Obras Completas de Armando Palacio Valdés -Tomo XV -Tristán o el Pesimismo - Novela de Costumbres by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Cómo? ¿Cómo...? ¿Qué modo de pedir perdón es ese...?

Hágame usted elfavor de hacerlo como se debe.

Y la esposa de Reynoso señalaba enérgicamente el suelo con su índice.Las mejillas de Tristán se tiñeron de carmín.

—Bueno: ¿se pone usted colorado? Mejor, así se demuestra que le quedatodavía un poco de vergüenza... Saque usted el pañuelo y póngalo debajoque se va a manchar los pantalones en la arena.

Tristán se arrodilló delante de su novia sonriente y ruborizado.

—Bésele usted la mano... Digo no... No se la des, Clara, no la merece.

El perro que estaba echado a los pies de la joven al verse molestadogruñó.

—¡Muérdele, Fidel...! ¡Muerde a ese antipático, muerde a ese soso...!¡a ese! ¡a ese!

El animal, así azuzado, comenzó a gruñir de un modo amenazador y estabaa punto de arrojarse sobre el soso. Clara levantó la cabeza riendo altravés de sus lágrimas.

—¡Quieto, Fidel!

IV

UNA VISITA Y OTRAS VISITAS

Apenas se había llevado a feliz término la reconciliación de los noviosoyéronse en el parque altas y alegres voces y carcajadas.

—¿Cómo? ¿Están ahí Visita y Cirilo?—exclamó Elena con el semblanteiluminado de alegría.

Y acto continuo salió corriendo de la glorieta. Clara y Tristán lasiguieron. Los dos huéspedes venían acompañados de don Germánconversando y riendo. El marido, que arrastraba mucho el pie izquierdo yparecía también imposibilitado del brazo correspondiente, se apoyaba enel de su esposa. Esta era alta, rubia, corpulenta y sus ojos abiertos,inmóviles, mostraban que estaba ciega. Ninguno de los dos pasaría detreinta años.

—¡Pero qué sorpresa!—dijo Elena besando con efusión a la ciega yestrechando la mano sana del paralítico.

—¡Sorpresa la nuestra, querida...! Llegamos a la estación, nos apeamosdel tren y ni un alma que nos dé los buenos días. Pues señor, ¿quéhacemos...? La carta sin duda no ha llegado a sus manos, nos dijimos.¡Ni un coche siquiera por allí! Era necesario pasaros un recado yesperar más de una hora. En esto ve Cirilo un carro de bueyes que habíavenido a traer madera. «¡Eh, buen hombre! ¿Quiere usted llevarnos alSotillo?»—«Por allí tengo que pasar; amóntense ustedes.»

—¡En un carro de bueyes!—exclamó Elena.

Tristán se excusó de no haberles visto aunque había venido en el mismotren. Saltó del coche precipitadamente, salió con la misma velocidad dela estación y montó en el landau que le aguardaba fuera.

—En nada nos ha perjudicado usted. Hemos hecho el viaje más divertidoque os podéis imaginar. El carretero tendió una manta y yo me acostésobre ella. Este iba en pie mirando el paisaje y contándome todo lo quemiraba. Los bueyes resoplando, el buen hombre cantando todo el camino ynosotros riendo. ¡Qué sacudidas! ¡Qué traqueteo! Una de las veces ésteno pudo sujetarse y cayó sobre mí y sin querer me dio un beso...

—Sería muy bien queriendo; Cirilo es pícaro—dijo Elena.

—¡No, no; sin querer! ¡Qué risa, hija mía, qué risa...! El carreteropensó que nos había pasado algo y vino asustado, pero al vernos reír detan buena gana soltó también la carcajada como un tonto... Allá lelevantamos como pudimos. El buen hombre dijo que si quería podíaamarrarle para que no se cayese. Este aceptó en seguida y se dejóamarrar como un santo. Yo me desternillaba de risa...

—Ha sido un viaje delicioso—corroboró Cirilo con toda su alma.

Tristán disimuladamente sacudía la cabeza mirando a Clara con expresiónde burla y sorpresa; pero aquélla, gozando con la risa de Visita, no lehacía caso. Era en efecto la risa de la ciega tan fresca, tancomunicativa que no se la podía oír sin sentirse tentado de ella.

Aquel matrimonio tenía un parentesco lejano con don Germán.

Cirilo erahijo de un primo en tercero o cuarto grado de su padre; ella de unmodesto empleado en Hacienda. Cuando Reynoso llegó de América, Cirilotrabajaba con corto sueldo en una casa de banca y estaba ya enrelaciones amorosas con su actual esposa; ambos perfectamente sanos. Eraun joven activo, inteligente, de una honradez a prueba. Don Germán, queadvirtió en seguida estas cualidades, le protegió con toda decisión; lenombró su administrador y su agente, y logró que Escudero hiciese lomismo. Viéndose ya en posición desahogada pensó en casarse; pero enaquella misma sazón su prometida comenzó a padecer de la vista y enpoco tiempo quedó ciega por atrofia del nervio óptico, enfermedadincurable. ¡Cuánto lloró aquella buena y hermosa joven! Desesperada portan terrible desgracia, y todavía más pensando en que Cirilo suspenderíadefinitivamente el matrimonio, estuvo a punto de suicidarse. Pero aquélse condujo en tal ocasión como un hombre de alma grande y generosa; nosólo no suspendió la boda, sino que la precipitó cuanto pudo. Talproceder impresionó fuertemente el corazón de la pobre ciega; si antesamaba entrañablemente a su novio, desde entonces su amor se convirtió enadoración. Efectuose el matrimonio, casi por la misma época que el dedon Germán con Elena. No se pasaron muchos días sin que una nuevadesgracia cayese sobre ellos y les pusiese a prueba. En el mismo salónde la Bolsa sufrió Cirilo un ataque de hemiplejia, le trajeron a casaaccidentado y aunque recobró prontamente el conocimiento, se notó quehabía quedado herido del brazo y pierna izquierdos.

Mejoró bastanteluego gracias a ciertos baños, pero en el brazo apenas tenía movimientoy la pierna la arrastraba penosamente.

Visita fue para él entonces suprovidencia como él lo había sido antes para ella. No sólo le ayudaba enlos menesteres de la vida, sino que apoyado en su brazo podía ir a todaspartes. Siguió desempeñando a conciencia sus tareas habituales sin quedesapareciera tampoco toda su dicha, como se ha visto.

Don Germán reía también hasta sofocarse. Cuando se hubo sosegado un pocopuso la mano en el hombro de Tristán.

—Tú has venido con más comodidad, pero ellos se han divertido más quetú.

—No es muy seguro que hubiera gozado fuertemente cayendo, aunque fuesesobre tan grato lecho, y amarrado después a un poste—repuso aquél consonrisa irónica.

—Porque tú no sabes lo que es divertirse, ni acaso lo sepas en tuvida—replicó el caballero.

Y sin aguardar respuesta echó a andar en dirección de la casa.

—¡Ea!, a almorzar, que ya me parece que va llegando la hora.

En alegre charla se dirigieron todos hacia la escalinata y entraron enel suntuoso comedor, situado en la planta baja del edificio. Contigua aél había una serre donde crecían plantas tropicales y en medio deellas una fuente rústica formando cascada. Colgadas con disimulo entreel follaje había algunas jaulas con ruiseñores, canarios y un sinsonteque Reynoso había logrado aclimatar después de haber fracasado con otrosdos.

Clara subió a cambiar de traje y mientras tanto los invitados bebieronaperitivos, escuchando a la ciega que no cesaba de charlar y reírcontando como si lo hubiese visto todo lo que pasaba en Madrid, lasobras dramáticas que habían tenido éxito, las bodas aristocráticas, lasóperas, los conciertos, hasta las sesiones borrascosas del Congreso.

—¿No sabéis? El jueves estuve a oír a Pérez en el Congreso y ayer aMarconi en Hugonotes. ¡Qué discurso, queridos, qué discurso! Se metióa todos los diputados en el bolsillo. ¡Y el decir que había a mi ladouna señora que sostenía que López habla mejor! No sé cómo me contuve.Pero éste me tocó con el codo y me dijo al oído que era prima de unacuñada de López y me reprimí. Al parentesco hay que perdonárselo todo...El otro,

¡qué dulzura!, ¡qué brío al mismo tiempo!, ¡qué modo de filarlas notas!

—¿Pero filan también las notas en el Congreso?—preguntó Elena conasombro.

—¿Qué estás diciendo ahí, criatura? Hablo de Marconi.

—Perdona, hija: pensé que te referías a Pérez, de quien estabashablando.

—¡Y el sainete de Ruiz que se estrenó en Lara! Delicioso, delicioso.Tiene unos chistes que es para morirse de risa. Hay uno sobre todo, elque hizo más efecto... ¿Está por ahí Clarita?

¿No ha venido todavía...?Pues entonces os lo diré...

Y bajó un poco la voz y lo contó. Elena soltó la carcajada.

Reynoso secontentó con sonreír. Pero Tristán dejó escapar un bufido despreciativoy acto continuo se puso a disertar sobre la decadencia del artedramático: los autores unos ganapanes que miraban sólo a las gananciasrepitiendo hasta la saciedad los mismos chistes y las mismassituaciones, los músicos unos plagiarios que sin pudor fusilaban a losmaestros franceses y alemanes, los cómicos unos payasos amaneradosinsufribles...

Cirilo le atajó suavemente haciéndole observar que del arte sublime sonpocos en la tierra los que pueden gozar, que es necesario otro másasequible a los pequeños. Pero Tristán, que no sufría la contradicción,se lanzó aún con más violencia contra el teatro moderno. La discusióniniciada con prudencia fue adquiriendo un temple sobrado caluroso. Elenala cortó resueltamente.

—¡Ea!, dejemos las disputas. Hasta ahora no he oído ninguna en que seconvenciese nadie... ¿Qué me cuentas, Visita, qué me cuentas de RosaritoAbella?

—Muchas, muchísimas cosas te voy a contar. En primer lugar te diré quese ha pintado de rubia... Está, según dicen, para darle un tiro. Pero sumarido cree que tiene en casa a la Venus de Milo, a la de Médicis y a labella Otero, todo en una pieza, y cuando sale de casa sella los balconescon papel de goma para saber si se ha asomado...

En aquel momento entraba Clara con traje distinto. Don Germán dijo porlo bajo sonriendo:

—Veréis a Clarita. En cuanto se entere de que se está haciendo burla deuna persona se escapará sin decir palabra.

Y así sucedió en efecto. La joven se sentó al lado de Tristán, puso eloído a lo que se hablaba. Visita y Elena, siguiendo la broma, forzaronla nota alegre a costa de aquel infeliz matrimonio. Clara se movió en lasilla con visible inquietud y al cabo de un momento se levantó parasalir. Los circunstantes estallaron en una carcajada. La joven volvió lacabeza con asombro y viendo todos los ojos posados sobre ella conexpresión maliciosa se ruborizó.

Poco tiempo después se sentaban a la mesa. Era ésta suntuosa, refinada,provista de todas las adquisiciones gastronómicas. Pero don Germán eraenemigo de ellas; las dejaba a su esposa y a los convidados; él semantenía de verduras, judías, huevos y tal cual trozo de carne asada.Aquella alimentación primitiva servía para embromarle y armar algazara.Sobre todo lo que despertaba siempre más risa era verle comer a puñadosel maíz cocido, costumbre adquirida en América.

—Yo no necesito viajar por las tierras vírgenes—decía Elena—.Teniendo al lado a mi marido que huele a todas las yerbas del campo yviéndole comer patatas asadas y forraje me creo transportada a laspampas.

—¡Allí te quisiera ver yo!—exclamaba Reynoso con su clara risa dehombre feliz—. Entonces sabrías lo que es comer.

—¿Pues qué es lo que estoy haciendo?

—Pillando una indigestión. Sois unos locos de remate. Pasáis la vidaenvenenándoos con la química de los cocineros.

—Para ti fuera del maíz todo es química.

—Sí; me harto de maíz, me harto de judías, pero mañana no imploro comotú los auxilios de la magnesia. Los granos de maíz se van solitos alestómago sin temor de que les den escolta las pastillas de Vichy.

Los comensales reían. Elena concluyó por impacientarse y dar puntapiés asu marido por debajo de la mesa.

Pero otra desazón más grave la aguardaba. Fue a beber el burdeos yestaba frío. La consternación se pintó en su rostro.

—¿Cómo no ha templado usted el vino, Inocencio?

—Dispense la señora, pero se lo he encargado a la Dolores y habíaquedado en hacerlo—respondió confuso el criado.

—A ver, llamar a la Dolores.

Se presentó la Dolores.

—¿Por qué no ha templado usted el vino como se lo ha encargadoInocencio?

—Dispense la señora, pero en aquel momento estaba poniendo las floresen la mesa y se lo encargué a Manuel que pasaba por aquí. Pensé que lohabía hecho.

—Llamen a Manuel.

—No llames ya a nadie—manifestó Reynoso—. Nada sacarás en limpio.

—¡Pero es bien triste...!—exclamó su esposa en el colmo de lacontrariedad.

—¡Tristísimo!—respondió él haciendo esfuerzos para no reír—. Pero esmejor resignarse, porque no conseguirás más que disgustarte y que tehaga daño la comida.

Elena siguió a medias el consejo. No propuso la comparecencia de nuevosdelincuentes, pero hizo repetidas veces la grave declaración de que erantodos, ¡todos! unos necios y unos antipáticos.

Pasada aquella nube sombría, volvió el regocijo a la mesa.

Visita comíacon apetito, pero no le imposibilitaba de charlar y reírprodigiosamente. Su marido la ayudaba lindamente en todo ello. Tristán,después de la reconciliación con su novia, había llegado hasta ponersede buen humor; charlaba y narraba anécdotas y aun se autorizaba algunosdonaires, aunque esto último siempre por cuenta de su amigo Núñez, elhombre más gracioso de España, ya se sabe.

—No charles tanto, Tristán—le decía Reynoso—, no estás acostumbrado aello y te va a hacer daño.

—Verdad. El hablar demasiado nos perjudica. Pero también el tabaco esperjudicial. Sin embargo, afirma Núñez que el que no fuma y dice algunavez tonterías, se priva de dos grandes placeres en la vida.

Había también sus entremeses de murmuración, aunque suave y piadosa. Asíy todo, esto molestaba a Clara que, no pudiendo levantarse, se permitíaalgunas tímidas observaciones en favor del ausente.

—Que hable el abogado de pobres. ¡Dejadle que hable!—

decía su hermanoriendo.

Y ella entonces enrojecía y callaba.

—Ese señor de la Peña no es malo, porque no puede serlo—

manifestabaTristán con asombro de todos.

—¿Cómo que no puede? Todos los seres en la tierra pueden hacer el mal.Hasta una pulga te muerde si le da la gana—

respondía don Germán.

—Créanme ustedes, muchos de los hombres que en el mundo pasan porbuenos, si no hacen daño es porque les falta tiempo. Y

eso le pasa aPeña. Está tan ocupado en su importantísima persona que no le queda unmomento libre para hacer algo malo.

—¡Qué atrocidad!—exclamaron riendo algunos.

—¡Vamos, vamos, Tristán!—expresó por lo bajo Clara pellizcándolesuavemente el brazo.

—Además Peña es muy gordo—proseguía él sin hacer caso de la cariñosaadvertencia—y dice con razón Gustavo Núñez que los hombres gordos noson capaces de bondad ni de maldad.

Sólo los delgados son realmentebuenos o malos.

Reynoso principió cómicamente a palparse y a palpar a Cirilo.

—¿Tú y yo somos delgados o gordos, querido?

—¡Pero qué chistosísimo es ese amigo de usted!—exclamó Elena con unaentonación irónica que hirió a Tristán.

—No hay nadie que deje de reconocerlo—respondió friamente.

—Tampoco yo lo dudo, pero es lástima que ese talento no lo emplee en lapintura, de la cual hace ya tiempo al parecer que anda divorciado.

—Núñez ha obtenido la primera medalla y su cuadro está colgado en elMuseo.

—Lo sé, pero desde entonces dicen los inteligentes que no ha producidonada que valga la pena, que se limita a pintar cuadritos de budoir,donde vive mucho más tiempo que en el estudio.

—Ese es el rumor de la envidia. Hay muchos en Madrid a quienes duelensus triunfos: los hay también a quienes escuecen los latigazos que sabepropinarles.

—¿Es envidia también el decir que ya no vive de los pinceles, sino acosta de las mujeres?

—¡Sí; lo es...! ¡Y además una calumnia!—repuso el joven próximo aenfurecerse.

—Me sorprende, Elena, que tú te hagas eco de rumores tan feos—saltóClara con una viveza bastante rara en su naturaleza—. Pienso que ningúndaño te ha hecho Núñez para que le trates de ese modo.

Elena soltó una carcajada.

—¡Anda! ¿No aguardas a que el cura te eche la bendición para defender alos amigos de tu futuro?

Don Germán intervino con palabras conciliadoras. Aunque los hombres quegozan de notoriedad viven sometidos a la crítica y por lo mismo lo quecontra ellos se dice tiene escaso valor, en este caso había que tenerpresente que se trataba de un amigo íntimo de Tristán. ¿Por quémolestarle haciéndole oír murmuraciones y críticas de las cuales jamásse ven libres los hombres de gran valer?

Tristán se calmó, y Elena, con su natural ligereza, pasó inmediatamentea otra conversación.

—¡Pero qué lindísimo budoir el tuyo, Elena, qué coquetón, quéelegante!—le decía Visita aludiendo al del hotel que estaba terminandoen Madrid.

—¿Te gusta?

—Muchísimo. ¡Qué guirnaldas talladas! ¡qué rico mosaico el delpavimento! ¡qué pinturas tan finas las del techo!

La ciega hablaba como si no lo fuera y así hacía siempre. Los comensalesse miraban unos a otros sonriendo con una mezcla de alegría y decompasión. Elena, entusiasmada con el elogio, no parecía fijarse y lehacía preguntas y consultaba detalles.—

«¿Qué te parece, pondré sobre lachimenea un reloj imperio o una estatua? ¿Pondré la luz en el techo o enlos rincones? Pocos muebles, ¿verdad? Es ya cursi eso de amontonartrastos...»

—Supongo que encargará usted para su budoir algún cuadrito aNúñez—dijo Tristán con sonrisa maliciosa.

—¡Vamos, no sea usted rencoroso ni impertinente!—replicó Elena dándolecon la servilleta suavemente en la cara.

Y la charla prosiguió viva y alegre. La bella esposa del anfitrión no secansaba de decir y hacer travesuras, de tal modo que el regocijo nodecaía un instante. Mas ¡ay! aquella nube sombría, temerosa, que habíacruzado sobre la mesa no mucho antes, el viento de la fatalidad laempujó de nuevo hacia ella. El helado que sirvieron al terminar lacomida era de avellana. A Elena no le gustaba el helado de avellana.Repetidas veces lo había dicho en alta voz. El cocinero estaba harto desaberlo. ¿Por qué, pues, lo mandaba a la mesa? Indudablemente pormolestarla, por inferirle una ofensa.

Esta patética consideración la enterneció de tal modo que estuvieron apunto de saltársele las lágrimas. Pero Reynoso, secundado noblemente portodos los demás, declaró con voz conmovida (aunque haciéndoles guiñosdisimuladamente) que no era posible achacar al cocinero tamaña perfidiaindigna de la naturaleza humana, y que solamente por haber bebidodemasiado o por un trastorno inconcebible de sus facultades mentalespudo haber olvidado hasta aquel punto sus deberes. De todos modos élcuidaría severamente de recordárselos.

Con estas graves palabras y con ciertos ¡bah! y ¡oh! muy expresivos ycariñosos de los comensales la joven señora se dio por satisfecha y parademostrarlo se desquitó de aquella inesperada privación atacando de unmodo alarmante a las yemas de coco. Pasaron a la serre a tomar elcafé, donde les sorprendió poco después la llegada del marquesito delLago.

V

LO QUE DICEN LAS ABEJAS

Sólo por su juventud, pues no contaría más de veinte años, merecía elmarquesito este diminutivo que todo el mundo le aplicaba. Por lo demásera un muchacho corpulento, rubio como el oro y con una expresióninfantil en el rostro que contrastaba con la apariencia atlética de sumusculatura. Los modales correspondían a aquella expresión: parecía unniño grande. Entró diciendo en alta voz que a él no le engañaba nadie,que allí había habido una huelguecita y que él deseaba beber una copa dechampagne a la salud de la reunión. Todas las manos quisieron llamarpara que se le sirviese y en todos los rostros brilló una sonrisabenévola. Aquel chico inspiraba general simpatía por su franqueza ybondad tanto como por el sello de inocencia que se leía en su rostro. Alúnico a quien no había caído en gracia era a Tristán, quien solía decir,alzando los hombros con desdén, que era un imbécil. En efecto, lainteligencia del joven marqués no era muy despierta y sólo poseía losescasísimos conocimientos que le había introducido casi a la fuerza unabate francés que le sirviera de ayo hasta hacía poco tiempo. Pero se leperdonaba de buen grado esta limitación en gracia de su sencillez ynatural afectuoso.

Así que bebió la copa de champagne se puso a narrar incidentes de caza.Era su recreo y su ocupación sempiterna. O

cazando o hablando de caza.Por este lado simpatizaba mucho con Clara y en esta simpatía acaso sehalle la oculta razón de la antipatía de Tristán. Estaba bien persuadidoéste del amor apasionado que le profesaba su prometida; comprendía queni por su edad ni por las circunstancias de su carácter e inteligenciaera capaz de despertar una violenta pasión en ninguna mujer, pero así ytodo estaba celoso de él. En cuanto se le ofrecía ocasión ya estabadedicándole alguna palabrita amarga.

Pertenecía el joven marqués a la colonia veraniega del Escorial. Sumadre, la marquesa viuda, poseía un bonito hotel en la parte alta delpueblo y solía venir con su hijo temprano y marchar tarde porque a éste,supuestas sus aficiones, le placía extremadamente la estancia allí. Y sumadre le seguiría no sólo a este real sitio, sino a otro infernal sifuera preciso. Pocas veces se había visto una pasión más viva, másfrenética que la que esta señora sentía por su hijo. Para ella seguíasiendo el mismo niño que arrullaba en la cuna, consolándose de la muerterepentina de su esposo. Decíase burlando entre los veraneantes queseguía acostándole calentándole previamente la cama y haciéndole repetirsu oración al santo ángel de la guarda. No sería cierto, pero poco lefaltaba. La noble marquesa se consolaba con este hijo no sólo de lapérdida de su esposo, sino también de los sinsabores que leproporcionaba una hija que también tenía. Era ésta mucho mayor queFernando, casi le doblaba la edad pues no andaba ya muy lejana de loscuarenta: se había casado con el conde de Peñarrubia y estaba hacíaalgunos años separada de su marido por motivos poco honrosos para ella.Vivía sola en Madrid. Sus aficiones a la sociedad y aun a la galantería,según murmuraban, no encajaban en la austera y piadosa mansión de sumadre. Alguna vez venía al Escorial, pero sólo por pocos días, y casisiempre para recabar de la marquesa algún dinero con que hacer suscorrerías por San Sebastián y Biarritz. La grave señora no la mentabanunca y lloraba en secreto la posición equívoca en que se había colocadopara mal de su alma y menoscabo de la familia.

Desde la serre pasaron al salón. Se trató de que don Germán leshiciese oír al piano alguna sonata o concierto, pero no lo consiguieron.Aunque dominaba este instrumento como un maestro era muy difícil, por nodecir imposible, hacerle tocar delante de gente. Sea modestia o temor deprofanar el misterioso encanto que las obras musicales le producían, eslo cierto que sólo le placía tocar a solas. Elena lo sabía bien y poreso hizo señas de que no le molestasen más con sus instancias.

Fue Visita quien se sentó delante del piano. Ella no sabía nada deChopin ni de Haendel, pero conocía todos los valses y polcas que corríanpor Madrid.

—A ver, niños, a bailar. Voy a tocaros el vals de los Pajeles.Marqués, dé usted una vuelta con Clara porque ya sé que Tristán nobaila.

El marquesito sin aguardar más tomó de la mano a la joven, la sacó almedio y comenzaron a girar acompasadamente por el amplio salón. Tristánsintió de pronto vivo despecho. La invitación de la ciega le irritósobremanera porque llovía sobre mojado. Había creído observar desdehacía algún tiempo que el matrimonio de los inválidos guardaba grandesdeferencias y una simpatía por extremo afectuosa hacia el marquesito. Yde ello dedujo que no verían con malos ojos que se rompiesen susrelaciones con Clara y que ésta las anudase con aquél. De esto a pensarque trabajaban secretamente para ello no había más que un paso y con suhabitual impetuosidad Tristán lo dio inmediatamente. ¡Claro! Los títulosnobiliarios ejercen siempre fascinación sobre los plebeyos. Eranecesario vivir prevenido. Lo estaría.

Cuando se hubieron cansado de valses y mazurcas, salieron al patio.Reynoso les mostró de nuevo con orgullo no sólo su maravillosa colecciónde palomas blancas, sino otra porción de aves y bichos que teníaenjaulados, un águila, una ardilla, un jabalí, etcétera. Admiraron lapaciencia y la maestría con que había sabido domesticar a algunos deellos.

—Este es un prodigio para entenderse con toda clase debichos—manifestó Elena—. Figuraos que ha llegado a domesticar un bandode gorriones... ¿Os sorprende...? Pues es como lo oís. Un día entraronen nuestra habitación por casualidad. Germán cierra los balcones y nosé qué hace con ellos. Al día siguiente vuelven, y lo mismo. En fin,llegaron a dormir en nuestro gabinete encima de las lámparas. Por lamañana al despertarnos, Germán les gritaba: ¡Chiquitines! Y

los pájarosvenían volando hasta nuestra cama y se comían el alpiste y los cañamonesque tenían preparados en la mesa de noche.

Celebrose con risa esta aptitud singular del amo de la casa.

Tristán,pensativo y con acento concentrado, dio la explicación metafísica delfenómeno.

—Hay hombres cuya alma se halla tan próxima a la de la madre naturalezaque apenas parece desprendida de ella. Por eso hablan y entienden ellenguaje de todos los seres vivientes, penetran fácilmente en los limbosobscuros de la animalidad y viven allá adentro como en su propia morada.

—¡Gracias, querido!—exclamó Reynoso poniéndole una mano sobre elhombro—. En pocas y filosóficas palabras me has llamado un animalito deDios.

—¡Oh, don Germán, no lo tome usted así!—respondió Tristán turbado.

—Tampoco tú debes tomar así mis palabras y ponerte colorado—replicóriendo el indiano—. De todos modos convendrás en que soy un animalinofensivo... ¡Vaya por los que son dañinos!

Entraron en el parque y se diseminaron por él. Tristán y Clara seapartaron del grupo; Reynoso se fue a dar algunas órdenes al jardinero.Elena con Visita, Cirilo y el marquesito entraron en el cenador. Pero alpoco rato Elena vino a buscar a Clara para hablarle de un gran lavaderocubierto que su marido proyectaba hacer fuera del jardín; invitaron aTristán a venir con ellas para ver el sitio, pero se excusó pretextandoque tenía más deseos de sentarse que de andar. En realidad estabapreocupado, no podía vencer sus recelos y quería cerciorarse, saber sisus sospechas eran fundadas, qué significaba aquella amistad súbita,aquella ternura que la ciega y el manco mostraban hacia el marquesitodel Lago.

Clara y Elena salieron por la puerta de madera del jardín y, sininternarse en el bosque, siguiendo el muro llegaron hasta uno de l