Transfusión by Enrique de Vedia - HTML preview

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—No he dicho que ustedes hagan aburrido el tema, sino que lo es en símismo.

—¿Por qué?

—Porque hablarán todo el día y todo el mes sin arribar a nada.

—¡Quién sabe!...

—Sí, ché... Lorenzo tiene razón; entre un materialista y unespiritualista como tú...

—O como tú...

—¿Cómo yo?

—¡Como tú y como todos! Yo sé que «viste mucho» eso de darse afilosofías spencerianas y diferir con los pobres de espíritu que creemosen Dios y sostener que descendemos del mono—

aunque no sepamos de dóndedesciende el mono,—y aunque se acabe por llamar al confesor en cuantoaparecen viruelas.

—Será así; yo me quedo con mis ideas evolucionistas.

—¡Pero tu evolucionismo necesita un punto de partida, una base deevolución, un átomo de vida!

—Perfectamente.

—¡Y bien: ahí, ahí está Dios!

—¿Tan chiquito es Dios?

—Tan chiquito para caber en el átomo como grande para llenar elUniverso.

—¿También está en todo el Universo?

—¡Bah! Contigo no se puede discutir esto porque haces broma, comosocorrido recurso de impotencia, desde que en lo íntimo tú eres tancreyente y tan cristiano como yo.

—¡Qué voy a ser!

—¡Eres! y eres porque es tu madre, en cuyo seno has bebido estas ideasy en cuyo hogar se cree en Dios y se observan los principios de la moralcristiana que tú mismo practicas a cada rato.

—Eso es cuestión de educación.

—Sí, en cuanto a la moral que observamos; pero ello nada tiene que vercon nuestros sentimientos religiosos.

—Que yo no tengo.

—Mira: no hay, no ha habido ni habrá jamás un ser humano que no sientaa Dios en su conciencia y en su pensamiento, mientras tenga una y otro.No hago cuestión de nombre; Dios; el sol; el buey Apis; la cabra deMéndez; el budhismo; el mahometismo; el cristianismo; el animismo, etc.,todo eso representa a un mismo sentimiento, porque responde a una mismaimpresión, y si nos es dado elegir, ¿cuál de todas las religiones delmundo nos ofrece una moral más sana, más fecunda, más generosa quenuestra moral cristiana en la fe de Dios?

Lorenzo escuchaba el diálogo de Melchor y Ricardo mientras observaba elcampo con la cabeza apoyada en la mano derecha, y al escuchar lasúltimas palabras de Melchor se volvió hacia éste, diciéndole:

—¡Pareces un apóstol en pleno paganismo!

—Bien puede haber de las dos cosas—replicó Melchor,—y más que fecundome resultaría este viaje si él me hubiera de servir para convertir austedes.

—¡Qué empeño!...

—Muy explicable, por todo concepto; porque, ante todo, de algo hemos dehablar para entretener el viaje, y en vez de discutir sobre modas, eltema religioso puede darnos base para que ustedes tengan algo de lo queles falta.

—Lo que a mí me falta no me lo dará la religión—dijo Ricardo.

—Por lo pronto te ha dado tema para hablar con más vivacidad de la quete es habitual.

—Lo mismo pasaría si habláramos de modas.

—¡No, ché, Ricardo, por favor! No hablemos de modas por más que sea eltema predilecto de los hombres de... la actualidad.

—Eso es cierto—dijo Lorenzo,—más de una vez lo he comprobado.

—Yo lo he comprobado cuantas veces he visto reunidos media docena decaballeros y de damas.

—No diré tanto; pero es frecuente...

—¡Es fatal! en las reuniones de hoy se juega o se habla tonteras; yo nome he encontrado en ninguna reunión en que no se haga una de estas dosimbecilidades.

—Tú exageras demasiado, Melchor: hay sin duda en nuestro ambientesocial mucha superficialidad, pero hay muchos estudiosos y no escaseanlos centros realmente intelectuales.

—¡No los he visto!... Yo suelo visitar a nuestras relaciones—y tú lasconoces, Lorenzo,—sin encontrar jamás, así: ¡jamás! nada que no sea un«poker armado» o una acalorada discusión, entre damas y caballeros,sobre el costo del sombrero de fulanita;

¡pero, hombre! sin ir máslejos: la otra noche fui a lo de Méndez,

¿sabes? a lo de misia Edelmira,porque era día de recibir. Estaba Pereyra con su mujer, el doctor Genercon la suya, el diputado Targe, el senador Ramírez con la señora—y ¡quélinda estaba!...—Eguina...

las

dos

muchachas

de

Gori—

¡dosbagres!...—y no me acuerdo quiénes más, ¡pues no se habló más que desombreros y de yeguas!

—¿De yeguas?...

—¡De yeguas, ché! porque, según pude entender, la «Nona», que es laseñora de «Pepito», había vendido a «Toto», que es el marido de la«Beba», una yegua del coche, en cuatrocientos pesos, que había invertidoen comprar un «modelo».

—¿Qué es lo que dices?

—¡Lo que oyes, Lorenzo!, porque has de haber observado que hoy es modaen sociedad designar a las personas por el apodo o por el nombre, y nopor el apellido, y menos por el título; y así es de mal gusto hablar del«doctor García» cuando se le puede designar por su nombre de pila:Claudio, o por el sobrenombre, lo que es más distinguido: el «Nene», porejemplo.

—¡Qué ridiculez!

—¡Y cuando el «Nene» resulta un hombre del alto de esa puerta, y convarios nenes de verdad a la cola!

—¿Y lo del modelo?

—¿Pero cómo?... ¿Qué, no sabes, Lorenzo?... ¡Ah!... yo aquella nocheaprendí eso y mucho más: un «modelo» es un sombrero de señora traído deParís para hacer otros iguales; pero que jamás valen lo que aquél ysegún parece la «Nona» estaba loca por comprar uno que había visto; ycomo «Pepito» (¡Pepito es decano de la Facultad!) no le daba loscuatrocientos pesos que costaba, la «Nona» le vendió a «Toto», conpermiso de la

«Beba», una de las yeguas del coche.

—¡Cuánto disparate!...

—Pues esos disparates fueron el tema de conversación durante toda lareunión, siendo de advertir que los más eruditos mantenedores fueronlos caballeros... y esto es lo común... tratar temas de esa clase... ojugar un «pocarcito»...

—Ese juego se ha divulgado mucho realmente—dijo Lorenzo.

—¡Y entre qué gente! Casi no hay casa donde no se jueguen partiditasfamiliares, ché... a cinco pesos la caja, no más; ¡pero...

con cada«metejón»!...

—¿Qué ciudad es esta a que vamos llegando?

—¿Esto?... esto... es Mercedes—repuso Melchor,—aquí podremos bajar unmomento para estirar las piernas.

*

* *

—Y en serio, Melchor, ¿habrías ido en la máquina?

—¡Ya lo creo!... No sólo porque en ella se goza de un espectáculo milveces más hermoso que desde esta ventanilla, sino porque habríaconversado con el maquinista, en grande.

—¡Yo no me explico, che, Lorenzo, estos gustos de Melchor!...

¡estasexcentricidades!...

¡Conversar

con

el

maquinista!...

—Asómbrate cuanto quieras; pero confiesa que sin motivo fundado.

—¿Cómo sin motivo?... ¿De qué te puede servir semejante compañía?

—Es claro que el maquinista no me informará sobre el estado derelaciones entre el Japón y los Estados Unidos, en las que, por otraparte, no me intereso, porque no me importa; pero a mí me complace muchoestar con los tipos que me son simpáticos y de todos los hombres detrabajo ninguno lo es tanto para mí como el maquinista de ferrocarril.

—¡Puede ser!...

—Sí, Ricardo, lo es. Tú, como muchos, no concibes que haya interés másque en tus iguales: para ti los del Jockey o los del Círculo... fuera deeso... nadie vale nada.

—Por lo pronto, hace más de un año que no voy al club.

—No irás, Ricardo, por cualquier razón; pero no por frecuentar a gentede otra clase.

—¿Y qué? ¿Supones que deje de ir al Círculo por visitar a los señoresmaquinistas?...

—No digo eso, pero aun asimismo... si fuéramos a compulsar enseñanzasacaso los maquinistas—¡y como ellos tantos otros!—

no sacaran la peorparte...

—¡No digas barbaridades!...

—¡Si no las digo!... Las mejores enseñanzas que yo he recogido no lasrecibí frecuentando a esas personas de que hablamos hace un momento yque sólo tramitan chismografía social, sino de buenas gentes que ignorantodo eso, pero que viven la vida intensamente. En la estancia van aconocer ustedes a Baldomero, el capataz, un tipo genuinamente criollo,que ha tenido sus contrastes y sus desgracias, pero que es amable yjovial en todos los casos y que al preguntarle una vez: «¿Cómo le va,Baldomero?...» me contestó así: «Aquí vamos, don Melchor, tragandoamargo y escupiendo dulce.»

—¡Qué hermoso!—dijo Lorenzo.

—¡Admirable! ché: fíjate bien en toda la filosofía de esa fórmula tansencilla puesta en boca de un hombre de campo que en medio de suscontrariedades comprende que debe ser amable con quienes no tienen laculpa de ellas y lo expresa así:

«¡tragando amargo y escupiendo dulce!»

—Es en bruto el concepto de Víctor Hugo... ¿te acuerdas?... en la«Oración por todos»...—dijo Lorenzo,—cuando al hablarle de la madredice a su hija; más o menos, no me acuerdo bien: «que haciendo dosporciones de la vida, bebió el acíbar y te dio la miel».

—¡Eso es!... Con una diferencia para mí: que en un caso hay un versode «Víctor Hugo»... y en el otro la expresión sincera de un hombre decorazón.

—¿Y qué tiene que ver todo eso con los señores maquinistas?—dijoRicardo burlescamente.

—¡Que es frecuente encontrar en gente de baja condición socialconceptos y formas que impresionan más que el mejor precepto editado porel más campanudo moralista!

—También con una diferencia, Melchor.

—¿Cuál?

—Que esos tipos dan, si acaso, un buen consejo cada cien años, mientrasque en un buen texto de moral encuentras cien preceptos por página.

—La razón está en que esos tratadistas son acopiadores de máximas quereeditan modernizándolas, mientras que nadie se ocupa en coleccionar lasque a millares circulan entre nuestra gente de pueblo.

—¡A millares!...

—Como suena, y si no, fíjate en la forma con que el maquinista que noslleva contestó a mi saludo cuando le pregunté: «¿cómo le va, amigo?»...«Bien, por lo conforme»—

me dijo.

—¡No veo motivo para maravillarse por eso!

—¡Cómo lo has de ver, Ricardo, si tú has demostrado mil veces que eresincapaz de conformarte con tu suerte y hasta has pensado en que tu vidadebía concluir el día en que una tontuela casquivana te dijo que no ledaba la gana de quererte. A eso conduce el desprecio por todo lo que noesté a la altura de nuestro nivel circunvecino; a eso conduce la fielobservancia de ideas que nos inculca la vanidad, la petulancia y elespejismo social, tras del que vamos como locos, fascinados por idealesquiméricos o absurdos, mientras la verdadera filosofía, la del pueblo,la del buen pueblo manso, trabajador y resignado, ¡es despreciada por suorigen «bajo»! ¡ése es el resultado de los que prefieren el libro conlujosa encuademación!... por ahí se empieza o por ahí se acaba—lo quees peor,—porque suele marcar el último tramo de una verdaderaperversión en las ideas que regulan nuestra manera de ser—y enoposición al criterio con que se le enseñó al maquinista a sentirsebien, «por lo conforme», se te ha taladrado los oídos con un grito ruiny perverso que me parece estar oyendo: «es necesario no conformarse coneso»: y así has vivido tú, y tú también, ¡y todos!

torturándose en laestúpida ambición de ambiciones nuevas.

—¿Y acaso tú no las tienes?

—¡Si yo no creo que la fórmula definitiva de nuestra perfectibilidadconsista en no tenerlas, sino en restringirlas sensatamente, hastaponerlas dentro de los límites de nuestro destino o de nuestracapacidad, habituándonos a resignarse con esto! De lo contrario, surgenlos delitos, y los más de los crímenes; de cada mil robos uno se harápor necesidad, los demás, ¡por ambiciones incontenibles!

—¡Qué buena marcha llevamos!

—Ya ves, Lorenzo, con esta velocidad vamos doscientos o trescientospasajeros, más o menos acaudalados... felices... de alta posiciónsocial... de gran porvenir muchos... en manos del maquinista, que actúabajo una sola y tenaz preocupación: velar por nuestra vida. Unmovimiento de despecho, de envidia ruin—

si cupiera en su alma fuerte ysana,—bastaría para concluir con todos nosotros.

—¡Y con él!—interrumpió Ricardo.

—A él le bastaría con bajarse y dejar a la máquina en libertad.Seguramente iríamos a darnos cuenta al otro mundo, si no se repetía elcaso de un maquinista que en esta misma vía y sabiendo que se habíaescapado un tren de pasajeros, lo esperó subido al depósito de agua dela estación en que se encontraba,

«con licencia», y al pasar el tren searrojó al ténder, en el que por la violencia del choque se rompió lasdos piernas y así, arrastrándose penosamente, llegó hasta la palanca dela máquina, paró al tren y salvó la vida de todos los pasajeros.

—¡Lo haría pensando en la recompensa!—dijo Ricardo.

—¡Vaya un elogio!... Lo hizo porque era maquinista de ferrocarril... ¡ynada más! Con ese criterio la acción más noble y generosa resultadespreciable y lo mismo podrías pensar de otro maquinista que, al entrarcon un tren rápido entre las quintas de Flores, vio un pequeño bulto enla vía, que a la distancia le pareció un perro; pero cuando estuvo casiencima, a pocos metros, vio que era una criatura, y sin tiempo materialpara parar la máquina pasó en dos brincos hasta el miriñaque y al llegara la niñita, la levantó en alto con una mano, salvándola de una muertesegura.

—Ché, Lorenzo: ¿qué te parece la imaginación de Melchor?...

—¡Imaginación!... En los archivos de esta empresa están losantecedentes de estos dos casos y de muchos análogos. Si dudas, anda apreguntar.

—¡No me da tan fuerte!

—Te lo aconsejo, porque dudas; no porque me importe que no creas, desdeque es verdad.

—¡Es cuando fastidia más no ser creído!

—¡Estás equivocadísimo! El que se fastidia de que no le crean, es,generalmente, el que miente. El que dice la verdad no se encona conquien no le cree; cuando más, lo compadece...

*

* *

—Por lo que se ve, Chivilcoy debe ser una de las ciudades másimportantes de la provincia—dijo Ricardo.

—Así

es—contestó

Lorenzo,—y

ha

prosperado

extraordinariamente.

—¿Qué población tiene?

—Cerca de treinta mil habitantes.

—¿Tanto, eh?... Y Melchor, ¿dónde está?

—Me dijo que ya venía... Aquí viene.

—Fui a hacer un telegrama—dijo Melchor, respondiendo a Ricardo.

—¿Un telegrama?... ¿a quién?

—Menos averigua Dios, y perdona... ¿Subamos?

Instalados en sus asientos y de nuevo en marcha, Ricardo no pudoreprimir su curiosidad e insistió en su pregunta:

—Y al fin, ¿a quién telegrafiaste?

—¡Qué curiosidad!

—¿Es un secreto tan grande?

—¡No, hombre!... Hice un telegrama que había prometido a Clota.

La fisonomía de Ricardo se nubló intensamente, y aun cuando las sombrasde su espíritu no hubieran asomado al semblante, su repentino silenciolas habría delatado.

Los tres amigos permanecieron callados un largo rato, en aparenteobservación del paisaje, pero, en realidad, absortos en pensamientos máso menos torcedores.

Melchor había advertido el cambio brusco producido en Ricardo, al mismotiempo que observaba en Lorenzo uno de esos aplanamientos propios de suestado de ánimo y que tan hondamente lo preocupaban; en el espíritu deRicardo, como en la naturaleza, las sombras se habían ennegrecido antela luz, y la idea de aquel telegrama, de aquel mensaje de amor y defelicidad, irradiaba en su imaginación como un lampo de luz obnubilante.

Por su parte, Lorenzo pretendía meditar sobre su estado mental, luchandosin éxito con la incoherencia de sus ideas, en uno de esos curiososestados de conciencia en que la voluntad parece desmayar a cada impulsoy en que sólo se destaca nítido y claro el falso convencimiento de unaenfermedad imaginaria.

Él quería pensar en las ulterioridades del viaje que realizaba, en laposibilidad de reaccionar sobre un estado enfermizo, que, en realidad,no existía; pero vagas visiones de la infancia se superponíanconfusamente en su imaginación y al considerarlas fijadas en su memoria,el recuerdo de sus íntimos surgía mezclado con extravagancias decarácter sociológico o con problemas de política internacional, paraconcluir pensando que todo su mal radicaba en el estómago, y que sipudiera respirar bien, la circulación se haría cumplidamente y sucerebro volvería a la plenitud de su perdida energía mental.

En estas situaciones Lorenzo arribaba al convencimiento de ser víctimade un mal incurable, a cuyo lento trabajo de destrucción debía asistirresignadamente «hasta que me llegue la hora de morir del todo», pensaba.

Bajo el imperio de esta obsesión había leído mucho y preguntado más,para confirmar el convencimiento de poseer en cada caso el cuadrosintomatológico de toda enfermedad, y era, entretanto, un organismo sanoy preparado para vivir a base de una discreta metodización de lasenergías físicas e intelectuales, que había disipado con laincontinencia propia de la edad y del enorme caudal que poseía.

Melchor veía en el semblante de Lorenzo y en la vaguedad melancólica desu mirada, el reflejo de lo que pasaba por su espíritu; pero esta vez leatribulaba menos, porque el asentimiento obtenido de él para hacer elviaje que realizaban y permanecer en el campo algún tiempo, lo habíaconsiderado fundadamente como un gran paso hacia su curación, en la queestaba leal, sincera, hondamente interesado.

—¿En qué piensas?—le preguntó, golpeándole afablemente con la palma dela mano en la rodilla.

—¡Psh!... ¡En tantas cosas!...

—¿En muchas?...

—En muchas...

—¿Alegres?

—Si fuera como tú...

—¡Qué modelito! ¿eh? pues imitarlo: ¡no vayas a creer que con laspersonas ocurre lo que con los sombreros de señora!...

¡no!

—Precisamente, Melchor; tú eres un modelo que todos estimamos en lo quevale; pero si yo pretendiera imitarte resultaría un mamarracho.

—¡Modestia... ché... modestia! Los hombres podemos y debemos imitarnos.Yo podría ser igual a ti o a Ricardo, pero no me conviene... en cambio,¿a ti te conviene ser como yo?... ¡pues me imitas!

—Eso equivale a poner un changador fornido frente a un ser enteco ydecir a éste: ¡imítalo!... levanta los pesos que aquél...

—¡Es muy distinto, Lorenzo!... Y aun asimismo, a fuerza de ejercicioperseverante y metódico, el enteco puede llegar a imitar al changador;pero en cambio tú no me negarás que el hombre más sucio y desidioso desu persona puede reaccionar y ponerse, en una hora, a la altura del máshigiénico y acicalado... ¿no es verdad?... todo es cuestión de jabón...¡mucho jabón!... y agua en abundancia.

—¡En ese caso, es claro! pero dile a una madre que no llore la muertede su hijo... ¡Anda! ¡dile que ría!...—dijo Ricardo.

—¡Me guardaré muy bien!

—¡Bueno, pues!—agregó Lorenzo.

—No, me guardaré muy bien, porque ello iría contra la energía moralembotada momentáneamente por el dolor y porque es necesario, dulcementenecesario llorar al hijo muerto; pero ninguna madre se ha pasado la vidallorando la muerte de un hijo... se llora durante algún tiempo... más omenos largo... pero al fin vuelve el equilibrio moral... llega laresignación... la conformidad... el hábito, te diría, y gradualmente sevuelve a la vida... se vuelve... ¡se vuelve a la risa!... ¡Esta es laverdad en toda su crudeza!

—Sí; pero ésa es la obra del tiempo.

—¡En cambio, el individuo que pierde un ojo queda tuerto para siempre!

—No sé qué me quieres decir.

—Esto: que los más grandes dolores morales, el más grande de todos: elde una madre que pierde a un hijo, es transitorio... es casi fugaz... yque cuando todo nos enseña que todo es transitorio y deleznable, larazón nos obliga a rechazar la perdurabilidad de un estado moral que nosdaña... ¡y está en nosotros rechazarlo!...

no sólo por nuestra salud,sino porque vivimos rodeados de otros seres a quienes no debemosacongojar constantemente con el lamento de nuestras penas; porque estoes perverso y es cobarde, y es indigno de hombres como nosotros, quehemos nacido y crecido recibiendo beneficios y cariños y energías, denuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros amigos.

A medida que Melchor hablaba, dando a su voz acentos de inusitadavehemencia, Lorenzo experimentaba como un consuelo ternísimoescuchándole y deseando que continuara en su disertación, que inoculabaen su espíritu una extraña sensación de energías no sentidas. Nunca,como en aquel momento había experimentado Lorenzo y Ricardo como él, lainfluencia tonificante que Melchor les producía, nunca como en aquelmomento y realizando aquel viaje, se les había mostrado éste tan dignode ser imitado, y nunca habían sentido más candente el rubor de lapropia debilidad, puesta en alto relieve por la tenaz y vibrante prédicade Melchor, quien, advirtiendo el efecto que les producía, continuódiciendo:

—Yo no puedo pretender ofrecerme como un ejemplo de impecablediscreción; pero nunca he trasmitido a nadie ni la más mínimaparticipación en mis angustias ni en mis tristezas, que siempre han sidoconsecuencia de mis actos, y tengo—invocando la amistad a que apelabaRicardo hace un rato,—el derecho de reprocharles en cuantas ocasionesse me presenten, la inercia moral que ustedes revelan, que ustedescultivan. Así: «cultivan», como si fuera muy hermoso y muy dignoentregarse a todas las apatías y contaminar a cuantos nos rodean con lababa de nuestras tristezas o de nuestras preocupaciones, en vez delevantar el espíritu, por el propio esfuerzo, y simular, si esnecesario, una alegría que nos haga amables o cuando menos que no nosconvierta en motivo de pena para nuestros íntimos y para cuantos tenemosque frecuentar. Tú, tú, Lorenzo, deberías vivir riendo y cantando en tucasa, donde eres mimado e idolatrado hasta todos los extremos, y dondehas puesto una nota perversa de dolor infundado, desde el día en que tecreíste enfermo de un mal que no existe más que en tu imaginación y queno has combatido hasta hoy en ninguna forma eficaz. Yo puedo hablarlesasí porque, sin tener ni más inteligencia ni siquiera la ilustración deustedes, he cultivado la voluntad y me he aplicado a practicar lospreceptos que mil veces les he repetido, y que ustedes, con más caudalque yo, pueden hacer efectivos desde el momento en que se resuelvan. Mees duro hablarles así y sufro más yo diciéndoles estas cosas que ustedesmereciéndolas; pero hemos salido de Buenos Aires dejando ustedesvirtualmente una promesa, y yo me he encargado de que la cumplancontando con ustedes que al aceptar la idea de este viaje se ponían a miservicio; es decir, al de un propósito honesto y digno, en cuyaconsecución el mayor beneficio será para ustedes.

—Por mi parte—le interrumpió Ricardo—no he contraído con nadie laobligación de divertirles y si mi carácter es así la culpa no es mía.

—¡Tuya, y nada más que tuya! Por lo mismo que como Lorenzo has tenidoen tu casa cuanto has querido, el día en que alguien te negó algo tesentiste desgraciado. Tú eres víctima de tu propia felicidad, Ricardo.¡Vuélvete a ella!

—¡Esas son frases, Melchor, y nada más! Porque tú, como nadie, sabesque la desgracia se ha cebado en mí.

Al oír esto, Melchor prorrumpió en una carcajada, diciendo al subrayarcada sílaba:

—...Que la desgracia se ha cebado en ti... ¡esto es divino!...

—Ríe todo lo que quieras... eso es muy cómodo.

—Pero cómo no he de reírme, Ricardo, si todas tus desgracias caben bajoun mismo rótulo que inspira risa: «¡amores contrariados!»

Y volvió a reír estrepitosamente.

—¡Yo habría de verte si Clota te dejase por otro!—dijo Ricardocalculando herir en lo más hondo.

—¡Ya está!—prorrumpió vehementemente Melchor.—

¿Quieres que te diga loque sucedería?... pues bien, escucha: primero pensaría: es mentira.

—¡Ah! ¿Y si no fuera mentira?

—Pero espérate, ¡caramba! ¡déjame hablar! Cuando me convenciera de queClota me reemplazaba sin vuelta, ¡me daría un furor tremendo!... y ganasde matar al otro (jamás, en ningún caso, de matarme yo), y me pondríatriste después, muy triste durante dos o tres... horas—espérate, no meinterrumpas;—luego tomaría un coche; me iría a Palermo, vería allí unmundo de muchachas

jóvenes,

lindas,

dispuestas

todas

a

querermemucho—como que esas muchachas van buscando a quien querer, ¿eh?—peroyo no les haría caso, ese día, porque estaría muy triste; regresaría acasa, y como en casa nadie tendría la culpa de que Clota me hubieseolvidado por otro, diría al entrar en casa lo que un amigo mío encircunstancias análogas:

«ahora hay que reír» y entraría riéndome... mimadre conocería que mi risa era fingida; me preguntaría la causa, y comomi madre es mi madre, yo le diría: Clota me ha engañado; me mentía: seha comprometido con otro; y en seguida no más, abrazándola, agregaría:¡pero tú no me has mentido nunca! ¡tú me quieres siempre!... y apoyadoen el cariño de mi madre y feliz con él, esperaría la llegada de...

—¿De qué?...

—¡De otra Clota más constante!—dijo Melchor riendo, y agregó:—elmundo está lleno de Clotas, ché Ricardo; convéncete.

—Eso lo dices ahora.

—Ahora y siempre, porque mi tranquilidad, mi acción en la vida y mivida misma no pueden depender, ¡no deben depender!

de la volubilidad deuna muchacha ni de dos... y, por otra parte,

¿quieres nada más ridículo,nada más desairado, nada más cursi, que un hombre como nosotros,eternamente triste porque lo dejó una novia para casarse con otro conquien es «eternamente»

feliz?... ¡Adonde iríamos a parar!

—Según eso, la mujer no influye en el destino del hombre.

—¡Vaya si inf