Liette by Arthur Dourliac - HTML preview

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Se echó a reír jugando con el pequeño, que acababa de despertarse ytrataba de cogerle el bastón.

Medio tranquila, la madre sonreía ante este gracioso espectáculo.

De repente una campana de a bordo llamó a los pasajeros retrasados ehizo palidecer a la pobre Juana, que vaciló en el brazo de su compañero.

—¡Ea! adiós, querida mía—dijo Raúl separándose suavemente.

—¿Adiós?

—No, hasta la vista. ¡Qué purista eres!

—Dale un beso, Raúl...

—Por supuesto; más bien dos que uno.

El joven rozó con su rubio bigote la frente sonrosada del niño.

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—Ahora a la mamá, dijo.

Juana se acercó a él y dijo estremeciéndose.

—¿Volverás?

—Sin duda...

—¿No me olvidarás?

—¡Qué tontería!

Iba Raúl a meterse en el barco cuando ella apoyó la mano en su hombro yle dijo gravemente y con una firmeza que cuadraba mal con su fino yvaporoso perfil de rubia:

—Quiero creerte y te creo; pero te lo suplico, no abuses de micredulidad y de mi paciencia, pues ahora tengo un hijo a quien defender,y le defenderé.

—¿Amenazas?

—No, una advertencia.

—Querida niña, si tuviera tiempo te demostraría que entre tú y yo nopuede haber nada más torpe ni más inoportuno. Pero oigo el segundo toquey prefiero olvidar esta declaración intempestiva a exponerme a oír otramás difícil de digerir.

Un instante después el vapor navegaba hacia Granville y el puertoerizado de blancas velas, las negras chimeneas y las murallas de granitodesaparecían en lontananza; pero Raúl, apoyado en la borda, creyódistinguir por mucho tiempo una esbelta silueta de mujer que levantabaun niño por encima de la cabeza.

Por fin todo desapareció, y, desagradablemente impresionado por esavista y por las últimas palabras de Juana, Raúl se puso a pasear por elpuente lleno de gente y se esforzó en vano por ahuyentar el malestar quele causaba aquella despedida profética.

Pero pronto dominaron su ligereza y su escepticismo, y encogiéndose dehombros murmuró:

—¡Bah! amenazas de mujer.

Raúl olvidaba a la madre...

Fue aquel para la de Raynal un período de alivio y de calma. Fuese porla distracción, por el cambio o por el aire vivificante y saludable,nadie hubiera conocido a la agonizante de la víspera, de movimientoscansados, mirada muerta y piernas inertes en la intrépida paseante quese veía con frecuencia en la «Brecha de los Ingleses», en el jardín dela «Villa Blanca», en el casino de Granville y en la playa deSaint-Pair.

En efecto, poco sensible a las bellezas de la naturaleza, la indolentecriolla, que no hubiera dado dos pasos para admirar el más maravillosopaisaje, no retrocedía ante media legua para ir a ahogarse en una salade concierto escuchando a algún cantante parisiense mientras protestaballena de convicción:

—Es por ti, hija mía, exclusivamente por ti. Es preciso que tedistraigas y no te encierres en una alcoba de enfermo.

Liette no regateaba nada de esto; era muy feliz. Después de las mortalesangustias que acababa de pasar, su corazón se dilataba con esta nuevaesperanza:

—¡Dios me conservará mi madre!

—Bien puedes dar las gracias a ese buen don Raúl decía la enferma;—sinél, nunca me hubiera decidido a semejante viaje.

No era necesario recordárselo; demasiado pensaba en ello Julieta. Elpensamiento de la criatura se mezclaba involuntariamente al del Creadoren sus acciones de gracias.

Así fue que el día en que vieron desembarcar al conde entre lospasajeros que venían de Jersey experimentaron más alegría que sorpresa,hasta tal punto le tenían presente en la memoria.

El joven, por su parte, hizo un gesto de vivo placer en cuanto las vio ydijo acercándose a ellas con la maleta en la mano:

—No esperaba la buena fortuna de encontrar a ustedes al llegar alpuerto. Cuento, sin embargo, con que no creerán ustedes que hubieraesperado a mañana para ir a presentarles mis homenajes y a pedirnoticias de mi enferma... que veo que son buenas a juzgar por su cara.

—¿Verdad que sí?—dijo vivamente Liette radiante;—mamá está muchomejor, gracias a Dios.

—Y a usted, querido don Raúl—añadió aturdidamente la viuda;—no noscansamos de repetirlo.

Raúl no recogió la frase, pero tomó nota de ella con íntima fatuidad.

—Le creíamos a usted en Londres—dijo la joven para cambiar deconversación.

—Allí estaba, en efecto, la semana pasada; pero he hecho un rodeo paravisitar esa famosa isla de Jersey que los ingleses consideran como laoctava maravilla del mundo por la única razón de que tiene el honor deser inglesa, y también para comprobar el efecto de mi receta, pues sabeusted, señora de Raynal, que pretendo ser su médico de cabecera.

—Entonces, doctor, la curación le hace a usted honor. Me encuentroperfectamente bien con sus consejos.

—Sin embargo, ¿no es un poco imprudente el venir tan lejos?

—No, tomamos un coche...

—¿Uno de esos horribles armatostes?—dijo el conde haciendo un gestoante las muestras del género alineadas en la plazuela.—Deben de tenerpeor movimiento que el barco...

—Usted lo verá acompañándonos a la Villa Blanca, donde le haremos loshonores.

—Con mucho gusto, querida señora, en cuanto deje la maleta en el hotelde Francia, donde he tomado una habitación.

—¡Cómo! ¿Piensa usted alojarse en Granville?

—Eso no me impedirá ir con frecuencia a Saint-Pair si ustedes meinvitan...

Liette dejó ver una sonrisa de aprobación; le gustaba la delicadeza deljoven y la elogiaba. Raúl dejó a las dos señoras en la «Brecha de losIngles