Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Había acortado su paso al hablar. La mujer de Pep y su hijo pasaroninsensiblemente delante de ellos, y al quedar solos los dos en la senda,acabaron por detenerse sin saber lo que hacían.

—¡Margalida!... ¡«Flor de almendro»!...

¡Al diablo la timidez! Febrer se sintió arrogante y triunfador, como ensus buenos tiempos. ¿Por qué aquel miedo?... ¡Una payesa! ¡unachiquilla!...

Habló con acento firme, poniendo un intento de fascinación

en

la

fijezaapasionada

de

sus

ojos,

aproximando su boca a ella, como paraacariciarla con el susurro de sus palabras... ¿Y él? ¿qué pensabaMargalida de él?... ¿Y si se presentase un día a Pep diciendo que queríacasarse con su hija?...

—¡Usted!—exclamó la muchacha—. ¡Usted, don Jaime!

Levantó los ojos sin miedo alguno, riendo de estas palabras. El señoracostumbraba a engañarla con bromas inverosímiles. Bien decía su padreque los Febrer eran unos caballeros serios como jueces, pero de eternobuen humor.

Iba a burlarse otra vez de ella, lo mismo que cuando lehablaba de la novia de barro guardada en su torre, que había estadoesperándole miles de años...

Pero al fijar su mirada en la de Febrer y encontrarse con su rostropálido, crispado por la emoción, ella palideció también. Era otrohombre: veía un don Jaime que nunca había conocido. Instintivamente, aimpulsos del miedo, dio un paso atrás. Quedó como a la defensiva,apoyada en el delgado tronco de un arbolillo que se elevaba junto a lasenda, con sus menudas hojas casi sueltas por el otoño.

Aún tuvo serenidad para sonreír con una sonrisa forzada, fingiendo creeren una broma del señor.

—No—repuso Febrer con energía—. Hablo seriamente.

Di, Margalida...«Flor de almendro»... ¿Y si yo fuese uno de tus novios? ¿Y si yo mepresentase en el cortejo? ¿Qué contestarías?...

Ella se apelotonaba contra el débil tronco, haciéndose más pequeña, comosi quisiera escapar a aquellos ojos ardientes. Su instintivo movimientode retroceso hizo cimbrearse el flexible árbol, y una lluvia de hojasamarillas como copos de ámbar cayó en torno de ella, enredándose en sutrenza, pegándose a su tez, esparciéndose sobre su traje. Pálida, con laboca apretada y los labios azulados, iba murmurando palabras que sonabanapenas como débiles suspiros. Sus ojos, agrandados y húmedos, tenían laexpresión angustiosa de los humildes de espíritu que piensan muchascosas y no encuentran el modo de decirlas.

¡Él!... ¡el mayorazgo de losFebrer! ¡Un gran señor casarse con una payesa!... ¿Estaba loco?...

—No; yo no soy un gran señor, yo soy un desgraciado.

Tú eres más ricaque yo, pues vivo de vuestra limosna... Tu padre desea para ti un maridoque cultive sus tierras.

¿Aceptas que sea yo, Margalida? ¿Me quieres,«Flor de almendro»?...

Con la cabeza baja, huyendo de una mirada que parecía quemarla, ellasiguió hablando sin saber lo que decía.

«¡Locura! Aquello no podía sercierto. ¡Decir el mayorazgo tales cosas!... Estaba soñando.»

Pero de pronto sintió en una de sus manos un contacto leve yacariciador. Era la diestra de Febrer que agarraba la suya. Volvió averle otra vez, pero le pareció un hombre distinto. Encontró ante susojos un rostro nuevo que la hizo estremecerse. Experimentó la sensaciónde un grave peligro, el sobresalto nervioso que avisa. Temblaron susrodillas, se contrajeron como si fuese a desplomarse de miedo.

—¿Es que me encuentras viejo para ti?—murmuró en sus oídos una vozsuplicante—. ¿Es que nunca podrás quererme?...

La voz era dulce y acariciadora; ¡pero aquellos ojos que parecíancomerla! ¡aquella cara pálida, semejante a la de los hombres quematan!... Quiso decir algo para protestar de sus últimas palabras. DonJaime no había tenido nunca edad para Margalida: era algo superior, comolos santos, que crecen en hermosura con los años... Pero el miedo no ladejó hablar. Se desasió de la mano acariciadora, sintióse movida por elprodigioso resorte de los nervios, lo mismo que si viese su vida enpeligro, y huyó de Febrer como si fuese un asesino.

—¡Jesús! Jesús!...

Saltó, murmurando esta súplica, a alguna distancia de él, einmediatamente empezó a correr con sus ágiles piernas de campesina,desapareciendo en una revuelta del sendero.

Jaime no fue tras ella. Permaneció inmóvil en la soledad del pinar,insensible a cuanto le rodeaba, como un héroe de leyenda sometido a unencantamiento. Luego se pasó una mano por el rostro, cual si despertase,coordinando sus ideas.

Dolíanle como un remordimiento sus audaces palabras, el susto deMargalida, la carrera de terror con que había terminado la entrevista.¡Qué disparate el suyo!... Era el resultado de su viaje a la ciudad, lavuelta a la vida civilizada

que

había

trastornado

su

calma

de

solitario,despertando pasiones de antaño; la conversación de los jóvenesmilitares, que vivían con el pensamiento puesto en la mujer... Pero no,no estaba arrepentido de su acción. Lo importante era que Margalidaconociese lo que tantas veces había pensado él vagamente en elaislamiento de la torre, sin poder dar forma precisa a sus deseos.

Continuó lentamente su camino, para no alcanzar a la familia de CanMallorquí. Margalida se había reunido con su madre y su hermano. Losvio desde una altura, cuando el grupo caminaba ya por el valle condirección a la alquería.

Febrer torció su marcha, evitando aproximarse a Can Mallorquí. Fuehacia la torre del Pirata, pero al llegar cerca de ella continuó sucamino, no deteniéndose hasta el mar.

La costa de roca, que parecía cortada a pico sobre las aguas, estabaquebrantada por el embate de éstas durante siglos y siglos. Las olas,como furiosos toros azules, topaban entre espumarajos de rabia contra lapeña, abriendo cóncavas

oquedades,

cuevas

profundas

que

se

prolongabanhacia lo alto en forma de grietas verticales.

Esta labor secular ibaroyendo la costa, arrebatándola su coraza de piedra, lámina por lámina.Despegábanse de ella fragmentos

enormes

como

murallas.

Separábanseprimeramente

formando

una

rendija

imperceptible, que se agrandaba con elcurso de los siglos.

La muralla natural se inclinaba años y años sobrelas olas que batían incesantemente su base, hasta que, perdido el centrode gravedad, una noche de tormenta derrumbábase como la cortina de unaciudadela sitiada, deshaciéndose en bloques, poblando el mar de nuevosescollos, prontamente cubiertos

de

viscosas

vegetaciones,

en

cuyosenmarañamientos

hervían

las

espumas

y

chisporroteaban las escamas de lospeces.

Febrer fue a sentarse en el borde de un gran peñasco avanzado, de unfragmento de roca desprendida de la costa que se inclinabapeligrosamente sobre los escollos. Su fatalismo le impulsaba a sentarseallí. ¡Ojalá la catástrofe esperada fuese en aquel momento, y su cuerpo,arrastrado por el grandioso accidente, desapareciera en el fondo delmar, teniendo como sarcófago esta mole igual a la pirámide de unFaraón!... ¡Para lo que le esperaba en la vida!...

El sol poniente, antes de ocultarse, se asomó a un agujero del cielotempestuoso, entre nubes desgarradas. Era una esfera sangrienta, unahostia de púrpura que animó con tonos de incendio la inmensidad del mar.Las negras masas de vapor que cerraban el horizonte se ribetearon deescarlata. Sobre el obscuro verde acuático se extendió un inquietotriángulo de llamas. Enrojecióse la espuma de las olas y la costapareció por unos instantes de lava en ebullición.

Al resplandor de esta luz de tempestad, Jaime contempló a sus pies elvaivén de las aguas lanzando sus chorros rugientes en las oquedades dela roca, bramando y retorciéndose con espumarajos de cólera en lastortuosas callejuelas de los escollos. En el fondo de esta masa verdosa,iluminada con transparencias de ópalo por el sol poniente, veíaagarradas a las peñas extrañas vegetaciones, bosques minúsculos, encuyas frondas pegajosas movíanse bestias de formas fantásticas,rampantes y veloces o torpes y sedentarias, con duras corazas grises yrojizas, erizadas de defensas, armadas de tenazas, de lanzas y decuernos, dándose caza entre ellas y persiguiendo a seres menos fuertesque pasaban como exhalaciones, haciendo brillar en la rapidez de la fugasu transparencia de cristal.

Febrer se sintió empequeñecido por la soledad. Perdida la fe en suimportancia humana, considerábase igual a uno de estos monstruospequeños que se agitaban en las vegetaciones del abismo submarino. Menosaún tal vez.

Aquellos animales estaban armados para la vida, podíanmantenerse por su propia fuerza, sin conocer los desalientos, lashumillaciones y las tristezas que le afligían a él. ¡El mar!... Sugrandeza, insensible para los hombres, cruel e implacable en suscóleras, abrumaba a Febrer, despertando en su memoria un sinnúmero deideas que tal vez

eran

nuevas,

pero

él

las

aceptaba

como

vagasreminiscencias de una vida anterior, como algo que ya había pensado, nosabía dónde ni cuándo.

Un estremecimiento de respeto, de devoción instintiva pasaba por él,haciéndole olvidar el suceso de poco antes, sumiéndolo en religiosaadmiración. ¡El mar!... Pensaba, sin saber por qué, en los más remotosascendientes de la humanidad, en los primeros hombres, miserables,apenas salidos del animalismo original, martirizados y repelidos detodas partes por una Naturaleza hostil en su exuberancia, como el cuerpojoven y vigoroso anula o aleja los parásitos que se empeñan en vivir acosta de su organismo.

A la orilla del mar, ante la divinidad misteriosa, verde e inmensa,debió tener el hombre sus mejores momentos de descanso. Del seno de lasaguas salieron los primeros dioses. Contemplando el vaivén de las aguasy arrullado por su murmullo, debió sentir el hombre que nacía en él algonuevo y poderoso: un alma. ¡El mar!... Los organismos misteriosos que lopueblan también vivían, como los de tierra, sometidos a la tiranía delmedio, inmóviles en su primitiva existencia, repitiéndose a través delos siglos, como si fuesen siempre el mismo ser. También los muertosmandaban allí. Los fuertes perseguían a los débiles, y eran a su vezdevorados por otros más poderosos; la misma historia de sus remotosantecesores en las aguas todavía cálidas del globo en formación. Todoigual, repitiéndose a través de centenares de millones de años.

Unmonstruo de los tiempos prehistóricos que volviese a colear en las aguaspresentes encontraría por todas partes, en los abismos obscuros y en lasorillas costeras, la misma vida e idénticas luchas que en su juventud.La bestia de combate acorazada de rojo, armada de uñas corvas y tenazasde tortura, guerrero implacable de las verdes cavernas submarinas, jamásse había unido con el pez gracioso, ligero y débil que movía la cola desu túnica rosada y plateada en las aguas transparentes. Su destino eradevorar, ser fuerte, y si se veía desarmada, con las defensas rotas,entregarse al infortunio sin protesta y perecer. ¡La muerte antes queabdicar de su origen, de la noble fatalidad del nacimiento! Para losfuertes no había en la tierra y en el mar satisfacciones ni vida fuerade su ambiente. Eran esclavos de su propia grandeza: la casta traía paraellos, con los honores, la desgracia. ¡Y siempre sería lo mismo!... Losmuertos eran los únicos que gobernaban lo existente. Los primeros seresque iniciaron una acción para vivir formaron con sus actos la jaula enque habían de moverse prisioneras las sucesivas generaciones.

Los tranquilos moluscos que veía ahora en el fondo de las aguas,agarrados a las peñas como botones obscuros, le parecían seres divinosguardadores en su estúpida quietud del misterio de la creación.Admirábalos augustos y grandes, como los monstruos que adoran lospueblos salvajes por su inmovilidad, y en cuyo quietismo creen adivinarla majestad de los dioses. Febrer recordaba sus bromas de otros tiempos,en noches de francachela, ante los platos de ostras frescas en losgrandes restoranes de París.

Sus elegantes compañeras le creían loco alescuchar los disparatados pensamientos que le sugerían el vino, la vistade los mariscos y el recuerdo de ciertas lecturas fragmentarias yrápidas de su juventud. «Vamos a comernos a nuestros abuelos, comoalegres antropófagos que somos.»

La ostra era una de las primeras manifestaciones de vida en el planeta,una de las primitivas formas de la materia orgánica, flotante aún,incierta y desorientada en su evolución, sobre la inmensidad de lasaguas. El simpático y calumniado mono sólo tenía la importancia de unprimo hermano que no ha hecho carrera, de un pariente desgraciado yridículo al que se deja en la puerta fingiendo ignorar su apellido defamilia, negándole el saludo. El molusco era nuestro abuelo venerable,el jefe de la casa, el creador de la dinastía, el antecesor, cargado conuna nobleza de millones de siglos... Estas ideas resucitaban ahora enFebrer, con la frescura de verdades indiscutibles, al contemplar losseres inmóviles y rudimentarios encerrados en su caparazón, agarrados alas rocas, debajo de sus pies, en las profundidades del verde cristaltembloroso entre los escollos.

La humanidad era fiel a su origen. Nadie renegaba las tradiciones deestos venerables ascendientes que parecían dormidos en la inmensacatacumba del mar. Los hombres se creen libres porque pueden moverse deun lado al otro del planeta, porque su organismo va montado sobre doscolumnas ágiles y articuladas que le permiten saltar sobre el suelo conel mecanismo del paso... ¡Error! ¡Una ilusión más de las muchas quealegran mentirosamente nuestra vida, haciéndonos llevaderas su miseria ysu pequeñez! Febrer estaba convencido de que todos nacen metidos entredos valvas de prejuicios, escrúpulos y orgullos, herencia de los que nosprecedieron en la vida, y por más que los hombres se agitan, jamásllegan a arrancarse de la misma peña en que vegetaron agarrados suspredecesores. La actividad, los incidentes de la vida, la independenciadel carácter, ¡todo ilusión! ¡vanidad de molusco que sueña adherido a laroca, y cree estar nadando por los mares del globo, mientras sus valvassiguen unidas a la caliza!...

Todos los seres eran como habían sido los que marcharon delante deellos, como serían los que llegasen detrás.

Cambiaban las formas, peroel alma permanecía inmóvil e inmutable, como la de aquellos seresrudimentarios, testigos eternos de los primeros latidos de la vida en elplaneta, y que parecían envueltos en el más espeso de los sueños. Y

asísería siempre. Eran vanos los grandes esfuerzos para librarse de esteambiente fatal, de la herencia del medio, del círculo en queforzosamente nos movemos; hasta que llegaba la muerte y otros animalessemejantes venían a dar vueltas en el mismo redondel, creyéndose libresporque siempre tenían ante sus pasos nuevo espacio que correr.

«Los muertos mandan», afirmaba una vez más Jaime en su pensamiento.Parecía imposible que los hombres no se diesen cuenta de esta granverdad y se agitaran en eterna noche, creyendo hacer cosas nuevas alresplandor de ilusiones que surgen diariamente, como surge el granengaño del sol para acompañarnos por el infinito, que es lóbrego y anosotros nos parece azul y radiante de luz...

Cuando Febrer pensaba esto, el sol se había ocultado ya.

El mar era casinegro, el cielo de un gris plomizo, y en las brumas del horizonteserpenteaban los rayos bajando a beber en las olas. Sintió Jaime en surostro y en sus manos el húmedo contacto de algunas gotas de lluvia. Ibaa estallar una tormenta que tal vez durase toda la noche. Los relámpagosbrillaban cada vez más cerca. Resonaba un lejano estrépito, como si dosflotas enemigas se estuviesen cañoneando detrás de la cortina de brumadel horizonte, aproximándose con ésta. Las láminas de agua mansa, tersascomo cristales entre los escollos y la costa, empezaron a temblar conlas ondulaciones excéntricas de las gotas de lluvia.

A pesar de esto, el solitario no se movió. Permanecía en la roca,sintiendo una sorda irritación contra la fatalidad, sublevándose contoda la rudeza de su carácter ante la tiranía del pasado. ¿Y por quéhabían de mandar los muertos?... ¿Por qué obscurecían el ambiente conlas partículas de su alma, semejantes a un polvo de huesos, que seposaban en el cerebro de los vivos imponiéndoles viejas ideas?...

De

pronto

Febrer

sufrió

una

impresión

de

deslumbramiento,

como

sicontemplase

una

luz

extraordinaria nunca vista. Su cerebro pareciódilatarse, esparcirse, como una masa de agua que rompe el vaso opresorde piedra. Fue en el mismo instante que un relámpago coloreaba de luzlívida el mar y estallaba un trueno sobre su cabeza, conmoviendo conhorrísono tableteo los ecos de la inmensidad marítima y las oquedades ycimas de la costa.

«No; los muertos no mandan, los muertos no gobiernan.»

Jaime, como sifuese un hombre nuevo, se burló de sus pensamientos de poco antes.Aquellas bestias rudimentarias que él veía entre los peñascos, y lomismo que ellas todos los animales del mar y de la tierra, sufrían laesclavitud del medio. Mandaban los muertos sobre ellas porque hacían loque harían sus descendientes. Pero el hombre no es esclavo del medio: essu colaborador y a veces su dueño. El hombre es un ente de razón y deprogreso, y puede modificar el ambiente según sus conveniencias. Fue susiervo en otros tiempos, en remotas edades; pero al dominar en parte ala Naturaleza y poder explotarla, rasgó la especie de envoltura fatal enque siguen prisioneros los otros seres de la creación. ¿Qué podíaimportarle el medio en que había nacido? Se creería otro si lodeseaba...

No pudo seguir en sus reflexiones. La tempestad había, estallado sobreél. La lluvia chorreaba por los bordes de su sombrero y corría a lolargo de su espalda. La noche había llegado de pronto. A la luz de losrelámpagos veíase el mar con la superficie mate estremecida por elchoque de la lluvia.

Febrer marchó hacia la torre con toda la ligereza de sus piernas. Iba,sin embargo, alegre, con el gozo desbordante del que sale de un largoencierro y no ve ante los ojos bastante espacio para su contenidaactividad. Reía, sin detenerse en su carrera, y la luz de los relámpagosle sorprendió varias veces avanzando el brazo derecho con un dedo enalto, mientras chocaba la mano izquierda en la parte inferior del codo,realizando un ademán de protesta tan popular como poco decente.

—¡Haré lo que quiera!—gritaba, complaciéndose en escuchar su propiavoz entre el fragor de la tempestad—.

¡Ni muertos ni vivos mandan enmí!... ¡Toma!... ¡para mis nobles ascendientes!... ¡Toma!... ¡para misantiguas ideas, para todos los Febrer!...

Repitió varias veces el indecoroso ademán con una alegría de pilluelo.De pronto se vio envuelto en una luz roja y estalló sobre su cabeza uncañonazo, como si la costa acabase de partirse a impulsos de inmensocataclismo.

—Ha caído cerca—dijo Febrer refiriéndose a la exhalación.

Su pensamiento, ocupado por el recuerdo de los Febrer, fue hacia suascendiente el comendador don Príamo.

Aquella explosión de trueno lehizo recordar los combates del diabólico héroe, del religioso caballerode la Cruz, burlón con Dios y con el diablo, que hizo siempre susoberana voluntad y tan pronto peleó al lado de los suyos como vivióentre los enemigos de la Fe, según sus caprichos y aficiones.

No; de éste no renegaba Febrer. Adoraba al valeroso comendador: era suverdadero ascendiente, el mejor de todos, el rebelde, el demonio de lafamilia.

Al entrar en la torre encendió luz, se envolvió en el jaique de burdalana que le servía para sus excursiones nocturnas, y tomando un libroquiso distraerse de sus pensamientos hasta que Pepet le subiera lacena.

La tempestad pareció fijarse sobre la isla. Caía la lluvia en loscampos, convirtiéndolos en barrizales; saltaba por las pendientes de loscaminos, desbordados como barrancos; empapaba los montes, como grandesesponjas, por la verde porosidad de sus pinares y matorrales. La rápidaluz de los relámpagos mostraba instantáneamente, como una visión deensueño, el mar negruzco con hirvientes espumas, los campos encharcados,que parecían llenos de peces de fuego, los árboles brillantes bajo sucapa acuosa.

En la cocina de Can Mallorquí, los pretendientes de Margalida formabanuna masa de alpargatas enlodadas y cuerpos humeantes por la evaporaciónde sus ropas húmedas. Esta noche el cortejo sería más largo. Pep, conaire paternal, había permitido a los atlots que esperasen después depasada la hora del galanteo. Sentía lástima por aquellos muchachos,obligados a caminar bajo la lluvia. Él también había sido novio. Debíanesperar; tal vez pasase la tormenta. Y si no pasaba, se quedarían adormir donde pudiesen: en la cocina, en el porche... «¡Una noche es unanoche!»

La atloteria, contenta del accidente, que añadía algún tiempo más a sucortejo, contemplaba a Margalida vestida con su traje de gala, sentadaen el centro de la pieza, junto a una silla vacía. Todos habían pasadopor ésta en el curso de la noche; algunos miraban con cierta ansiedad alasiento, pero sin atreverse a ocuparlo de nuevo.

El Ferrer, ganoso de sobrepujar a sus rivales, tañía una guitarra,cantando a media voz, acompañado por el rodar de los truenos. El Cantó, metido en un rincón, meditaba nuevos

versos.

Algunos

muchachossaludaban

con

expresiones burlonas la luz de los relámpagos que sefiltraba por las rendijas de la puerta, y el Capellanet sonreíasentado en el suelo con la mandíbula apoyada en ambas manos.

Pep dormitaba en su silla baja, vencido por el cansancio, y su mujerlanzaba sordos alaridos de terror cada vez que un trueno fuerte conmovíala casa, intercalando en sus gemidos fragmentos de oraciones, murmuradasen castellano para mayor eficacia. «Santa Bárbera bendita, que en elsielo estás escrita...» Margalida, insensible a las miradas de suspretendientes, parecía próxima a dormirse en su asiento.

Resonó de pronto la puerta con dos golpes dados por una mano. El perro,que se había erguido momentos antes como adivinando la presencia dealguien en el porche, estiró el cuello, pero no ladró, moviendo la colacon tranquilidad.

Margalida y su madre miraron a la puerta con cierto miedo. «¿Quiénpodría ser? ¡A aquellas horas, en aquella noche, en la soledad de CanMallorquí!... ¿Le habría ocurrido algo al señor?...»

Pep, despertado por estos golpes, se incorporó en su asiento. «¡Avantqui siga!» Invitaba a entrar con una majestad de padre de familia aluso latino, señor absoluto de su casa. La puerta sólo estaba entornada.

Se abrió, dando paso a una ráfaga de viento cargada de lluvia, que hizoestremecerse las luces del candil y refrescó el denso ambiente de lacocina. Iluminóse con el resplandor de una exhalación el negrorectángulo de la puerta, y todos vieron en ella, sobre el cielo lívido,una figura encapuchada, una especie de penitente, chorreando lluvia ycon el rostro casi oculto.

Entró con paso decidido, sin saludar a nadie, seguido del perro, queolisqueaba sus piernas con gruñido cariñoso, y fue rectamente a ocuparla silla vacía junto a Margalida: el lugar reservado a lospretendientes.

Al sentarse se echó atrás la capucha y fijó sus ojos en la muchacha.

—¡Ah!—gimió ésta, pálida, con los ojos agrandados por la sorpresa.

Y fue tal su emoción, tan violento su impulso por retirarse de él, quela faltó poco para caer.

Tercera parte

I

Dos días después, cuando Jaime, de vuelta de la pesca, esperaba lacomida en su torre, vio presentarse a Pep, que depositó el cestillosobre la mesa con cierta solemnidad.

El rústico intentó excusarse por esta visita extraordinaria.

Su mujer yMargalida habían ido otra vez a la ermita de los Cubells: el muchacholas acompañaba.

Comió Febrer con buen apetito, por haber pasado la mañana en el mardesde que rompió el día; pero el aire grave del payés acabó porpreocuparle.

—Pep: tú quieres decirme algo y no te atreves—dijo Jaime en dialectoibicenco.

—Así es, señor.

Y Pep, igual a todos los tímidos, que dudan y vacilan antes de hablar,pero una vez perdido el miedo se lanzan adelante ciegamente, empujadospor el propio temor, expuso con rudeza su pensamiento.

«Sí; algo tenía que decirle, algo muy importante. Dos días había estadopensándolo, pero ya no podía callar más tiempo. Si se había encargado detraer la comida del señor, era sólo por hablarle... ¿Qué deseaba donJaime? ¿Por qué se burlaba de ellos, que le querían tanto?...»

—¡Burlarme!—exclamó Febrer.

«Sí; burlarse de ellos.» Pep lo afirmaba con tristeza.

«¿Qué había sidolo de la noche de la tormenta? ¿Qué capricho había impulsado al señor apresentarse en pleno cortejo, sentándose al lado de Margalida como sifuese un pretendiente?...» ¡Ah, don Jaime! Los festeigs son cosaseria: por ellos se matan los hombres. Bien sabía él que los señores seburlaban de esto, considerando casi como salvajes a los payeses de laisla; pero a los pobres hay que dejarles sus costumbres, olvidarlos, noturbar sus escasas alegrías.

Ahora fue Febrer quien puso el gesto triste.

—¡Pero si yo no me burlo de vosotros, querido Pep! ¡Si todo esverdad!... Entérate de una vez: soy pretendiente de Margalida, como el Cantó, como ese verro antipático, como todos los muchachos queacuden a tu cocina para cortejarla... La otra noche me presenté porqueya no podía sufrir más, porque comprendí de pronto la causa de lastristezas que me vienen afligiendo, porque quiero a Margalida, y mecasaré con ella, si ella me acepta.

Su acento sincero y apasionado no dejó dudas al payés.

—¡Luego es verdad!—exclamó—. Algo de eso me había dicho la atlota llorando cuando yo le pregunté el motivo de la visita del señor... Yo nola creí al principio. ¡Las muchachas son tan pretenciosas! Se imaginanque todos los hombres andan locos tras ellas... ¿Conque es verdad?...

Y esta certidumbre le h