Los Muertos Mandan by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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empujaban,

pidiéndola que cantase para contestara lo que había dicho el cantor sobre la falsedad de las mujeres.

¡No vullc!¡no vullc! —contestaba «Flor de almendro», agitándoseentre los brazos de sus compañeras.

Y tan sincera era su resistencia, que al fin intervinieron las mujeresviejas, defendiéndola. «¡Dejad a la atlota!

Margalida había venidopara divertirse y no para entretener a los demás. ¿Creían empresa fácilsacarse de la cabeza repentinamente una contestación en verso?...»

El tamborilero había recobrado el instrumento de manos del Cantó, ygolpeaba con su baqueta el redondo parche. La flauta

parecía

gargarizarrápidas

escalas, antes

de

emprender la adormecedora melodía de africanoritmo.

¡Siga el baile!...

Comenzaba a ocultarse el sol. La brisa venida del mar refrescaba loscampos. Las gentes, que parecían dormidas en la pesadez ardorosa delambiente, agitábanse ahora con vivo movimiento, como si la frescura lasespolease.

Los atlots gritaban a un tiempo contradictoriamente, con agresivavehemencia, dirigiéndose a los músicos. Unos pedían la llarga, otrosla curta: todos se sentían fuertes e imperiosos en su voluntad. Laferretería mortal oculta bajo los zagalejos de las mujeres había vueltoa sus fajas, y con el contacto de estos acompañantes cada uno sentíanueva vida, un recrudecimiento de sus arrogancias.

Los músicos rompieron a tocar lo que les pareció mejor, echóse atrás elgentío curioso, y otra vez en el centro de la plaza volvieron a darsaltos las blancas alpargatas, a agitarse, rígidos, los ruedos de lasfaldas azules y verdes, mientras arriba ondeaban los picos de lospañuelos sobre las gruesas trenzas, o se movían como borlas rojas lasflores que llevaban los atlots en las orejas.

Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de laantipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre susadmiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a losdemás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual sipretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres.Cuando el Capellanet, con sus entusiasmos de aprendiz, se aproximabaal verro éste dignábase sonreír, viendo en él a un pariente próximo.

Los mismos atlots que habían hablado del noviazgo con el siñó Pepparecían intimidados por la presencia del Ferrer. Salían las muchachasa bailar, sacadas por los mozos, y Margalida permanecía al lado de sumadre, contemplada codiciosamente por todos, pero sin que nadie osaseavanzar para invitarla.

El mallorquín sintió renacer en él las aficiones camorristas de suprimera juventud. Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensainferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y nohabría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido delpresidio?...

Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó,sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga.

Erguíase, como si sudebilidad fuese una nueva fuerza. La blanca «Flor de almendro» comenzó agirar sobre sus pequeños pies, y él saltó y saltó, persiguiéndola en susevoluciones.

¡Pobre muchacho! Jaime sentía una impresión de angustia, adivinando losesfuerzos de aquella pobre voluntad para dominar la fatiga de su cuerpo.Respiraba jadeante, a los pocos minutos le temblaban las piernas, pero apesar de esto sonreía, satisfecho de su triunfo.

Contemplabaamorosamente a Margalida, y si volvía la vista era para miraraltivamente a los amigos, que le contestaban con gestos de lástima.

Al dar una vuelta, estuvo próximo a caer; al dar un gran salto, susrodillas se doblaron. Todos esperaban de un momento a otro verle tendidoen el suelo; pero él seguía bailando, adivinándose el esfuerzo de suvoluntad, su resolución de perecer antes que confesar su flaqueza.

Se cerraban ya sus ojos con el vértigo, cuando sintió que le tocaban enun hombro, según costumbre, para que cediese la pareja.

Era el Ferrer, que se lanzaba a bailar por primera vez en la tarde.Sus saltos fueron acogidos con un murmullo de aplauso. Todos leadmiraban, con esa cobardía colectiva de la multitud temerosa.

El verro, viéndose aplaudido, extremaba los movimientos ycontorsiones, persiguiendo a su pareja, saliéndola al paso,envolviéndola en la complicada red de sus movimientos, mientrasMargalida giraba y giraba con la vista baja, evitando el encuentro desus ojos con los del temible galán.

En ciertos momentos, el Ferrer, para demostrar su vigor, con el bustoechado atrás y las manos en la espalda, saltaba a considerable altura,como si el suelo fuese elástico y sus piernas acerados resortes. Estossaltos hacían pensar a Jaime, con una sensación de repugnancia, encarcelarias evasiones o en canallescos duelos a cuchillo.

Pasaba el tiempo y aquel hombre parecía no fatigarse. Se habían retiradounas parejas, había sido sustituido en otras el bailarín varias veces, yel Ferrer continuaba su danza violenta, siempre sombrío y desdeñoso,como si fuese insensible al cansancio.

El mismo Jaime reconocía con cierta envidia el vigor del temibleherrero. ¡Qué animal!...

De pronto vio cómo buscaba algo en su faja y avanzaba una mano hacia elsuelo, sin detenerse en sus evoluciones y saltos. Una nube de humo seesparció sobre la tierra, y entre sus blancas vedijas marcáronse,pálidos y sonrosados por la luz del sol, dos rápidos fogonazos. Acontinuación sonaron dos truenos.

Las mujeres agrupáronse chillando con instantáneo susto; los hombresquedaron indecisos; pero al momento, reponiéndose todos, prorrumpieronen gritos de aprobación y aplausos.

¡Muy bien! El Ferrer había disparado la pistola a los pies de supareja: la suprema galantería de los hombres valientes; el mayorhomenaje que podía recibir una atlota de la isla.

Y Margalida, mujer al fin, siguió bailando, sin haberla impresionadogran cosa, como buena ibicenca, el estampido de la pólvora. Fijaba en el Ferrer una mirada de agradecimiento por su bravura, que le hacíadesafiar la persecución

de

la

Guardia

civil,

tal

vez

próxima;contemplaba después a sus amigas, temblorosas de envidia por estehomenaje.

Hasta el mismo Pep, con gran indignación de Jaime, mostrábase orgullosode los dos tiros disparados a los pies de su hija.

Febrer era el único que no parecía entusiasmado por esta hazaña galantedel verro.

«¡Maldito presidiario!...» No sabía ciertamente el motivo de su furia,pero era algo inevitable... A este «tío» le pegaría él.

IV

Llegó el invierno. El mar batió furioso, en ciertos días, la cadena deislas y peñascos que forma entre Ibiza y Formentera una muralla derocas, aportillada por estrechos y freos. En estos pasadizos marítimos,las aguas, antes tranquilas, de un azul profundo que refleja los fondosde arena, arremolinábanse lívidas, chocando contra las costas y lasrocas sueltas, que desaparecían y emergían en la espuma.

Entre la isla del Espalmador y la de los Ahorcados, donde se abre elpaso para los grandes buques, deslizábanse éstos teniendo que luchar conel ímpetu sordo de las corrientes y los

dramáticos

y

ruidosos

golpes

deagua.

Las

embarcaciones de Ibiza y Formentera tendían la lona de suvelamen para navegar al abrigo de los islotes. Las sinuosidades de estelaberinto de tierras marítimas permitían a los navegantes delarchipiélago de las Pitiusas ir de una isla a otra por distintosderroteros, con arreglo a la dirección de los vientos. Mientras en unlado del archipiélago mugía el mar, en el otro manteníase inmóvil yprofundo, con una pesadez de aceite. En los freos amontonábanse las olascon remolinos furiosos, pero bastaba un golpe de barra, una desviaciónde la proa, para quedar al abrigo de una isla, balanceándose la barca enaguas tranquilas, paradisíacas, límpidas, con un fondo visible deextrañas vegetaciones, en el que bullían los peces entre chisporroteosde plata y relámpagos de carmín.

El cielo amanecía nublado los más de los días, y el mar ceniciento. ElVedrá parecía más enorme, más imponente, alzando su cónica aguja en estaatmósfera tempestuosa. El mar se despeñaba en cataratas dentro de lascavidades de sus

cuevas,

con

gigantescos

cañonazos.

Las

cabrassilvestres, en sus alturas inaccesibles, saltaban de meseta en meseta, yúnicamente cuando rodaba el trueno en el azul sombrío y los rayos comoserpientes ígneas bajaban con veloz angulosidad a beber en el inmensoabrevadero del mar huían las tímidas bestias con balidos de terror arefugiarse en las oquedades cubiertas por el ramaje de las sabinas.

Febrer iba de pesca con el tío Ventolera muchos días de mal tiempo. Elviejo conocía bien su mar. Algunas mañanas que Jaime se quedaba en ellecho viendo filtrarse por las rendijas la luz lívida y difusa de un díatempestuoso, tenía que levantarse apresuradamente al oír la voz de sucompañero, que «cantaba la misa» acompañando los latinajos con pedradasa la torre. «¡Arriba! El día era bueno para la pesca. Iban a cogermucho.» Y cuando Febrer parecía inquieto contemplando el mar amenazador,le explicaba el viejo que al abrigo de la parte opuesta del Vedráencontrarían aguas tranquilas.

Otras veces, en mañanas esplendorosas, aguardaba Febrer inútilmente lallamada del viejo. Pasaban las horas. Tras la luz rosada del amanecermarcábanse en las rendijas las barras de oro de la luz solar. Pero envano transcurría el tiempo: ni misa cantada ni pedradas. El tíoVentolera permanecía invisible. Luego, al abrir su ventana, contemplabaun cielo límpido, luminoso, con el esplendor suave del sol invernal,pero el mar estaba agitado, ondeando sin espuma y sin estrépito aimpulsos de un viento peligroso.

Las lluvias cubrían la isla de un manto gris, en el que apenas sí semarcaban con indecisos contornos las montañas próximas. En las cumbreslloraban los pinos por todos los filamentos de su follaje y la gruesacapa de humus se empapaba como una esponja, expeliendo líquido bajo lahuella de los pies. En las calvas alturas de la costa, de roca viva,amontonábase la lluvia, formando tumultuosos arroyos que saltaban depeña en peña.

Las anchas higueras temblaban como enormes paraguas rotos, dejandoentrar el agua en el amplio recinto cobijado por su cúpula. Losalmendros, desnudos de hojarasca, temblaban

como

negros

esqueletos.

Losprofundos

barrancos llenábanse de aguas mugientes que rodaban infecundashacia el mar. Los caminos, empedrados de guijarros azules, entre altosribazos de piedra seca, convertíanse en cataratas. La isla, sedienta yempolvada durante gran parte del año, parecía repeler por todos susporos esta exuberancia de lluvia invernal, como un enfermo repele elmedicamento enérgico y tardío de difícil asimilación.

En estos días de aguacero, Febrer permanecía encerrado en su torre. Eraimposible ir al mar e imposible también salir con la escopeta por loscampos de la isla. Las alquerías estaban cerradas, con sus blancos cubosmanchados por los raudales de lluvia, sin más vida que el hilo de humoazul que se escapaba de los agujeros de las chimeneas.

Obligado a la inercia, el señor de la torre del Pirata volvía a releeralguno de los pocos libros adquiridos en sus viajes a la ciudad o fumabapensativo, recordando aquel pasado del que había querido huir... ¿Quéocurriría en Mallorca? ¿Qué dirían sus amigos?...

Sumido en esta inmovilidad forzosa, cuando le faltaba la distracción delos ejercicios físicos acordábase de la vida anterior, cada vez máslejana e indecisa en su memoria.

Creía que era la vida de otro; algo quehabía presenciado y conocía con exactitud, pero perteneciente a lahistoria de una existencia ajena. ¿En realidad aquel Jaime Febrer quehabía rodado por Europa y había tenido sus horas de orgullo y de triunfoera el mismo que habitaba ahora una torre junto al mar, rústico, barbudoy casi salvaje, con alpargatas y sombrero de payés, más habituado alruido de las olas y el chillido de las gaviotas que al trato de loshombres?...

Semanas antes había recibido una segunda carta de su amigo Toni Clapés,el contrabandista. Estaba escrita también en un café del Borne: cuatrolíneas garrapateadas de prisa para hacer presente su buen recuerdo.Aquel amigo rudo y bondadoso no le olvidaba; ni siquiera parecíaofendido por haber quedado sin respuesta su carta anterior. Le hablabadel capitán Pablo. Siempre enfadado con Febrer, pero moviéndosehábilmente para desenmarañar sus asuntos. El contrabandista tenía fe enValls. Era el más listo de los chuetas y generoso como ninguno deellos.

Indudablemente sacaría a flote los restos de la fortuna de Jaime,y éste podría pasar su existencia en Mallorca tranquilo y feliz. Másadelante recibiría noticias del capitán.

Valls no quería hablar hastaque todo estuviese resuelto.

Febrer movió los hombros al enterarse de estas esperanzas. «¡Bah! Todoterminado...» Pero en los días tristes de invierno su resignación serevolvía contra esta existencia de molusco recluido en su caparazón depiedra.

¿Iba a vivir siempre así?... ¿No era torpeza haberse encerradoen este rincón, teniendo aún juventud y bríos para luchar en elmundo?...

Sí; era una torpeza. Muy hermosa la isla y su romántico albergue durantelos primeros meses, cuando lucía el sol, estaban verdes los árboles ylas costumbres isleñas ejercían sobre su ánimo el encanto de una novedadbizarra. Pero había venido el mal tiempo, la soledad era intolerable, yla vida de los campesinos se le aparecía con toda la rudeza de susbárbaras pasiones. Aquellos payeses vestidos de pana azul, con sus fajasy corbatas de color y sus flores detrás de las orejas, le habíanparecido en los primeros momentos figulinas originales creadasúnicamente para servir de adorno a los campos, coristas de una operetapastoril lánguida y dulzona; pero ahora los conocía mejor, eran hombrescomo los demás, y hombres bárbaros, en los que el roce de lacivilización apenas había logrado un leve pulimento, conservando todaslas angulosidades cortantes de su rudeza ancestral. Vistos de lejos, porcorto tiempo, seducían con el encanto de la novedad; pero él habíapenetrado en sus costumbres, casi era uno de ellos, y le pesaba como unacaída en la esclavitud esta existencia inferior, en la que chocaba acada instante con ideas y prejuicios de su pasado.

Debía alejarse de este ambiente; pero ¿adonde ir? ¿cómo escapar?... Erapobre. Todo su capital consistía en unas cuantas docenas de duros quehabía traído de su fuga de Mallorca, cantidad que conservaba aún graciasa Pep, tenaz en su negativa a aceptar remuneración alguna. Allí debíapermanecer, clavado a su torre como si fuese una cruz, sin esperar nada,sin desear nada, buscando en la anulación de su pensamiento unafelicidad vegetativa semejante a la de las sabinas y tamariscos quecrecían entre las peñas del promontorio, o a la de las almejas agarradaspara siempre a las rocas sumergidas.

Tras larga reflexión conformábase con su suerte. No pensaría, nodesearía. Además, la esperanza, que jamás nos abandona, hacíalecolumbrar la posibilidad confusa de algo extraordinario que iba apresentarse a su hora para arrancarlo de tal situación. Pero mientrasesto llegaba, ¡cuán abrumadora la soledad!...

Pep y los suyos constituían su única familia; pero sin darse cuenta deello, obedeciendo tal vez a un confuso instinto, se alejaban cada vezmás de él. Jaime se recluía en su aislamiento, y ellos se acordabanmenos del señor.

Hacía tiempo que Margalida no se presentaba en la torre.

Parecía evitartodo pretexto para este viaje, y hasta sorteaba los encuentros conFebrer. Era otra: diríase que había despertado a una nueva existencia.La sonrisa inocente y confiada de su pubertad habíase trocado en ungesto de reserva, como mujer que conoce los peligros del camino y marchacon paso tardo y prudente.

Desde que era objeto de cortejo y los mozos acudían a solicitarla dosveces por semana con arreglo al tradicional festeig, parecía habersedado cuenta de grandes e inesperados peligros que antes no sospechaba, ypermanecía al lado de su madre, evitando toda ocasión de verse a solascon un hombre, ruborizándose apenas unos ojos varoniles se cruzaban conlos suyos.

Este galanteo nada tenía de extraordinario dentro de las costumbres dela isla, pero no obstante, producía en Febrer sorda cólera, como siviese en él un atentado y un despojo.

La invasión de Can Mallorquí porla atloteria bravucona y enamorada mirábala como un insulto. Habíaconsiderado la alquería lo mismo que si fuese su casa; pero ya quellegaban estos intrusos y eran bien recibidos, él se marchaba.

Además, sufría en silencio el despecho de no ser, como en los primerosdías, la única preocupación de la familia.

Pep y su mujer seguíancreyéndolo el señor; Margalida y su hermano le veneraban como un serpoderoso venido de lejanas tierras, por ser Ibiza el mejor lugar delmundo; pero a pesar de esto, otras preocupaciones parecían reflejarse ensus ojos. La visita de tantos atlots y la modificación que esto habíatraído a sus costumbres les hacía ser menos solícitos con don Jaime. Atodos ellos les inquietaba el porvenir. ¿Quién merecería al fin ser elmarido de Margalida?...

Durante las noches de invierno, Febrer, recluido en su torre, miraba unalucecita que brillaba a sus pies: la de Can Mallorquí. No eran nochesde festeig, la familia debía estar sola, cerca del hogar; pero élmanteníase firme en su aislamiento. No, no bajaría. Quejábase en sudespecho hasta del mal tiempo, como si quisiera hacer responsable de lafrialdad invernal a este cambio que lentamente se había efectuado en susrelaciones con la familia payesa.

¡Ay, las hermosas noches del verano con sus veladas que se prolongabanhasta altas horas, viendo temblar las estrellas en el cielo obscuro, másallá del borde negro del porche!... Sentábase Febrer bajo su techumbrecon toda la familia y el tío Ventolera, que acudía atraído por laesperanza de algún obsequio. Nunca le dejaban ir sin una tajada desandía, que llenaba la boca del viejo con la dulce sangre de su carneroja, o una copa de figola perfumada de hierbas olorosas del monte.Margalida, los ojos puestos en el misterio de las estrellas, cantabaromances ibicencos con voz infantil, más fresca y suave al oído deFebrer que la brisa que poblaba de leves estremecimientos la azulconfusión de la noche. Pep contaba con aire de prodigioso explorador susestupendas aventuras en tierra firme durante los años que había servidoal rey como soldado en los remotos y casi fantásticos países de Cataluñay Valencia.

El perro, encogido a sus pies, parecía escucharle, fijos en el amo susojos de suave mansedumbre, en cuyo fondo se reflejaba una estrella. Depronto incorporábase con nervioso impulso, y dando un salto desaparecíaen la obscuridad, entre sonoro rumor de vegetaciones rotas. Pepexplicaba este arranque silencioso. No era nada; algún animal que andabaerrante y perdido en la sombra: una liebre, un conejo que había husmeadocon su sensible olfato de perro cazador. Otras veces se incorporabalentamente, con gruñidos de vigilante hostilidad. Alguien pasaba porcerca de la alquería; una sombra, un hombre caminando de prisa, con laceleridad de los ibicencos, habituados a ir rápidamente de un lado aotro de la isla. Si la sombra hablaba, contestaban todos a su saludo.Cuando pasaba silenciosa, fingían no verla, lo mismo que el obscuroviandante parecía no enterarse de la existencia de la alquería y de laspersonas sentadas bajo el porche.

Era costumbre antiquísima en Ibiza no saludarse en campo raso apenascerraba la noche. En los caminos se cruzaban las sombras sin unapalabra, evitando el encuentro para no rozarse ni conocerse. Cada cualiba a su negocio, a ver a la novia, a buscar el médico, a matar a uncontrario en el otro extremo de la isla, para regresar corriendo y poderdecir que a la misma hora estaba con los amigos.

Todo el que caminabadurante la noche tenía sus razones para pasar inadvertido. Las sombrastemían a las sombras.

Un «bona, nit!» o una petición de lumbre para elcigarro podían recibir como contestación un pistoletazo.

Algunas veces no pasaba nadie ante la alquería, y sin embargo, el perro,avanzando el pescuezo, aullaba frente al vacío negro. A lo lejosparecían contestarle aullidos humanos. Eran alaridos prolongados ysalvajes que cortaban como un grito de guerra el silencio misterioso: «¡Auuú!...»

Y mucho más lejos, debilitada por la distancia, contestabaotra fiera exclamación: «¡Auuú!...»

El payés hacía callar a su perro. Nada tenían de extraño estos gritos.Eran atlots que se aucaban en la obscuridad, guiándose por el sonidode sus gritos tal vez para reconocerse y reunirse, tal vez para pelear,siendo el grito un llamamiento de desafío. Era probable que tras el aucamiento sonase una detonación. ¡Cosas de jóvenes y de la noche!...¡Adelante! Con los de casa no iba nada.

Y Pep seguía el relato de sus viajes extraordinarios, bajo la mirada deasombro de su mujer, que escuchaba por milésima vez estas maravillas,siempre nuevas.

El tío Ventolera, por no ser menos, narraba historias de piratas y devalerosos marineros de Ibiza, apoyándolas con el testimonio de su padre,que había sido paje en el jabeque del capitán Riquer, asaltando detrásde este héroe la fragata Felicidad, del temible corsario «el Papa».Entusiasmado por los recuerdos heroicos, canturreaba con su voz trémulalas coplas con que la marinería ibicenca había celebrado el triunfo;coplas en castellano, para mayor solemnidad, y cuyas palabrasdesfiguraba el tío Ventolera.

¿Dónde

estás,

«Papa»

valiente,

hombre

de

tanto

valor,

que

por

temor

a

la

muerte

te escondiste en un cajón?...

Y la boca desdentada del marino seguía cantando las proezas de otrostiempos, como si datasen de ayer, como si las hubiese presenciado, comosi de pronto fuesen a flamear sobre aquella tierra envuelta en laobscuridad las llamaradas de las torres atalayas anunciando undesembarco de enemigos.

Otras veces, con los ojos brillantes de codicia, hablaba de enormescaudales que los moros, los romanos y otros marineros rojos, a los quellamaba los mormandos, habían enterrado en cuevas de la costa,tapiándolas después. Sus abuelos sabían mucho de esto. ¡Lástima quemuriesen sin decir palabra!... Relataba la historia verídica de lacaverna de Formentera, donde los normandos habían guardado los productosde sus piraterías en España e Italia: santos de oro, cálices, cadenas,joyas, piedras preciosas y monedas medidas a celemines. Un espantosodragón, amaestrado sin duda por los hombres rojos, velaba en el fondo dela sima con el tesoro debajo de su panza. El imprudente que sedescolgaba le servía de pasto. Los marineros rojos habían muerto hacíamuchos siglos; el dragón había muerto también; el tesoro debía estar aúnen Formentera. ¡Ay, quién pudiese encontrarlo!... Y el rústico auditoriotemblaba de emoción, sin dudar de la existencia de tales riquezas, porel respeto que le inspiraba la vejez del narrador.

¡Plácidas veladas aquéllas, que ya no se repetirían para Febrer! Evitababajar por la noche a Can Mallorquí, temeroso de estorbar con supresencia las conversaciones de la familia acerca de los pretendientesde Margalida.

En las noches de festeig experimentaba mayor desazón; y sinexplicarse el motivo, asomábase a la puerta de la torre, mirandoávidamente hacia la alquería. La misma luz, el aspecto de siempre, peroél se imaginaba oír en el silencio nocturno nuevos ruidos, ecos decantos, la voz de Margalida. Allí estaría el Ferrer odioso, y aquelpobre diablo del Cantó, y todos los atlots bárbaros y rudos, con sustrajes ridículos. ¡Gran Dios! ¿Cómo habían podido gustarle estoscampesinos?... ¡Con lo que él había visto en el mundo!...

Al día siguiente, al subir el Capellanet a la torre para llevar lacomida a don Jaime, éste le hacía preguntas sobre lo ocurrido en lanoche anterior.

Escuchando al muchacho, se imaginaba Febrer todos los accidentes delgalanteo. La familia cenaba de prisa, al anochecer, para estar pronta ala ceremonia. Margalida descolgaba del techo de su cuarto la falda defiesta, y luego de ponérsela, con el pañuelo rojo y verde cruzado sobreel pecho, otro más pequeño en la cabeza y un largo lazo de cintas alextremo de la trenza, colocábase las cadenas de oro que le había cedidosu madre, e iba a sentarse sobre el abrigais, doblado en una silla dela cocina. El padre fumaba su pipa de tabaco de pota; la madre, en unrincón, tejía cestos de junco; el Capellanet asomábase fuera de lacasa, bajo el amplio porche, en el cual iban reuniéndose silenciosos los atlots cortejadores. Los había que estaban allí desde una hora antes,por ser vecinos; los había que llegaban polvorientos o manchados debarro, después de caminar dos leguas. En las noches de lluvia sacudíanbajo el techado sus jaiques de burda capucha, herencia de los abuelos, oel mantón femenil en que se envolvían como prenda de moderna elegancia.

Luego de acordar brevemente el orden que iban a seguir en suconversación con la muchacha, la tropa de rivales entraba en la cocina,por ser en invierno el porche un lugar frío. Un golpe en la puerta.

¡Avant qui siga! —gritaba Pep como si ignorase la presencia de loscortejantes y estuviera esperando una visita extraordinaria.

Entraban mansamente, saludando a la familia. «¡Bona nit!¡Bona nit!» Tomaban asiento en un banco, como niños de la escuela, o quedaban depie, mirando todos a la atlota.

Junto a ella había una silla vacía, ycuando faltaba ésta, el solicitante poníase en cuclillas, a uso moruno,hablando a la muchacha en voz baja durante tres minutos, bajo la miradahostil de sus adversarios. La menor prolongación de este breve plazoprovocaba toses, furiosas miradas y reclamaciones amenazadoras a mediavoz. Se retiraba el atlot