de su padre cuando lo estranguló; también se afirma que Antonio murió como católico-romano, y se demanda evidencia de su catolicismo.

Pero antes que se publicaran estas amonestaciones, de la turba había salido el pensamiento de que Antonio Calas iba al siguiente día a haberse incorporado a la fraternidad de los Perútentes Blancos. Por ello, el capitol ordenó que su cuerpo fuera enterrado en medio de la Iglesia de San Esteban. Pocos días después del entierro del muerto, los Penitentes Blancos oficiaron un solemne servicio por él en su capilla. La iglesia fue llenada de colgaduras blancas, y en medio se levantó una tumba, sobre la cual se puso un esqueleto humano, sosteniendo en una mano un papel que decía: ‘Abjuración de la herejíaª, y en la otra una palma, emblema del martirio. Al siguiente día, los franciscanos oficiaron un servicio de la misma clase por él.

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El capitol prosiguió la persecución con una dureza implacable, y, sin la menor prueba, consideró oportuno sentenciar a tortura a los desdichados padre, madre, amigo y criada, y los puso bajo cadenas el dieciocho de noviembre.

Contra estos terribles procedimientos, la sufrida familia apeló al Parlamento contra estos terribles procedimientos, el cual examinó el asunto, y anuló la sentencia del capitol como irregular, pero prosiguieron con la persecución judicial, y, al declarar el verdugo de la ciudad que era imposible que Antonio se hubiera colgado a símismo de la manera que se pretendía, la mayoría del Parlamento fueron de la opinión de que los presos eran culpables, ordenando por ello que fueran juzgados por el tribunal criminal de Toulouse. Uno los votó inocentes, pero tras largos debates, la mayoría estaba a favor de la tortura y de la rueda; al padre lo condenaron probablemente por vía de experimento, tanto si era culpable como inocente, esperando que, en la agonía, confesara su crimen, y acusara a los otros presos, cuya suerte quedó por ello suspendida. Así, el pobre Calas, un anciano de sesenta y ocho años, fue condenado solo a este terrible castigo. Sufrió la tortura con gran valor, y fue llevado a la ejecución con una actitud que suscitó la admiración de todos los que le vieron, y en particular de los dos dominicos (el Padre Bourges y el Padre Coldagues), que le asistieron en sus últimos momentos, y declararon que no sólo lo consideraban inocente de la acusación de que era objeto, sino que era también un caso ejemplar de verdadera paciencia, fortaleza y caridad cristianas.

Cuando vio al verdugo listo para darle el último golpe, hizo una nueva declaración al Padre Bourges, pero todavía con las palabras en la boca, el capitol, autor de esta tragedia, que había subido al cadalso meramente para satisfacer su deseo de ser testigo de su castigo y muerte, se lanzó corriendo hacia él gritándole: ‘¡Miserable: ahíestán las ascuas que van a reducir tu cuerpo a cenizas! ¡Di la verdad!ª Calas no le contestó, sino que volvió la cabeza algo al lado. En aquel momento el verdugo ejecutó su función.

El clamor popular contra esta familia se hizo tan violento en el Languedoc, que todos esperaban ver a los hijos de Calas destrozados sobre la rueda, y a la madre quemada viva.

El joven Donat Calas recibió el consejo de huir a Suiza. Fue allá, y encontró a un caballero que al principio sólo pudo compadecerse de él y aliviarle, sin atreverse a juzgar del rigor ejercitado contra el padre, la madre y los hermanos. Poco después, otro de los hermanos, que había sido desterrado, se acogió a la protección de la misma persona, que, durante más de un mes, adoptó todas las precauciones posibles para asegurarse de la inocencia de la familia.

Una vez se hubo convencido, se consideró obligado, en conciencia, a emplear a sus amigos, su propia bolsa, su pluma, y su reputación personal, para reparar el fatal error de los siete jueces de Toulouse, y lograr que el proceso fuera revisado por el consejo del rey. Esta revisión duró tres años, y es cosa bien conocida el honor que los señores de Grosne y Bacquancourt alcanzaron al investigar esta memorable causa. Cincuenta magistrados de la Corte de Apelaciones declararon unánimes la inocencia de toda la familia Calas, y los recomendaron a la benevolente justicia de su majestad. El Duque de Choiseul, que jamás dejó pasar 61

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oportunidad para mostrar la grandeza de su carácter, no sólo ayudó a la desafortunada familia con dinero, sino que obtuvo del rey una donación para ellos de 36.000 libras.

El nueve de marzo de 1765 se firmó la sentencia que justificaba a la familia Calas y que cambiaba su suerte. El nueve de marzo de 1762, hacía tres años justos, había sido el día de la ejecución del inocente y virtuoso padre de aquella familia. Todos los parisinos se agolparon multitudinariamente para verlos salir de la prisión, y aplaudieron gozosos, mientras las lágrimas les brotaban de los ojos.

Este terrible ejemplo de fanatismo hizo mover la pluma de Voltaire atacando los horrores de la superstición; y aunque él mismo era incrédulo, su ensayo sobre la tolerancia honra a su pluma, y ha sido un medio de bendición para abatir los rigores de la persecución en la mayoría de los estados europeos. La pureza del Evangelio huiráal igual de la superstición que de la crueldad, por cuanto la mansedumbre de las enseñanzas de Cristo sólo enseña a consolar en este mundo, y a buscar la salvación en el venidero. Perseguir por diferencias de opinión es cosa tan absurda como perseguir por tener un diferente rostro. Si honrarnos a Dios, mantenemos sagradas las puras doctrinas de Cristo, ponemos plena confianza en las promesas contenidas en las Sagradas Escrituras, y obedecemos las leyes políticas del estado en el que residimos, tenemos un derecho innegable de protección en lugar de persecución, y a servir al ciclo tal como nuestros conciencias, dirigidas por las normas del Evangelio, nos guíen.

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Capítulo V - Una Historia de la Inquisición

CUANDO la religión reformada comenzó a difundir la luz del Evangelio por toda Europa, el Papa Inocente III temió en gran manera por la Iglesia de Roma. Por ello, designó a un número de inquisidores, o personas que debían inquirir, prender y castigar a los herejes, tal como los papistas llamaban a los reformados.

Encabezando estos inquisidores estaba un cierto Domingo, que había sido canonizado por el Papa a fin de hacer su autoridad tanto más respetable. Domingo y los varios inquisidores se extendieron por los varios países católicos romanos tratando a los protestantes con la mayor dureza. Finalmente, el Papa, no encontrando a estos inquisidores itinerantes tan útiles como había imaginado, resolvió establecer unos tribunales fijos y regulares de la Inquisición. El primero de estos tribunales regulares se estableció en la ciudad de Toulouse, y Domingo fue nombrado primer inquisidor regular, asícomo había sido el primer inquisidor itinerante.

Luego se establecieron tribunales de la Inquisición por varios países, pero fue la Inquisición Española la que adquirió mayor poder, y la que era más temida. Hasta los mismos reyes de España, aunque arbitrarios en todos los demás respectos, aprendieron a temer el poder de los señores de la Inquisición; y las horrendas crueldades que estos ejercían obligaron a multitudes, que diferían en sus opiniones de los católico-romanos, a disimular sus sentimientos.

En el 1244, su poder aumentó más gracias al emperador Federico II, que se declaró amigo y protector de todos los inquisidores, y que publicó estos crueles edictos: 1) Que todos los herejes que persistieran en su obstinación fueran quemados. 2) Que todos los herejes que se arrepintieran fueran encarcelados de por vida.

Este celo del emperador en favor de los inquisidores católico-romanos surgió por causa de una historia que se había propalado por toda Europa, de que tenía la intención de renunciar al cristianismo y hacerse mahometano; por ello, el emperador intentó, por medio de un fanatismo extremado, contradecir la patraña y mostrar mediante su crueldad su adhesión al papado.

Los oficiales de la Inquisición son tres inquisidores, o jueces, un fiscal, dos secretarios, un magistrado, un mensajero, un receptor, un carcelero, un agente dc posesiones confiscadas; varios asesores, consejeros, verdugos, médicos, cirujanos, porteros, familiares y visitantes, que están juramentados para guardar el secreto.

La principal acusación en contra de los que están sujetos a este tribunal es la herejía, que se compone de todo lo que se habla, o escribe, en contra de los artículos del credo o de las tradiciones de la Iglesia de Roma. La Inquisición, asimismo, investiga a todos los acusados de ser magos, y de los que leen la Biblia en lengua común, el Talmud de los judíos, o el Corán de los mahometanos.

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En todas las ocasiones los inquisidores llevan a cabo sus procesos con la más cruel severidad, castigando a los que les ofenden con una crueldad sin parangón. Pocas veces se mostrarámisericordia para un protestante, y un judío que se convierta al cristianismo estálejos de estar seguro.

En la Inquisición una defensa vale de bien poco para un preso, porque una mera sospecha es considerada como suficiente causa de condena, y cuanto mayor sea su riqueza, tanto mayor su peligro. La principal parte de las crueldades de los inquisidores se deben a su rapacidad; destruyen las vidas para poseer las riquezas, y, bajo la pretensión de celo por la religión saquean a las personas que odian.

A un preso de la Inquisición nunca se le permite ver el rostro de su acusador, ni de los testigos en su contra, sino que se toman todos los métodos de amenazas y torturas para obligarle a acusarse a símismo, y por este medio que corrobore sus evidencias. Si no se asiente plenamente a la jurisdicción de la Inquisición, se proclama venganza contra todos aquellos que la pongan en duda, si se hace resistencia a ninguno de sus oficiales; todos los que se oponen a ellos sufrirán con una certeza casi total por tal temeridad; la máxima de la Inquisición es infundir terror y pavor a los que tiene bajo su poder, para llevarlos a obedecer.

La alta cuna, la alcurnia o los empleos eminentes no constituyen protección frente a sus rigores; y los más humildes oficiales de la Inquisición pueden hacer temblar a los más altos dignatarios.

Cuando la persona acusada es condenada, es o bien duramente azotada, violentamente torturada, enviada a galeras, o condenada a muerte; y en todo caso le son confiscados sus bienes. Después del juicio, se lleva a cabo una procesión que se dirige al lugar de la ejecución, ceremonia que se llama un auto da fe, o auto de fe.

Un Relato de un Auto da Fe llevado a cabo en Madrid en el Año 1682.

Tuvo lugar el treinta de mayo. Los oficiales de la Inquisición, precedidos por trompetas, timbales y su bandera, desfilaron a caballo hasta el lugar de la plaza mayor, donde hicieron la proclamación de que el treinta de junio se ejecutaría la sentencia contra los presos.

De estos presos, iban a ser quemados veinte hombres y mujeres, y un mahometano renegado; cincuenta judíos, hombres y mujeres, que nunca antes habían sido encarcelados, y arrepentidos de sus crímenes, fueron sentenciados a un largo confinamiento, y a llevar una coroza amarilla. Toda la corte de España estaba presente en esta ocasión. El gran trono del inquisidor fue situado en una especie de estrado muy por encima de él del rey.

Entre los que iban a ser quemados se encontraba una joven judía de exquisita hermosura, de sólo diecisiete años. Encontrándose al mismo lado del cadalso en que estaba la reina, se dirigió a ella con la esperanza de conseguir el perdón, con las siguientes patéticas palabras:

‘Gran reina: ¿no me serávuestra regia presencia de algún servicio en mi desgraciada condición? Tened compasión de mi juventud, y ¡ah, considerad que estoy a punto de morir 64

El Libro de los Mártires por Foxe

por una religión en la que he sido enseñada desde mi más tierna infancia!ª Su majestad parecía compadecerse mucho de su angustia, pero apartó su mirada, porque no se atrevía a decir una palabra en favor de una persona que había sido declarada hereje.

Ahora comenzó la Misa, en medio de la cual el sacerdote acudió desde el altar, se puso cerca del cadalso, y se sentó en una silla dispuesta para él. Entonces el gran inquisidor descendió desde el anfiteatro, vestido con su capa, y con una mitra en la cabeza. Después de inclinarse ante el altar, se dirigió hacia el palco del rey, y subió a él, asistido por algunos de sus oficiales, llevando una cruz y los Evangelios, con un libro conteniendo el juramento mediante el que los reyes de España se obligan a proteger la fe católica, a extirpar a los herejes, y a sustentar con todo su poder las actuaciones y los decretos de la Inquisición; un juramento semejante fue tomado de los consejeros y de toda la asamblea. La Misa comenzó a las doce del mediodía, y no acabó hasta las nueve de la noche, alargada por una proclamación de las sentencias de varios criminales, que habían ya sido pronunciadas por separado en voz alta, una tras otra.

Después de esto siguió la quema de los veintiún hombres y mujeres, cuyo valor en esta horrenda muerte fue verdaderamente asombroso. El rey, por su situación cerca de los condenados, pudo oír muy bien sus estertores mientras morían; sin embargo no pudo ausentarse de esta terrible escena, por cuanto era considerado un deber religioso, y por cuanto su juramento de coronación le obligaba a dar sanción, por su presencia, a todos los actos del tribunal.

Lo que ya hemos dicho se puede aplicar a las inquisiciones en general, asícomo a la de España en particular. La Inquisición de Portugal actúa bajo exactamente el mismo plan que la de España, habiendo sido instituida en una época muy semejante, y puesta bajo las mismas normas. Los inquisidores permiten que se emplee la tortura sólo tres veces, pero en estas tres ocasiones es infligida de manera tan severa, que el preso o bien muere bajo ella, o bien queda para siempre impedido, y sufre los más severos dolores en cada cambio de tiempo. Daremos una amplia descripción de los severos tormentos ocasionados por la tortura, en base del relato de uno que la sufrió las tres veces, pero que felizmente sobrevivió a las crueldades sufridas.

En la primera tortura, entraron seis verdugos, lo desnudaron dejándolo en calzones, y lo pusieron sobre su espalda en una especie de tarima elevada unos pocos pies sobre el suelo. La operación comenzó poniendo alrededor de su cuello una anilla de hierro, y otras anillas en cada pie, lo que le fijó a la tarima. Estando asíestirados sus miembros, ataron dos cuerdas alrededor de cada muslo, que pasando bajo la tarima por medio de agujeros para este propósito, fueron tensadas al mismo tiempo, por cuatro de los hombres, al darse una señal.

Es fácil concebir que los dolores que le sobrevinieron de inmediato eran intolerables; las cuerdas, de pequeño grosor, cortaron a través de la carne del preso hasta el hueso, haciendo que le brotara la sangre en ocho lugares distintos asíligados a la vez. Al persistir el preso en 65

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no confesar lo que le demandaban los inquisidores, las cuerdas fueron tensadas de esta manera cuatro veces sucesivas.

La manera de infligir la segunda tortura fue como sigue: le forzaron los brazos para atrás de manera que las palmas de las manos estuvieran giradas hacia fuera detrás de él; entonces, por medio de una cuerda que las ataba por la muñeca, y que era jalada por un torno, las acercaban gradualmente entre síde manera que se tocaran los dorsos de las manos y estuvieran paralelas. Como consecuencia de esta violenta contorsión, sus dos hombros quedaron dislocados, y arrojó una cantidad considerable de sangre por la boca. Esta tortura se repitió tres veces, después de la cual fue de nuevo llevado a su mazmorra, donde el cirujano le puso bien los huesos dislocados.

Dos meses después de la segunda tortura, el preso, ya algo recuperado, fue de nuevo llevado a la cámara de torturas, y allí, por última vez, tuvo que sufrir otro tipo de tormento, que le fue infligido dos veces sin interrupción alguna. Los verdugos pusieron una gruesa cadena de hierro alrededor de su cuerpo, que, cruzando por el pecho, terminaba en las muñecas. Luego lo colocaron con la espalda contra una tabla gruesa, en cada uno de cuyos extremos había una polea, a través de la que corría una cuerda que estaba atada al final de la cadena en sus muñecas. Entonces el verdugo, extendiendo la cuerda por medio de un torno que estaba a cierta distancia detrás de él, presionaba o aplastaba su estómago en proporción a la tensión que daba a los extremos de las cadenas. Le torturaron de tal modo que dislocaron totalmente sus muñecas y sus hombros. Pronto fueron vueltos a poner en su sitio por el cirujano. Pero aquellos desalmados, no satisfechos aún con esta crueldad, le hicieron de inmediato sufrir este tormento por segunda vez, lo que soportó (aunque fue, si ello fuera posible, mas doloroso todavía), con la misma entereza y resolución. Después fue de nuevo mandado a la mazmorra, asistido por el cirujano para que sanara sus heridas y ajustar los huesos dislocados, y allíse quedó hasta su auto da fe o liberación de la cárcel, cuando fue liberado, impedido y enfermo de por vida.

Narración del cruel trato y de la quema de Nicholas Burton, un mercader inglés, en España.

El cinco de noviembre de alrededor del año 1560 de nuestro Señor, el señor Nicholas Burton, ciudadano de Londres y mercader, que vivía en la parroquia de San Bartolomé el menor de manera pacífica y apacible, llevando a cabo su actividad comercial, y hallándose en la ciudad de Cádiz, en Andalucía, España, acudió a su casa un Judas, o, como ellos los llaman, un familiar de los padres de la Inquisición; éste, pidiendo por el dicho Nicholas Burton, fingió tener una carta que darle a la mano, y por este medio pudo hablar con él personalmente. No teniendo carta alguna que darle, le dijo el dicho familiar, por el ingenio que le había dado su amo el diablo, que tomara carga para Londres en los barcos que el dicho Nicholas hubiera fletado para su carga, si quería dejarle alguno; esto era en parte para saber dónde cargaba sus mercancías, y principalmente para retrasarlo hasta que llegara el sargento de la Inquisición para prender a Nicholas Burton, lo que se hizo finalmente.

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El, sabiendo que no le podían acusar de haber escrito, hablado o hecho cosa alguna en aquel país contra las leyes eclesiásticas o temporales del reino, les preguntó abiertamente de qué le acusaban que lo arrestaran así, y les dijo que lo hicieran, que él respondería a tal acusación. Pero ellos nada le respondieron, sino que le ordenaron, con amenazas, que se callara y que no les dijera una sola palabra a ellos. Asílo llevaron a la inmunda cárcel común de Cádiz, donde quedó encadenado durante catorce días entre ladrones.

Durante todo este tiempo instruyó de tal manera a los pobres presos en la Palabra de Dios, en conformidad al buen talento que Dios le había otorgado a este respecto, y también en conocimiento de la lengua castellana, que en aquel breve tiempo consiguió que varios de aquellos supersticiosos e ignorantes españoles abrazaran la Palabra de Dios y rechazaran sus tradiciones papistas.

Cuando los oficiales de la Inquisición supieron esto, lo llevaron cargado de cadenas desde allía una ciudad llamada Sevilla, a una cárcel más cruel y apiñada llamada Triana, en la que los dichos padres de la Inquisición procedieron contra él en secreto en base de su usual cruel tiranía, de modo que nunca se le permitió ya ni escribir ni hablar a nadie de su nación; de modo que se desconoce hasta el día de hoy quién fue su acusador.

Después, el día veinte de diciembre, llevaron a Nicholas Burton, con un gran número de otros presos, por profesar la verdadera religión cristiana, a la ciudad de Sevilla, a un lugar donde los dichos inquisidores se sentaron en un tribunal que ellos llaman auto. Lo hablan vestido con un sambenito, una especie de túnica en la que habla en diversos lugares pintada la imagen de un gran demonio atormentando un alma en una llama de fuego, y en su cabeza le hablan puesto una coroza con el mismo motivo.

Le hablan puesto un aparato en la boca que le forzaba la lengua fuera, aprisionándola, para que no pudiera dirigir la palabra a nadie para expresar ni su fe ni su conciencia, y fue puesto junto a otro inglés de Southampton, y a varios otros condenados por causas religiosas, tanto franceses como españoles, en un cadalso delante de la dicha Inquisición, donde se leyeron y pronunciaron contra ellos sus juicios y sentencias.

Inmediatamente después de haber pronunciado estas sentencias, fueron llevados de allíal lugar de ejecución, fuera de la ciudad, donde los quemaron cruelmente. Dios sea alabado por la constante fe de ellos.

Este Nicholas Burton mostró un rostro tan radiante en medio de las llamas, aceptando la muerte con tal paciencia y gozo, que sus atormentadores y enemigos que estaban junto a él, se dijeron que el diablo habla tomado ya su alma antes de llegar al fuego; y por ello dijeron que habla perdido la sensibilidad al sufrimiento.

Lo que sucedió tras el arresto de Nicholas Burton fue que todos los bienes y mercancías que habla traído consigo a España para el comercio le fueron confiscadas, según lo que ellos solían hacer; entre aquello que tomaron habla muchas cosas que pertenecían a otro mercader 67

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inglés, que le habla sido entregado como comisionado. Así, cuando el otro mercader supo que su comisionado estaba arrestado, y que sus bienes estaban confiscados, envió a su abogado a España, con poderes suyos para reclamar y demandar sus bienes. El nombre de este abogado era John Fronton, ciudadano de Bristol.

Cuando el abogado hubo desembarcado en Sevilla y mostrado todas las cartas y documentos a la casa santa, pidiéndoles que aquellas mercancías le fueran entregadas, le respondieron que tenía que hacer una demanda por escrito, y pedir un abogado (todo ello, indudablemente, para retrasarlo), e inmediatamente le asignaron uno para que redactara su súplica, y otros documentos de petición que debía exhibir ante su santo tribunal, cobrando ocho reales por cada documento. Sin embargo, no le hicieron el menor caso a sus papeles, como si no hubiera entregado nada. Durante tres o cuatro meses, este hombre no se perdió acudir cada mañana y tarde al palacio del inquisidor, pidiéndoles de rodillas que le concedieran su solicitud, y de manera especial al obispo de Tarragona, que era en aquellos tiempos el jefe de la Inquisición en Sevilla, para que él, por medio de su autoridad absoluta, ordenara la plena restitución de los bienes. Pero el botín era tan suculento y enorme que era muy difícil desprenderse de él.

Finalmente, tras haber pasado cuatro meses enteros en pleitos y ruegos, y también sin esperanza alguna, recibió de ellos la respuesta de que debía presentar mejores evidencias y traer certificados más completos desde Inglaterra como prueba de su demanda que la que habla presentado hasta entonces ante el tribunal. Así, el demandante partió para Londres, y rápidamente volvió a Sevilla, con más amplias y completas cartas de testimonio, y certificados, según le habla sido pedido, y presentó todos estos documentos ante el tribunal.

Sin embargo, los inquisidores seguían sacándoselo de encima, excusándose por falta de tiempo, y por cuanto estaban ocupados en asuntos más graves, y con respuestas de esta especie lo fueron esquivando, hasta cuatro meses después.

Al final, cuando el demandante ya casi habla gastado casi todo su dinero, y por ello argüía más intensamente por ser atendido, le pasaron toda la cuestión al obispo, quien, cuando el demandante acudió a él, le respondió así: ‘Que por lo que a él respectaba, sabía lo que debía hacerse; pero él sólo era un hombre, y la decisión pertenecía a los otros comisionados, y no sólo a élª; así, pasándose unos el asunto a los otros, el demandante no pudo obtener el fin de su demanda. Sin embargo, por causa de su importunidad, le dijeron que habían decidido atenderle. Y la cosa fue así: uno de los inquisidores, llamado Gasco, hombre muy bien experimentado en estas prácticas, pidió al demandante que se reuniera con él después de la comida.

Aquel hombre se sintió feliz de oír las nuevas, suponiendo que le iban a entregar sus mercancías, y que le hablan llamado con el propósito de hablar con el que estaba encarcelado para conferenciar acerca de sus cuentas, más bien por un cierto malentendido, oyendo que los inquisidores decían que sería necesario que hablara con el preso, y con ello quedando más 68

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que medio convencido de que al final iban a actuar de buena fe. Así, acudió allíal caer la tarde.

En el acto que llegó, lo entregaron al carcelero, para que lo encerrara en la mazmorra que le habían asignado.

El demandante, pensando al principio que había sido llamado para alguna otra cosa, y al verse, en contra de lo que pensaba, encerrado en una oscura mazmorra, se dio cuenta finalmente de que no le irían las cosas como habla pensado.

Pero al cabo de dos o tres días fue llevado al tribunal, donde comenzó a demandar sus bienes; y por cuanto se trataba de algo que les servia bien sin aparentar nada grave, le invitaron a que recitara la oración Ave Maria: Ave Maria gratia plena, Dominas tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui Jesús Amen.

Esta oración fue escrita palabra por palabra conforme él la pronunciaba, y sin hablar nada más acerca de reclamar sus bienes, porque ya era cosa innecesaria, lo mandaron de nuevo a la cárcel, y entablaron proceso contra él como hereje, porque no había dicho su [i]Ave Maria[n] a la manera romanista, sino que había terminado de manera muy sospechosa, porque debía haber añadido al final: Sancta Maria mater Dei, ora pro nobis peccatoribus. Al omitir esto, había evidencia suficiente (dijeron ellos) de que no admitía la mediación de los santos.

Asísuscitaron un proceso para detenerlo en la cárcel por más tiempo, y luego llevaron su caso a su tribunal disfrazado de esta manera, y allíse pronunció sentencia de que debería perder todos los bienes que había redamado, aunque no fueran suyos, y además sufrir un año de cárcel. Mark Brughes, inglés y patrón de una nave inglesa llamada el Minion, fue quemado en una ciudad en Portugal.

William Hoker, un joven de dieciséis años, inglés, fue apedreado hasta morir por ciertos jóvenes de la ciudad de Sevilla, por la misma justa causa. Algunas atrocidades privadas de la Inquisición, reveladas por un acontecimiento singular. Cuando la corona de España fue disputada por dos príncipes al comienzo de nuestro presente siglo, que pretendían igualmente a la soberanía, Francia se puso del lado de uno de los contendientes, e Inglaterra del lado del otro.

El duque de Berwick, hijo natural de Jacobo II, que había abdicado de la corona de Inglaterra, mandaba las fuerzas españolas y francesas, y denotó a los ingleses en la célebre batalla de Almansa. El ejército fue entonces dividido en dos partes: una consistente de españoles y franceses, que comandada por el duque de Bervick se dirigió hacia Cataluña, y el segundo cuerpo, sólo de tropas francesas, comandada por el duque de Orleans, que se dirigió a la conquista de Aragón.

Al acercarse las tropas a la ciudad de Zaragoza, los magistrados salieron a ofrecer las llaves al duque de Orleans; pero éste les dijo altaneramente que ellos eran unos rebeldes, y que no aceptaría las llaves, porque tenía orden de entrar en la ciudad por una brecha.

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Así, hizo una brecha en la muralla con su cañón, entrando por ella con todo su ejército.

Cuando hubo establecido su orden en la ciudad, se fue para someter otras poblaciones, dejando allíuna fuerte guarnición tanto para atemorizaría como para defenderla, bajo el mando de su teniente general M. de Legal. Este caballero, aunque criado como católico-romano, estaba totalmente libre de supersticiones; unía unos grandes talentos a un gran valor, y era un oficial muy capaz, además de un cumplido caballero.

Este duque, antes de partir, habla ordenado que se impusieran pesadas contribuciones a la ciudad, de la siguiente manera:

1.Que los magistrados y principales habitantes pagaran mil coronas al mes para la mesa del duque.

2.Que cada casa pagara una pistola, lo que daría una suma de 18.000 pistolas mensuales.

3.Que cada convento y monasterio pagara una contribución proporcional a sus riquezas y rentas.

4.Estas dos últimas contribuciones serían apropiadas para el mantenimiento del ejército.

El dinero impuesto a los magistrados y a los principales habitantes, y a cada casa, fue pagado en el acto; pero cuando los recaudadores acudieron a los directores de los conventos y de los monasterios, encontraron que los clérigos no estaban tan dispuestos como los demás a dar su dinero.

Estas eran las contribuciones que debía aportar el clero:

El Colegio de Jesuitas debía pagar - 2000 pistolas Los Carmelitas - 1000 Los Agustinos

- 1000 ‘ los Dominicos - 1000

M. de Legal envió a los Jesuitas una orden perentoria para que pagaran el dinero inmediatamente. El superior de los Jesuitas dio por respuesta que la petición de que el clero pagara al ejército iba contra todas las inmunidades eclesiásticas, y que no conocía ningún argumento que pudiera autorizar tal cosa. M. de Legal envió entonces una compañía de dragones que se acuartelaran en el colegio, con este sarcástico mensaje: ‘Para convencerle de la necesidad de pagar el dinero, le envió cuatro argumentos poderosos a su colegio, sacados del sistema de la lógica militar; así, espero que no me seráprecisa ninguna adicional amonestación para dirigir su conducta.

Estos procedimientos dejaron muy perplejos a los Jesuitas, los cuales enviaron un correo a la corte, al confesor del rey, que era de su orden; pero los dragones se dieron mucha más prisa en saquear y destruir que el correo en su viaje, de modo que los Jesuitas, viendo que todo estaba siendo destruido y arruinado, consideraron mejor arreglar la cuestión de manera amistosa, y pagar el dinero antes del regreso de su mensajero. Los Agustinos y Carmelitas, advertidos por lo

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sucedido a los Jesuitas, fueron prudentemente y pagaron, y de esta manera escaparon al estudio de los argumentos militares, y de recibir enseñanza de lógica por parte de los dragones.

Pero los Dominicos, que eran todos familiares de o agentes dependientes de la Inquisición, imaginaron que aquellas mismas circunstancias servirían para protegerles. Pero estaban en un error, porque M. de Legal ni temía ni respetaba a la Inquisición. El director de los Dominicos le envió un mensaje diciéndole que su orden era pobre, y que no tenían dinero alguno con el que pagar las contribuciones. Decía así: ‘Toda la riqueza de los Dominicos consiste sólo en las imágenes de plata de los apóstoles y santos, de tamaño natural, que están en la iglesia, y que sería sacrilegio quitar.ª

Esta insinuación tenía por objeto aterrar al comandante francés, que, pensaban los inquisidores, no osaría ser tan profano como para desear la posesión de los ricos ídolos.

Sin embargo, él envió aviso de que las imágenes de plata serían un admirable sustitutivo del dinero, y que serían más útiles en su posesión que en posesión de los Dominicos, ‘Porque (decía él), mientras los tenéis de la manera en que los tenéis ahora, están en nichos, inútiles e inmóviles, sin ser de provecho alguno para la humanidad en general, o siquiera a vosotros; pero, cuando estén en mis manos, serán útiles; los pondré en movimiento, porque tengo la intención de acuñarlos, para que viajen como los apóstoles, sean de beneficio en lugares variados, y circulen para servicio universal de la humanidad.ª

Los inquisidores se quedaron atónitos ante este tratamiento, que nunca esperaban recibir, ni siquiera de cabezas coronadas; por ello, decidieron entregar sus preciosas imágenes en solemne procesión, para levantar al pueblo a una insurrección. Así, los frailes recibieron orden de dirigirse a casa de Legal con los apóstoles y santos de plata con voces de endecha, con cirios encendidos en sus manos, y clamando amargamente por todo el camino, diciendo:

‘¡herejía, herejía! ª

M. de Legal, al enterarse de esta manera de actuar, ordenó que cuatro compañías de granaderos se alinearan por la calle que llevaba a su casa; se ordenó a cada granadero que tuviera su mosquete cargado en una mano y un cirio encendido en la otra, de modo que las tropas pudieran o bien repeler la fuerza con la fuerza, o hacer honores a la farsa.

Los frailes hicieron todo lo que pudieron por suscitar un tumulto, pero el común del pueblo tenía demasiado miedo a las tropas armadas para hacerles caso. Por ello, las imágenes de plata fueron entregadas de necesidad a M. de Legal, que las envió a la casa de moneda, para que las acuñaran de inmediato.

Habiendo fracasado el intento de levantar una insurrección, los inquisidores decidieron excomulgar a M. de Legal, a no ser que liberara de su encarcelamiento en la casa de la moneda a los preciosos santos de plata antes que fueran fundidos o mutilados de cualquier otra manera.

El comandante francés rehusó en absoluto liberar las imágenes, diciendo que iban desde luego 71

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a viajar y a hacer el bien; ante esto, los inquisidores redactaron un documento de excomunión, ordenando al secretario que fuera a leérselo a M. de Legal.

El secretario ejecutó fielmente su encargo, y leyó la excomunión de manera clara y comprensible. El comandante francés la escuchó con gran paciencia, y cortésmente le dijo al secretario que daría su respuesta al día siguiente.

Cuando el secretario de la Inquisición se hubo marchado, M. de Legal ordenó a su secretario que preparase un documento de excomunión exactamente igual al enviado por la Inquisición; pero haciendo esta alteración: en lugar de su nombre, que pusiera el de los inquisidores.

A la mañana siguiente ordenó a cuatro regimientos que se armaran, y les ordenó que acompañaran a su secretario, y que actuaran como él les mandara. El secretario fue a la Inquisición, e insistió en ser admitido, lo que, después de muchas discusiones, le fue concedido. Tan pronto como hubo entrado, leyó, en voz audible, la excomunión enviada por M. de Legal contra los inquisidores. Los inquisidores estaban todos presentes, y la oyeron atónitos, nunca habiendo antes hallado individuo alguno que osara actuar de manera tan atrevida. Clamaron a gritos contra M. de Legal como hereje, y dijeron: ‘Esto es un insulto de lo más osado contra la fe católica.ª Pero para mayor sorpresa, el secretario francés les dijo que tendrían que salir de su actual morada; porque el comandante francés quería acuartelar sus tropas en la Inquisición, siendo que era el lugar más cómodo de toda la ciudad.

Los inquisidores clamaron a gritos por esto, y el secretario los puso entonces bajo una fuerte custodia, y los envió al lugar que M. de Legal había dispuesto para ellos. Los inquisidores, al ver como iban las cosas, rogaron que se les permitiera tomar sus posesiones personales, lo que les fue concedido; se dirigieron a renglón seguido a Madrid, donde se quejaron amargamente ante el rey. Pero el monarca les dijo que él no podía darles satisfacción alguna, porque las injurias que habían recibido eran de las tropas de su abuelo, el rey de Francia, y era sólo por ayuda de ellas que él podría quedar firmemente establecido en su reino.

‘Si hubieran sido mis propias tropas, las habría castigado, pero, siendo las cosas como son, no puedo pretender ejercer autoridad alguna.ª

Mientras tanto, el secretario de M. de Legal había abierto todas las puertas de la Inquisición, y liberado los presos, que eran alrededor de cuatrocientos, y entre estos había sesenta hermosas jóvenes, que resultaron ser un serrallo de los tres principales inquisidores.

Este descubrimiento, que dejó expuesta tan abierta la perversidad de los inquisidores, alarmó mucho al arzobispo, que pidió a M. de Legal que enviara a las mujeres a su palacio, donde él se cuidaría apropiadamente de ellas; al mismo tiempo publicó una censura eclesiástica en contra de todos los que ridiculizaran o censuraran el santo oficio de la Inquisición.

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El comandante francés envió recado al arzobispo diciéndole que los presos habían huido, o que estaban tan estrechamente escondidos por sus amigos o incluso por sus propios oficiales, que le era imposible recuperarlos; y que habiendo la Inquisición cometido tales atrocidades, ahora debía soportar su exhibición pública.

Algunos pueden sugerir que es cosa extraña que las cabezas coronadas y que los eminentes nobles no trataran de aplastar el poder de la Inquisición, y reducir la autoridad de aquellos tiranos eclesiásticos, de cuyas fauces implacables no estaban seguros ni sus familias ni ellos mismos.

Pero, por asombroso que sea, la superstición había siempre prevalecido en este caso contra el sentido común, y la costumbre había obrado contra la razón. Desde luego, hubo un príncipe que trató de reducir la autoridad de la Inquisición, pero perdió su vida antes de ser rey, y consiguientemente antes de tener poder para hacerlo; porque la sola sugerencia de su intención sirvió para su destrucción.

Éste era el muy gentil príncipe Don Carlos, hijo de Felipe II, rey de España, y nieto del célebre emperador Carlos V. Don Carlos poseía todas las buenas cualidades de su abuelo, sin ninguna de las malas de su padre, y era un príncipe de gran viveza, de gran erudición y del carácter más gentil. Tenía el suficiente sentido común para poder ver los errores del papado, y aborrecía el nombre mismo de la Inquisición. Se manifestó en público en contra de esta institución, ridiculizaba la afectada piedad de los inquisidores, hizo lo que pudo por denunciar sus atroces acciones, e incluso declaró que si jamás llegaba a la corona, que aboliría la Inquisición y exterminaría a sus agentes.

Esto fue suficiente para irritar a los inquisidores contra el príncipe; dedicaron sus mentes a idear una venganza, y decidieron destruirle. Los inquisidores emplearon ahora todos sus agentes y emisarios para esparcir las más arteras insinuaciones contra el príncipe, y al final suscitaron tal espíritude descontento entre el pueblo que el rey se vio obligado a enviar a Don Carlos fuera de la corte. No contento con esto, persiguieron incluso a sus amigos, y obligaron asimismo al rey a desterrar a Don Juan, duque de Austria, su propio hermano, y por consiguiente tío del príncipe; junto con el príncipe de Parma, sobrino del rey y primo del príncipe, porque sabían bien que tanto el duque de Austria como el príncipe de Parma sentían una adhesión sincera e inviolable hacia Don Carlos.

Pocos años después, al haber mostrado el príncipe una gran lenidad y favor para con los protestantes en los Países Bajos, la Inquisición protestó estridentemente contra él, declarando que por cuanto aquellas personas eran herejes, que el príncipe necesariamente tenía que serlo, porque los favoreció. En resumen, alcanzaron tanta influencia sobre la mente del rey, que estaba totalmente esclavizado bajo la superstición, que, por asombroso que parezca, sacrificó los sentimientos de la naturaleza al fanatismo y, por miedo a incurrir en la ira de la Inquisición, entregó a su único hijo, firmando él mismo su sentencia de muerte.

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El príncipe, desde luego, tuvo lo que se llamaba una indulgencia; esto es, se le permitió que escogiera él mismo qué muerte quería padecer. Al modo romano, el desafortunado joven héroe escogió el desangramiento y el baño caliente. Cuando le fueron abiertas las venas de los brazos y de las piernas, expiró gradualmente, cayendo mártir de la malicia de los inquisidores, y del estúpido fanatismo de su padre.

La Persecución del Doctor Egidio

El doctor Egidio había sido educado en la universidad de Alcalá, donde recibió varios títulos, y se aplicó de manera particular al estudio de las Sagradas Escrituras y de la teología escolástica. Cuando murió el profesor de teología, él fue elegido para tomar su lugar, y actuó para tal satisfacción de todos que su reputación de erudición y piedad se extendió por toda Europa.

Egidio, sin embargo, tenía sus enemigos, y estos se quejaron de él ante la Inquisición, que le enviaron una cita, y cuando compareció, le enviaron a un calabozo. Como la mayoría de los que pertenecían a la iglesia catedral de Sevilla, y muchas personas que pertenecían al obispado de Dortois, aprobaban totalmente las doctrinas de Egidio, que consideraban perfectamente coherentes con la verdadera religión, hicieron una petición al emperador en su favor. Aunque el monarca había sido educado como católico romano, tenía demasiado sentido común para ser un fanático, y por ello envió de inmediato una orden para que fuera liberado.

Poco después visitó la iglesia de Valladolid, e hizo todo en su mano por promover la causa de la religión. Volviendo a su casa, poco después enfermó, y murió en la más extrema vejez.

Habiéndose visto frustrados los inquisidores de satisfacer su malicia contra él mientras vivía, decidió (mientras todos los pensamientos del emperador se dirigían a una campaña militar) a lanzar su venganza contra él ya muerto. Así, poco después que muriera ordenaron que sus restos fueran exhumados, y se emprendió un proceso legal, en el que fueron condenados a ser quemados, lo que se ejecutó.

La Persecución del Doctor Constantino

El doctor Constantino era un amigo íntimo del ya mencionado doctor Egidio, y era un hombre de unas capacidades naturales inusuales y de profunda erudición. Además de conocer varias lenguas modernas, estaba familiarizado con las lenguas latina, griega y hebrea, y no sólo conocía bien las ciencias llamadas abstractas, sino también los artes que se denominan como literatura amena.

Su elocuencia le hacia placentero, y la rectitud de su doctrina lo hacía un predicador provechoso; y era tan popular que nunca predicaba sin multitudes que le escucharan. Tuvo muchas oportunidades para ascender en la Iglesia, pero nunca quiso aprovecharlas. Si se le ofrecían unas rentas mayores que la suya, rehusaba, diciendo: ‘Estoy satisfecho con lo que tengoª; y con frecuencia predicaba tan duramente contra la simonía que muchos de sus 74

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superiores, que no eran tan estrictos acerca de esta cuestión, estaban en contra de sus doctrinas por esta cuestión.

Habiendo quedado plenamente confirmado en el protestantismo por el doctor Egidio, predicaba abiertamente sólo aquellas doctrinas que se conformaban a la pureza del Evangelio, sin las contaminaciones de los errores que en varias eras se infiltraron en la Iglesia Romana.

Por esta razón tenía muchos enemigos entre los católico-romanos, y algunos de ellos estaban totalmente dedicados a destruirle.

Un digno caballero llamado Scobaria, que había fundado una escuela para clases de teología, designó al doctor Constantino para que fuera profesor en ella. De inmediato emprendió él la tarea, y leyó conferencias, por secciones, acerca de Proverbios, Eclesiastés, y Cantares; comenzaba a exponer el Libro de Job cuando fue aprehendido por los inquisidores.

El doctor Constantino había depositado varios libros con una mujer llamada Isabel Martín, que para él eran muy valiosos, pero que sabia que para la inquisición eran perniciosos.

Esta mujer, denunciada como protestante, fue prendida, y, después de un breve proceso, se ordenó la confiscación de sus bienes. Pero antes que los oficiales llegaran a su casa, el hijo de la mujer había hecho sacar varios baúles llenos de los artículos más valiosos, y entre ellos estaban los libros del doctor Constantino.

Un criado traidor dio a conocer esto a los inquisidores, y despacharon un oficial para exigir los baúles. El hijo, suponiendo que el oficial sólo quería los libros de Constantino, le dijo:

‘Sé lo que busca, y se lo daré inmediatamente.ª Entonces le dio los libros y papeles del doctor Constantino, quedando el oficial muy sorprendido al encontrar algo que no se esperaba.

Sin embargo, le dijo al joven que estaba contento que le diera estos libros y papeles, pero que tenía sin embargo que cumplir la misión que le había sido encomendada, que era llevarlo a él y los bienes que había robado a los inquisidores, lo que hizo de inmediato; el joven bien sabia que sería en vano protestar o resistirse, y por ello se sometió a su suerte.

Los inquisidores, en posesión ahora de los libros y escritos de Constantino, tenían ahora material suficiente para presentar cargos en su contra. Cuando fue llamado a un interrogatorio, le presentaron uno de sus papeles, preguntándole si conocía de quién era la escritura. Dándose cuenta que era todo suyo, supuso lo sucedido, confesó el escrito, y justificó la doctrina en él contenida, diciendo: en esto ni en ninguno de mis escritos me he apartado jamás de la verdad del Evangelio, sino que siempre he tenido a la vista los puros preceptos de Cristo, tal como

…l los entregó a la humanidad.

Después de una estancia de más de dos años en la cárcel, el doctor Constantino fue víctima de una enfermedad que le provocó una hemorragia, poniendo fin a sus miserias en este mundo. Pero el proceso fue concluido contra su cuerpo, que fue quemado públicamente en el siguiente auto da fé.

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La Vida de William Gardiner

William Gardiner nació en Bristol, recibió una educación tolerable, y fue, en una edad apropiada, puesto bajo los cuidados de un mercader llamado Paget. A la edad de veintiséis años fue enviado, por su amo, a Lisboa, para actuar como factor. Aquíse aplicó al estudio del portugués, llevó a cabo su actividad con eficacia y diligencia, y se comportó con la más atrayente afabilidad con todas las personas, por poco que las conociera. Mantenía mayor relación con unos pocos que conocía como celosos protestantes, evitando al mismo tiempo con gran cuidado dar la más mínima ofensa a los católico-romanos. Sin embargo, no había asistido nunca a ninguna de las iglesias papistas.

Habiéndose concertado el matrimonio entre el hijo del rey de Portugal y la Infanta de España, en el día del casamiento el novio, la novia y toda la corte asistieron a la iglesia catedral, concurrida por multitudes de todo rango, y entre el resto William Gardiner, que estuvo presente durante toda la ceremonia, y que quedó profundamente afectado por las supersticiones que contempló.

El erróneo culto que había contemplado se mantenía constante en su mente; se sentía desgraciado al ver todo un país hundido en tal idolatría, cuando se podría tener tan fácilmente la verdad del Evangelio. Por ello, tomó la decisión, loable pero inconsiderada, de llevar a cabo una reforma en Portugal, o de morir en el intento, y decidió sacrificar su prudencia a su celo, aunque llegara a ser mártir por ello.

Para este fin concluyó todos sus asuntos mundanos, pagó todas sus deudas, cerró sus libros y consignó su mercancía. Al siguiente domingo se dirigió de nuevo a la iglesia catedral, con un Nuevo Testamento en su mano, y se dispuso cerca del altar.

Pronto aparecieron el rey y la corte, y un cardenal comenzó a decir la Misa; en aquella parte de la ceremonia en la que el pueblo adora la hostia, Gardiner no pudo contenerse, sino que saltando hacia el cardenal, le cogió la hostia de las manos, y la pisoteó.

Esta acción dejó atónita a toda la congregación, y una persona, empuñando una daga, hirió a Gardiner en el hombro, y lo habría matado, asestándole otra puñalada, si el rey no le hubiera hecho desistir.

Llevado Gardiner ante el rey, éste le preguntó quién era, contestándole: ‘Soy inglés de nacimiento, protestante de religión, y mercader de profesión. Lo que he hecho no es por menosprecio a vuestra regia persona; Dios no quiera, sino por una honrada indignación al ver las ridículas supersticiones y las burdas idolatrías que aquíse practican.ª

El rey, pensando que habría sido inducido a este acto por alguna otra persona, le preguntó quién le había llevado a cometer aquello, a lo que él replicó: ‘Sólo mi conciencia.

No habría arriesgado mi vida de este modo por ningún hombre vivo, sino que debo este y todos mis otros servicios a Dios.ª

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Gardiner fue mandado a la cárcel, y se emitió una orden de apresar a todos los ingleses en Lisboa. Esta orden fue cumplida en gran medida (unos pocos escaparon) y muchas personas inocentes fueron torturadas para hacerles confesar si sabían algo acerca del asunto.

De manera particular, un hombre que vivía en la misma casa que Gardiner fue tratado con una brutalidad sin paralelo para hacerle confesar algo que arrojara algo de luz sobre esta cuestión.

El mismo Gardiner fue luego torturado de la forma más terrible, pero en medio de sus tormentos se gloriaba en su acción. Sentenciado a muerte, se encendió una gran hoguera cerca de un cadalso. Gardiner fue subido al cadalso mediante poleas, y luego bajado cerca del fuego, pero sin llegar a tocarlo; de esta manera lo quemaron, o mejor dicho, lo asaron a fuego lento.

Pero soportó sus sufrimientos pacientemente, y entregó animosamente su alma al Señor.

Es de observar que algunas de las chispas que fueron arrastradas del fuego que consumió a Gardiner por medio del viento quemaron uno de los barcos de guerra del rey, y causaron otros considerables daños. Los ingleses que fueron detenidos en esta ocasión fueron todos liberados poco después de la muerte de Gardiner, excepto el hombre que vivía en la misma casa que él, que estuvo detenido por dos años antes de lograr su libertad.

Un Relato de la Vida y Sufrimientos de Mr. William Lithgow, Natural de Escocia.

Este caballero descendía de buena familia, y, teniendo inclinación por los viajes, visitó, muy joven, las islas del norte y de occidente. Después de esto visitó Francia, Alemania, Suiza y España. Emprendió sus viajes el mes de marzo de 1609, y el primer lugar al que se dirigió fue París, donde se quedó por cierto tiempo. Luego prosiguió sus viajes por Alemania y otros lugares, hasta llegar finalmente a Málaga, en España, el lugar de todas sus desgracias.

Durante su estancia allí, contrató con el patrón de un barco un pasaje a Alejandría, pero se vio impedido de partir por las siguientes circunstancias. Al atardecer del diecisiete de octubre de 1620, la flota inglesa, que en aquellos tiempos estaba de batida contra los piratas argelinos, fue a anclar frente a Málaga. Esto provocó la consternación de la gente de la ciudad, que se ima- ginaron que eran los turcos. Pero por la mañana se descubrió el error, y el gobernador de Málaga, dándose cuenta de la cruz de Inglaterra en sus banderas, fue a bordo de la nave de Sir Robert Mansel, el comandante de aquella expedición, y después de estar un tiempo a bordo volvió a tierra, y calmó los temores de la gente.

Al siguiente día muchas personas de la flota bajaron a tierra. Entre ellos había varios buenos conocidos de Mr. Lithgow, que, después de recíprocos cumplidos, pasaron algunos días en los festejos y diversiones de la ciudad. Luego invitaron a Mr. Lithgow a que subiera a bordo y presentara sus respetos al almirante. Aceptó él la invitación, fue amablemente recibido por él, y se quedó hasta el día siguiente, cuando la flota partía. El almirante hubiera llevado de buena gana a Mr. Lithgow consigo a Argel, pero al haber él ya contratado su pasaje a Alejandría, y teniendo su equipaje en la ciudad, no pudo aceptar el ofrecimiento.

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Tan pronto como Mr. Lithgow bajó a tierra, se dirigió hacia su alojamiento por un camino privado (aquella misma noche iba a embarcar rumbo a Alejandría), cuando, al pasar por una estrecha calle inhabitada, se encontró de repente rodeado por nueve alguaciles u oficiales, que le echaron encima un manto negro, y lo condujeron por la fuerza a la casa del gobernador. Después de poco tiempo apareció el gobernador, y Mr. Lithgow le rogó intensamente que le dijera cuál era la causa de un trato tan violento. El gobernador sólo respondió con una sacudida de cabeza, y dio orden que se vigilara estrechamente al preso hasta que él (el gobernador) volviera de sus devociones. Al mismo tiempo dio orden de que el capitán de la ciudad, el alcalde mayor y el notario de la ciudad comparecieran a su interrogatorio, y que todo esto tuviera lugar en el mayor de los secretos, para impedir que tuvieran conocimiento de ello los mercaderes ingleses que entonces residían en la ciudad.

Estas órdenes fueron estrictamente cumplidas, y al volver el gobernador, se sentó él con los funcionarios y Mr Lithgow fue traído para su interrogatorio. El gobernador comenzó haciéndole varias preguntas, como de qué país procedía, a dónde se dirigía, y cuánto tiempo había estado en España. El preso, después de responder a estas y otras preguntas, fue llevado a una estancia, donde, cabo de poco tiempo, fue visitado por el capitán de la ciudad, que le preguntó si había estado alguna vez en Sevilla, o si había llegado de alláhacia poco tiempo; y dándole una palmada en la mejilla con aire de amistad, le conjuró a que dijera la verdad,

‘porque (le dijo) tu misma cara revela que hay algo escondido en tu mente, y la prudencia debería llevarte a revelarlo.ª Sin embargo, viendo que no podía sacar nada del preso, lo dejó, e informó de ello al gobernador y a los otros funcionarios. A esto Mr. Lithgow fue traído delante de ellos, y presentaron una acusación general contra él, y fue obligado a jurar que daría respuestas veraces a las preguntas que le hicieran.

El gobernador pasó a indagar acerca del comandante inglés, y la opinión del preso acerca de cuáles eran los motivos que le impidieron aceptar una invitación suya de acudir a tierra.

Pidió, asimismo, los nombres de los capitanes ingleses en la flota, y qué conocimiento tenía él del embarque, o preparación para el mismo, antes de su partida de Inglaterra. Las respuestas dadas a las varias preguntas hechas fueron registradas por escrito delante de notario; pero aquel conventículo parecía sorprendido ante su negación de saber nada acerca de la preparación de la flota, en particular el gobernador, que le dijo que mentía; que era un traidor y espía, y que había venido directamente de Inglaterra para favorecer y ayudar a los designios proyectados contra España, y que para ello había pasado nueve meses en Sevilla, a fin de conseguir información acerca del tiempo de la llegada de la flota española procedente de las Indias. Protestaron acerca de su familiaridad con los oficiales de la flota, y con muchos de los otros caballeros ingleses, siendo que se habían dado entre ellos muchas cortesías inusuales, pero todo esto había sido cuidadosamente vigilado.

Además de sumarizado todo, y para poner las cosas más alláde toda duda, dijeron que venía de un consejo de guerra, celebrado aquella mañana a bordo del navío almirante, a fin de llevar a cabo las órdenes que le habían sido encomendadas. Le inculparon de ser cómplice 78

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en la quema de la isla de San Tomás, en las Antillas. ‘Por esto (dijeron), a estos luteranos e hijos del diablo no se les debería dar crédito alguno a lo que dicen o juran.ª

En vano trató Mr. Lithgow de defenderse de las acusaciones de que había sido hecho objeto, y de que le creyeran sus jueces, tan llenos de prejuicios. Pidió permiso para que le enviaran su bolsa, que contenía sus papeles, y que podría mostrar su inocencia. A esta petición accedieron, pensando que podrían descubrir algunas cosas que desconocían. Trajeron, pues, la bolsa, y, abriéndola, encontraron una licencia del Rey Jacobo I, con su firma, estableciendo la intención del portador de viajar a Egipto; esto lo trataron los altaneros españoles con gran menosprecio. Los otros papeles consistían en pasaportes, testimonios, etc., de personas de rango. Pero todos estas credenciales sólo parecieron confirmar, en lugar de aminorar, las sospechas de estos jueces llenos de prejuicios, que, después de hacerse con todos los papeles del preso, le ordenaron que se volviera a retirar.

Mientras tanto mantuvieron consultas para decidir dónde debía ser encerrado el preso.

El alcalde, o juez principal, estaba a favor de encerrarlo en la cárcel de la ciudad; pero a esto objetaron, en especial el corregidor, que dijo, en castellano: ‘A fin de impedir que sus compatriotas sepan su encierro, tomaré esto en mis manos, y me haré responsable de las consecuenciasª; a esto se acordó que fuera encerrado en la casa del gobernador con el mayor secreto.

Decidido esto, uno de los alguaciles fue a Mr. Lithgow, pidiéndole que le entregara su dinero, y que se dejara registrar. Como era inútil resistirse, el preso tuvo que acceder; luego el alguacil (tras sacar de sus bolsillos once ducados) lo dejó en la camisa; y buscando en sus calzones, encontró, dentro del cinto, dos bolsas de lienzo, que contenían ciento treinta y siete piezas de oro. El alguacil llevó de inmediato este dinero al corregidor que, después de haberlo contado, ordenó que el preso fuera vestido y encerrado hasta después de la cena.

Hacia la medianoche, el alguacil y dos esclavos turcos sacaron a Mr. Lithgow de su encierro, pero sólo para introducirlo en otro mucho más terrible. Le llevaron a través de varios corredores hasta una estancia en la parte más remota del palacio, hacia el jardín, donde lo encadenaron, y extendieron sus piernas por medio de una barra de hierro de alrededor de una yarda de longitud, cuyo peso era tal que no podía ni estar de pie ni sentarse, sino que estaba obligado a estar de continuo tumbado de espalda. Le dejaron en esta condición durante un cierto tiempo, volviendo luego con un refrigerio que consistía en una libra de cordero hervido y una hogaza de pan, junto con una pequeña cantidad de vino, el cual fue no sólo el primero, sino el mejor y el último de este tipo durante su encierro en este lugar. Después de darle estos alimentos, el alguacil cerró la puerta, y dejó a Mr. Lithgow sumido en sus propias meditaciones.

Al siguiente día recibió una visita del gobernador, que le prometió la libertad, con muchas otras ventajas, si se confesaba espía; pero al protestar él de su total inocencia, el gobernador salió enfurecido, diciendo que ‘No le vería más hasta que adicionales tormentos 79

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le llevaran a confesarª, y ordenando al guarda que no permitiera a nadie que tuviera acceso a él ni comunicación alguna; que su sustento no excediera de tres onzas de pan mohoso y medio litro de agua cada dos días; que no se le permitiera ni cama, ni almohada ni cubierta. ‘Cerradle esta vena en su estancia con cal y piedra, obturad las rendijas de la puerta con dobles alfombras; que no tenga nada que le dé la más nimia comodidad. Estas y otras órdenes de parecida dureza fueron dadas para hacer que fuera imposible que nadie de la nación inglesa conociera su condición.

En este miserable y deprimente estado se quedó por varios días el pobre Lithgow, sin ver a nadie, hasta que el gobernador recibió respuesta de Madrid a una carta que había escrito acerca del preso; y, siguiendo las instrucciones que había recibido, puso en práctica las crueldades tramadas, que fueron aceleradas, porque se acercaban los días santos de la Natividad, siendo ya el día cuadragésimo séptimo desde su encarcelamiento.

Alrededor de las dos de la madrugada, oyó el ruido de un carruaje en la calle, y a alguien que abría las puertas de su cárcel, donde no había podido dormir durante dos noches; el hambre, el dolor y los deprimentes pensamientos le habían impedido reposo alguno.

Poco después de que se abrieran las puertas de la prisión, los nueve alguaciles que le habían detenido la primera vez entraron en el lugar donde él yacía, y, sin decir palabra, le llevaron con sus cadenas a través de la casa y a la calle, donde esperaba un carruaje, en el que le depositaron tendido sobre su espalda, al no poderse sentar. Dos de los alguaciles fueron con él, y el resto fueron andando junto al carruaje, pero todos observaron el más profundo silencio.

Fueron hasta un edificio con un lagar, a alrededor de una legua de la ciudad, a donde habían llevado en secreto, antes, un potro de tortura; allílo encerraron aquella noche.

Al día siguiente, al romper el alba, llegaron el gobernador y el alcalde, en cuya presencia Mr. Lithgow tuvo que sufrir otro interrogatorio. El preso pidió un intérprete, lo que se permitía a los extranjeros, por la ley de aquel país, pero le fue rehusado, y no le permitieron apelar a Madrid, la corte superior de justicia. Después de un largo interrogatorio, que duró desde la mañana hasta la noche, apareció en todas las respuestas una conformidad tan estrecha con lo que había dicho antes, que dijeron que se las había aprendido de memoria, no habiendo la más mínima contradicción. Sin embargo, le apremiaron una vez más a que hiciera una plena confesión; esto es, a que se acusara a símismo de crímenes que jamás había cometido, y el gobernador le añadió: ‘Sigue estando usted en mi poder; le puedo dar la libertad si colabora; si no, tendré que entregarlo al alcalde.ª Al seguir Mr. Lithgow en su inocencia, el gobernador ordenó al notario que redactara una orden para entregarlo al alcalde para que fuera torturado.

Como consecuencia de esto, fue llevado por los alguaciles al final de una galería de piedra, donde estaba el potro de tortura. El verdugo le quitó de inmediato los hierros, lo que le causó profundos dolores, habiendo sido puestos los roblones tan cerca de la carne que el martillo le desgarró media pulgada de su talón al romper el roblón; este dolor, junto con su 80

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debilidad (no había comido en tres días) le hizo gemir amargamente, a lo que el implacable alcalde le dijo:

‘¡Villano, traidor, esto es sólo una muestra de lo que vas a sufrir!ª Cuando le quitaron los hierros, cayó sobre sus rodillas, pronunciando una corta oración, pidiendo a Dios que le ayudara a estar firme, y a sufrir con valor la terrible prueba con que iba a encontrarse. Sentados el alcalde y el notario en sillas, él fue desnudado totalmente y puesto al potro del tormento, siendo el oficio de estos caballeros ser testigos de las torturas sufridas por el delincuente, y poner por escrito sus confesiones.

Es imposible describir las varias torturas que le aplicaron. Serásuficiente con decir que estuvo tendido en el potro durante cinco horas, durante las cuales recibió alrededor de sesenta torturas de la más infernal naturaleza; y si hubieran continuado unos pocos minutos más, habría muerto inevitablemente. Satisfechos por el presente estos crueles perseguidores, el preso fue sacado del potro, y, volviéndole a poner los hierros, fue llevado a su anterior mazmorra, sin recibir otro alimento que un poco de vino caliente, que le fue dado más bien para impedir que muriera, y para reservarlo para futuros tormentos, que por ningún principio de caridad o de compasión.

Como confirmación de esto, se dieron órdenes para que un carruaje pasara cada mañana, antes de hacerse de día, junto a la prisión, para que el ruido suscitara renovados temores y alarmas al infeliz cautivo, y que le privaran de toda posibilidad de obtener el más mínimo reposo. Siguió en esta horrenda situación, casi muriendo por falta de los necesarios alimentos para conservar su mísera existencia, hasta el día de Navidad, en que recibió un poco de alivio por mano de Mariana, la dama de compañía de la esposa del gobernador, que le llevó un refrigerio consistente en miel, azúcar, pasas y otros artículos; y tan afectada quedó ante su situación que lloró amargamente, y al salir expresó la mayor preocupación al no poderle ser de mayor ayuda.

En esta abominable prisión quedó el pobre Mr. Lithgow hasta que quedó casi devorado por los bichos. Pasaban sobre su barba, sus labios, sus cejas, etc., de modo que apenas si podía abrir los ojos; y este tormento quedaba aumentado al no poder usar sus manos y sus pies para defenderse de ellos, al estar tan terriblemente lisiado por las torturas sufridas. Tal era la crueldad del gobernador que incluso ordenó que le barrieran más de estos animales encima dos veces cada semana. Sin embargo, obtuvo alguna mitigación de esta parte del castigo gracias a la humanidad de un esclavo turco que le asistía, que, cuando lo podía hacer sin peligro, destruía los bichos y ayudaba en todo lo que podía a ofrecer algún refrigerio a aquel que estaba en su poder.

Por este esclavo recibió Mr. Lithgow información que le dio bien poca esperanza de ser jamás liberado, sino que, al contrario, tendría que acabar su vida bajo nuevas torturas. La esencia de esta información era que un sacerdote de un seminario inglés y un tonelero escocés habían sido empleados por algún tiempo por el gobernador para traducir del inglés a la lengua 81

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castellana todos sus libros y observaciones; y que se decía abiertamente de él en la casa del gobernador que era un archihereje.

Esta información le alarmó en sumo grado, y comenzó, no sin razón, a temer que pronto acabarían con él, y tanto más cuanto que no habían podido, ni con la tortura ni con ningunos otros medios, hacer que él variara ni un ápice todo lo que había dicho durante sus diversos interrogatorios.

Dos días después de haber recibido la dicha información, el gobernador, un inquisidor y un sacerdote canónico, acompañados por dos Jesuitas, entraron en su mazmorra, y una vez sentados, y después de varias preguntas sin sustancia, el inquisidor le preguntó a Mr. Lithgow si era católico romano, y si reconocía la supremacía del Papa. …l respondió que ni era lo primero ni admitía lo segundo, añadiendo que le sorprendían semejantes preguntas, por cuanto estaba esti- pulado de manera expresa en los artículos de paz entre Inglaterra y España que ninguno de los súbditos ingleses estaba sujeto a la Inquisición, y que no podrían ser en modo alguno molestados por ellos debido a diferencias de religión, etc. En la amargura de su alma hizo uso de algunas expresiones ardorosas no apropiadas para sus circunstancias: ‘De la misma manera que casi me habéis asesinado por pretendida traición, asíahora queréis hacerme mártir por mi religión.ª También le echó en cara al gobernador el actuar de esta mala manera contra el rey de Inglaterra (cuyo súbdito era él) olvidando la regia humanidad ejercitada para con los españoles en 1588, cuando su armada naufragó frente a la costa escocesa, y miles de españoles hallaron alivio, cuando en otro caso habrían perecido miserablemente.

El gobernador admitió la verdad de lo dicho por Mr. Lithgow, pero contestó altaneramente que el rey, que entonces sólo reinaba sobre Escocia, fue motivado más por temor que por amor, y que por ello no merecía gratitud alguna. Uno de los Jesuitas dijo que no se debía guardar fe alguna a los herejes. Luego el inquisidor, levantándose, se dirigió a Mr.

Ligthgow con estas palabras: ‘Usted ha sido prendido como espía, acusado de traición, y torturado, como reco- nocemos, siendo inocente (esto, por lo que se parece, refiriéndose a la información posteriormente recibida en Madrid acerca de las intenciones de los ingleses), pero ha sido el poder divino lo que ha traído estos juicios sobre usted, por actuar presuntuosamente el bendito milagro de Loretto, ridiculizándolo, y expresarse en sus escritos de manera irreverente acerca de Su Santidad, el gran agente y vicario de Cristo sobre la tierra; por ello, ha caído en nuestras manos con justicia por este especial acontecimiento: y tus libros y papeles han sido milagrosamente traducidos por la ayuda de la Providencia que influencia a tus propios compatriotas.ª

Al finalizar esta comedia legal, le dieron al preso ocho días para que considerara y resolviera si iba a convenirse a la religión de ellos, tiempo durante el que, le dijo el inquisidor, él mismo, con otras órdenes religiosas, asistiría, para ayudarle en ello conforme él deseara.

Uno de los Jesuitas le dijo (haciendo primero la señal de la cruz sobre su pecho): ‘Hijo mío, mereces ser quemado vivo; pero por la gracia de nuestra Señora de Loreto, a la que tú has blasfemado, salvaremos tanto tu alma como tu cuerpo.ª

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Por la mañana volvió el inquisidor, con otros tres clérigos, y el primero le preguntó cuáles eran las dificultades en su conciencia que retardaban su conversión. A esto él respondió que ‘no tenía dudas algunas en su mente, estando confiado en las promesas de Cristo, y creyendo con toda certidumbre en su voluntad revelada dada en los Evangelios, como lo profesa la Iglesia Católica reformada, estando confirmado en la gracia, y teniendo de ello la seguridad infalible de la fe cristiana.ª A esto el inquisidor le contestó: ‘Tú no eres cristiano, sino un absurdo hereje, y sin conversión un hijo de perdición.ª El preso le contestó que no pertenecía a la naturaleza y esencia de la religión y de la caridad convencer por medio de palabras insultantes, de potros y tormentos, sino por argumentos tomados de las Escrituras; y que todos los otros métodos serían totalmente ineficaces. El inquisidor se enfureció de tal manera ante las contestaciones del preso que le abofeteó en la cara, empleando muchas palabras insultantes, y trató de apuñalarlo, lo que ciertamente hubiera hecho si no le hubieran detenido los Jesuitas; y desde este momento ya no visitó más al preso.

Al siguiente día volvieron los dos Jesuitas, con un aire muy grave y solemne, y el superior le preguntó qué resolución había adoptado. A esto Mr. Lithgow le contestó que él ya había tomado su resolución, a no ser que le pudieran dar razones de peso para hacerle cambiar de postura. El superior, después de una pedante exposición de sus siete sacramentos, de la intercesión de los santos, de la transubstanciación, etc., se jactó enormemente de su Iglesia, de su antig¸edad, universalidad, y uniformidad, cosas todas que Mr. Lithgow negó: ‘Porque la profesión de fe que yo sostengo ha existido desde los días de los apóstoles, y Cristo siempre ha tenido Su propia Iglesia (por muy oscuramente que fuera) en el tiempo de vuestras tinieblas más espesas.ª

Los Jesuitas, viendo que sus argumentos no surtían el efecto deseado, que los tormentos no podían sacudir su constancia, y ni siquiera el temor de la cruel sentencia que tenía todas las razones para esperar que sería pronunciada y ejecutada contra él, le dejaron, después de hacerle graves amenazas. Al octavo día después, que era el último de su Inquisición, cuando se pronuncia la sentencia, volvieron de nuevo, pero muy cambiados en sus palabras y conducta después de repetir mucho los mismos argumentos mencionados anteriormente; pretendieron, con aparentes lágrimas en los ojos, que sentían de corazón que se viera obligado a sufrir una terrible muerte, pero sobre todo, por la pérdida de su preciosísima alma; y cayendo de rodillas, clamaron:

‘¡Conviértete, conviértete, querido hermano, por amor a nuestra bendita Señora, conviértete! ª A esto él respondió: ‘No le temo ni a la muerte ni a la hoguera; estoy preparado para las dos cosas.ª Los primeros efectos que sufrió Mr. Lithgow de la decisión de este sanguinario tribunal fue una sentencia para sufrir aquella noche once torturas, y que si no moría en el curso de su inflicción (lo que sería de esperar razonablemente por lo mutilado y torturado que estaba), sería, después de las fiestas de Pascua, llevado a Granada, para ser allíquemado hasta ser reducido a cenizas. La primera parte de esta sentencia fue ejecutada aquella noche de manera bárbara; pero le plugo a Dios darle fuerza tanto de cuerpo como de 83

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mente, y mantenerse firme en la verdad, y sobrevivir a los horrendos castigos que le fueron infligidos.

Después que los bárbaros aquellos se hubieron dado por satisfechos por ahora aplicándole al infeliz preso las más refinadas crueldades, le volvieron a poner los hierros, y lo devolvieron a su anterior mazmorra. A la mañana siguiente recibió un poco de auxilio del esclavo turco ya mencionado, que le trajo secretamente, en sus mangas, algunas pasas e higos, que lamió con toda la fuerza que le quedaba en la lengua. Es a este esclavo que atribuyó Mr.

Lithgow el que sobreviviera tanto tiempo en una situación tan inhumana, porque encontró medios para llevarle algunos de estos frutos dos veces a la semana. Es muy extraordinario, y digno de mención, que este pobre esclavo, criado desde su infancia en base de las máximas de su profeta y de sus padres, y detestando a los cristianos al máximo, se sintiera tan afectado por las terribles circunstancias de Mr. Lithgow que cayó enfermo, y asíestuvo por espacio de cuarenta días. Durante este período, Mr. Lithgow fue atendido por una mujer negra, esclava, que encontró maneras para darle aún más amplio auxilio que el turco, al conocer la casa y la familia. Le traía víveres cada día, y algo de vino en una botella.

El tiempo había ya transcurrido de tal manera, y la situación era tan verdaderamente horrenda, que Mr. Lithgow esperaba ansioso el día en que, viendo el fin de su vida, vería también el fin de sus tormentos. Pero sus deprimentes expectativas fueron interrumpidas por la feliz interposición de la Providencia, y consiguió su liberación gracias a las siguientes circunstancias.

Sucedió que un caballero español de alto rango llegó de Granada a Málaga, e invitado por el gobernador, le informó éste de lo que le había sucedido a Mr. Liffigow desde el momento en que fue prendido como espía, y le describió los diversos sufrimientos que había padecido. Asimismo le dijo que después que se supo que el preso era inocente, esto le causó gran preocupación. Que por esta razón lo habría liberado y hecho alguna compensación por los males que había sufrido, pero que, al inspeccionar sus escritos, se hallaron varios que eran de naturaleza blasfema, muy ridiculizadores de su religión, y que, al rehusar abjurar de estas opiniones heréticas, fue entregado a la Inquisición, por quienes fue finalmente condenado.

Mientras el gobernador estaba relatando esta trágica historia, un joven flamenco (criado del caballero español) que servia a la mesa quedó lleno de asombro y lástima por los sufrimientos del extraño asídescritos. Al volver al alojamiento de su amo comenzó a dar vueltas en su mente a lo que había oído, lo que hizo tal impresión sobre él que no podía reposar en su cama. En los cortos sueños que descabezó, su imaginación lo llevaba a la persona descrita, sobre el potro, y ardiendo en el fuego. Y pasó la noche en esta ansiedad. Al llegar la mañana, fue a la ciudad, sin revelar sus intenciones a nadie, y preguntó por el factor inglés.

Fue dirigido a la casa de un tal Mr. Wild, a quien le contó todo lo que había oído la noche anterior, entre su amo y el gobernador, pero no sabia el nombre de Mr. Lithgow. Sin embargo, Mr. Wild conjeturó que se trataba de él, al recordar el criado la circunstancia de que se trataba de un viajero, y de haberlo conocido algo.

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Al irse el criado flamenco, Mr. Wild envió inmediatamente a buscar a los otros factores ingleses, a los que les contó todos los detalles acerca de su infortunado compatriota. Después de una breve consulta, acordaron enviar un informe de todo lo acontecido a Sir Walter Aston, el embajador inglés ante el rey de España, entonces en Madrid. Esto se hizo así, y el embajador, habiendo presentado un memorandum al rey y consejo de España, obtuvo una orden para la liberación de Mr. Lithgow, y su entrega al factor inglés. Esta orden iba dirigida al gobernador de Málaga, y fue recibida con gran disgusto y sorpresa por toda la asamblea de la sanguinaria Inquisición.

Mr. Lithgow fue liberado de su encierro en la víspera del Domingo de Pascua, siendo llevado desde su calabozo a hombros del esclavo que le había asistido, hasta la casa de un tal Mr. Bobisch, donde se le hizo objeto de todos los cuidados. También providencialmente estaba entonces fondeada en la rada una flotilla de naves inglesas, mandada por Sir Richard Hawkins, que, al ser informado de los sufrimientos y de la actual situación de Mr. Lithgow, acudió a tierra al día siguiente, con una guardia apropiada, y lo recibió de los mercaderes. Fue en el acto llevado envuelto en mantas a bordo de la nave Vanguard, y tres días después fue llevado a otra nave, por orden de Sir Robert Mansel, que ordenó que él fuera a cuidarse personalmente del paciente. El factor le dio ropas y todas las provisiones necesarias, y además de esto le dieron doscientos reales de plata; y Sir Richard Hawkins le envió dos pistolas dobles.

Antes de zarpar de la costa española, Sir Richard Hawkins demandó la entrega de sus papeles, dinero, libros, etc., pero no pudo obtener una respuesta satisfactoria en cuanto a esto.

No podemos dejar de hacer una pausa para reflexionar cuán manifiestamente se interpuso la Providencia en favor de este pobre hombre, cuando estaba ya al borde de su destrucción; porque por su sentencia, frente a la cual no podía haber recurso alguno, habría sido llevado, pocos días después, a Granada, y quemado hasta quedar reducido a cenizas. Y cómo aquel pobre criado ordinario, que no le conocía en absoluto, ni podía tener interés personal alguno en su preservación, arriesgó el desagrado de su amo, poniendo en peligro su propia vida, para revelar algo tan importante y peligroso a un cabal]ero desconocido, de cuya discreción dependía su propia existencia. Pero por medio de estos medios secundarios se interfiere generalmente la Providencia en favor de los virtuosos y oprimidos; y de esto tenemos aquíun ejemplo de los más notables.

Después de estar doce días fondeado en la rada, la nave levó anclas, y al cabo de dos meses arribo a Deptford sana y salva. A la mañana siguiente Mr. Lithgow fue llevado en una litera de plumas a Theobalds, en Hertfordshire, donde en aquel entonces se encontraban el rey y la familia real. Su majestad estaba en aquel momento de cacería, pero al volver por la tarde le presentaron a Mr. Lithgow, que relató los detalles de sus sufrimientos y su feliz liberación.

El rey se sintió tan afectado por la narración que expresó su sentimiento más profundo, y dio orden de que fuera enviado a Bath, y que sus necesidades fueran suplidas apropiadamente de su regia munificencia. Por medio de esto, en la gracia de Dios, tras cierto tiempo Mr. Lithgow 85

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fue restaurado desde el más mísero espectáculo a una gran medida de salud y fortaleza; pero perdió el uso de su brazo izquierdo y varios de los huesecillos quedaron tan aplastados y rotos que quedaron inutilizados para siempre.

A pesar de todos los esfuerzos, Mr. Lithgow jamás pudo obtener la devolución de ningunos de sus dineros o efectos, aunque su majestad y los ministros de estado se interesaron en su favor. Cierto es que Gondamore, el embajador español, prometió que le serían devueltos todos sus efectos, con la añadidura de 1000 libras en dinero inglés, como algo de compensación por las torturas que había sufrido, suma ésta que le debería ser pagada por el gobernador de Málaga. Pero estas promesas se quedaron en meras palabras; y aunque el rey era una cierta garantía de su cumplimiento, el astuto español encontró medios para eludirlas.

La verdad es que tenía demasiada influencia en el consejo inglés en la época de aquel pacifico reinado, cuando Inglaterra permitió ser intimidada a una esclavizada complacencia por parte de la mayoría de los estados y reyes de Europa.

Recapitulación de la Inquisición

No se puede saber una cifra exacta de las multitudes que perecieron bajo la acción de la Inquisición por todo el mundo. Pero dondequiera que el papado tuviera el poder, allíhabía un tribunal. Fue constituido incluso en Oriente, y la Inquisición Portuguesa de Goa fue, hasta hace bien pocos años, un ejemplo de crueldad. América del Sur fue dividida en provincias de la Inquisición, y, con espantosa emulación de los crímenes de la madre patria, las llegadas de los virreyes y otros festejos populares eran consideradas incompletos sin un auto da fe. Los Países Bajos fueron una escena de matanzas desde el momento del decreto que instauró la Inquisición entre ellos. En España es más posible hacer cálculos. Cada uno de los diecisiete tribunales quemaron anualmente, durante un prolongado período, a diez pobres seres humanos. Debemos recordar que esto tuvo lugar en un país donde la persecución había abolido durante siglos toda diferencia religiosa, y donde la dificultad no residía en encontrar una estaca, sino la ofrenda. Sin embargo, incluso en España, donde la ‘herejíaª había sido tan erradicada, la Inquisición pudo engordar su lista de asesinatos a treinta y dos mil. El número de quemados en efigie, o de condenados a penitencias, castigos generalmente equivalentes al destierro, confiscación y oprobio para la descendencia, ascendió a trescientos nueve mil. Pero las multitudes que pe- recieron en las cámaras de tortura, en los calabozos, y por corazones partidos, los millones de vidas dependientes que quedaron sin protección alguna, o que fueron aceleradas a la tumba por la muerte de las victimas, están más alláde todo registro: o registradas sólo por AQUEL que ha jurado que ‘El que lleva a cautividad, iráa cautiverio; el que a espada mate, a espada morirá.ª

Asíera la Inquisición, declarada por el Espíritude Dios como siendo a la vez la descendencia e imagen del papado. Para ver la realidad de la paternidad, tenemos que contemplar los tiempos. En el siglo trece el papado estaba en la cima de su dominio secular; era independiente de todos los reinos; gobernaba con una influencia jamás vista ni desde entonces poseída por cetro humano alguno; era el soberano reconocido de cuerpos y almas; 86

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para todos los propósitos humanos tenía un poder inconmensurable para bien y para mal.

Podría haber esparcido literatura, paz, libertad y cristianismo hasta los confines de Europa, o del mundo. Pero su naturaleza era adversaria; su triunfo más pleno sólo exhibió su más pleno mal; y, para vergüenza de la razón humana, y para terror y sufrimiento de la virtud humana, Roma, en la hora de su grandeza consumada, parió, dándose el monstruoso y horrendo nacimiento ¡de la INQUISICIÓN!

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Capítulo VI - Historia de las Persecuciones en Italia bajo el Papado

PASAREMOS ahora a dar una relación de las persecuciones en Italia, país que ha sido, y sigue siendo:

1. El centro del papado.

2. La sede del pontífice.

3. La fuente de los vatios errores que se han extendido por otros países, engañando las mentes de miles, y difundido las nubes de la superstición y del fanatismo sobre las mentes del entendimiento humano.

Al proseguir con nuestra narración, incluiremos las más destacables persecuciones que han tenido lugar, y las crueldades practicadas,

1. Por el poder directo del papa.

2. Por el poder de la Inquisición.

3. Por instigación de órdenes eclesiásticas particulares.

4. Por el fanatismo de los príncipes italianos.

Adriano puso entonces a toda la ciudad bajo interdicto, lo que hizo que todo el cuerpo del clero interviniera, y al final convenció a los senadores y al pueblo para que cedieran y permitieran que Arnaldo fuera desterrado. Acordado esto, él recibió la sentencia de destierro, yéndose a Alemania, donde siguió predicando contra el Papa y denunciando los graves errores de la Iglesia de Roma.

Por esta causa, Adriano se sintió sediento de venganza, e hizo vatios intentos por apoderarse de él; pero Arnaldo evitó durante largo tiempo todas las trampas que le fueron tendidas. Finalmente, al acceder Federico Barbarroja a la dignidad imperial, pidió que el Papa lo coronara con sus propias manos. Adriano accedió a ello, pidiéndole al mismo tiempo al emperador el favor de poner en sus manos a Arnaldo. El emperador le entregó inmediatamente el desafortunado predicador, que pronto cayó víctima de la venganza de Adriano, siendo ahorcado, y su cuerpo reducido a cenizas, en Apulia. La misma suerte sufrieron varios de sus viejos amigos y compañeros.

Un español llamado Encinas fue enviado a Roma, para ser criado en la fe católico-romana; pero, tras haber conversado con algunos de los reformados, y habiendo leído varios tratados que le pusieron en las manos, se convirtió en protestante. Al ser esto sabido al cabo de un tiempo, uno de sus propios parientes lo denunció, y fue quemado por orden del Papa y de un cónclave de cardenales. El hermano de Encinas había sido arrestado por aquel tiempo, 88

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por tener en sus manos un Nuevo Testamento en lengua castellana; pero halló el medio para huir de la cárcel antes del día señalado para su ejecución, y escapó a Alemania.

Fanino, un erudito laico, se convirtió a la religión reformada mediante la lectura de libros de controversia. Al informarse de ello al Papa, fue prendido y echado en la cárcel. Su mujer, hijos, parientes y amigos le visitaron en su encierro, y trabajaron tanto su mente que renunció a su fe y fue liberado. Pero tan pronto se vio libre de la cárcel que su mente sintió la más pesada de las cadenas: el peso de una conciencia culpable. Sus horrores fueron tan grandes que los encontró insoportables hasta volverse de su apostasía, y declararse totalmente convencido de los errores de la Iglesia de Roma. Para enmendar su recaída, hizo ahora todo lo que pudo, de la manera más enérgica, para lograr conversiones al protestantismo, y logró muchos éxitos en su empresa.

Estas actividades llevaron a su segundo encarcelamiento, pero le ofrecieron perdonarle la vida si se retractaba. Rechazó esta propuesta con desdén, diciendo que aborrecía la vida bajo tales condiciones. Al preguntarle ellos por qué iba él a obstinarse en sus opiniones, dejando a su mujer e hijos en la miseria, les contestó: ‘No los voy a dejar en la miseria; los he encomendado al cuidado de un excelente administrador.ª ‘¿Qué administrador?ª preguntó su interrogador, con cierta sorpresa; Fanino contestó: ‘Jesucristo es el administrador, y no creo que pudiera encomendarlos al cuidado de nadie mejor.ª El día de la ejecución apareció sumamente alegre, lo que, observándolo uno, le dijo: ‘Extraña cosa es que aparezcáis tan feliz en tal circunstancia, cuando el mismo Jesucristo, antes de Su muerte, se sintió en tal aflicción que sudó sangre y agua.ª A lo que Fanino replicó: ‘Cristo sostuvo todo tipo de angustias y conflictos, con el infierno y la muerte, por nuestra causa; y por ello, por Sus padecimientos, liberó a los que verdaderamente creen en él del temor de ellos.ª Fue estrangulado, y su cuerpo reducido a cenizas, que fueron luego esparcidas al viento.

Dominico, un erudito militar, habiendo leído varios escritos de controversia, devino un celoso protestante, y, retirándose a Placencia, predicó el Evangelio en su plena pureza ante una considerable congregación. Un día, al terminar su sermón, dijo: ‘Si la congregación asiste mañana, les voy a dar una descripción del Anticristo, pintándolo con sus colores justos.ª

Una gran multitud acudió al día siguiente, pero cuando Dominico estaba comenzando a hablar, un magistrado civil subió al púlpito y lo tomó bajo custodia. …l se sometió en el acto, pero, andando junto al magistrado, dijo estas palabras: ‘¡Ya me extrañaba que el diablo me dejara tranquilo tanto tiempo!ª Cuando fue llevado al interrogatorio, le hicieron esta pregunta:

‘¿Renunciarás a tus doctrinas?ª, a lo que replicó: ‘¡Mis doctrinas! No sostengo doctrinas propias; lo que predico son las doctrinas de Cristo, y por estas daré mi sangre, me consideraré feliz de poder padecer por causa de mi Redentor.ª Intentaron todos los métodos para hacerle retractarse de su fe y que abrazara los errores de la Iglesia de Roma; pero cuando se encontraron ineficaces las persuasiones y las amenazas, fue sentenciado a muerte, y colgado en la plaza del mercado.

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Galeacio, un caballero protestante, que vivía cerca del castillo de San Angelo, fue prendido debido a su fe. Sus amigos se esforzaron tanto que se retractó, y aceptó varias de las supersticiosas doctrinas propagadas por la Iglesia de Roma. Sin embargo, dándose cuenta de su error, renunció públicamente a su retractación. Prendido por ello, fue sentenciado a ser quemado, y en conformidad a esta orden fue encadenado a la estaca, donde fue dejado varias horas antes de poner fuego a la leña, para dejar tiempo a su mujer, parientes y amigos, que le rodeaban, para inducirle a cambiar de opinión. Pero Galeacio retuvo su decisión, y le rogó al verdugo que prendiera fuego a la leña que debía consumirle. Al final lo hizo, y Galeacio fue pronto consumido por las llamas, que quemaron con asombrosa rapidez, y que le privaron del conocimiento en pocos minutos.

Poco después de la muerte de este caballero, muchos protestantes fueron muertos en varios lugares de Italia por su fe, dando una prueba segura de su sinceridad en sus martirios.

Un Relato de las Persecuciones en Calabria

En el siglo catorce, muchos de los Valdenses de Pragela y del Delfinado emigraron a Calabria, y se establecieron en unos yermos, con el permiso de los nobles de aquel país, y pronto, con un laborioso cultivo, llevaron a varios lugares agrestes y estériles al verdor y a la feracidad.

Los señores calabreses se sintieron extremadamente complacidos con sus nuevos súbditos y arrendatarios, por cuanto eran apacibles, plácidos y laboriosos; pero los sacerdotes de aquel lugar presentaron varias quejas contra ellos en sentido negativo, porque, no pudiendo acusarlos de nada malo que hicieran, basaron sus acusaciones en lo que no hacían , y los acusaron:

De no ser católico-romanos.

De no hacer sacerdotes a ningunos de sus chicos. De no hacer monjas a ningunas de sus hijas.

De no acudir a Misa.

De no dar cirios de cera a sus sacerdotes como ofrendas. De no ir en peregrinación.

De no inclinarse ante imágenes.

Sin embargo, los señores calabreses aquietaron a los sacerdotes, diciéndoles que estas gentes eran extremadamente pacíficas, que no ofendían a los católico-romanos, y que pagaban bien dispuestos los diezmos a los sacerdotes, cuyos ingresos habían aumentado considerablemente al acudir ellos al país, y que, consiguientemente, deberían ser los últimos en quejarse de ellos.

Las cosas fueron tolerablemente bien después de esto por unos cuantos años, durante los que los Valdenses se constituyeron en dos ciudades corporadas, anexionando varios pueblos 90

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a su jurisdicción. Al final enviaron a Ginebra una petición de dos clérigos; uno para predicar en cada ciudad, porque decidieron hacer una pública confesión de su fe. Al enterarse de esto el Papa, Pío IV, decidió exterminar los de Calabria.

A este fin envió al Cardenal Alejandrino, hombre del más violento temperamento y fanático furioso, junto con dos monjes, a Calabria, donde debían actuar como inquisidores.

Estas personas, con sus autorizaciones, acudieron a St. Xist, una de las ciudades edificadas por los Valdenses y, habiendo convocado al pueblo, les dijeron que no recibirían daño alguno si aceptaban a los predicadores designados por el papa; pero que si se negaban perderían sus propiedades y sus vidas; y para que sus intenciones pudieran ser conocidas, se diría una Misa pública aquella tarde, a la que se les ordenaba asistir.

El pueblo de St. Xist, en lugar de asistir a la Misa, huyeron a los bosques, con sus familias, frustrando asíal cardenal y a sus coadjutores. El cardenal se dirigió entonces a La Garde, la otra ciudad perteneciente a los Valdenses, donde, para que no le pasara como en St.

Xist, ordenó el cierre de todas las puertas, y que fueran guardadas todas las avenidas. Se hicieron luego las mismas propuestas a los habitantes de La Garde que se habían hecho a los habitantes de St. Xist, pero con esta artería adicional: el cardenal les aseguró que los habitantes de St. Xist habían accedido en el acto, y aceptado que el papa les designara predicadores. Esta falsedad tuvo éxito, porque el pueblo de La Garde, pensando que el cardenal les decía la verdad, dijo que seguirían de manera exacta el ejemplo de sus hermanos en St. Xist.

El cardenal, habiendo logrado ganar esta victoria engañando a la gente de una ciudad, envió tropas para dar muerte a los de la otra. Así, envió a los soldados a los bosques, para que persiguieran como fieras a los habitantes de St. Xist, y les dio órdenes estrictas de no perdonar ni edad ni sexo, sino matar a todos los que vieran. Las tropas entraron en el bosque, y muchos cayeron víctimas de su ferocidad antes que los Valdenses llegaran a saber sus designios.

Finalmente, decidieron vender sus vidas tan caras como fuera posible, y tuvieron lugar varias escaramuzas, en las que los Valdenses, mal armados, llevaron a cabo varias hazañas valerosas, y muchos murieron por ambos lados. Habiendo sido muertos la mayor parte de los soldados en diferentes choques, el resto se vio obligado a retirarse, lo que enfureció tanto al cardenal que escribió al virrey de Nápoles pidiendo refuerzos.

El virrey ordenó inmediatamente una proclamación por todos los territorios de Nápoles, que todos los bandidos, desertores y otros proscritos serían perdonados de sus delitos bajo la condición de que se unieran a la campaña contra los habitantes de St. Xist, y de que estuvieran en servicio de armas hasta que aquella gente fuera exterminada.

Muchos desesperados acudieron a esta proclamación, y, constituidos en compañías ligeras, fueron enviados a explorar el bosque y a dar muerte a todos los que hallaran de la religión reformada. El virrey mismo se unió al cardenal, a la cabeza de un cuerpo de las fuerzas regulares; y juntos hicieron todo lo que pudieron por hostigar a la pobre gente escondida en el bosque. A algunos los atraparon y colgaron de árboles; cortaron ramas y los 91

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quemaron, o los abrieron en canal, dejando sus cuerpos para que fueran devorados por las fieras o las aves de rapiña. A muchos los mataron a disparos, pero a la mayoría los cazaron a guisa de deporte. Unos pocos se ocultaron en cuevas, pero el hambre los destruyó en su retirada; asímurieron estas pobres gentes, por varios medios, para dar satisfacción a la fanática malicia de sus inmisericordes perseguidores.

Apenas si habían quedado exterminados los habitantes de St. Xist que los de La Garde atrajeron la atención del cardenal y del virrey.

Se les ofreció que si abrazaban la fe católico-romana no se haría daño ni a ellos ni a sus familias, sino que se les devolverían sus casas y propiedades, y que a nadie se le permitiría molestarles; pero que si rehusaban esta misericordia (como la llamaban), se emplearían los medios más extremos y la consecuencia de su no colaboración serían las muertes más crueles.

A pesar de las promesas por una parte, y de las amenazas por el otro, estas dignas personas se negaron unánimes a renunciar a su religión, o a abrazar los errores del papado.

Esto exasperó al cardenal y al virrey hasta el punto de que treinta de ellos fueron puestos de inmediato al potro del tormento, para aterrorizar al resto.

Los que fueron puestos en el potro fueron tratados con tal dureza que varios de ellos murieron bajo las torturas; un tal Charlin, en concreto, fue tratado tan cruelmente que su vientre reventó, se desparramaron sus entrañas, y expiró en la más atroz agonía. Pero estas atrocidades no sirvieron para el propósito para el que habían sido dispuestas, porque los que quedaron vivos después del potro, lo mismo que los que no lo habían probado, se mantuvieron constantes en su fe, y declararon abiertamente que ningunas torturas del cuerpo ni terrores de la mente les llevarían jamás a renunciar a su Dios, o a adorar imágenes.

Varios de ellos fueron entonces, por orden del cardenal, desnudados y azotados con varas de hierro; y algunos de ellos fueron despedazados con grandes cuchillos; otros fueron lanzados desde la parte superior de una torre alta, y muchos fueron cubiertos con brea, y quemados vivos.

Uno de los monjes que asistían al cardenal, de un talante natural salvaje y cruel, le pidió permiso para derramar algo de la sangre de aquella pobre gente con sus propias manos, y, siéndole concedido, aquel bárbaro tomó un gran cuchillo, y le cortó el cuello a ochenta hombres, mujeres y niños, con tan poco remordimiento como un carnicero que diera muerte a otras tantas ovejas. Luego dio orden de que cada uno de estos cuerpos fuera descuartizado, los cuartos puestos sobre estacas, y éstas enclavadas en distintas partes de la región, dentro de un radio de treinta millas.

Los cuatro hombres principales de La Garde fueron colgados, y el ministro fue echado desde la parte superior de la torre de su iglesia. Quedó terriblemente mutilado, pero no muerto por la caída; al pasar el virrey por su lado, dijo: ‘¿Todavía estávivo este perro? Lleváoslo y 92

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dadlo a los cerdosª, y por brutal que pueda parecer esta sentencia, fue ejecutada de manera exacta.

Sesenta mujeres sufrieron tan violentamente en el potro que las cuerdas les traspasaron sus brazos y pies hasta cerca del hueso; al ser mandadas de vuelta a la cárcel, sus heridas se gangrenaron, y murieron de la manera más dolorosa. Muchos otros fueron muertos mediante los medios más crueles, y si algún católico romano más compasivo que otros intercedía por los reformados, era de inmediato apresado, y compartía la misma suerte como favorecedor de herejes.

Viéndose el virrey obligado a volver a Nápoles, por algunos asuntos importantes que demandaban su presencia, y siendo el cardenal llamado de vuelta a Roma, el marques de Butane recibió la orden de dar el golpe final a lo que ellos habían comenzado; lo que llevó a cabo, actuando con un rigor tan bárbaro que no quedó una sola persona de religión reformada viva en toda Calabria.

Asíuna gran cantidad de gentes inofensivas y pacíficas fueron privadas de sus posesiones, robadas de sus propiedades, expulsadas de sus hogares, y al final asesinadas de varias maneras, sólo por no querer sacrificar sus conciencias a las supersticiones de otros, ni abrazar doctrinas idolátricas que aborrecían, ni aceptar maestros a los que no podían creer.

La tiranía se manifiesta de tres maneras: la que esclaviza a la persona, la que se apodera de las propiedades, y la que prescribe y dicta a la mente. Las dos primeras clases pueden ser llamadas tiranías civiles, y han sido practicadas por soberanos arbitrarios en todas las edades, que se han deleitado en atormentar a la gente y en robar las propiedades de sus infelices súbditos. Pero la tercera clase, esto es, la que prescribe y dicta a la mente, puede recibir el nombre de tiranía eclesiástica; ésta es la peor clase de tiranía, por incluir las otras dos clases; porque el clero romanista no sólo torturan el cuerpo y roba las propiedades de aquellos a los que persiguen, sino que arrebatan las vidas, atormentan las mentes y, si es posible, impondrían su tiranía sobre las almas de sus infelices víctimas.

Relación de persecuciones en los valles del Piamonte

Muchos de los Valdenses, para evitar las persecuciones a las que estaban continuamente sometidos en Francia, fueron y se asentaron en los valles del Piamonte, donde crecieron mucho, y florecieron en gran manera por un espacio considerable de tiempo.

Aunque eran de conducta intachable, inofensivos en su conducta, y pagaban sus diezmos al clero romanista, sin embargo estos no se sentían satisfechos, sino que querían perturbarlos; así, se quejaron al arzobispo de Turín de que los Valdenses de los valles del Piamonte eran herejes, por estas razones:

1. No creían las doctrinas de la Iglesia de Roma.

2. No hacían ofrendas ni oraciones por los muertos.

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3. No iban a Misa.

4. Ni se confesaban ni recibían absolución.

5. No creían en el Purgatorio, ni pagaban dinero para sacar las almas de sus amigos de allí.

Por estas acusaciones, el arzobispo ordenó una persecución contra ellos, y muchos cayeron victimas de la supersticiosa furia de los sacerdotes y monjes. En Turín, destriparon a uno de los reformados, y pusieron sus entrañas en un aguamanil delante de su rostro, donde las vio hasta que expiró. En Revel, estando Catelin Girard atado a la estaca, pidió al verdugo que le diera una piedra, lo que este rehusó, pensando que quería echársela a alguien. Pero Girard le aseguró de que no tenía tal intención, y el verdugo accedió. Entonces Giraid, mirando intensamente a la piedra, le dijo: ‘Cuando el hombre sea capaz de comer y digerir esta sólida piedra, se desvanecerála religión por la que voy a sufrir, y no antes.ª Luego echó la piedra al suelo, y se sometió con entereza a las llamas. Muchos más de los reformados fueron oprimidos, o muertos, por varios medios, hasta que, agotada la paciencia de los Valdenses, recurrieron a las armas en defensa propia, y se constituyeron en milicias regulares.

Exasperado por esta acción, el obispo de Turín consiguió un número de tropas, y las envió contra ellos, pero en la mayor parte de las escaramuzas y encuentros los Valdenses fueron victoriosos, lo que se debía en parte a que estaban más familiarizados con los pasos de los valles del Piamonte que sus adversarios, y en parte por la desesperación con que luchaban.

Porque sabían bien que si eran tomados, no iban a ser considerados como prisioneros de guerra, sino torturados a muerte como herejes.

Al final, Felipe VII, duque de Saboya, y señor supremo del Piamonte, decidió imponer su autoridad, y detener estas sangrientas guerras que tanto perturbaban sus dominios. No estaba dispuesto a quedar mal con el Papa ni a afrentar al arzobispo de Turín; sin embargo, les envió mensajes, diciéndoles que no podía ya más callar al ver como sus dominios eran ocupados por tropas dirigidas por sacerdotes en lugar de oficiales, y mandadas por prelados en lugar de generales; y que tampoco permitiría que su país quedara despoblado, mientras que ni se le había consultado acerca de todas estas acciones.

Los sacerdotes, al ver la resolución del duque, hicieron todo lo que pudieron por volver su mente en contra de los Valdenses; pero el duque les dijo que aunque todavía no estaba familiarizado con la religión de aquellas gentes, siempre los había considerado apacibles, fieles y obedientes, y por ello había decidido que no fueran ya más perseguidos.

Los sacerdotes recurrieron ahora a las falsedades más claras y absurdas; le aseguraron que estaba equivocado con respecto a los Valdenses, porque se trataba de unas gentes de lo más malvado, y entregados a la intemperancia, a la inmundicia, a la blasfemia, al adulterio, incesto y muchos otros crímenes abominables; y que incluso eran monstruos de la naturaleza, porque sus hijos nacían con gargantas negras, con cuatro hileras de dientes y cuerpos peludos.

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El duque no estaba tan privado del sentido común como para creerse lo que le decían los sacerdotes, aunque afirmaran de la manera más solemne la veracidad de sus asertos. Sin embargo, envió a doce hombres eruditos y razonables a los valles del Piamonte, para examinar el verdadero carácter de sus moradores.

Estos caballeros, después de viajar por todas sus ciudades y pueblos, y de conversar con gentes de todas las clases entre los Valdenses, volvieron al duque, y le dieron un informe de lo más favorable acerca de aquella gente, afirmando, delante de los mismos sacerdotes que los habían vilipendiado, que eran inocentes, inofensivos, leales, amistosos, laboriosos y piadosos; que aborrecían los crímenes de los que se les acusaba, y que si alguno, por su propia depravación, caía en alguno de aquellos crímenes, sería castigado por sus propias leyes de la manera más ejemplar. ‘Y con respecto a los niñosª, le dijeron los caballeros, ‘los sacerdotes han dicho las falsedades más burdas y ridículas, porque ni nacen con gargantas negras, ni con dientes, ni peludos, sino que son niños tan hermosos como el que más. Y para convencer a su alteza de lo que hemos dicho (prosiguió uno de los caballeros) hemos traído con nosotros a doce de los varones principales, que han acudido a pedir perdón en nombre del resto por haber tomado las armas sin vuestro permiso, aunque en defensa propia, para proteger sus vidas frente a estos implacables enemigos. Y hemos asimismo traído a varias mujeres con niños de varias edades, para que vuestra alteza tenga la oportunidad de examinarlos tanto como quiera.ª

El duque, tras aceptar las excusas de los doce delegados, de conversar con las mujeres y de examinar a los niños, los despidió gentilmente. Luego ordenó a los sacerdotes, que habían tratado de engañarle, que abandonaran la corte en el acto, y dio órdenes estrictas de que la persecución cesara a través de sus dominios.

Los Valdenses gozaron de paz por muchos años, hasta la muerte de Felipe duque de Saboya; pero su sucesor resultó ser un fanático papista. Para el mismo tiempo, algunos de los principales Valdenses propusieron que su clero predicara en público, para que todos pudieran conocer la pureza de sus doctrinas. Hasta entonces sólo habían predicado en privado y a congregaciones que sabían con certeza que estaban constituidas sólo por personas de religión reformada.

Al oír estas actuaciones, el nuevo duque se irritó sobremanera, y envió un gran cuerpo de ejército a los valles, jurando que si aquellas gentes no cambiaban de religión, los haría despellejar vivos. El comandante de las tropas pronto vio lo impracticable que era vencerlos con el número de soldados que tenía consigo, y por ello le envió un mensaje al duque diciéndole que la idea de subyugar a los Valdenses con una fuerza tan pequeña era ridícula; que aquella gente conocía mejor el país que cualquiera de los que estaban con él; que se habían apoderado de todos los pasos, que estaban bien armados, y totalmente decididos a defenderse; y que, con respecto a despellejarlos, le dijo que cada piel perteneciente a estas personas le costaría la vida de una docena de los suyos.

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Aterrado ante esta información, el duque retiró las tropas, decidiendo no actuar por la fuerza, sino por estratagemas. Por ello, ordenó recompensas por el apresamiento de cualesquiera de los Valdenses que pudieran ser hallados extraviados fuera de sus lugares fuertes; y que estos, si eran tomados, fueran o bien despellejados vivos, o quemados.

Los Valdenses tenían hasta entonces sólo el Nuevo Testamento y unos pocos libros del Antiguo en la lengua valdense, pero ahora decidieron completar los escritos sagrados en su propio idioma. Emplearon entonces a un impresor suizo que les supliera una edición complete del Antiguo y Nuevo Testamento en lengua valdesa, lo que hizo por causa de las quince mil coronas de oro, que estas piadosas gentes le pagaron.

Al acceder a la silla pontificia el Papa Pablo III, un fanático papista, de inmediato solicitó al parlamento de Turín que los Valdenses fueran perseguidos como los herejes más perniciosos. El parlamento accedió en el acto, y varios fueron rápidamente apresados y quemados por orden suya. Entre estos estaba Bartolomé Héctor, librero y papelero de Turín, que había sido criado como católico romano, pero que, habiendo leído algunos tratados escritos por el clero reformado, había quedado enteramente convencido de los errores de la Iglesia de Roma; pero su mente había estado vacilando durante cieno tiempo, y le costaba decidir qué religión abrazar.

Al final, no obstante, abrazó plenamente la religión reformada, y fue prendido, como ya se ha dicho, y quemado por orden del Parlamento de Turín.

Ahora el Parlamento de Turín celebró una consulta, en la que se acordó enviar delegados a los valles del Piamonte, con las siguientes proposiciones: 1. Que si los Valdenses entraban en el seno de la Iglesia de Roma y abrazaban la religión católico-romana, disfrutarían de sus casas, propiedades y tierras, y vivirían con sus familias, sin la más mínima molestia.

2. Que para demostrar su obediencia, deberían enviar a doce de sus personas principales, con todos sus ministros y maestros, a Turín, para que fueran tratados discrecionalmente.

3. Que el Papa, el rey de Francia y el duque de Saboya aprobaban y autorizaban los procedimientos del Parlamento de Turín en esta ocasión.

4. Que si los Valdenses de los valles del Piamonte rehusaban acceder a estas proposiciones, les sobrevendría una persecución, y que su suerte sería una muerte cierta.

A cada una de estas prop9siciones respondieron los Valdenses de la siguiente manera: 1. Que ninguna consideración de ninguna clase les llevaría a renunciar a su religión.

2. Que jamás consentirían en entregar a sus mejores y más respetables amigos a la custodia y discreción de sus peores y más inveterados enemigos.

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3. Que valoraban más la aprobación del Rey de reyes que reina en el cielo más que cualquier autoridad temporal.

4. Que sus almas les eran de mayor precio que sus cuerpos.

Estas réplicas tan aguzadas y valerosas irritaron mucho al parlamento de Turín; prosiguieron secuestrando, con más avidez que nunca, a los Valdenses que no actuaban con la adecuada precaución, los cuales sufrían las más crueles muertes. Entre estos, desafortunadamente, cayó en sus manos a Jeffery Vamagle, ministro de Angrogne, a quien quemaron vivo como hereje.

Luego pidieron un considerable cuerpo de ejército al rey de Francia para exterminar totalmente a los reformados de los valles del Piamonte; pero cuando las tropas iban a emprender la marcha, los príncipes protestantes de Alemania se interpusieron, y amenazaron con enviar tropas para ayudar a los Valdenses si eran atacados. El rey de Francia, no deseando entrar en una guerra, envió un mensaje al parlamento de Turín comunicándoles que no podía por ahora mandarles tropas para actuar en el Piamonte. Los miembros del parlamento quedaron sumamente trastornados ante este contratiempo, y la persecución fue cesando gradualmente, porque sólo podían dar muerte a los reformados que podían atrapar por casualidad, y como los Valdenses se volvían cada vez más cautos, su crueldad tuvo que cesar por falta de objetos sobre los que ser ejercitada.

Los Valdenses gozaron asíde varios años de tranquilidad; pero luego fueron perturbados de la siguiente manera: El nuncio papal llegó a Turín para hablarle al duque de Saboya, y le dijo a aquel príncipe que se sentía asombrado de que todavía no hubiera desarraigado del todo a los Valdenses de los valles del Piamonte, u obligado a entrar en el seno de la Iglesia de Roma. Que no podía dejar de considerar como sospechosa aquella conducta, y que realmente pensaba que era un favorecedor de herejes, y que informaría de ello en consecuencia a su santidad el Papa.

Herido por este reproche, y no dispuesto a que dieran una falsa imagen de él al Papa, el duque decidió actuar con la mayor dureza, para mostrar su celo, y para compensar su anterior negligencia con futuras crueldades. Así, emitió órdenes expresas para que todos los Valdenses asistieran regularmente a Misa, bajo pena de muerte. Esto ellos rehusaron de manera absoluta, y entonces entró en los valles del Piamonte con un ejército imponente, y dio inicio a una feroz persecución, en la que grandes cantidades de Valdenses fueron ahorcados, ahogados, destripados, atados a árboles y traspasados con alabardas, despeñados, quemados, apuñalados, torturados en el potro del tormento hasta morir, crucificados cabeza abajo, devorados por perros, etc.

Los que huyeron fueron privados de todos sus bienes, y sus casas quemadas; se comportaban de manera especialmente cruel cuando atrapaban a un ministro o a un maestro, a los que hacían sufrirías más refinadas e inconcebibles torturas.

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Si alguno de ellos parecía vacilar en su fe, no lo mataban, sino que lo enviaban a galeras, para que se convirtieran a golpes de infortunio. Los más crueles perseguidores que asistían al duque en esta ocasión eran tres: 1) Tomás Incomel, un apóstata, porque había sido criado en la religión reformada, pero renunció a su fe, abrazó los errores del papado, y se volvió monje.

Era un gran libertino, entregado a crímenes contra natura, y sórdidamente deseoso del botín de los Valdenses. 2) Corbis, hombre de naturaleza cruel y feroz, cuya actividad era interrogar a los presos. 3) El preboste de justicia, que estaba deseoso de la ejecución de los Valdenses, porque cada ejecución significaba dinero para su bolsillo.

Estas tres personas eran inmisericordes en sumo grado; y doquiera que fueran había la seguridad de que correría la sangre inocente. Aparte de las crueldades ejercidas por el duque, por estas tres personas y por el ejército, en sus diferentes marchas, se cometieron muchas barbaridades a nivel local. En Pignerol, ciudad de los valles, había un monasterio, cuyos monjes, viendo que podían dañar a los reformados con impunidad, comenzaron a saquear las casas y a derribar las iglesias de los Valdenses. Al no encontrar ninguna oposición, se apoderaron de aquellos infelices, asesinando a los hombres, encerrando a las mujeres, y entregando los niños a ayas católico-romanas.

Los habitantes católico-romanos del valle de San Martín hicieron también todo lo que pudieron por atormentar a los vecinos Valdenses. Destruyeron sus iglesias, quemaron sus casas, se apoderaron de sus propiedades, robaron sus ganados, dedicaron las tierras de ellos a sus propios usos, echaron a sus ministros a la hoguera, y a los Valdenses hacia los bosques, donde no tenían para subsistir más que frutos silvestres, raíces, la corteza de los árboles, etc.

Algunos rufianes católico-romanos, habiendo apresado a un ministro que iba a predicar, decidieron llevarlo a un lugar conveniente y quemarlo. Al saberlo sus fieles, los hombres se armaron, se lanzaron en persecución de los rufianes, y parecieron decididos a rescatar a su ministro. Al darse cuenta los malvados, apuñalaron al pobre hombre, y, dejándolo tendido en un charco de sangre, se retiraron precipitadamente. Los atónitos fieles hicieron todo lo posible por salvarlo, pero en vano; el arma había afectado órganos vitales, y expiró mientras lo llevaban de vuelta a casa.

Teniendo los monjes de Pignerol un gran deseo de poner las manos encima de un ministro de una ciudad en los valles, llamada St. Germain, contrataron a una banda de rufianes para que lo secuestraran. Estos tipos fueron conducidos por un traidor, que había sido antes criado del ministro, y que sabía perfectamente un camino secreto a la casa, por el que podía llevarlos sin levantar la alarma del vecindario. El guía llamó a la puerta, y, a la pregunta de quién era, contestó con su propio nombre. El ministro, no esperando daño alguno de una persona a la que había cubierto de favores, abrió de inmediato la puerta. Pero al ver la banda de facinerosos, retrocedió, y huyó hacia una puerta trasera. Pero todos se lanzaron adentro, y lo apresaron. Tras haber asesinado a toda su familia, lo hicieron ir hacia Pignerol, pinchándole durante todo el camino con picas, lanzas, espadas, etc. Fue guardado durante mucho tiempo en la cárcel, y luego encadenado a la estaca para ser quemado; entonces se ordenó a dos 98

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mujeres de los Valdenses, que habían renunciado a su religión para salvar sus vidas, que llevaran leña a la hoguera para quemarle; y mientras la preparaban, que dijeran: ‘Toma esto, malvado hereje, en pago de las perniciosas doctrinas que nos enseñaste.ª Estas palabras se las repitieron asíellas a él, a lo que él replicó con calma: ‘Yo os enseñé bien, pero desde entonces habéis aprendido el mal.ª

Entonces aplicaron fuego a la leña, y fue rápidamente consumido, invocando el nombre del Señor mientras la voz se lo permitió.

Mientras las tropas de desalmados que pertenecían a los monjes cometían estos grandes desmanes por la ciudad de St. Germain, asesinando y saqueando a muchos de sus habitantes, los reformados de Lucerna y de Angrogne enviaron algunos cuerpos de hombres armados para ayudar a sus hermanos de St. Germain. Estos cuerpos dc hombres armados atacaban con frecuencia a los rufianes, y a menudo los ponían en fuga, lo que aterró tanto a los monjes que dejaron el monasterio de Pignerol por cierto tiempo, hasta que consiguieron un cuerpo de tropas regulares para protegerles.

El duque, viendo que no había conseguido el éxito deseado, aumentó mucho sus tropas; ordenó que las bandas de bandidos que pertenecían a los monjes se unieran a él, y mandó un vaciado general de las cárceles , con la condición de que las personas liberadas portaran armas, y fueran constituidas en compañías ligeras, para ayudar en el exterminio de los Valdenses.

Los Valdenses, informados de estas acciones, reunieron todo lo que pudieron de sus propiedades, y abandonaron los valles, retirándose a las rocas y cuevas entre los Alpes; se debe decir que los valles del Piamonte están situados al pie de aquellas prodigiosas montañas de los Alpes, o montes Alpinos.

El ejército comenzó ahora a saquear e incendiar las ciudades y pueblos donde llegaban; pero las tropas no podían forzar los pasos a los Alpes, que eran defendidos valerosamente por los Valdenses, y que siempre rechazaron a sus enemigos; pero si alguno caía en manos de las tropas, podían tener la certeza de ser tratados con la dureza más salvaje.

Un soldado que atrapó a uno de los valdenses le arrancó el oído derecho, diciendo: ‘Me llevaré a mi país este miembro de este malvado hereje, para guardarlo como una rareza.ª

Luego apuñaló al hombre y lo echó en una acequia.

Una partida de tropas encontró a un venerable hombre, de alrededor de cien años, junto con su nieta, una muchacha de unos dieciocho años, ocultos en una cueva. Asesinaron al pobre anciano de la manera más cruel, y luego intentaron violar a la muchacha; pero ella emprendió la huida a la carrera; al verse perseguida, se echó por un precipicio y pereció.

Los Valdenses, a fin de poder repeler la fuerza con la fuerza de manera más eficaz, concertaron una alianza con los poderes protestantes de Alemania y con los reformados del Delfinado y de Pragela. Estos iban respectivamente a suplir fuerzas armadas, y los Valdenses 99

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decidieron, reforzados de esta manera, abandonar los Alpes (donde habrían pronto perecido, porque se avecinaba el invierno), y forzar a los ejércitos del duque a evacuar sus valles natales.

El duque de Saboya estaba ya cansado de la guerra; le había costado muchas fatigas y ansiedades, muchos hombres, y grandes cantidades de dinero. Había sido mucho más larga y sangrienta de lo que había esperado, asícomo también más cara de lo que se hubiera podido imaginar al principio, porque pensó que el saqueo iba a pagar los gastos de la expedición; pero en esto se equivocó, porque fueron el nuncio papal, los obispos, monjes y otros clérigos, que asistieron al ejército y alentaron la guerra, los que se quedaron con la mayor parte de las riquezas que habían sido tomadas bajo diversas pretensiones. Por esta razón, y por la muerte de la duquesa, de la que acababa de enterarse, y temiendo que los Valdenses, por los tratados que habían concertado, fueran a volverse más poderosos que nunca, decidió volver a Turín con su ejército, y hacer la paz con los Valdenses.

Cumplió esta resolución, aunque muy en contra de la voluntad de los clérigos, que eran los mayores ganadores y los más complacidos con la venganza. Antes de poder ser ratificados los artículos de paz, el duque mismo murió, poco después de volver a Turín; pero en su lecho de muerte dio estrictas instrucciones a su hijo de acabar lo que él había comenzado, y que fuera lo más favorable posible a los Valdenses.

El hijo del duque, Carlos Manuel, sucedió a los dominios de Saboya, y ratificó plenamente la paz con los Valdenses, siguiendo las últimas instrucciones de su padre, aunque los clérigos hicieron todo lo que pudieron para persuadirle de lo contrario.

Un Relato de las Persecuciones en Venecia

Mientras que el estado de Venecia estuvo libre de inquisidores, un gran número de protestantes fijaron allísu residencia, y hubo muchos convertidos por causa de la pureza de las doctrinas que profesaban, y de la apacibilidad de la conducta que observaban.

Al ser el Papa informado del gran auge del protestantismo envió inquisidores a Venecia en el año 1542, para indagar en esta cuestión y prender a los que pudieran considerar personas perniciosas. Con esto comenzó una severa persecución, y muchas personas dignas fueron martirizadas por servir a Dios con pureza, escarneciendo los paramentos de la idolatría.

Fueron varias las maneras en que se les quitó la vida a los protestantes; pero describiremos un método particular, que fue inventado por primera vez para esta ocasión; tan pronto como se pronunciaba sentencia, se le ponía al preso una cadena de hierro que atravesaba una gran piedra atada a su cuerpo. Luego era puesto plano sobre una plancha de madera, cara arriba, y lo remaban entre dos barcas hasta cierta distancia mar adentro, cuando las dos barcas se separaban, y era hundido al fondo por el peso de la piedra.

Si alguien rechazaba la jurisdicción de los inquisidores en Venecia, era enviado a Roma, donde era echado a propósito en unas mazmorras llenas de humedad, nunca llamados a juicio, con lo que morían miserablemente de inanición en la cárcel.

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Un ciudadano de Venecia, Antonio Ricetti, prendido como protestante, fue sentenciado a ser ahogado de la manera ya descrita. Pocos días antes de la fecha señalada para su ejecución, su hijo fue a verle, y le suplicó que se retractara, para que salvara la vida, y él mismo no se quedara huérfano. A esto el padre le contestó: ‘Un buen cristiano tiene el deber de entregar no sólo sus bienes y sus hijos, sino la vida misma, por la gloria de su Redentor; por esto, estoy resuelto a sacrificarlo todo en este mundo pasajero, por amor a la salvación en un mundo que permaneceráeternamente.ª

Los señores de Venecia también le hicieron saber que si abrazaba la religión católico-romana, no sólo le darían su vida, sino que redimirían una considerable finca que él había hipotecado, y se la darían como presente. Sin embargo, rehusó en absoluto aceptar tal cosa, enviando recado a los nobles de que valoraba más su alma que todas las otras consideraciones; al decírsele que un compañero de prisión llamado Francisco Sega se había retractado, respondió:

‘Si ha abandonado a Dios, le compadezco; pero yo me mantendré firme en mi deber.ª

Viendo inútiles todos los esfuerzos por persuadirle a renunciar a su fe, fue ejecutado en conformidad a la sentencia, muriendo animosamente, y encomendando fervorosamente su alma al Omnipotente.

Lo que se le había dicho a Ricetti acerca de la apostasía de Francisco Sega era absolutamente falso, porque jamás había ofrecido retractarse, sino que se mantuvo firme en su fe, y fue ejecutado, pocos días después de Ricetti, y de la misma manera.

Francisco Spinola, un caballero protestante de gran erudición, prendido por orden de los inquisidores, fue llevado delante de su tribunal. Le pusieron entonces un tratado acerca de la Cena del Señor, preguntándole si conocía a su autor. A esto él contestó: ‘Me confieso su autor, y al mismo tiempo afirmo solemnemente que no hay una línea en ello sino lo que estáautorizado por y es consonante con las Sagradas Escrituras. ª Por esta confesión fue enviado incomunicado a una mazmorra durante varios días.

Hecho comparecer para un segundo interrogatorio, acusó al legado del Papa y a los inquisidores de ser unos bárbaros inmisericordes, y luego puso las supersticiones e idolatrías practicadas por la Iglesia de Roma bajo una luz tan fulgurante que nadie pudo refutar sus argumentos; luego lo mandaron a su mazmorra, para hacerle arrepentirse de lo que había dicho.

En su tercer interrogatorio le preguntaron si iba a retractarse de sus errores. Les respondió entonces que las doctrinas que mantenía no eran erróneas, siendo puramente las mismas que habían enseñado Cristo y Sus apóstoles, y que nos habían sido transmitidas en las escrituras sagradas. Los inquisidores le sentenciaron entonces a morir ahogado, lo que se ejecutó de la manera ya descrita. Fue a la muerte con la mayor serenidad, pareciendo anhelar la disolución, y declarando que la prolongación de su vida sólo servía para demorar aquella verdadera felicidad que sólo podía esperarse en el mundo venidero.

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Un Relato de Varias Personas Notables en Italia, por causa de su Religión.

Juan Mollius había nacido en Roma, de padres de buena posición social. A los doce años lo ingresaron en el monasterio de los Frailes Grises, donde hizo un progreso tan rápido en las artes, las ciencias y los idiomas que a los dieciocho años le permitieron tomar el orden sacerdotal.

Fue enviado a Ferrara donde, después de estudiar durante seis años más, fue designado lector teológico en la universidad de aquella ciudad. Pero ahora, desafortunadamente, empleaba sus talentos para disfrazar las verdades del evangelio y para recubrir los errores de la Iglesia de Roma. Tras pasar algunos años de residencia en Ferrara, pasó a la universidad de Bononia, en la que vino a ser profesor. Al leer algunos tratados escritos por ministros de la religión reformada, se hizo plenamente consciente de los errores del papado, y pronto se volvió un celoso protestante en su corazón.

Decidió ahora exponer, siguiendo la pureza del Evangelio, la Epístola de San Pablo a los Romanos en un curso regular de sermones. El apiñamiento de gentío que seguía de continuo su predicación era sorprendente, pero cuando los sacerdotes supieron el tenor de sus doctrinas, enviaron una relación del asunto a Roma, con lo que el Papa envió un monje, llamado Cornelio, a Bononia, para exponer la misma epístola según los artículos de la Iglesia de Roma. Sin embargo, la gente encontró tal disparidad entre los dos predicadores que la audiencia de Mollius aumentó, y Cornelio se vio obligado a predicar a bancos vacíos.

Cornelio escribió una comunicación de su nulo éxito al Papa, que inmediatamente envió una orden para prender a Mollius, que fue apresado, y guardado incomunicado. El obispo de Bononia le mandó decir que debía retractarse o ser quemado; pero él apeló a Roma, y fue enviado allá.

En Roma rogó que se le concediera tener un juicio público, pero el Papa se negó categóricamente a ello, y le ordenó que diera cuenta de sus opiniones por escrito, lo que él hizo bajo los siguientes encabezamientos:

Pecado original. Libre albedrío. La infalibilidad de la Iglesia de Roma. La infalibilidad del Papa. La justificación por la fe. El Purgatorio. La transubstanciación. La Misa. La confesión auricular. Las oraciones por los muertos. La hostia. Las oraciones por los santos.

Las peregrinaciones. La extremaunción. Los servicios en una lengua desconocida, etc. etc.

Todo ello lo confirmó en base de la autoridad de las Escrituras. El Papa, en esta ocasión y por razones políticas, lo puso en libertad, pero poco después lo hizo prender y ejecutar, siendo primero ahorcado, y luego su cuerpo quemado hasta ser reducido a cenizas, el 1553

d.C.

Al año siguiente fue prendido Francisco Gamba, un lombardo, de religión protestante, y condenado a muerte por el senado de Milán. En el lugar de la ejecución un monje le presentó una cruz, y él le dijo: ‘Mi mente estátan llena de los verdaderos méritos y de la bondad de 102

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Cristo que no quiero emplear un trozo de palo insensible para traérmelo a la mente.ª Por decir esto le horadaron la lengua, y luego lo quemaron.

En el 1555 d.C., Algerio, estudiante en la universidad de Padua, y hombre de gran erudición, hizo todo lo que estaba en su poder por convertir a otros. Por estas acciones fue acusado de herejía delante del Papa, y, prendido, fue echado en la cárcel de Venecia.

El Papa, informado de la gran erudición de Algerio, y de sus sorprendentes capacidades innatas, pensó que sería de infinito servicio a la Iglesia de Roma si lograba persuadirle de abandonar la causa protestante. Por ello, lo hizo traer a Roma, e intentó, mediante las promesas más profanas, de ganarlo a sus propósitos. Pero al ver inútiles sus esfuerzos, ordenó que fuera quemado, sentencia que fue oportunamente cumplida.

El 1559 d.C., Juan Alloysius, enviado de Ginebra para predicar en Calabria, fue allíprendido como protestante, llevado a Roma, y quemado por orden del Papa. De la misma manera y por las mismas razones fue quemado en Messina Jacobo Bovellus.

En el año 1560, el Papa Pío IV ordenó que todos los protestantes fueran severamente perseguidos en los estados italianos, y grandes números de toda edad, sexo y condición sufrieron el martirio. Con respecto a las crueldades practicadas en esta ocasión, un erudito y humano católico romano se refirió asía ellos, en una carta a un noble señor: ‘No puedo, mi señor, dejar de revelaros mis sentimientos, con respecto a las persecuciones que están dándose ahora. Creo que es algo cruel e innecesario. Tiemblo ante la forma de dar muerte. Se parece más a la degollina de terneros y ovejas que a la ejecución de seres humanos. Relataré a su señoría una terrible escena, de la que yo mismo fui testigo presencial. Setenta protestantes estaban echados juntos en una inmunda mazmorra; el verdugo entró entre ellos, tomó a uno de entre el resto, lo sacó a un lugar abierto fuera de la prisión, y le cortó la garganta con la mayor calma. Luego entró calmosamente en la prisión, ensangrentado como iba, y con el cuchillo en la mano seleccionó a otro, y lo despachó de la misma forma. Y esto, señoría, lo repitió hasta que hubo dado muerte a

todos. Dejo a los sentimientos de su señoría juzgar acerca de mis sensaciones en esta ocasión; mis lágrimas caen ahora sobre el papel sobre el que le escribo esta relación. Otra cosa que debo mencionar: la paciencia con la que afrontaron la muerte. Parecían ser todo resignación y piedad, orando fervientes a Dios, y enfrentándose animosos a su suerte. No puedo pensar sin temblar cómo el verdugo sostenía el cuchillo entre sus dientes; qué terrible figura constituía, cubierto de sangre, y con que despreocupación ejecutaba su bárbaro oficio.

ª

Un joven inglés que estaba en Roma estaba un día pasando junto a una iglesia justo cuando salía la procesión de la hostia. Un obispo llevaba la hostia, y viéndolo el joven, se la arrebató, la tiró al suelo, y la pisoteó, gritando: ‘¡Miserables idólatras, que dejáis al verdadero Dios, para adorar un trozo de comida!ª Esta acción provocó de tal manera al pueblo que lo 103

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habría despedazado en aquel mismo momento; pero los sacerdotes persuadieron a la multitud que lo dejaran para que lo sentenciara el Papa.

Cuando le contaron el asunto al Papa, éste se sintió enormemente exasperado, y ordenó que el preso fuera quemado inmediatamente; pero un cardenal lo disuadió de esta apresurada sentencia, diciéndole que sería mejor castigarlo gradualmente y torturarlo, para poder descubrir si habla sido instigado por alguna persona determinada a cometer un acto tan atroz.

Aprobado esto, fue torturado con la mayor severidad, pero sólo pudieron sacarle estas palabras: ‘Era la voluntad de Dios que hiciera lo que hice.ª Entonces el Papa pronunció sentencia contra él:

1.Que el verdugo lo llevara con el torso desnudo por las calles de Roma.

2.Que llevara la imagen del diablo sobre la cabeza.

3.Que le pintaran en los calzones la representación de las llamas.

4.Que le cortaran la mano derecha.

5.Que después de haber sido llevado asíen procesión, fuera quemado.

Cuando oyó esta sentencia, imploró a Dios que le diera fuerza y entereza para mantenerse firme. Al pasar por las calles, fue enormemente escarnecido por el pueblo, a los que les dijo algunas cosas severas acerca de la superstición romanista. Pero un cardenal, que le oyó, ordenó que lo amordazaran.

Cuando llegó a la puerta de la iglesia donde había pisoteado la hostia, el verdugo le cortó la mano derecha, y la el clavó en un palo. Luego dos torturadores, con antorchas encendidas, abrasaron y quemaron su carne todo el resto del camino. Al llegar al lugar de la ejecución besó las cadenas que iban a atado a la estaca. Al presentarle un monje la figura de un santo, la golpeó echándola a un lado, y luego, encadenado en la estaca, le encendieron la leña, y pronto quedó reducido a cenizas.

Poco después de la ejecución acabada de mencionar, un venerable anciano, que había sido mucho tiempo preso de la Inquisición, fue condenado a la hoguera, y sacado para ser ejecutado. Cuando estaba ya encadenado a la estaca, un sacerdote le sostuvo un crucifijo delante, y le dijo: ‘Como no me quites este ídolo de delante de la vista, me obligarás a escupirle.ª El sacerdote le reprendió por hablar tan duramente, pero él le dijo que recordara el Primer y el Segundo Mandamiento y que se apartara de la idolatría, como Dios mismo había mandado. Fue entonces amordazado, para que no hablara ya más, y poniéndose fuego a la leña, sufrió el martirio en las llamas.

Una Relación de las persecuciones en el Marquesado de Saluces El Marquesado de Saluces, en el límite meridional de los valles del Piamonte, estaba, en el año 1561, principalmente habitado por protestantes; entonces el marqués, propietario de 104

El Libro de los Mártires por Foxe

aquellas tierras, comenzó una persecución contra ellos, por instigación del Papa. Comenzó desterrando a los ministros, y si alguno de ellos rehusaba abandonar a su grey, podían tener la certeza de ser encarcelados y torturados con severidad. Sin embargo, no llegó tan lejos como para dar muerte a nadie.

Poco después el marquesado cayó en posesión del duque de Saboya, que envió cartas circulares a todas las ciudades y pueblos, diciendo que esperaba que todo el pueblo se conformara a ir a Misa.Los habitantes de Saluces, al recibir esta carta, le enviaron como respuesta una epístola general. El duque, tras leer la carta de ellos, no interrumpió a los protestantes por algún tiempo; pero al final les envió una comunicación diciéndoles que o bien se conformaban a la Misa, o bien deberían dejar sus dominios en quince días. Los protestantes, ante este inesperado edicto, enviaron un representante ante el duque para lograr su revocación, o al menos que fuera moderado. Pero fueron vanas sus protestas, y se les dio a entender que el edicto era absoluto.

Algunos fueron lo suficientemente débiles como para aceptar ir a Misa a fin de evitar el destierro y preservar sus propiedades; otros se fueron, con todas sus posesiones, a otros países; y muchos dejaron pasar el tiempo de tal manera que se vieron obligados a abandonar todo lo que tenían de valor, y a dejar el marquesado a toda prisa. Los infelices que quedaron atrás fueron apresados, saqueados, y muertos.

Un Relato de las Persecuciones en los Valles del Piamonte en el Siglo Diecisiete El Papa Clemente VIII envió misioneros a los valles del Piamonte para inducir a los protestantes a renunciar a su religión. Estos misioneros erigieron monasterios en varias partes de los valles, y provocaron muchos problemas en los de los reformados, donde los monasterios aparecieron no sólo como fortalezas para dominar, sino también como refugios para todos los que les hicieran cualquier daño.

Los protestantes hicieron una petición al duque de Saboya contra estos misioneros, cuya insolencia y malos tratos se habían hecho intolerables; pero en lugar de hacerles justicia, prevaleció el interés de los misioneros hasta el punto de que el duque publicó un decreto, en el que declaró que un solo testigo sería suficiente en un tribunal contra un protestante, y que cualquier testigo que pudiera lograr la convicción de un protestante por el crimen que fuera tendría derecho a cien coronas.

Se puede imaginar fácilmente que al publicarse un decreto de esta naturaleza muchos protestantes cayeron mártires ante el perjurio y la avaricia; porque varios papistas villanos estaban dispuestos a jurar cualquier cosa contra un protestante por amor a la recompensa, y luego ir veloces a sus sacerdotes a obtener la absolución por sus falsos juramentos. Si algún católico romano con más conciencia que el resto censuraba a esos sujetos por sus atroces crímenes, se veía en peligro de ser él mismo denunciado y expuesto como favorecedor de herejes.

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Los misioneros hicieron todo lo posible por conseguir los libros de los protestantes, para quemarlos; Haciendo estos todo lo posible por esconderlos, los misioneros escribieron al duque de Saboya, el cual, para castigar a los protestantes por el horrendo crimen de no entregar sus Biblias, libros de oración y tratados religiosos, envió a unas compañías de soldados para que se acuartelaran en sus casas. Estos militares causaron graves destrozos en las casas de los protestantes, y destruyeron tanta cantidad de alimentos y bienes que muchas familias quedaron totalmente arruinadas.

Para alentar tanto como fuera posible la apostasía de los protestantes, el duque de Saboya hizo una proclamación en la que decía: ‘Para alentar a los herejes a volverse católicos, es nuestra voluntad y beneplácito, y asílo mandamos expresamente, que todos los que abracen la santa fe Católica Romana gozarán de una exención de todos y cada uno de los impuestos por espacio de cinco años, a partir del día de su conversión.ª El duque de Saboya estableció también un tribunal, llamado consejo para la extirpación de herejes. Este tribunal debía hacer indagaciones acerca de los antiguos privilegios de las iglesias protestantes, y de los decretos que se hablan promulgado, de tanto en tanto, en favor de los protestantes. Pero la investigación de estas cosas se hizo con la más descarada parcialidad: se manipuló el sentido de las viejas cartas de derechos, y se emplearon sofismas para pervertir el sentido de todo aquello que tendía a favorecer a los reformados.

Como si todas estas duras acciones no fueran suficientes, el duque publicó poco después otro edicto en el que se mandaba de manera estricta que ningún protestante podía ser maestro, o tutor, ni en público ni en privado, y que no podía osar enseñar arte, ni ciencia ni lengua algunos, ni directa ni indirectamente, a nadie, fuera cual fuera su religión.

Este edicto fue seguido de inmediato por otro que decretaba que ningún protestante podía ocupar puesto alguno de beneficio, confianza u honor. Para dejarlo todo atado, y como prenda cierta de una cercana persecución, se promulgó un edicto final en el que se ordenaba positivamente que todos los protestantes debían ir a Misa.

La publicación de un edicto con esta orden puede compararse con el izamiento de la bandera roja; porque la consecuencia cierta del mismo tenía que ser el asesinato y el saqueo.

Uno de los primeros en atraer la atención de los papistas fue Sebastián Basan, un celoso protestante, que fue prendido por los misioneros, encerrado, atormentado por espacio de quince meses, y luego quemado.

Antes de esta persecución, los misioneros habían empleado secuestradores para robar hijos a los protestantes, para poderlos criar secretamente como católicos romanos; pero ahora arrebataban a los hijos por la fuerza, y si encontraban ninguna resistencia, asesinaban a los padres.

Para dar mayor fuerza a la persecución, el duque de Saboya convocó una asamblea general de los nobles y gentilhombres católico-romanos, en la que se promulgó un solemne 106

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edicto contra los reformados, conteniendo muchos artículos, e incluyendo varias razones para extirpar a los protestantes, entre las que se daban las siguientes: 1. Por la preservación de la autoridad papal.

2. Para que todas las rentas eclesiásticas estuvieran bajo una forma de gobierno.

3. Para unir a todos los partidos.

4. En honor de todos los santos y de las ceremonias de la Iglesia de Roma.

Este severo edicto fue seguido por una cruel orden, publicada el 25 de enero del 1655

d.C., bajo la sanción del duque, por Andrés Gastaldo, doctor en leyes civiles. Esta orden establecía ‘Que todos los cabezas de familia, con los componentes de aquellas familias, de la religión reformada, fuera cual fuera su rango, fortuna o condición, sin excepción alguna, de los habitantes y poseedores de tierras en Lucerna, St. Giovanni, Bibiana, Campiglione, St.

Secondo, Lucerna, La Torre, Fenile y Bricherassio, debían, en el término de tres días de la publicación de la orden, retirarse y partir, y ser echados de los dichos lugares, y llevados a los lugares y límites tolerados por su alteza durante su beneplácito; en particular Bobbio, Angrogne, Vilario, Rorata y el condado de Boneti.

ªTodo esto debía llevarse a cabo bajo pena de muerte y confiscación de casa y bienes, a no ser que dentro del plazo se convirtieran en católicos romanos.ª Ya se puede concebir que una huida con tan breve plazo, en medio del invierno, no era tarea grata, especialmente en un país casi rodeado de montañas. La repentina orden afectaba a todos, y cosas que apenas si habrían sido observadas en otras ocasiones ahora aparecían de manera evidente. Mujeres embarazadas, o mujeres que acababan de dar a luz, no constituían excepciones para esta súbita orden de destierro, porque todos estaban incluidos en ella; y, desafortunadamente, aquel invierno era inusitadamente severo y riguroso.

Pero los papistas expulsaron a la gente de sus moradas el día señalado, sin ni siquiera permitirles suficientes ropas para abrigarse; muchos murieron en los montes debido a la dureza del clima, o por falta de alimentos. Algunos que se quedaron atrás después de la ejecución del edicto encontraron el trato más duro, asesinados por los habitantes papistas, o muertos a tiros por las tropas acuarteladas en los valles. Una descripción particular de estas crueldades aparece en una carta, escrita por un protestante que estaba en el lugar, pero que felizmente escapó de la matanza. ‘Habiéndose instalado el ejército (nos dice él), en el lugar, aumentó en número por la adición de una multitud de los habitantes papistas de lugares vecinos, que al v9r que éramos presa para el botín, se lanzaron sobre nosotros con furioso ímpetu. Aparte de las tropas del duque de Saboya y de los habitantes papistas había algunos regimientos de auxiliares franceses, algunas compañías de las brigadas irlandesas, y varias bandas de fueras de la ley, contrabandistas y presos, a los que se les había prometido perdón y libertad en este mundo, y absolución en el venidero, por ayudar en el exterminio de los protestantes del Piamonte.

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ªEsta multitud armada, alentada por los obispos y monjes católico-romanos, cayó sobre los protestantes de la manera más furiosa. Nada se podía ver ahora sino rostros horrorizados y desesperados; la sangre teñía los suelos de las casas, las calles estaban llenas de cadáveres; se oían gemidos y clamores por todas partes. Algunos se armaron y se enfrentaron a las tropas; y muchos, con sus familias, huyeron a los montes. En un pueblo atormentaron cruelmente a ciento cincuenta mujeres y niños después que los hombres hubieron huido, descabezando a las mujeres y descerebrando a los niños. En los pueblos de Vilario y Bobbio tomaron a la mayoría de los que habían rehusado ir a Misa, de quince años para arriba, y los crucificaron cabeza abajo; y la mayoría de los que estaban por debajo de aquella edad fueron estrangulados.ª

Sara Rastignole des Vignes, una mujer de sesenta años, apresada por algunos soldados, recibió la orden de que les rezara a algunos santos; al rehusar, le clavaron una hoz en el vientre, la destriparon, y luego le cortaron la cabeza.

Martha Constantine, una hermosa joven, fue tratada con gran indecencia y crueldad por varios de los soldados, que primero la violaron, y luego la mataron cortándole los pechos.

Luego los frieron, y se los dieron a algunos de sus camaradas, que los comieron sin saber de qué se trataba. Cuando los hubieron comido, los otros les dijeron qué era aquel plato, y surgió una pelea, salieron a relucir las espadas, y se dio una batalla. Varios fueron muertos en la pelea, la mayoría de ellos aquellos que habían tomado parte en esta horrenda muerte de la mujer, y que habían cometido un engaño tan inhumano contra sus propios compañeros.

Algunos de los soldados prendieron a un hombre de Thrassiniere, y le traspasaron los oídos y los pies con sus espadas. Luego le arrancaron las uñas de los dedos de las manos y de los pies con tenazas al rojo vivo, lo ataron a la cola de un asno, y lo arrastraron por las calles; finalmente le ataron una cuerda alrededor de la cabeza, y la sacudieron con un palo con tal violencia que la arrancaron del cuerpo.

Pedro Symonds, un protestante de unos ochenta años, fue atado por el cuello y los talones, y luego echado a un precipicio. En su caída, la rama de un árbol prendió las cuerdas que le ataban, y quedó colgando entre cielo y tierra, de manera que languideció durante varios días, y finalmente murió de hambre.

Por rehusar renunciar a su religión, Esay Garcino fue cortado a trozos. Los soldados decían, bromeando, que lo habían hecho picadillo. Una mujer, llamada Armanda, fue descuartizada, y luego sus miembros fueron colgados sobre un vallado. Dos ancianas fueron destripadas y luego dejadas en el campo sobre la nieve, donde murieron; y a una mujer muy anciana, que era deforme, le cortaron la nariz y las manos, y fue dejada para que se desangrara hasta morir.

Muchos hombres, mujeres y niños fueron echados desde las rocas y estrellados.

Magdalena Bertino, una mujer protestante de La Torre, fue desnudada totalmente, le ataron 108

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la cabeza entre las piernas, y fue lanzada por un precipicio. A María Raymondet, de la misma ciudad, le fueron cortando las carnes de los huesos hasta que expiró.

Magdalena Pilot, de Vilario, fue descuartizada en la cueva de Castolus; a Ana Chaiboniere le traspasaron el cuerpo con un extremo de una estaca, y, fijando el otro extremo en el suelo, fue dejada morir así. A Jacobo Perrin, un anciano, de la iglesia de Vilario, y a su hermano David, los despellejaron vivos.

Un habitante de La Torre, llamado Giovanni Andrea Michialm, fue prendido, con cuatro de sus niños, y tres de ellos fueron descuartizados delante de él; los soldados le preguntaban, tras la muerte de cada niño, si estaba dispuesto a cambiar de religión; a esto se negó constantemente. Uno de los soldados tomó entonces al último y más pequeño por los pies, y, haciéndole la misma pregunta al padre, éste le replicó de la misma manera, y aquella bestia inhumana estrelló al niño rompiéndole la cabeza. En aquel mismo momento, el padre se separó bruscamente de ellos y emprendió la huida; los soldados le dispararon, pero fallaron; él, corriendo a toda velocidad, escapó, y se ocultó en los Alpes.

Más Persecuciones en los Valles del Piamonte, en el Siglo Diecisiete Giovanni Pelanchion, por rehusar hacerse papista, fue atado de una pierna al rabo de una mula, y arrastrado por las calles de Lucerna, en medio de las aclamaciones de una inhumana muchedumbre, que no paraba de apedrearlo y de gritar: ‘¡Estáposeído por el demonio, por lo que ni el apedreamiento ni el arrastrarlo por las calles lo matará, porque el demonio lo mantiene vivo.ª Luego lo llevaron junto al río, le cortaron la cabeza, y la dejaron, junto con su cuerpo, sin sepultura, sobre la ribera.

Magdalena, bija de Pedro Fontaine, una hermosa niña de diez años, fue violada y asesinada por los soldados. Otra niña de más o menos la misma edad fue asada viva en Villa Nova; y una pobre mujer, al oír que los soldados iban hacia su casa, tomó la cuna en la que su bebé estaba durmiendo y se lanzó corriendo hacia el bosque. Pero los soldados la vieron y se lanzaron a perseguirla; para aligerarse dejó la cuna y el bebé, y los soldados, en cuanto llegaron, asesinaron al pequeño, y reanudaron la persecución, hallaron a la madre en una cueva, y la violaron primero, descuartizándola después.

Jacobo Michelino, principal anciano de la iglesia de Bobbio, y varios otros protestantes, fueron colgados por medio de garfios fijados en sus vientres, y dejados que expiraran en medio de los más horrorosos dolores.

A Giovanni Rostagnal, un venerable protestante de más de ochenta años, le cortaron la nariz y las orejas, y le rebanaron las partes carnosas del cuerpo, haciéndolo desangrar hasta morir.

A siete personas, Daniel Seleagio, su mujer, Giovanni Durant, Lodwich Durant, Bartolomé Durant, Daniel Revel y Pablo Reynaud, les llenaron la boca con pólvora, que inflamada les voló la cabeza en pedazos.

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Jacobo Birone, maestro de Rorata, rehusó cambiar de religión, y fue entonces desnudado del todo; después de exhibirle tan indecentemente, le arrancaron las uñas de los pies y de las manos con tenazas al rojo vivo, y le horadaron las manos con la punta de un puñal. Luego le ataron una cuerda por en medio, y fue llevado por las calles con un soldado a cada lado. Al llegar a cada esquina, el soldado de la derecha le propinaba un corte en su carne, y el soldado de la izquierda le daba un garrotazo, y ambos le decían, a la vez: ‘¿Irás a Misa? ¿Irás a Misa?ª

…l persistió contestando que no, por lo que finalmente lo llevaron a un puente, donde le cortaron la cabeza sobre la balaustrada, y la echaron, y el cuerpo, al río.

A Pablo Garnier, un protestante muy piadoso, le sacaron los ojos, luego lo despellejaron vivo, y, descuartizándolo, sus miembros fueron puestos en cuatro de las casas principales de Lucerna. Soportó estos sufrimientos con la paciencia más ejemplar, dio alabanza a Dios mientras pudo hablar, y dio clara evidencia de qué confianza y resignación pueden ser inspiradas por una buena conciencia. En el siglo doce comenzaron en Italia las primeras persecuciones bajo el papado, en época de Adriano, un inglés que entonces era Papa. Estas fueron las causas que llevaron a la persecución:

Un erudito y excelente orador de Brescia, llamado Arnaldo, llegó a Roma, y predicó abiertamente contra las corrupciones e innovaciones que se hablan infiltrado en la Iglesia. Sus discursos eran tan llanos y consistentes, y exhalaban un Espíritu tan puro de piedad, que los senadores y muchos del pueblo aprobaban en gran manera y admiraban sus doctrinas.

Esto enfureció de tal manera a Adriano que ordenó a Arnaldo que se fuera en el acto de la ciudad, como hereje. Pero Arnaldo no obedeció, porque los senadores y algunos de los principales del pueblo se pusieron de su parte, y se resistieron a la autoridad del Papa.

A Daniel Cardon, de Rocappiata, prendido por unos soldados, le cortaron la cabeza, y, friéndole los sesos, se los comieron. A dos pobres ancianas ciegas de St. Giovanni las quemaron vivas; y a una viuda de La Torre y a su hija las llevaron al río, y allílas apedrearon hasta morir.

A Pablo Giles, que trataba de huir de unos soldados, le dispararon, hiriéndole en el cuello; luego le sajaron la nariz, le rebanaron el mentón, lo apuñalaron y dieron su cadáver a los perros. Algunas de las tropas irlandesas, habiendo prendido a once hombres de Garcigliana, calentaron un horno al rojo vivo, y los obligaron a empujarse unos a otros dentro, hasta que llegaron al ultimo, a quien empujaron ellos mismos.

Michael Gonet, un hombre de noventa años, fue quemado hasta morir; Baptista Oudri, otro anciano, fue apuñalado; y a Bartolomé Frasche le hicieron agujeros en los talones, a través de los que pusieron cuerdas; luego fue arrastrado asía la cárcel, donde sus heridas gangrenaron y asímurió.

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Magdalena de la Piere, perseguida por algunos de los soldados, fue finalmente apresada, despeñada y estrellada. Margarita Revelía y María Pravillerin, dos mujeres muy ancianas, fueron quemadas vivas; y Michael Bellino y Ana Bochardno fueron decapitados.

El hijo y la hija de un concejal de Giovanni fueron arrojados desde una fuerte pendiente, y dejados morir de inanición en un profundo hoyo al fondo. Una familia de un comerciante, él mismo, su mujer y un bebé en brazos, fueron echados por un precipicio y estrellados; y José Chairet y Pablo Camicro fueron despellejados vivos.

Al ser preguntado Cipriano Bustia si iba a renunciar a su religión y hacerse católico romano, éste contestó: ‘Prefiero renunciar antes a la vida, o volverme perroª; a esto contestó un sacerdote: ‘Por decir esto, renunciarás a la vida, y serás echado a los perros.ª Así, lo arrastraron a la cárcel, donde quedó mucho tiempo sin alimento, hasta morir de inanición; después, echaron su cadáver a la calle delante de la cárcel, siendo devorado por los perros de la manera más horrorosa.

Margarita Saretta fue apedreada hasta morir, y luego echada al río; a Antonio Bartina le abrieron la cabeza, y a José Pont le abrieron el cuerpo de arriba abajo. Estando Daniel María y toda su familia enferma con fiebre, varios desalmados papistas entraron en la casa, diciendo que eran médicos prácticos, y que les quitarían la enfermedad, lo que hicieron rompiéndoles las cabezas a todos los miembros de la familia.

A tres niñitos de un protestante llamado Pedro Fine los cubrieron de nieve y asfixiaron; a una viuda anciana llamada Judit la decapitaron; y a una hermosa joven la desnudaron y empalaron, matándola.

Lucía, mujer de Pedro Besson, y que estaba en avanzado estado de gestación, que vivía en los pueblos de los valles del Piamonte, decidió, si le era posible, huir de las terribles escenas que por todas partes contemplaba; tomó entonces sus dos pequeños, uno a cada mano, y se dirigió hacia los Alpes. Pero al tercer día del viaje le sobrevinieron los dolores de parto, y dio a luz a un niño que murió debido a la extrema inclemencia del tiempo, como también los otros dos hijos; porque los tres fueron hallados muertos a su lado, y ella agonizando, por la persona a la que relató los detalles anteriores.

A Francisco Gros, hijo de un clérigo, le cortaron lentamente la carne de su cuerpo en trozos pequeños, y luego se la pusieron en un plato delante de él, dos de sus hijos fueron hechos pedacitos delante de él; y su mujer fue atada a un poste, para que pudiera ver cómo hacían todas estas crueldades sobre su marido y sus hijos. Los atormentadores se cansaron finalmente de estas crueldades, les cortaron la cabeza al marido y a la mujer, y dieron luego la carne de toda la familia a los perros.

El señor Tomás Margher huyó a una cueva, cuya boca cegaron los soldados, y murió de hambre. Judit Revelin y Siete niños fueron bárbaramente asesinados en sus camas; y una viuda de cerca de ochenta años fue descuartizada por los soldados.

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A Jacobo Roseno le ordenaron que orara a los santos, lo que rehusó en absoluto hacer; algunos de los soldados lo golpearon violentamente con garrotes para hacerle obedecer, pero siguió rehusando, por lo que varios de ellos le dispararon, alojándole muchas balas en el cuerpo. Mientras estaba agonizando, le chillaban: ‘¿Vas a rezar a los santos? ¿Vas a rezar a los santos?ª, a lo que respondía: ‘ ¡No! ¡No! ¡No! ª Entonces uno de los soldados, con una espada de hoja ancha, le partió la cabeza en dos, poniendo fin a sus sufrimientos en este mundo, por los que indudablemente serágloriosamente recompensado en el venidero.

Susana Gaequin, una muchacha a la que un soldado intentaba violar, opuso una denodada resistencia, y en la lucha lo empujó por un precipicio, donde quedó destrozado por la caída. Sus camaradas, en lugar de admirar la virtud de la joven y de aplaudida por defender tan noblemente su castidad, se lanzaron sobre ella con sus espadas, y la despedazaron.

Giovanni PuIhus, un pobre campesino de La Torre, fue prendido por los soldados por protestante, y el marqués de la Pianesta ordenó que fuera ejecutado en un lugar cerca del convento. Al llegar a la horca, se acercaron varios monjes, e hicieron todo lo posible por persuadirle a renunciar a su religión. Pero les dijo que jamás abrazaría la idolatría, y que se sentía feliz de ser considerado digno de sufrir por el nombre de Cristo. Entonces le hicieron recordar cuanto sufrirían su mujer e hijos, que dependían de su trabajo, si él moría. A esto contestó: ‘Me gustaría que mi mujer e hijos, lo mismo que yo, consideraran antes sus almas más que sus cuerpos, y el mundo venidero antes que éste; y con respecto a la angustia en que las dejo, Dios es misericordioso, y proveerápara ellos mientras sean dignos de Su protección.ª

Al ver la inflexibilidad de este pobre hombre, los monjes gritaron: ‘¡Acaba con él, acaba con él!ª, lo que el verdugo hizo de inmediato; el cuerpo fue después despedazado y echado al río.

Pablo Clemente, anciano de la iglesia de Rossana, prendido por los monjes de un monasterio vecino, fue llevado a la plaza del mercado, donde algunos protestantes acababan de ser ejecutados por los soldados. Le mostraron los cadáveres, a fin de intimidarlo con el espectáculo. Al ver el sobrecogedor espectáculo, dijo, con calma: ‘Podéis matar el cuerpo, pero no podéis perjudicar el alma de un verdadero creyente; y acerca del terrible espectáculo que me habéis mostrado, podéis tener la seguridad de que la venganza de Dios alcanzaráa los asesinos de estas pobres gentes, y los castigarápor la sangre inocente derramada.ª Los monjes se sintieron tan llenos de furor por esta contestación que ordenaron que lo ahorcaran en el acto; y mientras él colgaba, los soldados se divirtieron poniéndose a una distancia y empleando el cuerpo como blanco para sus disparos.

Daniel Rambaut, de Vilario, padre de una numerosa familia, fue prendido y llevado a prisión con varios otros, en la cárcel de Paysana. Aquífue visitado por varios sacerdotes, que con una insistente importunidad hicieron todo lo posible por persuadido a renunciar a la religión protestante y hacerse papista. Pero rehusó rotundamente, y los sacerdotes, al ver su decisión, pretendieron sentir piedad por su numerosa familia, y le dijeron que podría con todo salvar la vida si afirmaba su creencia en los siguientes artículos: 112

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1. La presencia real en la hostia.

2. La Transubstanciación.

3. El Purgatorio.

4. La Infalibilidad del Papa.

5. Que las Misas dichas por los difuntos liberan almas del purgatorio.

6. Que Rezar a los Santos da remisión de pecados.

M.Rambaut dijo a los sacerdotes que ni su religión ni su entendimiento ni su conciencia le permitirían suscribir ninguno de estos artículos, por las siguientes razones: (1). Que creer en la presencia real en la hostia es una chocante unión de blasfemia e idolatría.

(2). Que imaginar que las palabras de consagración llevan a cabo lo que los papistas llaman transubstanciación, convirtiendo el pan y el vino en el verdadero e idéntico cuerpo y sangre de Cristo, que fue crucificado, y que luego ascendió al cielo, es una cosa demasiado burda y absurda para que se la crea siquiera un niño que tuviera la más mínima capacidad de razonamiento; y que nada Sino la más ciega superstición podía hacer que los católicos romanos pusieran su confianza en algo tan ridículo.

(3). Que la doctrina del purgatorio es más inconsecuente y absurda que un cuento de hadas.

(4). Que era una imposibilidad que el Papa fuera infalible, y que el Papa se arrogaba de manera soberbia algo que sólo podía pertenecer a Dios como ser perfecto.

(5). Que decir Misas por los muertos era ridículo, y sólo tenía la intención de mantener la creencia en la fábula del purgatorio, por cuanto la suerte de todos queda definitivamente decidida al partir el alma del cuerpo.

(6). Que la oración a los santos para remisión de pecados es una adoración fuera de lugar, por cuanto los mismos santos tienen necesidad de la intercesión de Cristo. Así, por cuanto sólo Dios puede perdonar nuestros errores, deberíamos ir sólo a El por el perdón.

Los sacerdotes se sintieron tan enormemente ofendidos ante las respuestas de M.

Rambaut a los artículos que ellos querían que suscribiera, que decidieron sacudir su resolución mediante el más cruel método imaginable. Ordenaron que le cortaran una articulación de los dedos de sus manos cada día hasta que se quedara sin ellos; luego pasaron a los dedos de los pies; luego alternativamente, le fueron cortando un día una mano, el otro día un pie; pero al ver que soportaba sus sufrimientos con la más admirable paciencia, fortalecido y resignado, y manteniendo su fe con una resolución irrevocable y una constancia inamovible, le apuñalaron en el corazón, y dieron su cuerpo como comida a los perros.

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Pedro Gabriola, un caballero protestante de considerable alcurnia, fue apresado por un grupo de soldados; al negarse a renunciar a su religión, le colgaron una gran cantidad de bolsitas de pólvora por su cuerpo, y encendiéndolas lo volaron en pedazos.

A Antonio, hijo de Samuel Catieris, un pobre muchacho mudo totalmente inerme, lo despedazaron un grupo de soldados. Poco después los mismos desalmados entraron en casa de Pedro Moniriat, y cortaron las piernas a toda la familia, dejándolos que se desangran hasta morir, incapacitados para atenderse a símismos o unos a otros.

Daniel Benech fue prendido, le sajaron la nariz, le cortaron las orejas, y luego lo descuartizaron, colgando cada uno de los cuartos de un árbol. A María Monino le rompieron las mandíbulas, y luego la dejaron sufrir hasta morir de inanición.

Maria Pelanchion, una hermosa viuda, vecina de la ciudad de Vilario, fue prendida por un pelotón de las brigadas irlandesas, que, tras apalearla cruelmente, la violaron, la arrastraron a un alto puente que cruzaba el río, y la desnudaron de la manera más indecente, la colgaron por las piernas al puente, cabeza abajo, y luego, entrando en barcas, dispararon contra ella como blanco hasta que murió.

María Nigrino y su hija, que era retrasada mental, fueron despedazadas en los bosques, y sus cuerpos dejados como pasto de las fieras; Susana Bales, una viuda de Vilario, fue emparedada, muriendo de hambre. Susana Calvio trató de huir de algunos soldados y se ocultó en un granero. Ellos entonces eneendieron la paja y la quemaron.

Pablo Armand fue cortado en pedazos; un niño llamado Daniel Bextino fue quemado; A Daniel Michialino le arrancaron la lengua, y fue dejado morir en esta condición; y Andreo Bertino, un anciano de edad muy avanzada, que era cojo, fue mutilado de la manera más horrenda, y al final destripado, y sus entrañas llevadas en la punta de una alabarda.

A Constancia Bellione, una dama protestante apresada debido a su fe le preguntó un sacerdote si iba a renunciar al diablo e ir a Misa; a esto ella contestó: ‘Yo fui criada en una religión por la que se me enseñó siempre a renunciar al diablo; pero si accediera a vuestros deseos y fuera a Misa, seguramente lo encontraría allíbajo diversas apariencias. El sacerdote se enfureció por estas palabras y le dijo que se retractara o sufriría cruelmente. La dama, sin embargo, le dijo valerosamente que a pesar de todos los sufrimientos que pudiera infligirla o de todos los tormentos que inventara, ella mantendría su conciencia pura y su fe inviolada. El sacerdote ordenó entonces que cortaran tajadas de su carne de varias partes de su cuerpo, crueldad que ella soportó con la paciencia más inusitada, sólo diciéndole al sacerdote: ‘¡Qué horrorosos y duraderos tormentos sufrirás tú en el infierno por los pobres y pasajeros dolores que ahora yo siento.ª Exasperado por sus palabras, y queriendo cerrarle la boca, el sacerdote ordenó a un pelotón de mosqueteros que se aproximaran y dispararan sobre ella, con lo que pronto murió, sellando su martirio con su sangre.

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Por rehusar cambiar de religión y abrazar el papismo, una joven llamada Judit Mandon fue encadenada a una estaca, y se dedicaron a lanzarle palos desde una distancia, de la misma manera que la bárbara costumbre que se practicaba antes en los martes de Carnaval, del llamado lanzamiento contra rocas. Con este inhumano proceder, los miembros de la pobre muchacha fueron golpeados y mutilados de manera terrible, y finalmente uno de los garrotes le partió el cráneo.

David Paglia y Pablo Genre, que intentaban escapar a los Alpes, cada uno de ellos con su hijo, fueron perseguidos y alcanzados por los soldados en una gran llanura. Allí, para divertirse, los cazaron, pinchándolos con sus espadas y persiguiéndolos hasta que cayeron rendidos de fatiga. Cuando vieron que estaban agotados y que ya no les podían dar más satisfacción, los soldados los despedazaron y dejaron sus cuerpos mutilados en el lugar.

Un joven de Bobbio, llamado Miguel Greve, fue prendido en la ciudad de La Torre, y llevado al puente, fue echado al río. Como podía nadar muy bien, se dirigió río abajo, pensando que podría escapar, pero los soldados y la turba le siguieron por ambos lados del río, apedreándole de continuo, hasta que, recibiendo un golpe en la sien, perdió el conocimiento, y se hundió, ahogándose.

A David Armand le ordenaron que pusiera la cabeza sobre un bloque de madera, y un soldado, con un mazo, le partió el cráneo. David Baridona, prendido en Vilario, fue llevado a La Torre, donde, al negarse a renunciar a su religión, fue atormentado encendiéndole cerillas de azufre atadas entre sus dedos de las manos y de los pies. Después le arrancaron las carnes con tenazas al rojo vivo, hasta que expiró. Giovanni Barolina y su mujer fueron echados a un estanque de agua y obligados a mantener la cabeza bajo el agua, por medio de horcas y piedras, hasta que quedaron ahogados.

Varios soldados fueron a la casa de José Garniero, y antes de entrar dispararon contra la ventana, para avisar de su llegada. Una bala de mosquete dio en uno de los pechos de la señora de Gamiero mientras estaba dando de mamar a un bebé con el otro. Al descubrir sus intenciones, les rogó desgarradoramente que perdonaran la vida al bebé, lo que hicieron, enviándolo de inmediato a una nodriza católica romana. Luego tomaron al marido y lo colgaron de su propia puerta, y pegándole un tiro a la mujer en la cabeza, la dejaron bañada en su sangre, y a su marido colgado del cuello.

Un anciano llamado Isaías Mondon, piadoso protestante, huyó de los inmisericordes perseguidores refugiándose en una grieta en una peña, donde sufrió las más terribles privaciones; en medio del invierno se vio obligado a yacer sobre la desnuda piedra, sin nada con que cubrirse; se alimentaba de raíces que podía arrancar cerca de su mísero habitáculo; y la única forma en que podía procurarse bebida era ponerse nieve en la boca hasta que se fundía. Sin embargo, hasta aquíle encontraron algunos de los inhumanos soldados, que, tras golpearle implacablemente, lo llevaron hacia Lucerna, aguijoneándole con la punta de sus espadas. Sumamente debilitado por sus pasadas circunstancias, y agotado por los golpes 115

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recibidos, cayó en el camino. Ellos comenzaron otra vez a golpearle para obligarle a seguir, pero él, de rodillas, les imploró que pusieran fin a sus sufrimientos dándole muerte. Al final accedieron a ello, y uno de ellos, adelantándose hacia él, le descerrajó un tiro en la cabeza con una pistola, diciendo: ‘Toma, hereje, aquítienes lo que has pedido!ª

María Revol, una digna protestante, recibió un disparo en la espalda mientras caminaba por una calle. Cayó al suelo herida, pero, recobrando suficientes fuerzas, se puso sobre sus rodillas, y, levantando sus manos al cielo, oró de la manera más ferviente al Todopoderoso; entonces varios de los soldados, cerca de ella, le dispararon a discreción, alcanzándola muchas balas, poniendo fin en el acto a sus sufrimientos.

Varios hombres, mujeres y niños se ocultaron en una gran cueva, donde permanecieron a salvo durante varias semanas. Era costumbre que dos de los hombres salieran cuando fuera necesario, para procurarse provisiones a escondidas. Pero un día fueron vistos, y la cueva descubierta, y poco después apareció delante de la boca de la cueva una tropa católica. Los papistas que se habían congregado allíen aquella ocasión eran vecinos y conocidos íntimos de los protestantes en la cueva; y algunos eran incluso parientes. Por ello, los protestantes salieron y les imploraron, por los lazos de la hospitalidad, por los vínculos de la sangre, y como viejos conocidos y vecinos, que no los asesinaran. Pero la superstición vence a todos los sentimientos naturales y humanos, y los papistas, cegados por el fanatismo, les dijeron que no podían mostrar gracia alguna a los herejes, y por ello, que debían prepararse para morir.

Al oír esto, y conociendo la asesina obstinación de los católicos romanos, los protestantes se postraron, levantando las manos y los corazones al cielo, orando con gran sinceridad y fervor, y luego se echaron sobre el suelo, esperando pacientes su suerte, que pronto quedó sellada, porque los papistas se echaron sobre ellos con furia salvaje, y, cortándolos a trozos, dejaron los mutilados cuerpos y miembros en la cueva.

Giovanni Salvagiot pasaba delante de una iglesia católica romana y no se descubrió; fue seguido por algunos de la congregación que, echándose sobre él, lo asesinaron; y Jacobo Barrel y su mujer, hechos presos por el conde de St Secondo, uno de los oficiales del duque de Saboya, fueron entregados a la soldadesca, que le cortaron los pechos a la mujer, la nariz al hombre, y luego los remataron con un balazo en la cabeza.

Un protestante llamado Antonio Guigo, que estaba vacilando, fue a Periero, con la intención de renunciar a su religión y de abrazar el papismo. Comunicando su designio a algunos sacerdotes, estos lo encomiaron mucho, y fijaron un día para su retractación pública.

Mientras tanto, Antonio se hizo consciente de su perfidia, y su conciencia le atormentó de tal manera, día y noche, que decidió no retractarse, sino huir. Habiendo emprendido la fuga, pronto fue echado en falta, y fue perseguido y aprehendido. Las tropas, por el camino, hicieron todo lo posible por volverlo de nuevo a su designio de retractarse, pero al ver que sus esfuerzos eran inútiles, lo golpearon violentamente en el camino, y, llegando cerca de un precipicio, aprovechó la oportunidad, saltando y estrellándose.

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Un caballero protestante sumamente rico, de Bobbio, provocado una noche por la insolencia de un sacerdote, le contestó con gran dureza; entre otras cosas le dijo que el Papa era Anticristo, la Misa una idolatría, el Purgatorio una farsa y la absolución una trampa. Para vengarse, el sacerdote contrató a cinco bandidos que aquella misma noche irrumpieron en casa del caballero y se apoderaron de él con violencia. Este caballero se asustó terriblemente, y les imploró gracia de rodillas, pero los bandidos le dieron muerte sin vacilación.

Un Relato de La Guerra Piamontesa

Las matanzas y asesinatos ya mencionados que tuvieron lugar en los valles del Piamonte casi despoblaron la mayoría de las ciudades y de los pueblos. Sólo un lugar no había sido asaltado, y ello se debía a su inaccesibilidad; se trataba de la pequeña comunidad de Roras, que estaba situada sobre una peña.

Disminuyendo la masacre en otras partes, el conde de Cristople, uno de los oficiales del duque de Saboya, decidió que si era posible se apoderaría del lugar; con este propósito preparó trescientos hombres para tomar el lugar por sorpresa.

Pero los habitantes de Rora fueron informados de la llegada de estas tropas, y el capitán Josué Giavanel, un valiente protestante, se puso a la cabeza de un pequeño grupo de ciudadanos, y se pusieron emboscados para atacar al enemigo en un pequeño desfiladero.

Cuando aparecieron las tropas y entraron en el desfiladero, que era el único lugar por el que se podía acceder a la ciudad, los protestantes dirigieron un fuego certero y rápido contra ellos, manteniéndose a cubierto del enemigo tras matojos. Muchos de los soldados fueron muertos, y el resto, bajo un fuego continuado, y no viendo a nadie a quien poderlo devolver, pensaron que lo mejor era la retirada.

Los miembros de la pequeña comunidad enviaron entonces un memorandum al marques de Pianessa, uno de los oficiales generales del duque, diciéndole: ‘Que sentían haber visto la necesidad, en aquella ocasión, de recurrir a las armas, pero que la llegada secreta de un cuerpo de tropas, sin ninguna razón ni notificación enviada por adelantado acerca del propósito de su llegada los había alarmado mucho; que por cuanto era su costumbre no admitir a ningún militar en su pequeña comunidad, habían repelido la fuerza con la fuerza, y que lo volverían a hacer; pero que en todos los otros respectos se mantenían como dóciles, obedientes y leales súbditos de su soberano, el duque de Saboya.ª

El marques de Pianessa, para reservarse otra oportunidad de engañar y sorprender a los protestantes de Roras, les envió una respuesta diciéndoles: ‘Que estaba totalmente satisfecho con su conducta, porque habían hecho lo correcto e incluso rendido un servicio a su país, por cuanto los hombres que habían tratado de pasar el desfiladero no eran sus tropas, ni por él enviados, sino una banda de bandidos desesperados que habían infestado la zona durante algún tiempo, y aterrorizado las regiones colindantes.ª Para dar más verosimilitud a su 117

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perfidia, publicó luego una proclamación ambigua aparentemente favorable a los habitantes de Roras.

Sin embargo, el día después de esta proclamación tan plausible y de esta conducta tan especiosa, el marqués envió a quinientos hombres para tomar posesión de Roras, mientras la gente estaba, creía él, tranquilizada por su pérfida conducta.

Pero el capitán Gianavel no era fácil de engañar. Puso entonces una emboscada para este cuerpo de tropas, como había hecho con el anterior, y obligó que se retiraran con considerables pérdidas.

Aunque habiendo fallado en estos dos intentos, el marqués de Pianessa decidió un tercer asalto, que sería aún más potente; pero primero publicó otra desvergonzada proclamación, negando todo conocimiento del segundo asalto.

Poco después, setecientos hombres escogidos fueron enviados en una expedición, que, a pesar del fuego de los protestantes, forzaron el desfiladero, entraron en Roras, y comenzaron a asesinar a todos los que encontraban, sin distinción de edad ni de sexo. El capitán protestante Gianavel, a la cabeza de un pequeño grupo, a pesar de haber perdido el desfiladero, decidió disputarles su paso a través de un pasaje fortificado que llevaba a la parte más rica y mejor de la ciudad. Aquítuvo éxito, manteniendo un fuego continuo, y gracias a que sus hombres eran todos excelentes tiradores. El comandante católico romano se vio grandemente abrumado ante esta oposición, porque pensaba que había vencido todas las dificultades. Sin embargo, se esforzó por abrirse paso, pero al poder sólo hacer pasar doce hombres a la vez, y estando los protestantes protegidos por un parapeto, vio que iba a ser derrotado por un puñado de hombres que se le enfrentaban.

Enfurecido ante la pérdida de tantas de sus tropas, y temiendo la destrucción si intentaba lo que ya veía como impracticable, consideró que lo mas prudente era retirarse. Sin embargo, no dispuesto a retirar a sus hombres por el mismo desfiladero por el que había entrado, debido a la dificultad y al peligro de la empresa, decidió retroceder en dirección a Vilano por otro paso llamado Piampra, que, aunque difícil de acceso, era de descenso fácil. Pero aquíse encontró con un desengaño, porque el capitán Gianavel había emplazado allía su pequeño grupo, hostigando intensamente a sus tropas mientras pasaban, e incluso persiguiendo su retaguardia hasta que llegaron a campo abierto.

Viendo el marqués de Pianessa que todos sus intentos habían quedado frustrados, y que todos los artificios que había empleado sólo constituían una señal de alarma para los habitantes de Roras, decidió actuar abiertamente, y por ello proclamó que se darían ricas recompensas a cualquiera que aceptara portar armas contra los obstinados herejes de Roras, como los llamaba; y que todo oficial que los exterminara sería recompensado de una manera principesca.

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Esto atrajo al capitán Mario, un fanático católico romano y rufián, para emprender la acción. Así, recibió permiso para reclutar un regimiento en las siguientes seis ciudades: Lucerna, Borges, Famolas, Bobbio, Begnal y Cavos.

Habiendo completado el regimiento, que consistía de dos mil hombres, preparó sus planes para no ir por los desfiladeros o los pasos, sino tratar de alcanzar la cumbre de la peña, desde donde pensaba que podría lanzar a sus hombres contra la ciudad sin demasiada dificultad u oposición.

Los protestantes dejaron que las tropas católico-romanas alcanzaran casi la cumbre de la peña sin presentarles oposición alguna, y sin ni siquiera dejarse ver. Pero cuando ya casi habían llegado a la cumbre lanzaron una intensa ofensiva contra ellos: una partida mantuvo un fuego constante y bien dirigido, y otra partida lanzaba enormes piedras.

Esto detuvo el avance de las tropas papistas; muchos fueron muertos por los mosquetes, y más aún por las piedras, que los lanzaban precipicio abajo. Varios murieron por sus prisas en retroceder, cayendo y estrellándose; el mismo capitán Mario apenas si pudo salvar la vida, porque cayó desde un lugar muy quebrado en el que se encontraba hacia un río que lamía el pie de la roca, Fue recogido sin conocimiento, pero después se recuperó, aunque estuvo impedido durante mucho tiempo debido a los golpes sufridos; al final decayó en Lucerna, donde murió.

Otro cuerpo de tropas fue enviado desde el campamento en Vilario para intentar el asalto de Roras; pero también estos fueron derrotados, por los protestantes emboscados, y se vieron obligados a batirse en retirada de nuevo al campamento de Vilano.

Después de cada una de estas señaladas victorias, el capitán Gianavel hablaba de manera prudente a sus tropas, haciéndolos arrodillar y dar gracias al Todopoderoso por Su protección providencial; y generalmente concluía con el Salmo Once, cuyo tema es poner la confianza en Dios.

El marqués de Pianessa se enfureció en grado sumo por verse tan frustrado por los pocos habitantes de Roras; por ello, decidió intentar su expulsión de una manera que no podría dejar de tener éxito.

Con esto en vista, ordenó que fueran movilizadas todas las milicias católico-romanas del Piamonte. Cuando estas tropas estuvieron ya dispuestas, les añadió ocho mil soldados de las tropas regulares, y dividiendo el todo en tres cuerpos distintos, ordenó que se lanzaran tres formidables ataques simultáneamente, a no ser que la gente de Roras, a los que envió una advertencia de sus grandes preparativos, accedieran a las siguientes condiciones: (1) Que pidieran perdón por haber tomado armas. (2). Que pagaran los gastos de todas las expediciones mandadas contra ellos. (3). Que reconocieran la infalibilidad del Papa. (4).

Que fueran a Misa. (5). Que oraran a los santos. (6). Que llevaran barba. (7). Que entregaran a sus ministros. (8). Que entregaran a sus maestros. (9). Que fueran a confesión. (10). Que 119

El Libro de los Mártires por Foxe

pagaran dinero por la liberación de almas del purgatorio. (11). Que entregaran al capitán Gianavel de manera incondicional. (12). Que entregaran a los ancianos de su iglesia incondicionalmente.

Los habitantes de Roras, al conocer estas condiciones, se llenaron de honrada indignación, y, como respuesta, enviaron al marqués la contestación de que antes de acceder a ellas sufrirían las tres cosas más terribles para la humanidad: 1. Que les arrebataran sus bienes. 2. Que sus casas fueran quemadas. 3. Que ellos fueran muertos.

Exasperado por este mensaje, el marqués les envió este lacónico mensaje: A los obstinados herejes que moran en Roras Obtendréis vuestra petición, porque las tropas enviadas contra vosotros tienen estrictas órdenes de saquear, quemar y matar.