Liette by Arthur Dourliac - HTML preview

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—Por otra parte, yo me opondría formalmente,—declaró Neris concalor;—esta niña no se ha separado nunca de nosotros y no es ahora,cuando su educación está casi acabada...

—¡Bravo, tío! En primer lugar, no podrías pasarte sin mí.

—¡Querida niña!

—Es ya tarde, en efecto, señor cura, para someter a Blanca al régimendel colegio, que al lado de ciertas ventajas, presenta seriosinconvenientes desde el punto de vista de las maneras y de lascompañías. Y, sin embargo, esta niña está un poco sola y necesitaría unaamiga más que una maestra, aunque no fuera más que unas horas al día...

—Es lástima, mamá, que no vivas en la ciudad—insinuó como al descuidoRaúl:—

allí encontrarías fácilmente una institutriz que, sin vivir encasa, iría a dar a mi hermana unas cuantas lecciones ya muy suficientes.

—Ese sería el ideal.

—Desgraciadamente, en un agujero como éste es imposible.

—Se engaña usted, señor conde.

—¿Cómo es eso?

—Tiene usted a mano el ideal soñado, señora condesa. La nueva empleadade Correos, provista de todos los diplomas, tiene la intención, según meha dicho, de utilizar las horas que tiene libres, y hasta me ha rogadoque le busque discípulas en Candore o en los alrededores.

—¿Verdaderamente?—dijo el conde haciéndose el asombrado como si nohubiera visto con sus propios ojos el letrero pegado al cristal delCorreo: LECCIONES DE PIANO

DE INGLÉS Y DE FRANCÉS

—¿Es persona recomendable?—preguntó la condesa.

—Ciertamente, y de las más interesantes—respondió elnotario;—mantiene a su madre con su trabajo y merece la estima detodos.

—¡Qué calor, querido Hardoin!—dijo Raúl riendo.—¿Será capaz dehacerle a usted renunciar al celibato?

—¡Oh! yo soy como el señor cura; me limito a casar a los demás.

—¿Es bonita?—preguntó con curiosidad la muchacha.

—No la he visto todavía—respondió el joven diplomático con un soberbioaplomo.

—Es muy distinguida—dijo el notario.

—Y tiene además un aspecto modesto y decente—apoyó el cura.

—¿Cómo se llama?

—Julieta Raynal; su padre era oficial superior.

—¿Raynal?... Espere usted, he conocido un capitán de ese nombre en unviaje a Argelia... y una vez hasta me salvó la vida...

—¿En un encuentro con los árabes, tío?

—No, señor burlón, en un encuentro con un león.

—¿Ha cazado usted fieras, señor Neris?

—No, querido amigo, yo fui cazado por ella... Un día, me habíaretrasado en el campo y me iba a pie a Sidi-Bel-Abes, cuando vi detrásde mí la sombra de un animal que tomé por un gran perro, por un terneroescapado de algún rebaño, ¿qué sé yo?, del que no volví a ocuparmemás... Aquel animal me siguió paso a paso y al llegar a mi hosteríaestaba literalmente pisándome los talones... Impaciente, quise alejarlede un puntapié... Y un rugido que no daba lugar a ninguna duda respondióa esta imprudente familiaridad. Tartarín tomó un burro por un león; yotomé un león por un burro. No soy un rayo de la guerra, pero, en fin, hehecho lo que he podido... Pues bien, usted me creerá, si quiere, señorcura, al oír la imponente voz del rey del desierto comprendí estaspalabras del Profeta: «Se estremeció mi alma y los pelos de mi cuerpo seerizaron.» Helado de espanto e incapaz de hacer un movimiento ni depedir socorro, creía ya sentir los dientes de la fiera cuando desde unaventana abierta me gritó una voz:

—Baje usted la cabeza.

Obedecí maquinalmente.

Silbó a mi oído una bala, un segundo rugido desgarró el silencio delcrepúsculo y el terrible animal, dando un salto enorme, cayó muerto amis pies... Mi salvador era un joven oficial de cazadores, casado conuna preciosa criolla y padre de una deliciosa niña, que podría ser bienla persona en cuestión, si es la misma familia...

—Las apariencias coinciden maravillosamente; la madre de la empleada deCorreos ha nacido, en efecto, en la Martinica y su difunto padre sirvióen África.

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—Mejor. Por muy cortas que fueran nuestras relaciones, conservo deellas un encantador recuerdo y me alegraría mucho de poder ser útil a lahija.

—No hay que apresurarse, Héctor, te lo ruego—observó la castellana.

Su hermano hizo un gesto de mal humor y, recostándose en su butaca, seabandonó al penetrante encanto de los recuerdos de la juventud, másdulces cuanto más se aleja uno de ellos, mientras la de Candore,entregada a sus averiguaciones, hacía sufrir al cura y al notario unverdadero interrogatorio del que Raúl no perdía palabra sin dejar dehacer rabiar a su hermana.

El resultado de su diplomacia fue que la semana siguiente Julieta Raynaldaba su primera lección en Candore ante la mirada severa de la condesa,benévola de Neris e indiferente, al menos en apariencia, del jovenconde.

Julieta iba ya todos los días al castillo, donde todo el mundo le hacíala más simpática acogida.

Blanca estaba encantada de su institutriz. En lugar de la cortedad y dela violencia involuntaria que se traslucían a pesar suyo en las manerasde miss Dodson, encontraba en Julieta una gracia perfecta, un benévoloabandono, y se unía estrechamente a ella con todas las fuerzas afectivasde un corazón de dieciséis años ávido de darse.

La joven huérfana, por su parte, experimentaba una infinita dulzura enaquella cándida confianza de la bonita niña que iba ingenuamente a ellacomo a una hermana mayor.

Delicada y débil, verdadera sensitiva bajo su exuberante alegría, lamuchacha tenía una ardiente necesidad de afecto, una especie de ternurainquieta y enfermiza que hubiera querido satisfacer en el seno materno.

La de Candore no era su madre, y por mucha que fuese su buena voluntad,su naturaleza seca y altanera era incapaz de comprender esasaspiraciones y esos ímpetus del alma. Su solicitud se limitaba al serfísico y descuidaba el ser moral.

Y la niña, en su necesidad de ternura, se refugió en seguida en losbrazos amigos de Julieta.

La condesa se dignaba aprobar esa amistad. Muy pronto tranquilizada porla reserva llena de dignidad de la empleada de Correos, habíaprescindido de todo temor quimérico, juzgando que las menoresintentonas galantes serían rechazadas con pérdidas.

Por lo demás, Neris no manifestaba a la joven más que un interéspaternal, justificado por el recuerdo de sus relaciones con elcomandante.

Julieta no había encontrado todavía a Raúl en el castillo.

Por otra parte, por muy galante que le supusiera la de Candore, temíamucho más a los encantos reales de la joven inglesa que a la bellezadiscutible de su reemplazante.

Julieta, en efecto, no era lo que se llama bonita, a pesar de su perfilde camafeo, su tez mate y sus grandes ojos negros. Las luchas que habíatenido que sostener, y el cuidado de su responsabilidad, habíancomunicado a sus facciones una gravedad precoz, la expresión viril de ladulce firmeza que le venía de su padre y que él animaba en otro tiempo,cuando era pequeña, repitiéndole entre dos besos.

—Liette no tiene miedo; Liette es valiente.

Lo era, en efecto, con toda la fuerza del término, y, como un soldadoque sube valientemente al asalto, iba derecha a su objeto, sin mirar aderecha ni a izquierda, con la vista fija en esta querida divisa paratodo el que tiene el culto del honor.

«¡Haz lo que debes!»

La de Candore, seducida por aquel carácter, que no era paradesagradarla, la había proclamado una persona perfecta, no completamentelinda, pero completamente distinguida.

En efecto, la distinción era su marca soberana; al más modesto empleo, ala más humilde función llevaba ese aplomo superior de los que tienenconciencia de no rebajarse nunca.

Esa actitud le había hecho algún daño con los buenos habitantes delpueblo, acostumbrados al modo de ser de la antigua empleada, cuyaoficina era el punto de cita de todas las comadres y la caja de Pandorade donde se escapaban todas las maledicencias que florecían igualmenteen el pueblo y en el campo.

La Beaudoin, al retirarse después de treinta años de servicios, se habíajactado de continuar gobernando los «Correos y Telégrafos» bajo susucesora, «una persona tan joven y tan inexperimentada a la que seríacaritativo guiar y aconsejar.»

Pero, aunque con perfecta cortesía, Julieta había respondido de tal modoa sus reiterados ofrecimientos, que la solterona, desengañada, se habíaeclipsado prudentemente llevándose en su retirada a las concurrenteshabituales de la oficina, a quienes la nueva empleada desconcertaba porsu clara mirada y por la exquisita política de su: «¿Qué desea usted,señora?»

—Tiene cara de ser orgullosa, decían.

No era orgullo, sino indiferencia.

Aquella hija de soldado, tan duramente herida por la suerte y que sesometía sin quejarse a las más rudas tareas, conservaba alto el corazóny alta la frente, por simple atavismo.

Su alma noble y su espíritu elevado se cernían por encima de lasmiserias de su condición material; pero si empleaba una gracia sonrienteen su ruda labor, una vez acabada su tarea huía de las mezquindades delo vulgar para empaparse en las fuentes eternas del Ideal, de la Poesíay del Arte.

Tenía una biblioteca pequeña, pero escogida; era excelente profesora demúsica, pintaba con gusto y su alma entusiasta se regocijaba con losadmirables paisajes que la rodeaban.

Su mejor recreo era ir con su madre a sentarse en el campo y tomarcroquis de los sitios pintorescos o bien abismarse en algún ensueño deLamartine o de Hugo mientras que la indolente criolla dormitaba mecidapor la armonía de los versos y acariciada por el ardiente beso del solque le recordaba su país.

A veces Liette se detenía pensativa al ver dos novios que se dirigíanlentamente al pueblo o algún robusto labrador que hacía saltaralegremente en sus brazos algún mofletudo muchacho.

Una vaga melancolía nublaba un instante la pura radiación de sus grandesojos... A los veinte años estaba acabada su juventud y, solterona antesde tiempo, seguiría estando sola, sin apoyarse jamás en el brazo de unesposo, sin inclinarse nunca hacia la dulce carita de un niño, sin otracriatura a quien proteger que aquella madre infantil de la que hubierapodido decir con un escritor célebre:

«Mi madre es una niña que yo tuve cuando era pequeña.»

Su vida se deslizaría en la monotonía del trabajo diario y del negrocuidado de la existencia, más negro todavía cuando estuviese sola. Y, enun impulso de ternura inquieta, que asustaba a la descuidada criolla, labesaba locamente repitiendo:

—¡Oh! querida mía, no me dejes, no me dejes jamás...

—Pero si no tengo semejante intención, hija mía—respondía la buenaseñora despertándose un instante de su sopor;—ciertamente este país nome gusta gran cosa; es frío y feo; pero una madre debe sacrificarsesiempre por su hija, y me resigno sin quejarme.

Si el sacrificio era discutible, la resignación silenciosa no lo eramenos, y la de Raynal no tenía más que una excusa para alabarse así, queera su absoluta buena fe. En realidad, a pesar de su expresión lánguida,tenía en su charla la volubilidad de un chorlito y una necesidadirresistible de expansiones íntimas.

Ahora bien, siendo limitado el número de las confidentes, se mostrabacada vez menos difícil y descendía cada día un grado en escala social.Después de haber depositado sus quejas en el seno de algunas damas(exempleada de Correos, mujer del recaudador, hermana del cura) quecomponían a sus ojos la burguesía de Candore, se había vuelto hacia laagricultura (granjeras, molineras, etc.) y después hacia el comercio(mercera, panadera, tendera de comestibles) para caer al fin en elínfimo pueblo (lecheras o simples criadas), a quienes regalaba con elrelato circunstanciado de su vida: grandeza y decadencia; desde suinfancia dorada en la plantación de su tío, donde tenía cuatro negras(sí, señora) para su servicio personal, hasta el retiro prematuro delcomandante, enumerando complacientemente sus triunfos mundanos en cadaguarnición.

Esta intemperancia de lenguaje y las marcas de conmiseración queprovocaban, no eran del gusto de Liette; pero el respeto filial ahogabalas sublevaciones de su delicadeza y, replegándose más aún en ellamisma, oponía una política reserva a todas las insinuaciones y rehusabasistemáticamente las invitaciones que les proporcionaban las maneras másatrayentes de la viuda, con gran desesperación de ésta, que suspiraba enmedio de sus trapos y sacaba los trajes «aún muy presentables» quehubieran acabado de deslumbrar a la buena gente de Candore.

Solamente Hardoin, poco simpático a la comandanta por la bondad burlonaque oponía a sus jeremiadas, inspiraba a su joven vecina una confianzahija de la mutua simpatía.

Al principio de su instalación, deseando encontrar lecciones paraaumentar su pobre presupuesto, se había dirigido a él para que larecomendase a su clientela.

Desde las primeras palabras sencillas y dignas que expusieron brevementesu situación, el notario comprendió que estaba enfrente de un carácter,y deponiendo la gravedad fingida al mismo tiempo que los anteojos quevelaban de ordinario su mirada escrutadora, como si fuera inútil laprecaución con aquella alma leal puesta al desnudo, se mostró a su vezbajo su verdadero aspecto y estuvo tan francamente benévolo y cordial,que la huérfana quedó profundamente emocionada y se separaron siendo yaamigos.

Desde entonces no le escaseó ni los buenos consejos ni los buenosoficios, y gracias a él pudo entrar en el castillo en condicionesinesperadas.

Liette tuvo, sin embargo, que romper por un día el retiro voluntario quetanto desolaba a la comandanta.

Era el cumpleaños de Blanca, y, con esta ocasión, la condesa daba unacomida íntima a la que las dos señoras fueron convidadas de un modo queno permitía el rehusar. Por otra parte, la viuda manifestaba talalegría, y se mostraba tan encantada de

«aquella nueva entrada en elmundo», que hubiera sido crueldad el impedírselo.

—Como comprendes, hija mía, me vuelvo a encontrar en mi esfera—

dijorepantigándose en los almohadones del coche amablemente enviado por lacastellana y respondiendo con una señal protectora de cabeza al saludode la gentecilla que examinaba desde su puerta el traje de las«parisienses».

—¿Estás contenta, mamá?

—Por ti solamente, querida; a tu edad es preciso no enclaustrarse comouna abuela.

Además, esas señoras han estado verdaderamente encantadorasy llenas de deferencias por mí; y una reserva inoportuna hubiera podidoperjudicarte...

—Es posible...

—Y hacerte perder tu situación.

Liette no respondió.

Era, en efecto, una suerte inesperada en su desgracia el haberencontrado aquella plaza fija y bien retribuida, que le evitaba laslecciones sueltas, tan ingratas como mal pagadas.

Dijo, pues, ahogando un suspiro:

—Tienes razón, querida mamá; pero ¿qué quieres? me da miedo el mundo.

—¡El mundo en semejante agujero! Aquí no hay más que personasconocidas, como el notario y el cura, y salvo el joven conde, no veo dequién puedes tener miedo.

La buena señora no sabía qué razón tenía.

En el fondo de sí misma y por un sentimiento muy femenino, Liette temíay deseaba al mismo tiempo conocer al fin a aquel Raúl del que se hablabatanto en el pueblo y a quien ella había sólo vislumbrado desde laventana al despertar por primera vez en Candore.

¿Era simple coincidencia, prudente disimulo o cálculo habilidoso? Ellofue que aquella hábil reserva tuvo igual éxito con la condesa y conJulieta.

La una no había podido sospechar el interés ya muy vivo de su hijorespecto de la otra, y ésta no había sentido ninguna desconfianzarespecto de un ausente. A pesar de su alta razón, no podía menos desentir un poco de esa curiosidad sembrada por la serpiente en el alma deEva y que la más perfecta de sus nietas no consigue ahogarcompletamente.

En esta disposición de ánimo completamente favorable colocó su manitaenguantada en el brazo del joven agregado, mientras Neris ofrecía elsuyo a la señora de Raynal.

Era la primera vez después del luto que lasdos pobres mujeres se encontraban en un salón elegante de otro modo quecomo solicitantes y en medio de aquella atmósfera de comodidades en quehabían vivido tanto tiempo.

La condesa puso en su acogida ese tacto exquisito, esa rara urbanidadque no dan con frecuencia ni el nacimiento ni la fortuna y que ellaposeía en alto grado. No pareció que recibía a la humilde empleada y asu madre, sino a dos mujeres de la buena