Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Pasado algún tiempo, oyose reproducida a lo lejos la misma algazara enel techo. Parecía que reñían en la sombra de los pasillos los ejércitosde alimañas y que había retiradas tumultuosas, furibundas embestidas,victorias súbitas, heroicos choques y horribles desmayos. Carnicero dejóde atender a aquel fragor lejano y empujó la pared, queriendo vencer elobstáculo que, según él, le impedía llegar a su cómodo asiento.

—Digo que necesito llegar a mi sillón—repitió—. ¿Quién eres tú?

Alzó los alucinados ojos el anciano y vio lo que en la mitad de la paredhabía. Era un hermoso cuadro, retrato de Fernando VII, colgado allítreinta años antes, y que D. Felicísimo había contemplado desde suasiento muchas veces, recreándose en la perfección de la pintura y en laexactitud del parecido. El cuadro era bueno y representaba a Su Majestaden gran uniforme, de medio cuerpo, con aire y bríos juveniles, narizluenga, cabellos negros, ojazos llenos de relámpagos y aquella expresiónsensual y poco simpática que caracterizó al Deseado Aborrecido.

Tantrastornado estaba Carnicero, que le parecía ver por primera vez aquellafigura en su gabinete, y retrocedió con cierto espanto. Mas reponiéndosey haciéndole frente, como si también la figura hacia él caminase, seencaró con ella, amenazando con su semblante plano el pintado rostro delRey, y le dirigió estas arrogantes palabras 16:

—¿Qué tal le va a Vuestra Majestad en los Infiernos?... ¡Ah!Perfectamente sin duda. Vuestra Majestad lo ha querido. ¿Qué tal sabenlos tizonazos? Yo me permito decir a Vuestra Majestad con todo respetoque Vuestra Majestad está bien donde está. Las cosas vuelven a sunatural ser, y el Reino se ha salvado. España está libre de su monarcaimpuro y acepta el dulcísimo yugo de ese arcángel a quien Dios hizonacer hermano de Vuestra Majestad Real.

Calló el viejo y siguió mirando la figura, que de agradable se hizorepentinamente espantosa, porque sus ojos echaron llamas, su nariz tomólas dimensiones de elefantina trompa, y su mano soltó el bastón de mandopara echarse fuera del cuadro.... La mano, sí, se echó fuera del cuadro,y todo el cuerpo del Rey salió en seguida cual si traspasase el umbralde una puerta. D. Felicísimo retrocedió sintiendo que su valor seextinguía, que sus bríos se aplacaban, que toda su sangre secongestionaba en el corazón. Vio venir la horrenda estampa del Reycubierto de galones y cruces; vio que el brazo se extendía, que la manose alargaba y le cogía por la muñeca, a él, el pobre anciano flaco ycanijo; sintió que aquella mano pesada como el sueño y más fría, muchomás fría que el mármol apretaba sus huesos hasta deshacerlos, mientraslos ojos fulgurantes del Deseado le traspasaban con mortífero rayo. Elpobre anciano no podía gritar, ni desprenderse de aquella tenaza, nisiquiera encomendarse a Dios, porque había en su mente una perturbaciónhorrible y se volvía tonto. La imagen infernal no sólo le atenazaba sinoque se le llevaba consigo, empujándole a profundidades negras abiertaspor el delirio y pobladas de feos demonios.

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Y así pasó un rato sin que cesasen los efectos del licor que tanalevosamente tomara el nombre y la figura del Jerez. Mientras a D.Felicísimo se le antojaba realidad el desvarío que hemos descrito, larealidad era que el retrato estaba en su sitio y D. Felicísimo tendidoen el suelo en completo trastorno físico y mental, sumergido en lastenebrosas honduras de la embriaguez. El buen señor no oyó, pues, losfúnebres maullidos del gato; no le vio entrar en la estancia con losbigotes tiesos, el lomo erizado, los ojos como esmeraldas atravesadas derayos de oro, las uñas amenazantes: no le sintió saltar y hacer locurascual si perdiera el juicio o estuviese tocado de mal de amores; no oyósus horribles lamentos, seguidos de roncos bramidos, ni presenció laferocidad con que a la postre se lanzó fuera, escalando la pared,cayendo, levantándose, subiendo por un poste, precipitándose por oscurosagujeros, para reaparecer luego desesperado y jadeante. El infelizCarnicero no vio nada de esto, librándose así de una impresiónhorrorosa; no oyó tampoco el estruendo de las alimañas en el techo,retirándose al través de los tabiques y haciendo saltar bajo su pasodébil innumerables pedazos de yeso; no pudo ver cómo cayó de prontoenorme porción de cascote en medio del pasillo, ni cómo algunos de lospuntales se movieron y otros se rompieron cediendo al fin al peso de latechumbre podrida; no vio la primera oscilación de esta sobre la sala,ni la inclinación del tabique medianero, ni el vacilar de los de carga,ni la pavorosa lentitud con que las vigas del tejado cayeron sobre lasdel techo plano, aplastando la bohardilla como un bizcocho; ni oyó loscrujidos de las maderas resistiendo todo lo posible el peso, ni elquebrantamiento de algunos tabiques, ni el cuartearse de los yesos,salpicando chinitas menudas que luego fueron piedras; ni viodesprenderse polvo de las alturas, precediendo a una lluvia de cal queluego fue pedrisco de guijarros; ni presenció la desviación de la paredmaestra, que empezó haciendo una cortesía a la pared frontera por lacalle del Duque de Alba, y luego se rompió por las ventanas y en laparte más frágil. D. Felicísimo no vio nada de esto, y así, cuandoaquella mole podrida se desplomó en una pieza con estruendo más grandeque el de cien cañonazos, él se agitó un instante en su sepulcro deruinas, murmuró estas dos palabras: «suéltame ya», y pasó a laeternidad, no como quien se duerme, sino como quien despierta.

El rico archivo eclesiástico, cuyos legajos asomaban por las rejillas delos estantes excitando la veneración del espectador, estaba tan comidode la polilla, que al desplomarse la casa se desmoronó como seco amasijode polvo, y parecía que todo entraba en el caos tras la dispersión detanta materia inútil, de tanta borrosa letra y de tanta ranciedad comose acumulaba en los podridos escritos. Así los siglos y lasinstituciones caducadas entran como ríos de polvo en el mar de ruinas delo pasado, que se agita por algún tiempo y se emborrasca, hasta que alfin se asienta y se endurece, se petrifica y queda para siempre muerto.Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantasgrandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia.

La noticia del desastre se extendió rápidamente por todo el barrio. VinoPipaón temblando de miedo y harto intranquilo por la suerte que en aquelinopinado hundimiento hubiese cabido a las gruesas cantidades que D.Felicísimo guardaba en su propia casa. Más tarde se congratulaba en loíntimo de su pecho de una catástrofe que inutilizó en el díscolo viejoel perverso intento de privar, en lo posible, a su nieta de la herenciaque le correspondía. Hasta en aquel deplorable accidente se manifestó ladecidida protección que el cielo dispensaba al cortesano de 1815,apartándole de todos los peligros y allanándole los caminos todos paraque llegase a donde sin duda alguna debía llegar. Por esto decía DonRodriguín: Divisum cum Jove imperium Pipao habet.

En la tarde del día 1.º de Octubre D. Benigno Cordero contemplaba, conafligido semblante las ruinas de la casa del absolutismo. Una docena deganapanes, vigilados por individuos de la policía y de la curia, removíalos escombros, sacando cascote, podridas vigas, y muebles hechosastillas. El dinero y el cuerpo de D. Felicísimo aparecieron al fin comoobjetos extraídos de una excavación pompeyana, entre el pasmo y laconsternación de los espectadores, movidos quien de curiosidad, quien decodicia. Él de Boteros tenía en aquella tarde ocupaciones que no lepermitían estar como un bobo mirando la exhumación, y después de rezarun par de Padre-nuestros por el alma del que fue paisano y amigo, y deencomendarle a Dios con devoción, entró en una casa próxima. Recibioleun criado, y aquí fue la sorpresa, aquí la suspensión de D.

Benigno, quese tuvo por más hundido y aplastado que Carnicero, al oír lo que oía.

—¿Pero se ha ido, se ha ido de Madrid por mucho tiempo?—preguntó el buenseñor, después de larga pausa, en que no supo lo que le pasaba.

—Para mucho tiempo, sí señor.

—Luego ha ido lejos.

—Muy lejos, aunque no dijo adonde.

—¿Pero usted está seguro de lo que dice? Usted está trastornado.

—El señor se ha ido y no volverá pronto.

—Entonces habrá dejado algún recado o carta....

—El señor escribió una carta; pero no la dejó en casa.

—¿Pues dónde, hombre de Dios, dónde?

—La dejó a D. Felicísimo Carnicero.

—¡Bendito Dios!—exclamó D. Benigno, golpeando en el suelo con un pie—.¿Y a usted no le dejó recado verbal para mí?

—¿Para el Sr. de Cordero? Sí señor. Me dijo que D. Felicísimo enteraríaa usted del motivo de su viaje y le daría una carta.

—¡Barástolis!... Hay cosas que parecen obra de Satanás.

Y reproduciendo en su mente el espectáculo de los escombros que habíavisto a dos pasos de allí, pensó que para encontrar la carta era precisolevantar muchas varas cúbicas de polvo y astillas, un cadáver y elpesadísimo pie de la curia, puesto sobre el tesoro, como el pie delpilluelo que pisa la moneda caída, mientras su dueño la busca paseandolos ojos por la tierra. Exhaló Cordero de su pecho un suspiro en queparecía que la mejor parte de su alma se escapaba en busca del fugitivo,y salió abrumado de pena. En la calle el gentío que se agolpaba junto alas ruinas le dio a entender que sacaban aquel precioso fósil que fueagente eclesiástico. Entonces dio un suspiro mayor, diciendo parasí:—También nosotros nos hundimos; también a nosotros se nos ha caído lacasa encima.

Acordose entonces de Sola, a quien había dejado en su casa esperando elresultado de aquella visita, y no pudo menos de traer también a lamemoria las corazonadas de la huérfana antes de salir de los Cigarrales.No queriendo dar a esta la desagradable noticia sin acompañarla de algúnconsuelo, hizo averiguaciones prolijas aquella misma tarde, y después dehablar con algunos amigos del fugitivo y de hacer mil preguntas envarios mesones y paradores, se retiró a su casa si no con lacertidumbre, con la sospecha fundadísima de que Salvador había ido alNorte.

Esto, las voces que habían corrido acerca de las opinionesúltimamente adoptadas por su amigo y la circunstancia de haber partidoen el mismo día en que murió Su Majestad, llevaron a Cordero decavilación en cavilación hasta ponerle en el trance de creer lo que eldía anterior le parecía increíble.

—No—pensaba andando hacía su casa—, aquel tesoro no puede ser para unaventurero. Mi hija no se casará con un hombre que así juega con lossantos principios, con un hombre que ayer fue exaltado liberal y hoyabsolutista de trabuco y sobrepelliz. Ella misma apartará de él suespíritu y su corazón, y entonces....

El semblante del de Boteros se animó. Toda idea nueva y feliz producecomo una llamarada interior, cuyo reflejo sube al rostro, cuando este nose ha educado en el disimulo y la hipocresía.

Cordero avivó el paso yapretó fuertemente el puño del bastón, repitiendo:

—Entonces....

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-XIX-

Como la vista del geógrafo se extiende sobre el mapa, así la imaginacióndel excelente D.

Benigno volaba hacia el Norte en seguimiento delprófugo, buscándole por llanos y laderas, sendas y atajos. Veía mediaCastilla, medio Aragón, el caudaloso Ebro, y luego las estribacionespirenaicas cubiertas de verdura y plagadas de serpientes que de milescondrijos salían. Y no será aventurado afirmar también que laimaginación del fugitivo se iba quedando atrás como un hilo desenvueltodel ovillo que rueda. Rodaba nuestro hombre con la prisa que tancachazudos tiempos permitían, anhelando llegar pronto, y pues todo esrelativo en el mundo, su tartana, galera o silla de postas (que en lacategoría del vehículo no están conformes las referencias) llevaba unpaso que en comparación del de la tortuga habría podido llamarse veloz.Cruzó el llano de Alcalá, la aromosa y pobre Alcarria, hacia donde caeel reino de las abejas; vio a Sigüenza donde hay colmenas de clérigos, yatravesó la estrecha cuenca del Jalón, que corre silbando por laangostura como una espada de agua que se envaina en montañas. La romanaBilblíis lo mostró ya la tierra aragonesa. En la feraz vega de Zaragoza,pasó por entre pilas de melocotones que parecían balas de fuego, y violas lozanas viñas de uva retinta, cuyo zumo enardece la sangre de lospaisanos de Lanuza. Sin detenerse pasó por la ciudad que lleva el nombremás preclaro en las justas militares del siglo, y que tuvo en losharapos de sus tapias rotas mejor defensa que otras en la coraza de susmurallas de piedra. En Tudela pasó el Ebro entrando en franca tierra deNavarra, semillero de gente brava, pues si Rioja fue hecha para criarpimientos, Navarra fue hecha para criar soldados. Halló gran agitaciónen los pueblos del camino, y la gente detenía el cochecillo para pedirnoticias. Era preciso satisfacer a todos, diciendo: «Sí, es cierto queha muerto el Rey».

«¿Pero es verdad que Madrid ha proclamado ya a D. Carlos? ¿Es verdad queCristina se ha embarcado o va en camino de embarcarse? ¿Es cierto que elInfante ha vuelto de Portugal, y está al frente del ejército?». A estaspreguntas no podía contestar el viajero porque nada sabía, pero bien sele alcanzaba que provenían de falsas noticias y embustes, semilla quehábilmente sembrada en tales países había de dar pronto cosecha detiros. Siguió su camino y al fin entró en Estella. Aunque eran las docede un hermoso día cuando pisó la plaza Mayor, antojósele que laspróximas alturas arrojaban sombra muy lúgubre sobre la ciudad y que estase ahogaba en su cinturón de montañas. A cada paso hallaba pandillas declérigos con capa de esclavina, paraguas y gorro de borla, charlando enlenguaje vivo sobre el asunto del día, que era la muerte del Rey y elproblema de la sucesión.

Dirigiose a uno de aquellos señores para preguntarle por la residenciadel coronel Seudoquis, a quien quería ver sin pérdida de tiempo, y elclérigo, hombre gordito y lucio, le contestó de esta manera:

—Nuevo es usted en esta tierra. Si no lo fuera usted, sabría que paraencontrar al famoso Seudoquis no hay más que averiguar donde se juega ydonde se bebe.

Apuntando con su paraguas a una esquina de la acera de enfrente, añadióel buen hombre lo que sigue:—¿Ve usted aquella casa donde dice en letrasmuy gordas Licores? Pues allí encontrará usted al borracho.

Y se marchó riendo y a prisa para reunirse a la cuadrilla que habíaseguido andando mientras él se detenía. Todos los demás individuos deparaguas encarnado y gorro negro eran también lucios y gorditos, señalindudable de no ser gente muy dada a la penitencia.

Pronto encontró Salvador a su amigo, y no le encontró embriagado nijugando, sino en tertulia con otros tres militares y dos paisanos. Lasorpresa y alegría del coronel fueron grandes. Después de abrazarse,retiráronse a un desvencijado cuarto del mesón (pues mesón, café,taberna y algo más era la tal casa) y hablaron a solas más de una hora.Cuando Salvador se retiró a descansar en la estancia que allí mismo ledestinaron, creía haber ganado la partida y estaba satisfecho de suaventurado viaje, que ya tenía por venturoso. Pero Dios quiso que todossus planes se trastornasen y que a cada dificultad vencida naciese otraimponente dificultad. Aquella misma tarde recibiose aviso de que donSantos Ladrón, el atrevido guerrillero riojano, venía sobre Estella conquinientos voluntarios, al grito de España por Carlos V. Púsose enmovimiento la escasa guarnición de la plaza, y Dios sabe lo que hubieraocurrido si no llegara oportunamente el brigadier Lorenzo, mandado porel Virrey Solá con el regimiento de Córdoba y los provinciales deSigüenza. Lorenzo no descansó en Estella. Aquella noche vio Salvador lascalles Mayor y de Santiago atestadas de soldados, que se racionaban conpan y vino; habló con ellos y pudo notar que reinaba en la tropa buenespíritu, si bien su entusiasmo por la causa que empezaban a defender noera muy grande todavía.

Lorenzo salió a media noche. Al día siguiente se tuvo noticia delcombate de los Arcos, en que fueron destrozados los voluntarios deLadrón y este hecho prisionero. Salvador vio por segunda vez la tropa deLorenzo, de regreso a Pamplona, llevando consigo al guerrillero donSantos y a Iribarren. Lo peor del caso para nuestro amigo, fue queLorenzo se llevó también a Pamplona a los tres prisioneros que en lacárcel de Estella estaban, y con esta determinación vino a tierra elplan construido por Monsalud de concierto con Seudoquis. Contrariedadtan inesperada parecía anunciar malísimo éxito a las tentativasgenerosas de Salvador, porque los prisioneros de Estella estaban yacondenados a muerte. Pero no desmayó por esto, y se puso en marcha paraPamplona, siguiendo a la brigada vencedora. Fue para él una ventajarelativa que le acompañara Seudoquis, con cuya cooperación humanitariacontaba, si bien lo sería muy difícil ejercerla en la misma residenciadel Virrey.

Por el camino pudo Salvador ver a su hermano prisionero y en tal estadode extenuación y abatimiento que inspiraba lástima a cuantos le miraban.En un desvencijado carro de trasportes iba tendido sobre jergones, cuyadureza con la de las piedras competía. Como el carro tenía toldo y unospalitroques laterales al modo de rejas, su semejanza con una jaula eragrande, de donde resultaba que el Sr. Navarro, mirado desde fuera,escuálido, aburrido, entumecido y soñoliento, se pareciese algo a D.Quijote cuando le llevaban encantado desde la venta a su aldea.

Salvadorpudo acercarse, con la venia de la escolta, y cambió algunas palabrascon el preso, el cual tardó mucho en reconocerle y le miró despacio conojos semejantes a los de un demente.

—¿Qué haces tú por aquí?—dijo acercando su rostro a los palos—. ¿Eres túel que parece o eres otro?

—Soy el que parece—replicó Salvador inclinándose lo más posible sobre elarzón de su cabalgadura—. ¿No esperabas verme por aquí?

—No habrás venido a nada bueno.

—He venido por ti.

—¡Ah!... eres de los ministriles del Virrey. ¿Te has hecho asesor de SuExcelencia? Mira, oye, acércate más.... Di al canalla de Su Excelenciaque no tarde en fusilarme. Ya no puedo más.

—¿Te sientes mal? ¿Padeces mucho?

—¿A ti te importa algo que yo padezca o no? ¡Pues sí, padezco mucho, porvida del mismo rábano!... Tengo una lámpara encendida aquí.

Incorporándose dificultosamente, llevose ambas manos a los hijares. Sucara lívida causaba miedo, y cuando dilataba los labios morados conexpresión equívoca y asomaban sus dientes blanquísimos, se veía en élclara y patente la sonrisa del dolor, o sea la casi imperceptible burlaque el dolor hace de sí mismo cuando han concluido todos los consuelos yaun los sofismas del consuelo.

—Tú estás muy enfermo—le dijo Salvador con profunda pena—, y yo creo queel Virrey te perdonará la vida.

—¡Y al dejarme vivir llamas perdón!... vaya un perdón el tuyo.¡Indultarme!... No, por muy masón que sea el Virrey, no será tan cruel oinhumano.

—Estás alucinado, y el sufrimiento te enloquece un poco, haciéndotedisparatar.

—Yo estoy cuerdo y sé lo que me digo. Tú estás tonto y hablas más de lacuenta.

—Yo sólo te diré que no te desesperes. Ta enfermedad puede curarsetodavía.

—Con cuatro tiros.... ¡Rábanos! no sufrirá que sea por la espalda.

—No serán por ninguna parte. Estás enfermo y exaltado. Yo te juro que seharán esfuerzos grandes por salvarte.

—¿Y quién me salvará, tú? ¿tú?—dijo Garrote con desprecio.

—Podrá ser. No he venido a otra cosa.

—¿Desde Madrid?

—Sí. Y a Pamplona voy.

—¡Salvarme tú!... ¡Conservarme la vida! Veo que también hay verdugos dela vida.

—Yo quiero ser contigo ese verdugo de vidas.

—Mira, mira, ¿quieres dejarme en paz, intruso, y volverte otra vez a tuMadrid?

—Nos iremos

—Yo seré feliz mañana—dijo Navarro con hosca expresión—, en el foso dePamplona. ¡Qué frío hará allí!

El prisionero temblaba.

—¿Tienes frío?—le preguntó su hermano.

—Hombre, sí, tengo frío. ¿No lo ves? ¿para qué lo preguntas? Tuspesadeces acabarían con la paciencia de un santo.

—Te proporcionaré una manta.

Alejose Salvador y al poco rato volvió con lo que había ofrecido. Elprisionero tomó la manta y arrebujose en ella, añadiéndola a la manta yal capote que ya sobre sí tenía; pero ni por esas entraba en calor.

—Veo que sigues tan helado como antes. Sin embargo, el día está bueno.Pica el sol.

—Mi frío no es el frío de todo el mundo. Cien soles no lodestruirían.... abur.

—No, todavía no. Tengo que hacerte una advertencia. Es indispensable quete vuelvas loco, quiero decir, que mañana, cuando te reconozcan losmédicos, hallen en ti síntomas de locura.

—Hallarán el contento de morir—repuso Navarro, dando diente con diente—.¡Ah! ya te entiendo: me fingiré cuerdo para que me maten más pronto. Mefingiré cuerdo, gritaré: «¡Viva Carlos V, mueran los masones!...». Estábien, hombrecillo, adiós. Vete, que quiero echarme a dormir.

Y se tendió, envolviéndose todo y cubriéndose cara y manos, de modo que,si no fuera por el temblor, parecería un muerto a quien llevaban aenterrar.

Salvador se retiró muy desesperanzado. El convoy se detuvo paradistribuir raciones. Era la época de la vendimia, y el vino estaba pocomenos que de balde, porque necesitaban desalojar las tinajas para darcabida al mosto, que era aquel año abundantísimo. Así es que el convoypasaba,

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según la expresión de Seudoquis, por una calle de borracheras. Acada instante hallaban grupos jaleadores; oíanse dicharachos, cantorriosy pendencias. Bailes y jotas festejaban el pingüe Octubre, y los mozosvendimiadores aparecían manchados de mosto, feos y soeces comosacristanes, que no sacerdotes, de un Baco pedestre y envilecido. Con lacaída de la tarde se fue amortiguando el escándalo de aquella bacanalcampesina; se extinguieron los ruidos de guitarras y panderetas, y alanochecer, las pandillas de clérigos aparecían paseando en el camino ala entrada de las aldeas. Oscura, oscurísima era la noche cuando elconvoy entró en la capital de Navarra. Y a pesar de ser tal que todo seveía negro, a Salvador le pareció que no había en ella bastantestinieblas para ocultar lo que hacer pensaba.

-XX-

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Pero todo fue inútil por falta de elementos. Arrebatar sigilosamente unprisionero a la autoridad militar, dentro de una plaza fuerte y enmomentos en que el fanatismo de los partidos redoblaba la vigilancia,era empresa demasiado temeraria y difícil para que saliera bien nocontando con altos auxilios. Salvador no tenía amistad con el Virrey, yaunque la tuviera de nada le valdría por ser D. Antonio Solá hombre muyinflexible. De los jefes militares importantes trataba a algunos, y convarios de ellos tenía conocimiento que rayaba en amistad, por antiguocompañerismo en el Grande Oriente masónico del 22. Pero no era apropósito la ocasión para corruptelas humanitarias. Seudoquis, con quiensiempre contaba, le dio esperanza, asegurándole que si el prisioneroperseveraba en sus locas extravagancias, era fácil que el Virrey, en vezde mandarle al foso, le enviase al hospital de orates.

El cuidado de reanudar sus relaciones antiguas, y procurarse otrasnuevas ocupaba a Salvador las mejores horas del día y de la noche. Losmilitares se reunían en una especie de casino, situado junto a la fondaprincipal, y allí se jugaba, mezclando los entretenimientos lícitos conlos prohibidos; se bebía café, se vaciaban botellas y se charlaba de lolindo. Fuera de aquel círculo halló nuestro amigo algunos que, a pesarde pertenecer a la clase militar, se mantenían retraídos.

Una mañanapaseaba solo por la Taconera, cuando tropezó con una persona cuyo rostrono era extraño para él. Detúvose, saludó, y el desconocido conocido lecontestó fríamente. Era un hombre de alta estatura, moreno, de ojosnegros, bigote y patillas. Recortadas estas con esmero por la navajaformaban una curva sobre las mejillas y venían a unirse al bigote,resolviéndose en él, por decirlo así, de lo que resultaba como unacarrillera de pelo. Su nariz aguileña de perfecta forma, el mirarpenetrante, y un no sé qué de reserva, de seriedad profunda que en élhabía, indicaban que no era hombre vulgar aquel que en tal hora paseabaenvuelto en capa de paisano, y calzado de altas botas, que el buenestado del piso hacía innecesarias. Al soltar el embozo dejó ver sucuerpo, vestido con zamarreta peluda, estrechamente ajustada concordones negros. Las patillas, las botas, la zamarreta, la aguileña ydelgada nariz, los ojos de cuervo y la gravedad taciturna son rasgossuficientes a trazar sobre el lienzo o sobre el papel la inequívocafigura de Zumalacárregui.

El que después fue el más grande de los cabecillas y el genio militar deD. Carlos, estaba a la sazón de cuartel en Pamplona, vigilado por laautoridad militar. Varias veces le había amonestado Solá. Se contabansus pasos y se le había prohibido tener caballo. Vivía con su familia yera hombre muy morigerado. No daba a conocer fácilmente sus opiniones;pero pasaba por ferviente partidario de D. Carlos. Iba a misa todos losdías y después de misa paseaba dos horas por la Taconera, cualquiera quefuese el tiempo.

Salvador y D. Tomás hablaron breve rato. D. Tomás compadeció a su amigoD. Carlos Navarro, y después, como el otro sacara a relucir la guerra yel aspecto que tomaba, dijo con aparente candor, verdadera máscara de sumarrullería, que, según su opinión, las cosas no pasarían adelante. Porno verse precisado a hablar más, apretó la mano de su amigo y siguiópaseando por la muralla.

Al día siguiente fue pasado por las armas en el foso de lasfortificaciones D. Santos Ladrón, que murió valiente como español yresignado como cristiano. Después sufrió igual suerte Iribarren,cabecilla menos célebre que el primero. Ya estaba señalado el sacrificiode Garrote para el 15, cuando el Virrey, en vista del estado lastimosodel reo, difirió su muerte, mejor dicho, la encomendó a la Naturaleza.Los médicos habían dicho que Navarro no viviría dos semanas, y Solá tuvoocasión de mostrar su humanidad. El enfermo fue trasladado al hospital,de lo que recibió su hermano mucho contento, porque algo más valedesahuciado que muerto.

Cada día llegaban a la ciudad noticias alarmantes del vuelo que tomabala insurrección. En Oñate se echaba al campo Alzaá, en SalvatierraUranga, en Toranzo Bárcena, Balmaseda en Fuentecén, y en Navarra, queera el centro de aquel motín semi-nacional fraguado por el absolutismocon la bandera de Cristo, se habían alzado Goñi y Eraso, Iturraldo y elcura de Irañeta. Eraso tenía por suyo a Roncesvalles, Goñi la Borunda, yel párroco asolaba la parte llana.

Era un bravo soldado el de Irañeta ypodía ocupar lugar excelso en esos extraños fastoseclesiástico-militares, donde están escritas con horribles letras negraslas hazañas de Merino, Antón Coll y el Trapense.

Navarro fue trasladado al hospital, donde su hermano pudo verle confrecuencia. El áspero carácter, los bruscos modos y la amarguísima penadel enfermo no cambiaron nada pasando del poder de los carceleros al delos cirujanos, si bien su dolencia entró en un período de alivio por lasventajas higiénicas del cambio de vivienda. Postrado en la cama, pasabaa veces días enteros sin pronunciar una sola palabra, aunque Salvadorhacía los imposibles por sacar una siquiera de aquel pecho que era unmar de melancolías. En cambio, otros días era tal su locuacidad que nopodían seguirle la conversación incoherente y exalt