Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Salieron por fin de allí y regresaron al centro por el mismo paseo.Estaba éste, como domingo, muy concurrido, pero aunque García ibabastante mal trajeado y contrastaba con la elegancia perfilada queostentaba siempre su amigo, éste no se avergonzaba poco ni mucho dellevarle a su lado: una buena cualidad que hay que reconocerle. Garcíala agradecía con todo el calor de su alma. No habían andado mucho cuandotropezaron con el gran poeta don Luis de Rojas, el amigo cariñoso y elmaestro venerado de Tristán. Era un viejecito pulcro, de faccionescorrectas y ojos vivos que gastaba perilla y bigote enteramente blancosya y el cabello cortado en media melena como tributo pagado a sugloriosa juventud romántica. Traía un nietecito de la mano que Tristánbesó y agasajó mientras García se apartó respetuosamente algunos pasos.Maestro y discípulo departieron con afecto unos momentos, y en la formacordial con que Rojas le abordó podía observarse que Tristán era supredilecto. Así lo había declarado en efecto el maestro francamente enel prólogo que puso al volumen de poesías titulado Engaños yDesengaños, publicado por nuestro joven el año anterior. Merced a esteprólogo, el libro había logrado una resonancia que no alcanzan deordinario las producciones de los poetas noveles.

—Adiós, Aldama—concluyó diciéndole y apretándole al mismo tiempo lamano—; que no falte usted el viernes. Hace dos o tres semanas que nole vemos.

Rojas recibía a sus amigos los viernes por la noche en su casa.

Era unatertulia casi exclusivamente de literatos donde predominaban losjóvenes.

Tristán, que le admiraba de corazón y estaba muy pagado de supredilección afectuosa, comenzó luego que se hubo emparejado con Garcíaa cantar sus alabanzas.

—¡Qué poeta, amigo mío! ¡Qué fantasía! ¡Qué vena fácil, armoniosa,fresca! Jamás se han escrito en español ni imagino que en idioma algunounos versos más melodiosos. Hasta en sus últimas composiciones, cuandoya no es más que un pobre viejo caduco, asoma en todas partes la garradel león. ¡Mira que La barca a pique es hermosa de veras...! ¡Hermosa,hermosa!

Y al paso que caminaban se puso a recitar con un poco de énfasis lasoctavas de aquella famosa composición del más famoso poeta español.García aprobaba con el gesto y con algunas palabras sueltas la bellezade la canción. «¡Grandioso en verdad! ¡Muy patético! ¡Qué pompa! ¡Quéornato...!»

Cuando Tristán terminó, caminaron algún tiempo en silencio.

De prontoGarcía se detiene y exclama en tono resuelto:

—¿Sabes lo que te digo, Tristán...? La barca a pique es una pieza derelevante mérito. La pompa es magnífica, muy patética y de muchoartificio... pero yo no cambiaría por ella tu Golpe de viento...

Tristán se puso rojo, no sabemos si de vergüenza o de placer; acaso deambas cosas a un tiempo.

—¡Hombre, por Dios, no desbarres!

—Yo no te diré que tenga tanto estro y tanto número. Rojas es únicopara el número en España... Pero prefiero la tuya porque tiene másvariedad de tropos...

—¡Por Dios, García!

—Lo dicho... Tiene más riqueza de tropos. De eso no hay quien meapee... Además, te lo diré francamente—añadió parándose y ahuecando lavoz—, no transijo, no puedo transigir con la metonimia que Rojas empleaen el quinto verso de la segunda octava. Es más que atrevida,disparatada. Eso de «las estrellas sus rayos esgrimiendo» podrá habercríticos que lo aprueben, no te lo niego, pero mi conciencia literariame impide en este punto emitir un dictamen favorable.

Tristán siguió protestando. García manifestó con creciente energía:

—Te lo digo y te lo repito. Me juzgaría indigno del título delicenciado en Filosofía y Letras y de inculcar en la inteligencia de misdiscípulos las primeras nociones de la Poética si no sostuviese que tucomposición ostenta mayor variedad de tropos que la de Rojas.

¿Qué iba a hacer Tristán en vista de esta decisión inquebrantable? Seresignó como es natural.

Y paso entre paso llegaron hasta el salón del Prado y subieron por lacalle del mismo nombre hasta el Ateneo. Allí se despidieron. García noera socio, no ciertamente por falta de ganas, sino de recursospecuniarios.

Columpiándose en una mecedora con un periódico en las manos hallóTristán a su amigo Núñez en una de las salitas de conversación de aquelcentro docente. Era hombre de treinta y cuatro a treinta y seis años: demás edad por lo tanto que nuestro joven; rubio, con ojos de colorindefinible tirando a verde, penetrantes y maliciosos; la barba rala ypartida por el medio.

Vestía con la elegancia un poco fantástica yafectada que alguna vez usan los artistas para apartarse de lavulgaridad burguesa.

Saludáronse con frialdad de buen tono que mostrabaal mismo tiempo confianza y Núñez siguió leyendo.

—¡Cuidado que se pone cursi el paseo de la Castellana los domingos...!Es decir, se pone más porque lo está siempre. Esas niñas que vanrezumándose con los papás detrás de ellas; esos jóvenes que marchanciñendo la orilla de los coches vuelta hacia ellos la cabeza yquitándose el sombrero cada cuatro pasos, sin conocer a nadie, sólo paraque las damas pedestres los admiren y veneren; esos aristócratas quepasean en carruaje y se miran y se remiran sin cesar como si no seconociesen, aunque se están mirando desde que nacieron y se seguiránmirando hasta la hora de la muerte... Dime, ¿no causa grima acualquiera?

Núñez dejó escapar un murmullo de aprobación sin levantar la cabeza,pero miró con el rabillo del ojo a su amigo y una chispa de maliciaatravesó por sus ojos.

—Dudo que exista en el mundo—prosiguió Tristán—una ciudad másaburrida, más prosaica y cominera que la capital de España. Aquí lagente se vuelve para mirarse por la espalda como si todos fuesen seresraros o admirables; delante de cada ciego que toca la guitarra hay unamuchedumbre apiñada; las señoras pasan la vida averiguando lo que comensus vecinas y los caballeros cuánto ganan sus amigos; la juventud seocupa en descifrar las charadas o en contestar a las preguntas queproponen los periodiquitos ilustrados: «¿cuál es el mejor literato?¿cuál es el torero más bruto?», etc. Y contestan siempre los que no hanleído un libro ni han asistido a una corrida. Los viejos piropean a lasjóvenes y las siguen y hablan de política y no saben una palabra de laprofesión que han ejercido toda la vida. Los generales discuten laseparación de la Iglesia y del Estado y los obispos se preguntan siestamos preparados para una guerra con el extranjero. Y en las calles yen los paseos, en los teatros y en las iglesias, se observa en lasfisonomías la misma vulgaridad, el signo indeleble de cursilería y deignorancia que caracteriza a nuestros amables convecinos...

Al tiempo de pronunciar estas palabras, como estuviese jugando con elbastón, se le cayó al suelo con estrépito.

Dejó escapar una interjección de impaciencia, lo recogió y se quedó unosinstantes pensativo.

—¿Por qué se habrán de caer las cosas, vamos a ver?—

exclamó al cabocomo si hablase consigo mismo—.¿Por qué no habían de quedarse donde selas colocase? Esta ley de la gravedad que nos encadena al suelo, que nospone grillos al nacer como si fuéramos presidiarios, ¿no es una leyestúpida? ¡Y

luego nos hablan de inteligencia en la naturaleza!¡Menguada inteligencia que corre parejas con su bondad!

Núñez soltó una carcajada.

—Amigo Páramo, hoy vienes más páramo que nunca te he visto. ¡Me río yode las estepas de la Siberia y de los ventisqueros del monte de SanBernardo!

Era una de las bromitas que se autorizaba con Tristán el ponerle estesobrenombre a causa de sus ideas sombrías. A menudo, cuando tenía queenviarle una carta por el correo interior o por medio de mensajero,escribía en el sobre: «Señor don Tristán Aldama del Páramo», o bienañadía al apellido «y Fernández Yermo» o «Desierto Arenoso». Tristántoleraba estas bromas porque respetaba y admiraba a su amigo. Núñez,como ya se ha dicho, le llevaba ocho o diez años de edad, gozaba de unnombre ilustre como pintor, frecuentaba la alta sociedad y era temido yagasajado por su mordacidad. Estas circunstancias hacían que Tristán sesintiese halagado por aquella amistad que, aunque nacida hacía dos añosnada más, había adquirido gran intimidad, hasta llegar a tutearse. Porsu parte Núñez hizo de Tristán su amigo porque le halló inteligente yfigurando entre los jóvenes de más porvenir en la literatura, porquevestía con elegancia y pertenecía a una familia opulenta. La vida deambos no era igual, sin embargo. La de Núñez, más disipada; frecuentabamás el Casino que el Ateneo, tenía queridas y gastaba mucho dinero, sinque se supiese de dónde procedía, pues hacía años que pintaba poco.

Tristán sonrió, avergonzado de aquellas extemporáneas lamentaciones.

—¿Y qué tal lo has pasado ayer en el Escorial? Apenas hay necesidad depreguntarlo, porque en medio de ese páramo, el Sotillo viene a ser unjardincito abrigado y delicioso... Y a propósito, ¿cuándo me llevas alSotillo?

Hacía ya algún tiempo que Núñez le venía instando para que le llevase aver la posesión de su futuro cuñado, de la cual se hacían lenguas enMadrid. Tristán, prometiendo hacerlo, dilataba la presentación porcierto vago recelo que en momento ni ocasión alguna podía desechar desi. Por esto y aún más porque el nombre del Sotillo le trajo de nuevoa la imaginación la intriga indigna tramada contra él, su semblantevolvió a obscurecerse.

Núñez no reparó o no quiso reparar en ello y leapretó con su desenfado habitual para que le señalase día. Tristán alcabo se vio obligado a fijar uno de la próxima semana en que porcelebrarse el aniversario del matrimonio de sus futuros cuñados habíaallí otros invitados.

—¿Y qué tal? Esa linda joven del Escorial ¿está conforme con tu cuñado?

—¿Qué quieres decir?—repuso con gravedad Tristán.

—Si está conforme con él en las cosas temporales y en las espirituales.

El joven se sintió herido por aquella desvergonzada pregunta y replicósecamente:

—No hay otro matrimonio más feliz sobre la tierra.

—Me alegro... me alegro que no discutan... Ella es una hermosa mujer,un ejemplar admirable de nereida... Quisiera hacer su retrato desnuda,saliendo del agua...

Pero viendo que Tristán se ponía cada vez más hosco cambió deconversación.

—¿Sabes tú? Hace poco, cuando venía hacia aquí, tropecé en la carrerade San Jerónimo a tu amigo Morel. Me para y me pregunta, mientras sedibuja en sus labios una sonrisa de lástima:

«¿Ha leído usted el librode Sánchez Abellán...? ¡Qué extravagancia! ¡Qué majadería! Imposiblellegar más allá en el arte de disparatar. Es la obra de un idiota o deun loco.» Y las carcajadas fluían de su boca y tenía que apoyarse en lapared para no caer de risa. Sigo caminando y unos cuantos pasos másallá, al dar vuelta a la calle del Príncipe, encuentro al mismo SánchezAbellán. Nos saludamos, cambiamos algunas palabras, y de buenas aprimeras, sonriendo mefistofélicamente, me pregunta: «¿Ha leído ustedlos últimos artículos de Morel en El Noticiero...? ¡Prodigioso...!¡Enorme...! Léalos usted si quiere pasar un buen rato... Indudablementeese hombre es un loco o un idiota.» Los dos habían empleado igualescalificativos. ¿No tiene gracia?

—Para mí no tiene ninguna—dijo Tristán malhumorado.

Núñez le miró un momento con curiosidad burlona y repuso tranquilamente:

—Consiste en que ese molino que tienes en el cerebro no tritura más quecosas negras. Pero el mío muele rico trigo candeal y produce harinablanca superior... Vamos a ver, ¿no es una satisfacción observar cómoesos dos hombres se han conocido perfectamente? ¿No es puro y legítimoel deseo de que la luz penetre en los espíritus?

En el curso de la conversación había cruzado por delante de ellos unchico imberbe a quien Núñez saludó inclinándose muy reverente yquitándose el sombrero. A Tristán le sorprendió un poco aquel saludoaunque no dijo nada. Pero ahora, como cruzara otro jovenzuelo de diez yocho a veinte años y Núñez volviese a inclinarse y saludar con la mismareverencia, no pudo ocultar su sorpresa.

—Dime, Gustavo, ¿por qué saludas tan respetuosamente a esos chiquillos?

—Te lo explicaré en pocas palabras—repuso Núñez tranquilamente—. Elprimero que ha cruzado por aquí hace un rato es secretario tercero de lasección de Ciencias morales y políticas y ha presentado una Memoriaacerca de la Cuestión social, que se discutirá el año próximo. Este deahora ha publicado ya tres artículos en El Defensor de losAyuntamientos sobre El individuo y el Estado. Ahora bien, estosjóvenes que discuten la cuestión social y escriben sobre las relacionesdel individuo y el Estado son indudablemente los futuros gobernadores,los consejeros de Estado, los directores generales, los ministros. Estosjóvenes, no te quepa duda, serán nuestros amos por aquello de que «jovensociólogo en puerta, cacique a la vuelta». Hay que tenerlos satisfechos,hay que ganarse su amistad.

—Pero, hombre, ¿a ti, que eres un artista, qué te importa la amistad delos políticos?

—¡Anda! ¿Imaginas que se puede ser en España un mediano colorista sintener algún amigo ministro?

Tristán sonrió levemente, quedó unos instantes pensativo y al cabo lepreguntó:

—¿Y nosotros los poetas también necesitamos la amistad de losministros?

—No, vosotros necesitáis pertenecer a uno de los dos Cuerposcolegisladores—respondió gravemente el pintor.

—¡Vamos, Gustavo, hoy traes la guasa verde!

—No es broma, querido, es la pura verdad. Tú escribes un tomo de versosy pones en la cubierta: «Poesías, por Tristán Aldama». Eso no dice nada;el público no sabe a qué atenerse, porque lo ignora todo de ti. Peroestampa debajo del título, verbi y gratia: «por Tristán Aldama, diputado por Puertocarnero o senador vitalicio», y ya el públicotiene motivos para conocerte y la crítica para guardarteconsideraciones. Tus versos no son advenedizos; demuestran que tienenalgún arraigo en el país.

—¡Vaya, vaya, Gustavo!—exclamó riendo Aldama.

—¡Que sí, querido, que sí! El público necesita siempre una garantía...

Un joven de agradable rostro y correctamente vestido iba a pasar por lasalita, pero viendo a nuestros amigos se volvió recelosamente para nocruzar por delante de ellos.

—¡Eh! ¡eh...! amigo Valleumbroso, no se nos escape usted.

El joven dio la vuelta y quedó en pie frente a ellos.

—Atraque usted, querido—dijo Núñez—. Bien se conoce que quiere ustedsustraerse a las felicitaciones de los amigos. Los grandes espíritusdesdeñan el aplauso de la muchedumbre.

—¡Yo...! ¿Qué motivo hay para felicitarme?—exclamó el joven sonriendo,haciéndose de nuevas y rebosando de orgullo.

—¡Casi nada! Aunque por mi profesión, y aun más por mi holgazanería, nopueda estar muy al tanto de las novedades literarias, la trompeta de lafama ha traído a mis oídos la noticia de que ha publicado usted unvolumen de poesías muy notable, que esos Pelillos a la mar sondeliciosos y que se venden como pan bendito.

Las mejillas del poeta enrojecieron súbitamente y repuso en tonodesabrido:

—Mi libro no se titula Pelillos a la mar.

—No, hombre, se titula Pétalos al aire—se apresuró a decir Tristán.

—¡Ah...! perdone usted, amigo Valleumbroso. No sé cómo se me metió enla cabeza... Es que suena algo parecido... Bien se conoce que soyprofano en asuntos literarios. En fin, de todos modos me consta que esprecioso el libro.

—Muchas gracias—dijo el poeta secamente.

—Todavía no hace muchos minutos que preguntándole al amigo Aldamaacerca de las últimas publicaciones, me decía:

«Lo único que puedeleerse entre lo recientemente publicado son los Pelillos... (ustedperdone)... los Pétalos de Valleumbroso.»

Yo le respondí: «En cuantosalgamos de aquí paso por la librería y los compro.»

—Muchas gracias: no se moleste usted: yo se los enviaré.

—No acepto el regalo. En España son tan pocos los libros que sepublican dignos de comprarse, que el presupuesto del más aficionado alas letras no padece mucha alteración aunque se proponga serdespilfarrador. Lo único que me atrevo a esperar de su amabilidad es queme firme el ejemplar.

—Lo haré con mucho gusto.

El joven poeta estaba sobre brasas. El carácter de Núñez le inspiraba unvivo recelo. Así que no fue posible retenerle allí más tiempo a pesar delos esfuerzos que aquél hizo para ello.

Mientras se alejaba a pasorápido todavía le gritaba:

—Mil enhorabuenas. En cuanto lea el libro ya hablaremos de esos Peli...de esos Pétalos. Que agote usted la edición pronto.

Cuando Tristán reprochaba a su amigo que se sirviese de él para burlarsede un compañero, se presentó en la sala un hombre alto, enjuto, pálido,con los bigotes largos y caídos como los de los chinos y unos ojossaltones, resplandecientes, que sonreían al vacío. Vestía levita negra,larga, amplia, flotante y no muy limpia. Más que levita parecía unabasquiña. Sobre la cabeza grande y despeinada llevaba un sombrero decopa bastante viejo y también despeinado que no la tapaba sino a medias.

—¡Viva mil años el ilustre Pareja—exclamó Núñez—, el sabioenciclopédico, que es honra del Ateneo y gloria de su patria!

El hombre de la basquiña se acercó a paso lento y reposado y su fazacadémica se dilató con una sonrisa de plácida condescendencia.

—El amigo Núñez—dijo quitándose el sombrero, que sin duda lemolestaba, y acomodándose en una mecedora—siempre tan galante, tanlisonjero.

Núñez, volviéndose hacía Tristán y como hablándole en tono confidencial,le dijo:

—Cuando uno de estos hombres tan profundamente observadores se acerca amí, no puedo menos de sentirme inquieto, cohibido. Parece que está unodelante de una máquina fotográfica y teme verse reproducido en malapostura.

—Hasta ahora me parece que no tiene usted motivo para pensar que lehaya enfocado.

—Pero lo temo. Esa máquina que usted lleva en el cerebro no se cansajamás de impresionar. Hace pocos días entré en el café de Levante y levi a usted en un rincón comiéndose una ración de riñones salteados.«¿Ves aquel señor que está en la mesa de la esquina?—le dije al amigoque conmigo venía—. ¿Qué piensas que está haciendo?»—«Comiendoriñones»—me contestó—.

«Pues no señor, está observando, observandosiempre; para él no hay riñones que valgan.»

—No tanto, amigo Núñez, no tanto. Bien se señalan en usted a la par quelos estigmas sintomáticos de la idiosincrasia artística los caracteresétnicos de la naturaleza andaluza.

—No soy andaluz, señor Pareja; soy extremeño.

—Mucho mejor. ¡Raza de conquistadores!

—Pero yo, aunque le parezca una gran inmodestia, estoy persuadido deque soy el hombre más notable de mi raza.

Cuando tenía veinte años,conquisté a mi patrona que tenía cincuenta. No creo que Hernán Cortésni Pizarro, ni Alvarado ni García de Paredes...

—¡Nada, nada, se le concede a usted la primacía!—exclamó el sabiosoltando una carcajada vibrante y majestuosa.

—Lo que me admira principalmente en este señor—prosiguió Núñezvolviéndose de nuevo hacia Tristán—no es tanto su talento de observadorcomo la profunda ironía que comunica a todo lo que sale de su pluma y desus labios.

—La ironía, querido Núñez, es la flor que brota siempre delconocimiento adecuado de las cosas y muestra la imposibilidad

de

reducirel

conocimiento

intuitivo

al

conocimiento abstracto—expresó Parejadejando caer las palabras una a una como perlas destinadas a enriquecerla tierra.

—Pero de todos los grandes irónicos que hoy florecen en España, estoyconvencido de que es usted el que ofrece mayor solidez.

—¿Quiere usted decir con eso que los demás suenan a hueco?—preguntó elsabio con fina sonrisa maliciosa.

—Cabalmente y que el hombre verdaderamente macizo que conozco es usted.Una cosa para mí incomprensible, señor Pareja, es cómo ha llegado usteda profundizar materias tan diversas, la filosofía, las cienciasnaturales, la historia, la política, la música...

—Cuestión de método, querido Núñez; adecuada distribución del tiempo;ése es el secreto. Horas destinadas a la observación; horas destinadas ala especulación; horas destinadas a la práctica, sin que jamás ni porningún motivo se compenetren. Si en las horas destinadas a laespeculación hacemos una observación, todo está perdido.

Hablaba Pareja con tal acento de suficiencia, recalcaba de tal modo lassílabas, sonreía, dirigía a Núñez y Tristán miradas tan amables ycondescendientes que resisten a toda descripción.

Imposible manifestarcon más claridad la íntima satisfacción de sí mismo de que se hallabaposeído.

—Ayer tarde—prosiguió—estuve en Alcalá a visitar el penal.

¡Curioso!¡curiooooso! ¡curio-sí-si-mo! No pueden ustedes formarse idea delnúmero de notas que he tomado. Hablé con muchos penados, me enteré deinfinidad de historias, verdaderos casos clínicos, y por último,distribuí entre ellos, con permiso del director, algunos ejemplares demi folleto El delincuente ante la ciencia.

—Nada me parece más a propósito para infundirles algún consuelo—dijoNúñez—. Realmente en los momentos de tristeza y desesperación, si algopuede llevar el sosiego al alma ulcerada del delincuente, es laconsideración de que se encuentra delante de la ciencia y de que ésta lecontempla.

—Así es, amigo Núñez, así es. Usted sabe poner los puntos sobre lasíes.

—Alguna vez se me olvidan.

—¡Nada, nada, pone usted los puntos sobre las íes!

Y al decir esto se balanceaba sobre la mecedora y echaba sus piernasdidácticas al alto con tal alegría que ningún emperador la sintió mayoral poner una placa sobre el pecho de alguno de sus generalesvictoriosos.

—Creo que se alegrará usted de saber—expresó después en tono másplacentero si cabe—que desde hace algunos días vengo haciendo estudiostambién en los barrios bajos de Madrid. ¡Qué cosas he visto! ¡Qué cosashe oído! ¡Curioso! ¡Curioooso!

¡Curio-sí-si-mo!

—Supongo que allí no habrá usted repartido el folleto de Eldelincuente ante la ciencia.

—¡No, hombre, no!—exclamó riendo y añadió luego con ático humorismo—.Porque si bien me figuro que se encontrarán allí igualmente bastantesdelincuentes, éstos no son in actu, sino in potentia. Dejando, pues,aquellos folletos para mejor ocasión, he distribuido algunos otros sobre El sentimiento religioso como un desequilibrio en la nutrición.

—Bien hecho. Me parece lo más urgente para las clases trabajadorasrestablecer el equilibrio en la nutrición. La creencia en Dios y en lainmortalidad del alma en resumidas cuentas no sirve más que para turbarla digestión.

—Es así, querido Núñez, es así. Usted sabe poner los puntos sobre lasíes.

Tristán se llevó la mano a la boca para reprimir un bostezo.

Así que sepresentaba este síntoma de aburrimiento, la enfermedad se declaraba enél con tal violencia que no se pasaron tres minutos sin que se alzasebruscamente de la mecedora y les dijese adiós.

Cuando Gustavo montaba sobre uno de estos asnos no se hartaba nunca dehacerle correr. Pero entre todos los asnos antiguos y modernos ningunoestuvo más satisfecho de su naturaleza asnal que el ilustre Pareja.

VIII

UN BUEN DÍA QUE CONCLUYE MAL

Cirilo quedó sorprendido cuando oyó tocar suavemente en la puerta de sudespacho. Conocía perfectamente la mano que daba aquellos golpecitos.

—¡Pero ya!—exclamó—. ¡Adelante, adelante!

Visita se presentó peinada y vestida como para salir. La sorpresa de suesposo fue mucho mayor. Ordinariamente él se levantaba muy temprano comohombre de negocios que era, y apoyándose en su bastón iba hasta sudespacho y allí trabajaba hasta las nueve, hora en que venía a desayunaral dormitorio con su mujer, que aún permanecía en la cama. Luego laayudaba a vestirse sin llamar a la doncella y tornaba al escritorio.

Visita reía a carcajadas adivinando, sin verlo, el rostro asustado de sumarido. Avanzó lentamente llevando extendidas las manos y acercándose letomó la cabeza y le besó repetidas veces.

—¡Pero, hija mía, si no son más que las ocho!—dijo él, que como hombrede vida metódica y escrupulosamente regularizada aún no volvía de suasombro—. ¿Cómo estás ya peinada y vestida?

—Porque hoy nos desayunamos antes, iremos a misa antes... y después...,después Dios dirá.

—Pero necesito concluir de extender estos recibos.

—Pues no se concluyen.

—Entonces no es que Dios dirá; es que dices tú—repuso él en tonojocoso.

—Eso es, digo yo... y mando que te vengas conmigo ahora mismo adesayunar.

Así se hizo. Arreglose después prontamente y salieron de casa poco antesde las nueve para oír misa en la Encarnación.

Habitaba nuestromatrimonio un cuartito bajo en la plaza de Oriente, amueblado conelegancia y provisto de todas las comodidades compatibles con sufortuna, que desde hacía algún tiempo iba prosperando lindamente. Cirilotrabajaba firme.

Además de la administración de Reynoso y Escudero teníaalguna otra y se ocupaba en negocios como agente privado.

Menos a laBolsa, a todas partes se hacía acompañar por su esposa que estaba yaenterada de bonos, pagarés, cheques, talones y resguardos como unconsumado zurupeto. Visita le ayudaba a subir y bajar las escaleras delBanco y los coches de punto, le llevaba los rollos de valores, le teníapor el bastón mientras firmaba documentos o contaba billetes y le echabala goma a la cartera. ¡Y que no hacía ella estas cosas con poco gozo! Lacuitada se juzgaba tan inútil que cuando podía prestar algún servicio sucorazón se inundaba de alegría.

Al salir de la iglesia le dijo resueltamente:

—Hoy, quieras que no, tienes que dejarte guiar por una ciega.

Hazme elfavor de buscar un coche.

Se fueron al primer puesto y en el trayecto Cirilo no dejó depreguntarle ad?