Un Faccioso Más y Algunos Frailes Menos by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

—Hijita—le dijo, cuando pasaron de las higueras del tío Reza-quedito,punto desde el cual ya no se veía la casa—, hoy tengo que decirte laúltima palabra acerca del asunto que hace tiempo me trae muy caviloso.Me he dado una batalla, querida Sola, me he dado una batalla y me hearrollado completamente, me he derrotado en toda la línea. Acaso no meentenderás.

—No mucho—dijo Sola, creyendo deber decir que no, aunque algo se le ibaentendiendo de aquellas cosas, y aun algos había ella penetrado en díasanteriores, con su natural agudeza.

—Pues se han concluido mis vacilaciones y a casarse tocan. Entre los dosse establecerá un parentesco de cariño, de agradecimiento y de amistadque no nos separará sino en el sepulcro.

¿Insiste usted en lo quemanifestó aquella noche? Creo que no lo habrá olvidado usted, pues yo,si cien años viviera, no lo olvidaría.

—No lo he olvidado, y ahora repito lo que dije, y me confirmo en ello.

El héroe se detuvo y la miró con seriedad afable....

—Repare usted bien que pronunció palabras muy categóricas y muygraves—le dijo en tono de queja—. Grabadas están en mi memoria. «ComoDios es mi padre.... ¿no fue así?... como Dios es mi padre, juro quequiero casarme con el viejo».

—Así fue—afirmó Sola, repitiendo aquel eco de su alma—; con el viejo,con el viejo.

—Es decir, conmigo.

—Con usted.

D. Benigno anduvo algunos pasos, y deteniéndose luego, habló así entreturbado y festivo:

—Pues bien, hija de mi corazón, yo tengo ahora un antojo que quizásusted lleva a mal; a mí me ha entrado un capricho, una manía.... Quéquiere usted... siento decírselo... quizás se enfade.

—¿Qué?

—Pues es que... que ahora me tocan a mí los mimos... y, en una palabra,que ya no quiero casarme con usted.

Y echándose a reír, añadió:

—Nada, hijita, le doy a usted calabazas.... ¿no contaba con misveleidades, eh? ¿No contaba usted con las coqueterías del viejo?

Y al decir esto abrió los brazos, derramó una lágrima, y riendo siempre,estrechó a Sola contra su corazón, en el cual se desbordaban los afectosmás puros.

—Venga acá, hija de mi corazón—exclamó—, venga acá y abráceme también.Dios me ha iluminado para hacerla el mayor bien que podría usted esperarde mí. Felicitémonos ambos de este triunfo de mi razón, y ahoraentonemos un himno al sentido común que ha sido nuestro salvador.

Sola comprendía a medias.

—¿Quiere usted que nos sentemos en esta piedra?

—Sí—dijo Sola, ávida de hablar, de oír explicaciones—, sentémonos. Ustedaquí... que está más seco.

—Cuando me dijo usted aquellas palabras—manifestó D. Benigno, quitándoselos anteojos para limpiar los vidrios que se habían empañadoligeramente—me quedó en el primer momento en éxtasis y como deslumbrado.Después tuve la suerte de no dejarme alucinar por las pasiones, y de verclaro en un asunto tan expuesto al error. Parece que el buen sentido seredobló en mí, preparándose para la gran batalla que se iba a dar en elcampo de mi espíritu, y que las pasiones se aterrorizaron, anunciando suvencimiento. ¡Ah! hija de mi corazón, el viejo fue iluminado por Dios ypudo pesar sus escasos méritos, sus achaques, sus... condiciones,poniendo todo esto al lado de tu lozana juventud, merecedora de mejordestino. No sé cómo fue aquello; pero recuerdo que se agrandaban a misojos los inconvenientes y se amenguaban las ventajas mutuas; comprendíque iba a hacer un disparate y a dar un resbalón más grave que el que meocasionó la rotura de esta endiablada pierna: me sorprendí arrepentido,hija; no sé cómo fue aquello, sí, me sorprendí arrepentido, y sin sabercómo empecé a ver claro, clarísimo, y me dije: «la quiero demasiado paracasarla conmigo».

Sola no sabía qué decir. Las palabras que oía revelaban tal convicción yD. Benigno le infundía tanto respeto, que no se atrevió a contestarle nia defenderle contra su buen sentido.

Pensó primero que debía insistir enlo del matrimonio; pero afortunadamente desistió de una idea que habríasido impropia. Su bondad lo inspiró la declaración más digna en suslabios, diciendo:

—No tengo más voluntad que la de usted.... Haga usted de mí lo quequiera.

—Barástolis, muy bien dicho. Pues yo quiero hacer de usted una hija....Hasta ahora no había querido tener con usted esa familiaridad inocenteque consiste en tratarla de tú. Pues ya que no hay nada de casorio,quiero tener contigo, contigo que eres mi hija, la familiaridad propiade un padre; quiero tutearte.... Y en este momento es preciso quesellemos nuestro parentesco dándonos un abrazo pero muy apretado....así... no hay cuidado. Ya no somos novios, hijita.

Se abrazaron estrechamente, confundiendo la bondad de sus corazones.

—Ya no somos novios—repitió D. Benigno—. Aquello era una tontería. ¡Melo ha revelado Dios por conducto de estos achaques míos, y mi razón medijo tantas, tantas cosas!... No dudé, ni por un instante, de lasinceridad de tu consentimiento. Convencido estoy de que te habríascasado gustosamente con el viejo, de que le habrías querido, de que lehabrías sido fiel, de que le habrías cuidado mucho cuando pasara, elpobre, de viejo a viejecito, cosa que no puede tardar.... Pero, hijamía, tu consentimiento y aquellas palabras admirables que me dijistebrotaban de tu gratitud, del afecto filial que me tienes. ¡Ay! No sehacen los buenos matrimonios, no, con estos ingredientes. Es preciso noforzar la naturaleza, no forzar los sentimientos naturales, haciendo dela gratitud amor; es preciso, sobre todo, dar a cada edad lo suyo y noempeñarse en reverdecer la venerable vejez, ni marchitar la hermosajuventud, uniendo una cosa con otra fuera de sazón.

No, mil veces no.Tú, al querer ser mi esposa, domando un sentimiento robusto que vivía yvive en tu corazón, hacías un sacrificio sublime. Yo te lo agradezco,porque comprendo cuán sincero era aquel sacrificio; pero no quieroaceptarlo.... Dicen que yo fuí héroe en cierta ocasión; pues aquello deBoteros es tortas y pan pintado en comparación de este arranque deenergía que acabas de ver, hija mía, porque esto me ha costado másluchas, porque yo también sé hacer un sacrificio.

No se renuncia sintrabajo a un bien seguro, a un bien tan delicioso, a todo lo que meprometían tu juventud, tu cariño leal, tus méritos inmensos, tu belleza,hija... pues ahora que no soy novio, puedo decirte que cada vez te vasponiendo más guapa.... En fin, hija, he creído amarte mejor y servirtemejor, y amar y servir mejor a Dios, dándome a ti por padre que poresposo.... Y aún me queda otra cosa mejor que decirte. Esto que he hechosería incompleto, muy incompleto. Si quedara así.... Pero no, yo no hagolas cosas a medias. Mis heroísmos, cuando salen de mí, no son pamplinas.Al hacerte mi hija, quiero llenar el vacío que hay en tu existencia, yponer a tus sentimientos la corona que has ganado; quiero llenar defelicidad hasta los bordes ese vaso de tu vida que poco a poco se ha idovaciando de sus antiguas tristezas; quiero casarte con el hombre queamas, con ese de quien ya puedo asegurar que te merece.

Sola se quedó espantada. Tan grande era la novedad de aquella idea, quenecesitó algún tiempo para tenerla por lisonja. Se quedó pálida como unamuerta, y tanto se trastornó su fisonomía, que teniendo vergüenza de queD. Benigno sorprendiera en ella la impresión hondísima queexperimentaba, bajó la cabeza. Cordero puso las palmas de sus manos enlas sienes de ella, y atrayéndola, le dio un beso en la frente,diciendo:

—Gracias a Dios que te puedo dar este besillo, para demostrarte de unmodo material el cariño honesto que te profeso, cariño de padre, que yoquise echar a perder tontamente. No te avergüences de lo que sientes aloír lo que acabo de decirte. Es natural.... Con este otro beso te quitola vergüenza. Que venga tu futuro esposo a impedirme que te bese.... Sialguien nos viera,

¿qué diría?... Pero nosotros, nos reiríamos ycontestaríamos sin ponernos colorados: «Ya no somos novios, ya no somosnovios».

Sola se echó a reír. Después se puso muy seria. En su trastorno no sabíaqué manifestaciones serían más convenientes, y así dejó a su rostro queexpresara lo que quisiera.

—Veo que te has puesto muy seria y como enojada—le dijo el héroe—. ¿Note gusta mi proyecto?

—Es, que...—balbució Sola, no disimulando el gran temor, que deimproviso llenó su alma—.

Es que... podría suceder.... Y ¿quién measegura?...

—¿Qué podría suceder, tonta?

—Podría suceder que él no me quisiera ya.

—¡Bonita idea! ¿Me tienes por un necio? ¿Me crees capaz de inclinarte aser esposa de un hombre, sin saber si ese hombre te quiere, y lo que esmás aún, que te merece?

—¡Entonces, ha hablado usted con él!... ¿le ha dicho?... y ¿él le hadicho?... ¿ustedes se han ocupado de esto antes de hablarme a mí?... ¿Élsabe?... ¿usted y él?...

De este modo expresaba Sola su curiosidad, no acertando a interrogar sinque preguntas mil, inconexas y atropelladas, se enredaran en sus labios,queriendo salir todas a la vez.

—Todo se ha previsto...—afirmó con paternal reposo D. Benigno—. Calma,calma. No puedo decirte en pocas palabras lo que he hablado con ese buenseñor; pero puedo asegurarte que tiene por ti un cariño bastanteparecido a la idolatría.... Cuando este pensamiento mío empezó aatormentarme el cerebro fui a ver a mi hombre. No sé qué agitación, quéfalta de asiento y aplomo encontré en él. Te juro que no me gustó nada,y al salir, dije para mí. «No la merece: no le entregaré yo el ángel demi casa». Volví poco después y hablamos de varias cosas. Su conversaciónme encantó. Hallole, como siempre, leal y discreto. Pero se me antojóque se ocupaba demasiado de política, y dije: «Nones, están verdes parati. No quiero que mi hija viva sobre ascuas, pensando si ahorcan ofusilan a su marido.... Guarda, Pablo». En una tercera visita... estasvisitas mías fueron exploraciones habilidosas y tanteos para conocer siera digno o no del tesoro que yo le iba a regalar, y así jamás le revelémis planes... pues decía que en una tercera entrevista hablamoscordialmente, y él se espontaneó de tal modo conmigo, me abrió sucorazón con tanta franqueza, me expuso sus ideas y planes de vida contanta sinceridad, que al salir me dije para mi sayo: «Sí, es precisodársela. Le corresponde de hecho y derecho». Después corrieron entre losamigos rumores malévolos respecto a él.... Dijeron que se había hechocarlista....

—¡Él!

—Calumnias y simplezas. Fui a verle, charlamos. Aquel día le hiceindicaciones de mi proyecto. Él pareció comprenderlo y se puso pálido,muy pálido.

—¡Pálido!—repitió Sola, que tenía sus claros ojos fijos en D. Benigno, yno perdía ni la más ligera inflexión de sus labios elocuentes.

—Pues... pareció que se conmovía, y me abrazó, ¿entiendes? me abrazó. Yole dije que nos volveríamos a ver pronto.

—¿Y eso fue...?

—La semana pasada, hija, en mi último viaje a Madrid. ¿Recuerdas quedije iba a comprar bisagras y fallebas para las puertas nuevas? Enefecto, compró mucho hierro; pero el principal móvil de mi viaje fuesaber de la propia boca, de ese señor novio tuyo... démosle estenombre...

saber de su propia boca si era verdad que se había hechocarlista.

—¡Qué asquerosa calumnia!—exclamó Sola con ardor, confundiendo con unafrase a los inventores de tan maligno despropósito.

—Él me desengañó quitándome aquel escrúpulo.... porque, a la verdad,hija de mi corazón, si mi yerno sale con la patochada de afiliarse a esabandera odiosa y se echa al campo a defender la religión a tiros.... Nolo quiero pensar, ¡barástolis!... ¡Bonito negocio habríamos hecho!Afortunadamente para él, quedé convencido de que no ha pensado nuncaingresar en la orden sacristanesca, y cuando salí de la casa, dije:«¡Tuya es, bribón, te la has ganado, pillo! Dios me manda que te laentregue. Ahora, que San Pedro te la bendiga».

—¿Y tampoco ese día lo dijo usted claramente...?—preguntó Sola,deteniéndose a media pregunta, porque le quemaba un poco los labios lasegunda mitad o el rabillo de la pregunta entera.

—No le dije nada claramente, porque no me pareció discreto abrirle depar en par las puertas del cielo sin contar antes contigo. Pero le abríun resquicio, le di a entender mis intenciones, y el bendito hombreparecía, como vulgarmente se dice, que veía el cielo abierto; de talmodo le brillaban los negros ojos. Quedó envolver a principios deOctubre, y cuando me despedí, le dije:

«volveré un día de estos. Vendré,y quizás, o sin quizás, le traerá a usted noticias que le contentenmucho».

—Hoy es 1.º de Octubre—dijo Sola, con frase rápida, como centella depalabra que de sus labios saliera.

—No, que es mañana—apuntó Cordero riendo—; yo tengo el Calendario en eldedo. No quieras ahora que los días salten unos sobre otros. El tiempoes un señor a quien se ha de tratar con muchísimo respeto. Observa lacalma y el método con que anda. A veces parece que va despacio, a vecesque corre como un galgo; pero es ilusión nuestra: su señoría no salenunca de su paso. Mañana, hija querida, iremos a Madrid.

—¡Yo también!

—Pues es claro. Quiero que os veáis, que os habléis. Luego vosotros osentenderéis, y mi papel quedará reducido a preparar algunas cosillas quepara la boda sean necesarias....

Dio un suspiro, y estrechando luego entre sus manos las de Sola, queestaban frías, sin duda porque todo el calor se recogió en su corazónalborozado, dijo Cordero estas palabras:

—Te voy a dirigir un ruego. ¿Lo atenderás?

—¡Qué pregunta!—exclamó Sola, echándose a llorar antes de conocer elruego.

—Pues quiero suplicarte, que después de casada, ya que mis hijos nopuedan ser tus hijos, como proyectábamos, les mires como tus hermanos.

Sola le contestó con el río de sus lágrimas, que no permitían palabras.Ni eran necesarias las palabras.

—Si me ves llorar—dijo D. Benigno, secándose una lágrima con gestoheroico—, no creas que estoy afligido ni desconsolado. En mi pecho nocaben ni envidias de mozalbete ni el duelo de deseos frustrados.Tranquilo estoy y contento, contentísimo. Si lloro es por la atracciónde tus lágrimas que hacen correr las mías, sin saber por qué. Tuve unpoquillo de pena, sí; pero me consuela el saber que si mis hijos hanperdido su segunda madre, buena hermana se llevan, ¿no es verdad?

Principiaba a caer la tarde y se sentía el fresco del Tajo. D. Benignopropuso que se retiraran a casa, y dejando la perla dura, tomaron elcamino áspero y tortuoso.

—Ya van creciendo las noches—dijo Sola, dando el brazo a su padre.

—Sí, hija mía—replicó este—, y el mañana tarda un poco más; pero viene,no tengas cuidado.

—Ya no recuerdo cuánto se tarda de aquí a Madrid.

—Pues no es mucho. Tomaremos el coche de Peralvillo, que es el que vamás pronto. ¿No sabes la novedad que hay en el mundo? Pues ahora haninventado en Inglaterra unas máquinas para correr, un coche diabólicoque va como el viento, y anda, anda.... No sé lo que anda; pero sihubiera uno desde Toledo a Madrid, iríamos en dos horas.

—¡En dos horas! Eso es fábula.

—¿Fábula? Me lo ha dicho D. Salvador, que lo ha visto.

—¿Él ha visto esa máquina?

—Y ha andado en ella.

—¿Él ha andado en ella? Será cosa magnífica.

—Figúrate....

D. Benigno se detuvo, y con la complacencia que producían en él lasmaravillas de la naciente industria del siglo, se preparó a dar a suhija explicaciones demostrativas, para lo cual puso horizontal el bastóny deslizó los dedos sobre él.

—Figúrate que hay en el suelo dos barras de hierro donde se ajustan lasruedas de unos enormes coches... así como casas. Estos coches van atadosunos a otros. A poco que les empujen, como las ruedas se ajustan a lasbarras de hierro, ¡zás! aquello corre como una exhalación.

—Ya entiendo... las mulas....

—Si no hay mulas, tonta.... Ya te lo explicará D. Salvador, que hamontado en esos vehículos.

Esa diablura la han puesto los ingleses entreun pueblo que llaman Liverpool y otro que nombran Manchester. Dice D.Salvador que aquello es volar.

—¡Volar! ¡Soberbia cosa!...—exclamó Sola con entusiasmo—. Decir «quieroir a tal parte ahora mismo» y....

—Y salirse uno con la suya. Pues, te dirá: no hay caballos. Todo aquelrosario de coches está movido por un endemoniado artificio o mecanismo,que tiene dentro fuego y vapor, y sopla que sopla, va andando. Yo no sécómo es ello. Me lo ha explicado D. Salvador; pero no lo he podidoentender.

—¿Y esa manera de ir acá y allá no se pondrá en otras partes?

—Sí, dice nuestro amigo que se va extendiendo; que en Inglaterra estánhaciendo más de esos benditos caminos de hierro, y que en Francia, van aempezar a ponerlos también.

—¿Y en España?, ¿no los pondrán?

Cordero dio un suspiro.

—Ahora va a empezar una guerra, si Dios no lo remedia—dijo con tristeza.

—Cuando concluya....

—Quizás empiece otra.... Pero, al fin y al cabo, también tendremos aquíesos caminitos, aunque sólo sea para muestra. D. Salvador dice que seextenderán por toda la tierra, y que hasta las regiones más incultasllegará esa máquina que corre a soplos.

—¿Y la veremos por aquí, por este caminejo?

—¿Por qué no?

—Y podremos decir: «A Madrid...».

—Sí; pero ese prodigio no acontecerá mañana, hija querida—dijo Corderosonriendo—. Por ahora nos contentaremos con las tres mulitas dePeralvillo.

Entraron la casa, donde hallaron a D. Primitivo Cordero, sobrino de D.Benigno, que venía a pasar unos días en los Cigarrales, y traíaestupendas nuevas de la Corte, entre ellas la muerte del Rey. Cenarontodos un poco tristes por la influencia melancólica de tales noticias,de los comentarios lúgubres con que las acompañó el ex-capitánmiliciano, y de los presagios fatídicos que hizo.

Cuando D. Benigno manifestó su propósito de ir a Madrid el día venidero,Primitivo le anunció con oficioso pesimismo que probablementeencontraría las tropas insurreccionadas en las calles, la anarquíaimperante, y la villa entera, la Corte y la monarquía, dadas a todos losdemonios.

index-93_1.jpg

Al despuntar la aurora del siguiente día Sola se levantó, y abriendo depar en par la ventana de su cuarto, que daba al campo, y a cuyo alféizarsubían las ramas más altas de los almendros, aspiró el aire balsámico dela mañana y miró los senderos, el suelo, la torre de la catedralinsigne, que a lo lejos y en medio del verdor oscuro del paisaje lucíacomo un ciprés de piedra, dejó correr luego sus miradas por el sueloadelante hasta el horizonte, término de amarillentas lomas y de azuladospedregales; fue con su espíritu más allá del horizonte mismo; volvió contristeza. Se podría haber creído que echaba de menos aquellas barras dehierro de que D. Benigno hablara la tarde anterior y que, de existir,permitirían a los hombres remedar el maravilloso viajar de los pájaros.Nada vio en los torcidos senderos que indicase que las hadas se habíanocupado la pasada noche en tender aquellas vías metálicas, milagro de lalocomoción, increíble camino más propio para ser recorrido con las alasdel espíritu, que con los pies de la materia.

Poco después se levantó Cordero. El coche de Peralvillo no podía tardar,y era preciso sustentarse de chocolate y bollos para el largo y molestoviaje. Sola dio punto a las meditaciones para atender a los diversosmenesteres de aquella hora, y cuando D. Benigno y ella se encontraronsolos, el héroe no pudo menos de preguntarle por qué había en sus ojoshuellas de lágrimas, siendo las circunstancias más bien propicias queadversas. Sola contestó que no había podido dormir en toda la noche,porque las cosas tremendas que contó Primitivo y los augurios que hizollenaron de misterioso pavor su espíritu. Verdad era esto que dijo; perotambién había influido mucho en su insomnio doloroso la brusca y radicalmudanza en su destino, en sus ideas todas por la conversación que ella ysu dignísimo protector tuvieron a orillas del río. Sola no quiso ocultara Cordero todo lo que sentía y pensaba.

—Estoy tan aturdida desde ayer tarde—le dijo—, que no sé lo que me pasa.He pasado toda la noche imaginando catástrofes o soñando tropiezos ycaídas. No me puedo convencer de que Dios me lleve ahora por ese caminotan distinto del que antes seguía, sin que sea para ir derecha a unadesventura muy grande. Yo nací con mala estrella.

—Patrañas, querida hija; cosas de la imaginación—replicó D. Benigno,apurando su chocolate—. No nos entreguemos a cavilaciones hueras ytengamos confianza en Dios. Eso de malas y buenas estrellas no es muycristiano que digamos.

—Es verdad; pero yo no puedo evitar el sospechar peligros, el tenermiedo de todo, y el presentir desgracias. Es una especialidad mía. SiPrimitivo no hubiera contado tantos horrores....

Ahora, con la muertedel Rey, se va a encender una guerra tal, que España va a ser una Naciónde huérfanos y viudas. Sí, así será.... Correrán ríos de sangre, ríoscaudalosos como los de agua, y los hermanos matarán a los hermanos....todo por saber si ha de reinar la sobrina del tío o el tío de lasobrina. ¡Qué horrorosos disparates! ¡Y estas cosas pasan en reunionesde gente que se llaman países y naciones!... ¡Y esta es la decantadasabiduría de los hombres de Europa que se ríen de los salvajes! Yo,mujer ignorante, digo que esos sabios no tienen sentido común.

—Hija de mi alma—exclamó D. Benigno—, estás hablando como el patriarcade la filosofía, como Juan Jacobo Rousseau. Sí, el estado actual de lasnaciones y el sentido común son incompatibles.

En su entusiasmo, Cordero tremoló la servilleta que acababa dedesprender del ojal de su levita. Aquel lienzo era la bandera delsentido común, pabellón sin colores y sin heráldica.

—No he podido apartar de mí en toda la noche—dijo Sola—, una idea que mehace estremecer de pena. ¿Quién nos asegura que el hombre a quien vamosa buscar, no estará ya comprometido en la guerra civil? ¿No seráprobable que esté disparando tiros en las calles? ¿No puede suceder queestá ya muerto?

—Calla, tonta.... Un hombre tan juicioso.... ¿No comprendes tú...?

—Yo no comprendo nada, yo siento y nada más. El corazón suele tener unasadivinaciones tan raras.... A veces, el muy pícaro, se empeña en unacosa, y Dios se encarga después de darle gusto.... Ojalá me equivoque. Yahora Dios no nos manda tan sólo el azote de la guerra civil, nos mandatambién otro, esa terrible enfermedad.... ¿no oyó usted hablar aPrimitivo de esto? Es un mal muy raro, por el cual se muere la gente enpocas horas, a veces en minutos; es una puñalada invisible que sorprendey mata, y nadie está seguro de vivir dentro de media hora.

—Sí—dijo D. Benigno, cayendo en sombría tristeza—, es el Cólera morboasiático.

Al oír este nombre repulsivo y espantoso, Sola sintió correr por sucuerpo un frío displicente.

Cordero sintió lo mismo.

—Esa enfermedad—añadió—, ha aparecido en Andalucía. Las personas van muytranquilas por la calle, y de repente ¡plaf! se caen al suelo y semueren. Pero esta infección no llegará a Madrid.... Vamos, en marcha,ahí está el coche.

Oyeron las alegres campanillas de las mulas de Peralvillo. Sola sedespidió de los niños llorando, y les prometió que volvería muy pronto.Al subir al coche, dijo:

index-95_1.jpg

—¿Tardaremos mucho?

—Volaremos—afirmó el héroe—. Peralvillo, llévanos a prisa.... ¡Oh! ¡quélástima que no tengamos ya por aquí esos carriles de Satanás!

Y tenía razón. ¡Lástima grande que en aquella ocasión crítica noexistieran los carriles de Satanás!

-XVII-

La mañana del 29 y cuando nadie sospechaba que la muerte del Reyestuviese tan próxima, dejó de ser soltero Pipaón. Los tiernos espososrecibieron la bendición nupcial en la hermosa iglesia de San Cayetano,que hace esquina a la calle del Oso, y el encargado de darla fue elPadre Carantoña, de la orden dominica, grande amigote del desposado.Asistieron personas de calidad, hubo mucha pompa eclesiástica y mundana,se repartieron limosnas, y todo fue dispuesto para que en los barriosdel Sur quedara memoria del suceso por dilatados tiempos. La sordidez deD.

Felicísimo no permitió que el almuerzo de rúbrica se diera, comoparecía natural, en la casa de la desposada y diole en la suya Pipaóncon mucho rumbo y magnificencia. Pero lo más notable del día fue elaltercado que tuvo nuestro cortesano con D. Felicísimo. Los reciéncasados, creyendo que si el vejete no les daba de almorzar, no lesnegaría su bendición, fueron allá muy gozosos; pero el Demonio, quejamás descansa, hizo que Carnicero tuviese noticias ciertas aquellamisma mañana de las traicioncillas de Pipaón y de los soplos infames quehabía llevado a la antecámara de Su Majestad la Reina Cristina. Estabael buen señor trinando cuando llegaron los cónyuges, y ojalá que nohubieran llegado jamás, porque así como estalla un volcán, reventó lacólera de D.

Felicísimo, y no quedó dentro de su boca palabra malsonante ni epíteto quemador. Púsose blanco el bendito agente, comopiedra caliza, y su rostro plano causaba terror, porque parecía próximoa descomponerse en piezas, cayendo cada fracción por su lado. En vanoquiso disculparse Pipaón, en vano Micaelita intentó disculparle también,llevada del amor que aquel día le tuvo, y hasta Doña María del Sagrarioarrojó con timidez una palabra de paz en medio de la ardiente filípica.Aumentábase el furor del terco viejo con las réplicas, y para concluirechó a sus nietos a la calle, ordenándoles que no volviesen a poner lospies en aquella casa de lealtad, y conminándoles con desheredarles delmejor modo que pudiese. Los esposos salieron cabizbajos, y cuando sedespedían de Doña Sagrario en la puerta, el condenado vejete agarró consu zarpa acerada el brazo de Tablas, que a su lado estaba, y conardiente anhelo le dijo:

—Tablas, cuatro duros, cuatro duros para ti, si vas ahora y le das unpuntapié a ese tunante y le arrojas rodando por la escaleras. No hagasdaño a mi nieta, ¿entiendes? a mi nieta no.

El atleta no quiso desempeñar el indigno papel de cachetero que enaquella repugnante contienda doméstica se le designaba, y todo quedó ental estado. Después riñó D. Felicísimo con Doña María del Sagrario, conla criada, con Tablas, y a todos les mandó que se fuesen a la calle y ledejaran solo, pues para vivir entre espías o traidores, prefería estarsolo con el leal y desinteresado gato. El buen señor desahogaba sucólera sonándose, sonándose fuerte y repetidamente, y aquel furiosotrompeteo resonaba en la casa como las cornetas de un llamamientomilitar. No era en verdad ilusión que los frágiles tabiques de la casatemblaran como las murallas de Jericó, porque durante el ir y venir dela gente en el momento del berrinchín, el piso se estremecía de tal modoy con tan amenazadora trepidación, que los expulsados tomaban con gustola puerta.

Por la tarde, y cuando no se habían aplacado aún los irritados espíritusdel agente eclesiástico, entró a verle Salvador Monsalud. D. Felicísimolo recibió con desabrimiento.

—Le he mandado venir a usted—dijo tomando el pie de cabrón y dando conél fuerte porrazo sobre la mesa—, para comunicarle noticias muydesagradables acerca de nuestro amigo el Sr. D.

Carlos Navarro. Usted,jí, jí, se tomó por él tanto interés cuando aquella diablura de suencierro en la cárcel de Villa, que no dudo en acudir a usted, ahora qu