Transfusión by Enrique de Vedia - HTML preview

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se

habrásentido,

acompañándome con la imaginación, que ha producido esta fórmulatan sencilla, tan exacta, tan delicada, tan honda!... «te has llevado mipensamiento»... ¿Si ocurrirá así?... porque desde que me he separado deella siento en mi cerebro, en mi corazón, en mi espíritu, ¡qué sé yo!algo como una voz íntima que me dice: «Clota... soy Clota... ¿ves? estoycontigo... contigo para siempre... ¡para siempre!...»

Melchor se repetía amorosamente las últimas palabras con que Clota lehabía despedido la noche antes, cuando con las manos fuertemente tomadasy los ojos lánguidos y firmes, puestos en los de él, le había dicho:

—Hazme telegramas, escríbeme, escríbeme todos los días, cuéntame todolo que hagas, y cuando vayas en viaje, cuando estés lejos, piensaque... estoy contigo... contigo para siempre...

¡para siempre!

*

* *

—¿Parece que no has leído mucho?—dijo Ricardo a Melchor, asomándosepor sobre el espaldar del asiento y viendo doblados los ejemplares de La Nación y La Prensa.

—En cambio parece que tú has dormido bastante—repuso Melchor,levantándose.

—No; he dormitado.

—Lo mismo que yo—dijo Lorenzo, incorporándose;—¡si no se puede dormircon el movimiento del tren!

—¿Ni cuando estuvimos cerca, de una hora parados antes de llegar a«Pehuajó»?

—¿Parados?... ¿Por qué?... No me he dado cuenta.

—¡Ni yo tampoco!

—Porque la máquina que pusieron en la estación «Guanaco»

no andababien... ya lo había dicho el jefe...

—¿Y por qué la pusieron?

—Porque al descarrilarse la que traíamos se le rompió un eje.

—¿Dónde descarrilamos?

—¡Por lo visto han dormido, ché!

—¿Y tú le crees a Melchor?... ¡Son cuentos!

—Pero si ustedes no hubieran hecho más que dormitar los habríanrectificado.

—¡Es claro que he dormido algo!

—¿Algo?... ¡tres horitas!... ¡como una!

—¿Y qué hora es?

—Más de las cuatro; ya nos falta poco.

—En fin—dijo Lorenzo bostezando,—hemos acortado el viaje.

—Parece que hay apetito, ¿eh?

—¿Por qué, Melchor?

—Porque los bostezos delatan sueño—que no puedes tener,—

o languidezde estómago que bien puedes tener porque almorzaste muy poco.

—¡Qué esperanza! He almorzado el doble de lo habitual.

—Mañana, en la posta del Paso, almorzarás el triple del doble y pasadomañana en la «Celia», el cuádruple del triple.

—Mira que eres exagerado—repuso Lorenzo riéndose.

Ricardo, que había permanecido sentado contemplando el aspecto de losplantíos, dijo, sin volver la cabeza, a Melchor que continuaba de pie:

—Ché, Melchor, alcánzame La Nación, ¿quieres?

—¿No quieres La Prensa?

—¿Por qué?—dijo Ricardo volviéndose.

—¡Porque tiene más páginas!—le contestó Melchor riendo yagregó:—¡Cuando estamos para llegar se te ocurre leer!...

—Es que no he visto los diarios hoy.

—¡Pero los has comprado!

—Creo que tú has hecho lo mismo.

—Yo he cumplido con la práctica establecida: ¡comprar los diarios y noleerlos después!

—¿Quién hace eso?

—¡Todo el mundo! ché, y la culpa la tienen los mismos diarios, y si nofíjate—dijo Melchor tomando los que tenía en el asiento ypresentándoselos a Ricardo.

—No te entiendo.

—¡Que se necesita una semana para leer todo esto y ante laimposibilidad de hacerlo acaba uno por no leer más que los títulos y aveces ni eso!

—¿De modo que los diarios no sirven para nada?

—Van en ese camino, como que han pasado de la síntesis informativa ala dilución abrumadora.

—¡Es ganas de criticar!

—No hay tal y en mí menos; pero mira... 36 páginas... y...

24páginas...

—¡No es precisión leer hasta los avisos!

—Partamos por mitad, lo que es excesivo, y tenemos 30

páginas delectura en sólo dos diarios... ¡eh!... agrégale otro tanto por la tarde.

—Yo leo lo que me interesa.

—Yo hago otra cosa: miro todo y no leo casi nada; por otra parte,pienso que los diarios de hoy no llenan su objeto porque la volubilidadpública reclama asuntos nuevos todos los días y, así, no es posible lapropaganda asidua en un propósito dado, desde que en cuanto un diarioinsiste en un mismo tema el público lo deja por aburrido y por «latero».

—Yo los he dejado deliberadamente para leerlos en la estancia—dijoLorenzo.

-Pues te quedarás sin leerlos—repuso enérgica y cómicamente Melchor.

—¿Cómo así?

—¡Usted, señor D. Lorenzo, va a la «Celia» a pasear, comer y dormir!

—¿Y por qué no hemos de leer también?

—Porque yo mando. ¡Se leerá lo que yo indique y cuando yo lo disponga!

—Lo que soy yo no puedo pasarme sin leer—insistió Lorenzo.

—Leerá usted, señor... conozco las teorías modernas sobre fatigaintelectual y los medios de combatirla y los aplicaré discretamente.

—¿En qué consisten, ché?—preguntó Ricardo burlescamente.

—En esto, muy sencillo; cuando se siente fatiga intelectual por excesode estudio hay tres medios de combatirla; primero, dejar la lectura,procedimiento moroso cuando el mal es intenso; segundo, hacer ejerciciosfísicos, procedimiento violento para restablecer el equilibrio de loscentros nerviosos; y tercero, cambiar de lectura... leer alguna cosasencilla... trivial... una novela, por ejemplo.

—¡Pobres novelas!...—dijo Ricardo.

—¡Estás eruditísimo!—exclamó sonriendo Lorenzo.

—¡Esto no es nada! ¡Ya verás, Lorenzo, como con sólo un chambergo degran ala levantada te quito el... casquete neurasténico de Charcot! ¿Quétal? ¡y a esta altura!

—¿Cómo a esta altura?

—¡A la altura de Trenque Lauquen, adonde vamos llegando...

fíjate!

En ese instante se oyó un estampido formidable, como si la boca de uncañón del «Belgrano» o del «San Martín» hubiera entrado en el coche yvomitado un cañonazo:

—¡¡¡Booooletooos!!!

Cuando el jefe del tren llevó los que Melchor humildemente le entregó,el convoy llegaba a su estación terminal.

—¡Ahí está Hipólito!...—exclamó Melchor y asomándose por la ventanilladel coche que aun marchaba, le gritó:

—¡Hipólito!... ¡Hipólito!... ¡aquí!...

—¿Quién es ése, ché?

—El cochero de la estancia... ¡verán qué tipo!... toma tu valijita,Lorenzo... y para ti Ricardo, toma... ¡tú que no puedes pasarte sin losdiarios!...

—¡No seas pavo!...

—¡Y cuatro!... mira: los tuyos y los míos... ¡los podrás leerduplicadamente!

Cuando descendieron del tren llegaba trotando pesadamente Hipólito, queal encontrarse con los viajeros se sacó respetuosamente su granchambergo campero, y cuadrado—

contrariendo la ordenanza militar, puesque formaba vértice con las puntas de los pies casi unidas y los talonesa un geme de distancia—dijo tendiendo a Melchor su amplia mano detrabajo:

—¿Cómo va, D. Melchor?... ¿éstos son los señores?—agregó mirando aLorenzo y Ricardo.

—Sí, Hipólito... mi amigo Lorenzo...

—Para servirlo.

—...y mi amigo Ricardo.

—Para servirlo.

—Y Baldomero, ¿no ha venido?

—Sí, D. Melchor... ahí andaba con el jefe... ¿quiere que lo hable?

—No... vamos para allá, muchachos—y volviéndose hacia Hipólito:—¿Quétal están los caminos?

—Hay algún barro... con la lluvia: ¡qué ha llovido!...

—El maíz estará lindo, entonces.

—Así es... lindo está.

En ese momento salía al encuentro de los viajeros el gran capataz de la«Celia», Baldomero Luna, quien al ver a Melchor se dirigió hacia éldiciéndole efusivamente:

—¡Cuánto bueno por acá!

—¿Qué tal, Baldomero?

—¡Ahora bien, muy bien!

—¿Qué, ha sucedido algo?—le preguntó Melchor, mirándole fijamente yconservándole tomadas ambas manos.

—¡Si viera!...

—Pero, ¿qué ha ocurrido?

—¡Que usted no estaba aquí y ahora está!

—¡Me había alarmado, caramba!

Celebrando la ocurrencia de Baldomero se repitió la presentación de loshuéspedes y el grupo se dirigió hacia el gran break de la estancia quese encontraba al otro extremo del andén.

Al recorrer éste, Melchor fue objeto de las más afectuosasdemostraciones:

—¡Don Melchor! ¡cuánto gusto!...

—¡Don Melchor!... ¡qué alegría!...

—¡Don Melchor!... ¿cómo le va?...

Y no pasó por el lado de alguna persona sin provocar exclamacionesanálogas a las que invariablemente respondía dando la mano y con frasesamables.

—¡Qué popularidad tienes aquí!—le dijo Lorenzo.

—¿Y dónde no?...—le interrumpió Baldomero,—si donde está D. Melchorestá la fiesta... está la risa... ¡Si es como una gran alegría que andapaseando!

Hipólito, que marchaba respetuosamente detrás del grupo, se adelantó alllegar al extremo del andén pidiendo órdenes a Melchor:

—¿Van a dar una vuelta, D. Melchor?... ¿o van al hotel?...

—¿Qué opinan ustedes?

—Iremos a lavarnos—dijo Ricardo.

—Me parece bien—agregó Lorenzo,—es muy temprano para pasear.

—¡Perfectamente! vamos al hotel... vamos a pie... es cerca...

allí,¿ven?—dijo señalando con la mano y agregó, dirigiéndose aHipólito:—Espéranos allá.

—Ché, Hipólito—le dijo Baldomero.—Y llévame de paso el

«azulejo».

El grupo se dirigió al hotel y a poco andar le interceptó el paso unpilluelo que con la mano tendida dijo a Melchor por todo saludo:

—Don Melchor... me da «una... moneditas»?

Baldomero levantó en alto el rebenque de gruesa y ancha lonja, diciendoal pilluelo:

—¡Salí de aquí, muchacho!

*

* *

—Vea, Garona, tiene que preparar una buena comidita para don Melchor yesos mozos, ¿sabe?—decía Baldomero al dueño de casa, casa queaventajaba sin duda a la más surtida y completa de las de la mismacapital, pues era hotel, tienda, ferretería, almacén, bar y... ¡botica!todo junto, bajo la conspicua dirección de su dueño, Saverio Garona,italiano gordo y bonachón que usaba alpargatas y chambergo.

—«No» pierda cuidado, don Baldomero.

—Hágales un buen asado de costillas con ensalada.

—¿De pepino?

—¿De pepinos, dice?... mejor de lechuga... y unos pollos...

pero quesean gordos...

—¿Y de empezar?...

—¿Es fresca esa ternera fiambre que he visto en el mostrador?

—Fresca... fresca... fresca... es fresca...

—Bueno, eso no, amigo Garona... pero usted sabe tener tallarines...

—Hay de casualidá...

—Ya está... ¡les pone una tallarinada!—dijo Baldomero riendobondadosamente, al dar un puntazo con el cabo del rebenque en elabultado abdomen de Garona.

—¡No sea juguetón!... y diga: ¿de postre?

—¿Qué les va a poner?

—Tengo lindo durazno en conserva.

—¡Convenido! y ponga guayaba también y... ¡ya sabe!...

¿eh?... esto esmío... no vaya a recibirle a don Melchor.

—¡«No» pierda cuidado!

Cuando Baldomero regresó a unirse con los viajeros, éstos habíanterminado la operación de lavarse y de telegrafiar a las familias y seencontraban rodeados de amigos de Melchor que le acribillaban acumplimientos y a preguntas.

—¡Caballeros!—exclamó Baldomero—los que quieran noticias pueden ir altelégrafo... estos señores vienen a divertirse y no a contar cuentos.

—Estamos muy entretenidos, conversando.

—¡Ah!... ¡don Melchor!... ya tuvo una excusa—repuso Baldomero, yagregó:—¡Este don Melchor tiene más aguante que la máquina del tren!...¡Capaz de oírlos toda la noche!...

—¡Miren quién habla!—dijo un viejo paisano que tenía entre todos elalto prestigio de haber sido justiciero juez de paz,—

cuando don Luna seagacha a conversar es cosa de pedir pieza con cama. ¡Si tiene más músicaque un órgano!...

—Y cuando usted habla, viejo, ¿qué hay que hacer?...

¡irse!...—dijoBaldomero riendo estrepitosamente, y agregó:—

¡Vamos, don Melchor, a daruna vuelta... vamos!...

—Bueno, vamos... será hasta luego.

—Hasta cuando usted mande—contestó el viejo por todos, y agregóseñalando a Baldomero con una guiñada picaresca;—Y

no se olvide, donMelchor: le recomiendo que me lo atienda... al recomendao.

—¡Yo te he de dar!... viejo pícaro—dijo cariñosamente Baldomero.

—¡Disculpas!—le replicó el viejo riendo y agregó:—...Por tratarme devos... ¡confianzudo el mocito!...

—Simpático, el viejo, ¿eh?—dijo Lorenzo al subir al break.

—¡Y diablo!—le contestó Baldomero,—él sabe darse maña para arreglarcualquier enredo dejando contento a todos.

—¿Debe ser muy viejo, no?

—¡Viejísimo! señor, si cuando yo vine aquí, al campo de los

«Astules» y¡mire que hace años! ya era viejo blanco en canas...

Y don Melchor,¿para dónde agarramos?

—¿Iremos hasta el arroyo?

—¡Queda lejos! ¿No quiere ir más bien a tomar un mate con donCasiano?... Así estos señores conocerán algo bueno... ¡Viera cómo se hapuesto la Pampita!

—¡Cómo no! ¡vamos!

—A lo de don Casiano... ¡ché, Hipólito!

Este, que se encontraba en su puesto esperando órdenes, volvió la cabezay preguntó:

—¿Aquí a la casa?

—No, a la chacra... están en la chacra...

—¡Jiú!...—moduló Hipólito interjectivamente y los caballos partieronguiados al parecer por un cadenero mosquiador que llevaba, por lujo, uncascabel en la hociquera y ante cuyo empuje podía decirse también que«se iba ensanchando» Trenque Lauquen.

La chacra de don Casiano Contreras, situada en el límite del ejido,tenía excepcional fama en el pago y de tal modo imperaba su prestigiosoatractivo que hasta los mismos caballos al dirigirse hacia ella,parecían que trotaban con más firme y decidido empuje; pero, ¿quéraro?... si era fama que los pájaros más cantores la preferían para susnidos, que las rosas se ponían en ella más rosadas y las violetas máshumildes y los sauces más llorones, y los álamos más rectos. ¡Y quehasta los malevos, cuando pasaban de largo por sus tranqueras, sentíanansias de hacerse buenos!

¡De tal modo era intensa la esplendorosa irradiación de la

«Pampita»...!

—Parece que está pesado el camino—dijo Lorenzo.

—Este pedazo está feo—le contestó Baldomero,—antes sabía haber unpantano aquí; pero don Casiano lo está arreglando.

—¡Jiu!...¡ Jiú!...—repetía Hipólito sin sacar el látigo de la latigeray el break continuaba su marcha, por entre aquel gran silenciointerrumpido sólo por el vibrante arpegio de algún pájaro o el sonardel cascabel cada vez que escarceaba, el cadenero.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

. . . . . .

—Quieto, Baldomero—dijo Melchor,—deje que la abra este pueblero: aver, Ricardo, una gauchada.

—Vaya una gran dificultad—repuso éste bajando del break y dirigiéndosea abrir la tranquera, ante la que se había detenido.

Así lo hizo; el break pasó y se detuvo nuevamente.

—¿La cierro?—preguntó Ricardo, provocando una leve sonrisa deHipólito.

—Es mejor cerrarla, sí, señor—le contestó Baldomero al mismo tiempoque Melchor exclamaba:

—¡Qué pregunta!... ¡Chambón!...

El break entró en la chacra ascendiendo la pendiente del camino que dabaacceso a la casa, en cuyo corredor estaba don Casiano que, alreconocerlo a la distancia, dijo a la Pampita: Son los Astules... tomá el mate, hijita—y se dirigió al encuentro delcarruaje, que ascendía penosamente el final empinado de la cuesta.

—¡Jiú!... ¡jiú!... ¡jiú!...

—Torcé a la derecha, Hipólito—gritó don Casiano,—¡por ahí!...¡detrás de las casuarinas!... es más liviano.

Así lo hizo el cochero tomando el nuevo camino que se le indicaba y queacababa de trazar don Casiano, para facilitar el acceso a la casaedificada en la cumbre de una pequeña lomada.

Descendieron

los

paseantes

y

luego

de

efusivas

demostraciones les dijodon Casiano:

—Pasen... pasen, caballeros... aquí está más fresco... tomen asiento.

—Qué hermosa chacra tiene usted, señor—dijo Lorenzo,—qué hermososárboles.

—Sí, señor, si algo vale es por eso... tiene árboles hechos ya...

lachacrita vale por vieja, señor, al revés de las personas.

—Yo he pensado siempre lo contrario, señor; los hombres jóvenes sivalen es por lo que prometen para cuando sean viejos.

—Pero los viejos no prometen nada, señor, y en la vida hay que prometersiempre... para valer algo... ¡aunque después no se de nada!—contestódon Casiano, riéndose.

—Es que ellos han dado y siguen dando.

—¡Consejos!... que no se cumplen—le interrumpió a Lorenzo don Casiano,agregando:—y, ¿qué van a tomar los señores?...

¿Querrán leche reciénordeñada?... ¿o un matecito?...

—Usted estaba «mateando», don Casiano—le dijo Melchor.

—Seguiremos... si ustedes gustan—contestó levantándose y aproximándosea una ventana, en la que, alzando la voz, dijo:—

Pampita, trae mate,hijita.

—Hemos venido a molestar, señor.

—¡No, señor!... ¿y por mucho tiempo?

—Es verdad pensamos pasar aquí una temporada.

—Dos o tres meses—agregó Ricardo.

—¿Tanto tiempo? Vendrán por algún quehacer.

—¡No, don Casiano!—dijo Melchor,—¿sabe por qué vienen?... míreles lascaras... ¡vienen a curarse!...

—En verdad, que no parecen muy enfermos.

—Son bromas de Melchor, señor—dijo Ricardo.

—¿Bromas?... ¿A que digo «de qué» estás enfermo?... ¿Digo?

—¡Pero esta muchacha que no viene!—exclamó el viejo, más que nada porcambiar de conversación y aproximándose de nuevo a la ventana,dijo:—¡Pampita! ¿y el mate?

—¡Voy, tata!

*

* *

—¡Divina!—pensaron simultáneamente Lorenzo y Ricardo al aparecer laPampita, a quien fueron presentados por Melchor y de quien recibieron unsaludo despojado de toda afectación.

—¿Y el mate, hijita?

—Ahí lo trae el «ñato», tata—repuso ella tomando una silla ysentándose con la majestad de una reina y la sencillez de una niña.

En efecto, el mate llegó en manos del «ñato», muchacho de quince años,poseedor de una «superlativa» nariz ciranesca, que dio motivo a Lorenzopara romper el silencio de estupor que siguió a la deslumbranteaparición de la Pampita.

—Creo que estoy, señorita, en la chacra de los contrastes.

—¿Por qué, señor?—repuso ella envolviéndole en una verdaderairradiación de sus inmensos ojos verdes, circundados de largas y crespaspestañas negras.

Cuando Lorenzo se encontró con la mirada de la Pampita; cuando

vioaquellos

dos

ojos

inteligentes,

apacibles,

escudriñadores y profundoscomo jamás habría creído encontrar; cuando vio que ella le miraba, creyóque había cometido una inconveniencia, una falta, una descortesíaobligándola a mover aquellos ojos y a desplegar aquellos labios...

—Me ha parecido oír el apodo del cebador de mate.

—Es verdad—repuso ella sonriendo afablemente y dejando ver unosdientes que no podían estar sin burla en otra boca, ni pertenecer sindesdoro a otra dueña; tanto eran de perfectos. Yo pensaba lo mismo queLorenzo, señorita; estamos sin duda en la chacra de los contrastes.

—¿Lo dice usted por el «ñato»?

—Así es—le contestó Ricardo, abrumado de emoción ante aquel portentode suprema belleza, de insuperable dignidad, de extraordinario candor.

—Estaremos entonces en la chacra del contraste—dijo ella con la mayoringenuidad.

—Entiendo que tenemos el honor de hablar con la Pampita—

repuso Lorenzoacentuando esta palabra.

—No sé por qué el honor—contestó ella, estableciendo así la propiedaddel apodo.

—Eso lo discutiremos después.

—Ni veo qué tenga esto que ver con esos contrastes a que ustedes serefieren.

—Lo que nosotros no vemos es la razón para llamar a usted

«Pampita».

—Muy justa: ¡sí lo soy! yo he nacido aquí... en plena Pampa, y desdechica me dicen así.

—¿Sabe, Pampita, por qué le dicen todo eso?—le dijo Melchor y sinesperar la respuesta continuó:—Porque en Buenos Aires, «pampita» seentiende por «indiecita» ¡y como usted no les parece «tan india»... quedigamos!

—¡Ah!—contestó ella rápidamente,—¿entonces en Buenos Aires laspalabras se entienden de distinto modo que aquí?

Los tres viajeros se miraron como interrogándose sobre el alcance deaquella observación y cuando se disponían a contestarla dijo donCasiano:

—Hijita, ya que estos señores no gustan mate, ¿por qué no les muestrasel jardín?... y les juntas unas florcitas, para que lleven.

—Si ustedes lo desean...

—Sí, ché, vayan—les dijo Melchor,—mientras mateamos nosotros con donCasiano.

—Por aquí—les dijo ella señalándoles un camino de paraísos y los dosamigos siguieron la indicación bajo la influencia irresistible de aquelgesto de sencilla majestad.

Sin poder evitarlo los dos pensaban lo mismo, ante aquella criaturaexcepcional de belleza y de cultura: ¿Cómo ha alcanzado este grado devisible educación?—se preguntaban y como para confirmar una sospecha ledijo Ricardo:

—¿Usted ha estado mucho tiempo en Buenos Aires, señorita?

—¡Pero, señor! si hubiera estado sabría el significado que allí se da alas palabras que usamos aquí.

—Bien podría, señorita, haber estado y no conocer el de todas laspalabras—replicó Lorenzo ligeramente turbado.

—¿Ignoraría, señor, el de mi propio nombre?...—repuso riendo sinofender, riendo como si supiera que toda idea de agraviar se anularía enella por el prestigio avasallador de sus encantos, compulsados más en laexpresión y la palabra ajena que en su propio espejo.

Antes de que Ricardo encontrara la fórmula de una respuesta presentable,la Pampita tuvo la amabilidad de decirle:

—¿Podría preguntar, sin indiscreción, por qué me ha hecho usted esapregunta?

—...Porque... me parecía haberla visto allá...

—¿Cuándo?...

¡«Cuándo»! repitió para sí Lorenzo, pensando al mismo tiempo: «¡quépreguntas formula esta muchacha!...»

—Es difícil, señorita, fijar la fecha de una reminiscencia.

—Más difícil es ser franco—repuso ella entre el asombro de sus dosacompañantes.

—Yo lo soy siempre que es necesario.

—Quiere decir que en este caso no lo considera usted necesario, señor.

—¿Y en qué consistiría mi falta de franqueza, señorita?—dijo Ricardoenvolviendo a Lorenzo en una mirada que parecía decir:

«¡Ayúdame!», o«déjanos solos».

—¿En qué?... ¡Y usted me lo pregunta!...—dijo riendo sonoramente laPampita.

—¡Sí!... ¡Yo!...—repuso Ricardo con la voz trémula.

—Pues en no confesar que creyó usted encontrarse con una pampita...legítima... inculta; y al oírme hablar no ha podido menos que pensarque, necesariamente, debo haber sido educada en Buenos Aires... ¡Aquítambién hay, señor, quienes enseñan a leer... y hay libros... nocrea!...

—¿Usted lee mucho?—le preguntó Ricardo, visiblemente confundido.

—No cambie de conversación; ¡si no hablábamos de eso! ¿no es verdad,señor?—repuso ella dirigiéndose a Lorenzo.

—Aunque no fuera así, no la desmentiría, señorita.

—¿Tampoco usted es capaz de ser franco?

—Ya ve si lo sooy; le confieso lo que haría, con toda franqueza.

—Me doy por vencida: cerremos el capítulo. Voy a juntarles unas flores.

—Acaso es tarde ya, señorita—dijo Ricardo.

—¡No!—le interrumpió vivamente ella.—¡No! Si no voy a darles o ajuntarles todas las flores del jardín...

—¡Ni lo hemos podido pensar!—contestó Ricardo sonriendo y en el mismotono.

—A mí me basta con una sola flor, señorita, que usted me dé...

la queusted prefiera...

—¡Ah, señor! yo no tengo preferencias tratándose de flores; las quieroa todas igualmente.

—¿Y cuando no se trata de flores?—le dijo Ricardo, bajando un poco eltono de la voz.

—¿Y de qué?... ¿de pájaros?... ¡Me pasa lo mismo!

—¿Y si se tratara de personas?—insistió Ricardo, más subyugado cadavez por la Pampita. Exceptuando a mi padre y a mi hermana...