Liette by Arthur Dourliac - HTML preview

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Admiraba en sus adentros la presciencia adivinatoria de la condesa, quesiempre intervenía en el momento decisivo y que acababa de detenerle enel borde del abismo en que iba a dejarse caer imprudentemente.

—Sin la oportunidad maternal, me metía en un lindo barrizal—pensó conuna satisfacción que alivió un poco la amargura de suspesares.—Decididamente, mi señora madre tiene un olfato maravilloso yharé muy bien en seguir sus consejos más o menos directos.

¿Un buen matrimonio?...

Encendió un cigarro y fue a asomarse a la ventana que daba a la playa.

La partida estaba en su pleno y los «Play», «Ready» que se cruzabanentre los jugadores llegaban a su oído llevados por la brisa marina.

Hasta distinguía el duro acento anglosajón y las notas argentinas deBlanca cuando se reía de alguna jugada torpe.

Aquella chiquilla tenía la culpa de todo...

Buena muchacha en suma, llena de delicadeza y de corazón, lejos derehusar nada al que ella consideraría siempre como su hermano mayor,sería la primera en decirle:

—Repartámonos la fortuna.

Pero su dignidad no podía consentir...

¿Con qué título?

Un primo no es un hermano ni un marido...

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¿Un marido?

Después de todo, él podía llegar a serlo. Si era absolutamente precisoresignarse a un buen matrimonio, y no veía otra salida, ¿por qué no ellamejor que una pécora cualquiera que hiciese sonar demasiado su dinero yque, al menos, le tratase de igual a igual siendo su señor y dueño?Blanca, la pobre, se estimaría muy feliz siendo su humilde servidora.

Porque no había duda, ya le adoraba como hermano. ¿Qué iba a serahora?...

Casi

siempre

una

prima

adora a su primito...

tarareó entre dos bocanadas de humo.

Su intimidad se había desarrollado particularmente en aquellaexpedición, en la que absorvido por un pensamiento único, Raúl no estabadispuesto a coquetear según su costumbre y se limitaba a la sociedad desu hermana. Con ella podía hablar libremente de Liette, y no dejaba dehacerlo. Ella le respondía con toda la inocencia de su alma, no cesabade elogiar a su institutriz y respondía a los cumplimientos fraternalessobre su personilla:

—En otro tiempo no me encontrabas tan a tu gusto; el reflejo de missDodson me era menos favorable...

La joven decía esto alegremente y sin malicia alguna.

Indiferente a los otros jóvenes, mariposones de casinos o estrellas deplaya que exhibían sus gracias en las partidas de tennis y empleaban suingenio en las sabias combinaciones del cotillón. Blanca respondíaingenuamente a las bromas de su hermano que le instaba a elegir unnovio.

—No hay ni uno que se parezca a ti...

En ese caso...

¿Por qué no después de todo?

Aquel era evidentemente el plan de la señora de Candore, cuya prudenciamaternal había desconocido... Y más todavía el deseo del tío Neris, queencontraría difícilmente mejor partido y no regatearía para asegurar ladicha de su hija.

—Además, se pondrá tan contenta la pobre muchacha...—pensaba con lamagnanimidad de un príncipe, retorciéndose el fino bigote.

En la playa, acabada la partida, cambiábanse vigorosos apretones demanos al cumplimentar a los vencedores, que eran Blanca y su pareja, unjoven discípulo de Saint-Cyr que había reemplazado a Raúl a última hora.Ambos hablaban y reían con un aplomo de buen gusto, pero que no por esodejó de atacar los nervios un poco irritables del señor de Candore, elcual arrojó el cigarro medio fumado y bajó rápidamente al encuentro desu prima.

Blanca se disponía a volver a la quinta con las facciones animadas porel ardor del juego, mientras la sangre corría más viva bajo su pieltransparente y nacarada. Su belleza, un poco frágil, tenía algo dedelicado y conmovedor.

—Te sofocas demasiado—dijo el señor Neris con alarmada solicitud;—vasa coger frío.

Pero ya Raúl traía un chal y cubría con él los hombros de la joven conun matiz de galantería que la condesa, en pie en la escalinata, fue laúnica en observar.

Por sus delgados labios se deslizó una enigmática sonrisa.

—Vamos—pensó,—la novela ha concluido y comienza el idilio.

Aproximábase el fin de la señora de Raynal, y esta vez nada podía yaretardarle.

Después de unas cuantas semanas de respiro y de esperanza,último resplandor de la lámpara próxima a extinguirse, la enfermedad,contenida un instante, llegaba ahora a marchas dobles. Consultas,remedios, cuidados y oraciones, todo fue inútil. La muerte estaba allí,halagüeña y acariciadora para aquella vieja infantil que se abandonaba aella sin resistencia.

Me siento tan gastada y tan fatigada, hija mía, que es caritativodejarme al fin reposar. Tú eres una valiente, igual que tu padre, con sucarácter de hierro en el que se embota la desgracia, mientras que anosotras, pobres sensitivas, nos quiebra como el cristal. ¡Ah! vosotrossois los privilegiados de la vida...

—¡Privilegiada! ¡Pobre Liette!

Temblando por aquella existencia que pendía de un hilo y por su amor,acaso más frágil todavía, la joven devoraba sus lágrimas y ocultaba susangustias a fin de no entristecer aquella agonía...

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¿No estaba ella amenazada por un doble duelo? A pesar de las cartas deRaúl, su corazón estaba martirizado por penetrantes aprensiones ¡Blancaamaba!

Amaba con todas las fuerzas de su alma ardiente pero concentrada; amabacon la hermosa confianza y el cándido entusiasmo de los dieciséis años;pero también con la desconfianza involuntaria y la temerosa timidez deun amor tardío; amaba con la energía de una mujer y la debilidad de unaniña.

¡Blanca amaba!

¿Y él? Se lo había dicho y se lo repetía sin cesar. Ciertamente, nodudaba de él, pero temía a la condesa. Si su voluntad, fortalecida consus derechos de madre, se elevaba co