Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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10 de octubre.

Francisca está furiosa.

He ido esta tarde a pedirle un dibujo de bordado, que me hacía falta, yla he encontrado en un estado de irritación indescriptible.

—¡Maldito país! ¡Maldita gente!... Pueblo de chismes!

Por poco me tira de espaldas aquel huracán; pero como conozco aFrancisca, tomé el partido de esperar que hubiese acabado su letanía detontunas.

—¿Qué pasa?

—No me hables; estoy furiosa.

—Ya lo veo.

—Tengo una rabia...

—También eso es visible.

—Figúrate que la señorita Bonnetable acaba de venir a traer a mamá ungran chisme sobre mí...

—¡Ah!... Se puede saber...

—Sí—respondió Francisca, vacilando un poco.—Se trata del capitánTronchet, que, según parece, ha pasado dos veces por delante de misventanas, en el momento en que yo las abría.

—¿Y qué?

—Que no es verdad lo que se dice... ¡Oh! esas solteronas...

—¿No has abierto las ventanas, y no ha pasado el capitán?

—Sí—respondió Francisca, con su desparpajo habitual,—pero cuando yohe abierto la ventana, ignoraba que pasaba el capitán, y cuando éstepasó, no sabía que yo abría la ventana. Y suponen que estábamos deacuerdo...

—¿Y qué?

—Que me ofende horriblemente que se crea que hago caso de ese capitán,que estoy segura que no se ocupa de mí... Es rico, y...

—Y tú no mucho... Piensas, no sin razón, que hay incompatibilidad defortuna, y te abstienes de cuidados inútiles.

—Justamente—respondió Francisca un poco dulcificada.—

Pero como todoel mundo sabe que deseo casarme, aprovechan la ocasión para colgarme unaporción de historias a cual más tontas.

—Eso gusta a todo el mundo.

—Eso es precisamente lo que me indigna... ¡Ah! Magdalena, cuándo saldréde este pueblo, de este medio y de estos inconvenientes... ¡Qué sueño!

—Qué ida la de apurarte de ese modo—dije descontenta.—Se está muybien aquí...

—Sí, habla por ti, tranquila y dulce Magdalena; yo me ahogo en medio delas ideas antidiluvianas que nos rodean. Me horrorizo ante estas cadenasde prejuicios... Todo esto me irrita, y acabará por volverme mala.

—Qué exageración, mi pobre Francisca...

—¡Cómo!—exclamó Francisca con cólera,—¿encuentras divertido vivir enmedio de los aiglemonteses?... Pues sólo con pasar por las calles unpoco estrechas de este viejo Aiglemont, atrapo yo el spleen...

—¡Pobre Francisca!—dije con sonrisa burlona.

—Sí, búrlate de mí, pero eso no quita que esté muy harta de esta vida.Es divertido... Aquí cada cual vive en familia, o mejor dicho, encamarilla. No se admite más que un pequeño núcleo de fieles y se cierradesdeñosamente la puerta a todo lo que huele a nuevo y original. Somosanticuados como un diablo... Es como si estuviéramos dando vueltasperpetuamente en un pequeño círculo.

—¡Crimen imperdonable!—murmuró en sordina para no ofender a lairritable Francisca.

—Sí, crimen imperdonable... Es aburrido estar atada toda la vida;primero por los prejuicios de educación. Hay que hacer esto o lo otro;esto no, ni aquello tampoco... Tal cosa es sacrosanta y tal otra levantauna polvareda general sin que se sepa por qué ni cómo... Sí—continuóFrancisca,—sé por qué y cómo, por el grito de mamá: «¡Oh! Francisca...»Es cargante esa pobre mamá...

—¡Oh! Francisca...—dije, imitando a la señora de Dumais.

—No me pongas nerviosa, Magdalena... Y después, ¿conoces algo másinepto que los prejuicios de sociedad? Piensa en los gritos que daríannuestras amigas si la camarilla llamada alta burguesía se reuniese conla pequeña, y si la gente aristocrática acogiese al comercio y a los queparticipan de las ideas gubernamentales... ¡Dios mío! la mitad deAiglemont sucumbiría del ataque causado por la indignación.

—Qué le hemos de hacer—dije con cierta indiferencia;—no querrásreformar las costumbres y las ideas de las pequeñas poblaciones...

—Sí

que

querría—replicó

Francisca

exaltada.—Es

insoportable viviraquí... Y esas historias sin fin sobre el prójimo, y esa malevolenciauniversal... ¡Qué horror!

—Cálmate, Francisca—le dije al besarla para despedirme.—

Te aseguroque los aiglemonteses no son tan malos como crees.

—¡Que no son tan malos!—exclamó Francisca, al salir adespedirme.—Bien se ve que eres una aiglemontesa... Piensas como yo,pero no haya miedo de que lo confieses. Anda, eres una hipócrita...

—Gracias—dije con la filosofía que caracteriza mis relaciones conFrancisca.

—De modo que tú encuentras que aquí la gente no es mala—

siguiódiciendo Francisca con una recrudescencia de acritud.

Pues se pasa lavida arañándose, mordiéndose, desgarrándose y devorándose.

—Hasta la vista, Francisca—dije para cortar aquella inundación deinvectivas...—Sin el capitán Tronchet, no dirías todo eso...

—Puede ser—respondió Francisca en un rasgo repentino de buenhumor.—Sabes, Magdalena, que eres una buena persona y que te quieromucho—terminó dando una carcajada.

No es muy halagüeño que digamos el cumplimiento de Francisca, y de otrano le aceptaría, seguramente; pero está convenido que Francisca puededecir todo lo que se le pone en la cabeza. Esto hace saltar algunasveces a la abuela, pero como mi amiga

ostenta

una

vocación

por

elmatrimonio

muy

caracterizada, la abuela tiene por ella algunaindulgencia en consideración de sus buenas disposiciones.

No comprendo la antipatía de Francisca por este pobre Aiglemont. Nuncapierde la ocasión de embestir a la población de las solteronas, comoella la llama.

Es, sin embargo, muy pintoresco mi pueblo natal y yo estoy muy orgullosade él...

Situado en el extremo de una cadena de montañas, a modo de un puntofinal, Aiglemont, mi tranquilo pueblo natal, se levanta en la roca conla majestad de una cosa vieja dormida en la serena conciencia de unlargo pasado. Cuando todo desaparece de las antiguas fortalezas, y laciencia militar, tocada por el progreso, destruye todo lo que nuestrosantepasados habían tenido a honor construir, Aiglemont escapa a ladestrucción y sigue presentándose orgullosamente en su recinto defortificaciones que la mantienen y la protegen contra una caída posibleen el valle. Limpia y coqueta, sonríe en medio de un cinturón de verdordel que surgen sus torres grises.

Aquellas fortificaciones son celebradas en diez leguas a la redonda. Sonel paseo favorito de los aiglemonteses, que no se cansan de admirar suspuntos de vista, y es la primera visita que se impone a los extranjerosa quienes los azares o las exigencias de la vida conducen hasta nuestrapeña. Se les cuenta la historia de nuestras fortificaciones llenas detorres y de temerosas prisiones, y las historias que circulan apropósito de ellas. Se les muestra con orgullo cierta roca que se abriópara dejar pasar un santo apóstol amenazado por una tropa de bárbaros.Se les conduce a la famosa torre Sarracena y se les hace admirar labelleza del paisaje que cambia de aspecto en cada uno de los cuatropuntos cardinales. Después, si el guía está dotado de un almaverdaderamente aiglemontesa, pondera el pasado en detrimento delpresente:

—Aiglemont—dice con énfasis en el tono arrastrado y nasal peculiar delos aiglemonteses,—es la última fortaleza del catolicismo. Hasta laRevolución éramos posesión eclesiástica y moriremos fieles a nuestrosdestinos. Nada de ideas nuevas...

El habitante de nuevo cuño tiene un lenguaje muy distinto:

—Aiglemont—dice,—es la fortaleza del obscurantismo, del clericalismoy del fanatismo. Es un país de supersticiones; transformémosle en paísde luz.

Y detrás de sus fortificaciones, los aiglemonteses, divididos en doscampos, miran con malos ojos a todo el que no piensa como ellos. Loscatólicos condenan a los librepensadores y éstos tratan a aquéllos deimbéciles, sin más ceremonias.

Existe un terreno de unión, sin embargo, en los días de grandes fiestas.Católicos y librepensadores se agolpan con entusiasmo en la antiguaCatedral para oír los incomparables acentos de nuestro incomparablecoro.

—Estáis cogidos, odiosos impíos—parecen decir las caras de los devotosasiduos ante la invasión de los nuevos filisteos.

—El coro nos pertenece como a vosotros, estúpidos santurrones—pareceque responden los impíos aludidos.

Y unos y otros, al salir de la Catedral, exclaman con satisfacción:

—La verdad es que Aiglemont puede estar orgulloso de su coro.

Se dice Aiglemont y no la Catedral.

En Aiglemont, en efecto, hay dos parroquias, San Aprúnculo, laCatedral, y San Gengulfo, la parroquia secundaria. La guerra es casicontinua entre aprunculinos y gengulfianos, y los primeros desdeñan alos segundos por su iglesia, por supuesto.

Unos y otros cuentan en susfilas numerosas solteronas, pues el matrimonio, preciso es confesarlo,está poco de moda en nuestro pueblo. En teoría se habla mucho de él; lasmuchachas pululan en Aiglemont. Pero el número limitado de los jóvenescasaderos hace que, si son muchos los llamados al sacramento delmatrimonio, son pocos los escogidos.

No sé si es ese medio ambiente lo que me hace ser también refractaria almatrimonio, o si es la poca costumbre de ver casar a las jóvenes de misociedad lo que me hace considerar mi propio matrimonio como unaeventualidad temible. La verdad es que, a pesar de mi deseo de claridad,no consigo poner estar cosas en claro.

—Estas muchachas...—diría la abuela,—qué imposibles son...