Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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14 de octubre.

Llueve, hace viento y reina un tiempo frío y obscuro. En la prisión enque la prudencia manda estarse, vuelvo a ocuparme de la cuestión de lassolteronas. Esta mañana he declarado a la abuela que deseaba estudiarseriamente ese asunto tan interesante.

—No veo el interés—respondió la abuela.

—Pero, abuela, en una población como ésta, el pueblo de las solteronas,como le llama Francisca, es...

—Francisca no es seria—exclamó Celestina, que iba a arreglar el fuegode la chimenea, y aprovechó la oportunidad para mezclarse en laconversación.

—¿Tú qué sabes?—dije descontenta.

—Sé lo que sé—respondió Celestina con la dignidad de los grandesdías.—Una señorita que no habla más que de casarse, no es una señoritaseria...

—Cállese usted, Celestina—replicó la abuela.—Tú no entiendes nada deeso, hija mía.

Celestina no dijo palabra, muy ofendida por la observación de la abuela.Vi, en efecto, por su mirada despreciativa y por su labio en forma depila de agua bendita, que las personas que hablaban de matrimonio eransospechosas para ella; tan sospechosas, que tomó el partido de volvernosla espalda sin más ceremonia.

—Sí, abuela—dije en cuanto se fue Celestina,—quiero seguir a lassolteronas a través de las edades. ¿Ves en ello algún inconveniente?

—Veo los de hacer un viaje muy fastidioso y de singularizarte de unmodo ridículo.

—Sin embargo, antes de decir si estoy madura para el matrimonio, megustaría saber si el celibato me tienta definitivamente...

La abuela hizo un movimiento de tan excesivo mal humor, que me quedéligeramente aturdida.

—¿Es necesario hacer un estudio tan profundo para poner en claro esegrave problema?... ¡Qué rara eres, hija mía!

—Pero, en fin, tú permites que me ocupe en esto; es todo lo que reclamode tu indulgencia...

—¡Ay!—suspiró la abuela,—cuánto preferiría verte reclamar un buenmarido... Sabes que la mujer del coronel Dauvat me ha hablado para ti deun joven teniente que...

—Me escapo; abuela, me escapo... Nada de tenientes, por amor de Dios...Por ahora, vivan las solteronas...

—Chiquilla—murmuró

la

abuela,

encogiéndose

de

hombros.—Malachiquilla...

Tranquila con el permiso de la abuela, registré la biblioteca y busquécon ardor todo lo que pudiera ilustrarme sobre el concepto de la mujeren la antigüedad respecto del celibato.

¿Aceptaba sin repugnancia laidea del matrimonio?... ¿Sentía alguna contrariedad al casarse?...¿Hubiera experimentado cierto alivio sabiendo que estaba libre de unaobligación que le creaban las leyes religiosas y civiles?...

Mis investigaciones me pusieron pronto al corriente.

No hay la menor incertidumbre en estas cuestiones.

El único sueño de la mujer antigua es un marido. Su cerebro está tanhecho a la idea de la necesidad del matrimonio y su corazón tandesequilibrado fuera del marido obligatorio, que no puede concebir otroideal. Todo su ser moral va todavía a apoyar esas buenas razones por elterror de los castigos de la otra vida que esperan a la mujerdesprovista de la égida de un marido. La pobre mujer de la antigüedadestá, pues, colocada en el dilema más espantoso: un marido, o nada dedicha en la tierra, ni de reposo eterno.

El desprecio y la abyección en que viven las mujeres sin marido le dandesde luego en el mundo una muestra de lo que tendrá que soportar en elotro. No puede considerar el celibato más que como la más terribledesgracia, la única que compromete al mismo tiempo el mundo y laeternidad.

Una desgracia que persigue durante la vida y sigue aún a la eternidad,es para hacer reflexionar, convengo en ello. Si la abuela, en vez deprodigarme argumentos discutibles me ofreciese algo semejante, se puedeapostar a que no vacilaría yo lo más mínimo, pues preferiría aventurarla desgracia de mi existencia mortal a arriesgar la salvación eterna...Pero el caso es que como no hay nada sólido en el mundo, las ideas hancambiado de tal modo, que la abuela no puede llamar al Cielo en suayuda, aunque no le faltarían ganas. Desde San Pablo... Pero noanticipemos.

En aquellos abominables tiempos de matrimonio forzoso, las leyes queregían los bienes agravaban todavía la dependencia de la mujer. Aquellasleyes, fieles reflejos del pensamiento antiguo, multiplicaban las trabasen torno del sexo débil y acentuaban en él la creencia en la necesidadabsoluta del matrimonio. No sólo hacía falta un marido para asegurar ladicha eterna, sino que ese marido era igualmente necesario para seradmitida al derecho de vivir, implicado en el de poseer.

Cuando, por el mayor de los azares, se encuentra en la antigüedad unamujer honrada sin casar, la trompeta de la fama invita a la posteridad aguardar la memoria de un hecho tan sorprendente. No se dice: Tal mujerno se casó porque no quiso.

No. Se busca, se comenta y se considera quealgo sobrehumano protegió una determinación que todos califican deextraordinaria.

Si se trata de la hija de Pitágoras, una de las primerasque ilustró el nombre de solterona, se cuenta que el filósofo,suponiendo haber sido mujer en una vida anterior, tenía una alta idea dela excelencia de la mujer, en lo que difería extraordinariamente de suscontemporáneos, y había reivindicado la encarnación de la antiguasabiduría en un hermoso tipo femenino. Ese tipo lo encontró en su propiafamilia. Damo, su hija, llegó a ser su discípulo más ardiente; y laconsagró a los dioses por un voto de virginidad perpetua, le confiótodos los secretos de su psicología y se dice que le dejó sus escritos,haciéndole prometer que no los publicaría jamás. Damo, el asombro y laadmiración de toda la Grecia, tuvo el valor de la obediencia y se llevóa la tumba los secretos del ilustre anciano.

Aun cuando se debilita en Occidente el culto por los muertos ydisminuye, por consecuencia, la hostilidad que creaba contra elcelibato, la antipatía subsiste, a pesar de todo. Se hace constar conasombro que una mujer pintora de Grecia, la famosa Lala, de Cycique, quevivió 80 años antes de Jesucristo, no se casó, y se cuida de hacerobservar que fue su gran fervor por su arte lo que la llevó a esaextremidad lamentable. Del mismo modo, la hija de Plinio, el célebrenaturalista, necesita la reputación de su padre para hacer aceptar susituación de solterona.

Si la antigüedad cuida de hacernos notar particularmente ilustresexcepciones a la ley común del matrimonio, no quiere esto decir que esaley no haya sufrido ningún eclipse a través de los siglos. Cuando, en elmomento de la decadencia, fue necesario multiplicar las leyes en favordel matrimonio, es evidente que, esa multiplicación indicaba que elmatrimonio caía en olvido.

Es de notar, en efecto, que la multiplicación de las leyes morales noprueba que un pueblo se mejore, sino precisamente lo contrario. Cuandola moral está en peligro, es cuando tiene que pedir socorro. Y tomaentonces de la autoridad de las leyes la última, y casi siempreimpotente sanción.

Este hecho es particularmente cierto cuando se trata de las leyesconcernientes al matrimonio en los pueblos monógamos, como Grecia yRoma. Cuando el matrimonio se hundió por todas partes fue cuando lasleyes civiles, que no hay que confundir con las religiosas,multiplicaron sus prescripciones para obligar a realizarlo. ¿Quiénpensaría en buscar penas severas para los recalcitrantes ni en acentuarlos castigos que les están destinados si no hubiese necesidad decastigar ni de obligar?

La verdad exige declarar que en este caso los recalcitrantes fueron loshombres y no las mujeres. Los solterones son los que han producido lassolteronas.

La mujer ocupaba tan poca plaza en el mundo antiguo, que era fáciltratarla como una cantidad despreciable; y sin preocuparse de lo quepodía pensar, los señores hombres no pensaron más que en hacer una vidade placeres y de feliz quietud, exenta de los cuidados de la paternidady de las cargas de familia.

Influida todavía por siglos de hostilidad contra el celibato, la mujertuvo que sublevarse contra tal abandono. Hay que confesar que todoconcurría a hacerle la resignación difícil. Sin gran esfuerzo deimaginación, podemos figurarnos el estado de alma de una de aquellasromanas o de aquellas griegas honradas a quienes las leyes civiles yreligiosas llamaban al matrimonio y que no encontraban marido.

Extrañadas al principio, cada cual podía pensar que siendo más amable ymás bella que su vecina, su juventud no se pasaría en un lamentableaislamiento. Después, pasada la edad fijada por las leyes, y fuertementeestropeada la juventud, venían las inquietudes y triunfaban loscuidados. El deseo de agradar ponía un fulgor febril en la mirada de lasolterona anticipada y en la más estudiada de sus sonrisas había unacrispación. Iba, venía, rogaba a la diosa favorable al matrimonio,suplicaba a su padre o a su tutor que la encontrasen un marido, losllevaba en caso de necesidad a los tribunales, y no por eso encontrabalo que era el objeto de sus sueños. Agriábase entonces su carácter, suhumor se ponía triste y acerbo su pensamiento. Y juventud, belleza ysalud, se consumían en la vana espera del que no venía ni vendríajamás... ¡Pobres solteronas!

Fue preciso el cristianismo para cambiar el ideal de una gran parte delmundo. En cuanto apareció, la existencia de la mujer sufrió unatransformación tan completa como prodigiosa; de esclava que era, seencontró de repente con una personalidad justamente respetada. Después,la divinización de la virgen echó por tierra todas las ideas admitidas yfue posible a la mujer vivir honrada y casta al lado del matrimonio.Bajo la influencia del cristianismo se llegó a comprender que el término«solterona,»

cuyo equivalente existía ciertamente en la lengua deltiempo, no era en sí mismo nada deshonroso. Una vez admitido el estadode virginidad, era natural que se envejeciese en él. ¿Qué es unasolterona? Una virgen vieja. Tener cabellos blancos y la cara arrugadano ha sido nunca una mala acción, que yo sepa.

En esto estaban mis reflexiones, cuando juzgué a propósito hacerparticipar de mi admiración a la abuela.

Sorprendida por mi brusca entrada en el salón donde ella estaba, me echóuna mirada interrogadora.

—Abuela—exclamé triunfante,—es el cristianismo el que ha hecho lassolteronas; así, pues...

—¡Qué tonterías dices, hija mía! ¿Cómo quieres que el cristianismo hayahecho las solteronas?...

—Divinizando la virginidad.

—Ya ves que tú misma te contradices. El cristianismo ha divinizado lavirginidad, es cierto. Pero si ha hecho de la virgen la esposa de Dios,no ha querido en modo alguno divinizar a las vírgenes mundanas, a lasque uno de vuestros autores de moda llama las «semivírgenes.»

—Yo tampoco, abuela, hablo de las solteronas que conocemos...

—Dejemos en paz sus lenguas, hija mía; no despertemos al gato queduerme...—murmuró la abuela sonriendo.

Y no quiso oír nada más.

Es obstinada la abuela... No le gustan las solteronas y no consiente enescuchar nada en su favor. Por fortuna, estoy aquí yo pararehabilitarlas en mi propia mente.