La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XII

En ningún capítulo de los Apuntes que me sirven de guía en este relatohay mayores despilfarros inútiles de tiempo y de imaginación, que en elque la redactora da cuenta del viaje proyectado algunos renglones másatrás. Es, en su mayor parte, un verdadero artículo de Revista,escrito, por una observadora tan impresionable como inexperta, a travésde sus debilidades de sexo y de sus preocupaciones demasiado subjetivas. Échase de ver desde luego en tan prolija tarea, que en lasúltimas entrevistas de Verónica con Pepe Guzmán, el empeñado duelo nopasó de un nuevo cambio de estocadas, como si cada combatiente pusieramayor ahínco en defenderse que en herir, desde que por primera vezcruzaron los aceros en la boda de Sagrario.

Pesa, mide y compara, conescrupulosidad de alquimista, cada gesto y cada frase del recelosogalán; asómale la impaciencia a cada momento en los puntos de su pluma;traslúcesele el desasosiego a cada instante; danle motivo todo lugar ycualquier suceso para recordar al invulnerable y discurrir sobre estascosas, y aun protesta de que en tan invencible y tenaz empeño no entrapara nada el interés amoroso; que todo es obra de la curiosidad, tanvehemente y disculpable en las mujeres en casos tales, y que su corazóncontinúa siendo víscera simplemente, sin un latido ni una sensación demás ni de menos que lo regular y ordinario. Podrá ser aprensión mía;pero es la verdad que leyendo estas largas disertaciones, se me vienen ala memoria los niños que se tapan los ojos para no ser vistos.

La primera etapa de los expedicionarios fue París, según costumbre, y laestancia allí, la más larga de todas las del viaje. Consultó la enfermacon las eminencias del «arte de curar», y ninguna de ellas dejó deprometerla un pronto y radical alivio... ni de aconsejar a su familiaque la volvieran cuanto antes a su casa, porque quietud, sosiego y«auras domésticas», era lo que principalmente requería la incurableenfermedad de aquella señora... En fin, lo que la había aconsejado enMadrid su médico de cabecera. Pero declara ya su hija terminantementeque su madre no viajaba con la esperanza de curarse, sino con elpropósito de divertirse así; y añade que este reparo se opuso aldictamen, tan bien expuesto y mejor cobrado, de las eminencias; queéstas le aceptaron por suyo reverentemente, y que se le ofrecieron a lamarquesa bien diluido en un risueño plan de correrías por los balneariosy sitios de recreo más elegantes y aristocráticos de Europa (igual a loacordado por las eminencias de Madrid después de haber conocido losdeseos de la enferma), y que se determinó que fuera Interlacken, dondenunca había estado, la segunda etapa de la recreativa expedición.Verónica hubiera preferido otro rumbo: Vichy, por ejemplo; y no porquePepe Guzmán se hubiera despedido para aquellas aguas, que tomaba todoslos años para curar ciertos desarreglos de su estómago, puesto que lahabía dado su palabra de encontrarse con ella «donde menos lo pensara»,sino porque... «cada cual tiene sus gustos».

Pero si dejó de ver en el Pirineo francés a su amigo tan estimado, en elcorazón de la Suiza se halló con otro que no valía menos, según la fama,si se pesaban ambos en oro.

Porque allí estaba don Mauricio elSolemne, una semana hacía, a curarse sus achaques nerviosos conaquellas duchas de hielo derretido. Este pretexto alegó, al menos, paraexplicar al marqués su estancia inesperada allí: inesperada, porque detodo había hablado a su ilustre amigo al despedirse de él en Madrid,menos de que padeciera tales achaques, ni de que intentara curarlos deaquel modo ni en aquel sitio. Cierto que no estaba el banquero en elpleno goce de su natural imperturbabilidad cuando estas cosas decía,como no lo había estado cuando se halló de improviso en el mismo hotelque habitaba, con la presencia de sus egregios amigos; que a este mismo«fenooómeeno»

se agarró él como prueba de la existencia de laenfermedad, y que afirmó que la había cogido repentinamente una noche,muy pocas antes, en lo alto de la calle de Alcalá, hablando,desabrigado, con el ministro de Hacienda. Pero tan mal le iba con eltratamiento aquel, en mal hora aconsejado por su médico de cabecera, quetenía resuelta su marcha a París en el mismo día, no obstante el nuevo ypoderoso atraaztivo que tenían para él aquellos lugares

«desde que loshonraban tan excelentes y tan inolvidables amigos». Esto de«inolvidables» se lo espetó a Verónica en un memorial de mirada triste,con el correspondiente tirón de patilla; el cual memorial fue contestadocon una sonrisa... de las de Verónica, la cual sonrisa debió sentarle al recurrente como si le afeitaran en seco.

Y como lo dijo lo hizo, Salió en posta de Interlacken aquel mismo día,sin aguardar a sentarse a la mesa; y detrás de él y con el mismo rumbo,una dama solitaria, de gran porte y «cierta traza», que había llegadocon el banquero mismo, y comía a su lado, y a su lado habitaba en elhotel; es decir, tabique en medio.

—¡Y pensará el simplón que no le he sorprendido elcontrabando!—díjose, muy aparte, el marqués, cuando se enteró detodos estos tejemanejes—. ¡A mí con esas disculpas de colegial! ¡Al queha sido cocinero antes que fraile! ¡Semejante majaderote! ¡Como situviera el lance nada de particular, o nos interesara a nosotros cosaalguna!

Y no se habló más de este suceso en la familia del marqués, ni habíapara qué tampoco.

Escaseaba mucho todavía la gente de lustre en aquel sitio; y con esto ycon no sentarle bien el clima a la marquesa, condújosela a otro más desu gusto. Y no digo a cuál, porque si fuera a seguirla paso a paso en elcamino de aquellos sus antojos de rica vanidosa, incurriría yo en elmismo defecto que he tachado en el correspondiente capítulo de los Apuntes.

Mas por grandes que sean mis propósitos de reducirme todo lo posible enmi tarea, no he de omitir la mención siquiera de lo que más halagaba yseducía los apetitos del marqués durante su peregrinación por tantos ytan culminantes lugares: las celebridades políticas de todos los Estadoseuropeos, que veraneaban dispersas, y con las cuales se topaba acá yallá, con sus respectivos cortejos de admiradores y de parásitos; losestadistas de segunda categoría, harto más ceremoniosos y teatrales quelos de primera: los unos haciendo vida aparte y dejándose sentir, comoel sol, desde muy lejos, o entre nubes; los otros, invadiéndolo todo consu pompa de relumbrón, presidiendo las mesas, los bailes, las jiras yhasta las salas de duchas o de inhalaciones... o la ruleta; pero losotros y los unos asediados por legiones de babiecas y por el espionajede los reporters, para apuntar lo que dicen, lo que piensan, lo quecomen, si se bañan, si se ríen, si meditan, si se enfadan, o si tosen oestornudan, y estamparlo como noticias de sensación en los periódicos demayor renombre, con las más peregrinas conjeturas sobre el influjo delsuceso en la política internacional. Y a los casinos llegaban estos yotros cien periódicos más de todas las naciones, y en todos ellosdanzaban las noticias y las conjeturas, con otras semejantes y nuevoscomentarios de propia cosecha, anunciando entrevistas, desentrañandofrases, prediciendo resultados y dejando muy tirante la curiosidad delos lectores con la promesa de nuevos acontecimientos para el díasiguiente.

Y el marqués devoraba estos periódicos, y contemplaba en éxtasis aaquellos hombres que tanto les daban que decir; y se comparaba conellos, y no se vela más bajo, ni menos ostentoso, ni menos solemne, nimenos «honorable»: ninguno tomaba tan en serio como él eso de

«losorganismos políticos», «las energías de la patria», «el sentimientopúblico», «la alteza y respetabilidad de los cuerpos colegisladores» yotras cosas tales; ninguno le ganaba en desinterés, ni en celo, ni eninstinto político, y pocos, muy pocos, llegarían a aventajarle en elmodo y manera de utilizar con honra propia y decoro del sistema

«latribuna del Parlamento». Esto era «obvio, de toda notoriedad einconcuso», y, sin embargo, su nombre no aparecía jamás entre aquellosotros, tan traídos y tan llevados, ni había un papanatas que lesiguiera, ni un mal periodista que le preguntara su parecer sobre lapolítica del Czar y las últimas circulares de nuestro ministro deEstado.

Citábasele

alguna

vez

entre

los

bañistas

más

distinguidos,recién llegados; cortejaban a su hija algunos insípidos gomosos, porqueera guapa y afamada de rica, y pare usted de contar. Pero ¿qué diablosvalía todo esto para un hombre de su estirpe, de sus nobles ambicionesy..., sí, señor, de su significación e importancia, por donde quiera quese le considerase? Caprichos, veleidades de la fortuna, del «hado»quizás..., porque el marqués estaba persuadido de que a los «hombrespúblicos» los forman las circunstancias, un momento de la vida, un«choque fortuito», de la piedra contra el acero, que hacía brotar la luzde repente. Así entendía el «hado» el buen marqués.

Entre tanto, lejos de desalentarse en su empresa, cada día buscaba conmayor empeño ese instante, ese fortuito choque, y no perdía ocasión dearrimarse a los privilegiados para hombrearse con ellos y meter lacuchara en sus conversaciones. Y así pasaba el tiempo en las etapas desu viaje, y aun en todos sus viajes de veraneo, si no satisfecho de losresultados obtenidos, porque el choque no se verificaba ni la luz seproducía, consolado, al menos, con la ilusión de que las gentes,viéndole tan bien acompañado, le tomarían por lo que no era, es decir,por lo que deseaba ser.

Corriendo los días y rodando los expedicionarios, tan pronto en unpuerto de mar como en una estación de secano, arrastrándose más quecaminando la marquesa, a quien apenas bastaba una semana de reposo porcada hora de jornada, ninguno de los tres recogía el fruto sazonado desus ilusiones: el padre, por lo que se ha visto; la madre, por lo quefácilmente se adivina, por enormes que sean las dosis de vanidad y detonta presunción de que la supongamos henchida, y la hija, porque amedida que el tiempo pasaba sin que se cumpliera la promesa que enMadrid había hecho Pepe Guzmán de encontrarse con ella «donde menos lopensara», crecían sus impaciencias

«por el natural e insignificantedeseo de salirse con la suya»; y la suya era que no se encontraría enparte alguna de su expedición veraniega con Pepe Guzmán; y noencontrándose con él, estaba autorizada para decirle, en broma, porsupuesto, en cuanto le viera en Madrid:

«¡valiente palabra es la palabrade usted!» Y con esta sola preocupación, se pagaba bien poco de todo loque hallaba al paso; de preparar el éxito de sus exhibiciones en playas,alamedas y espectáculos, y mucho menos del tributo ofrecido a su bellezapor la turba de tenorios contrahechos que a eso van a los «centroselegantes», y aun por otros admiradores de más seso y mejor arte.

En Baden-Baden halló el rastro de su amiga Sagrario, que andabarecorriendo el mundo en su viaje de novia. Había dejado allí fama dehermosa, de elegante, y, sobre todo, de desenvuelta. Se hablaba mucho,muchísimo, de sus hechicerías, entre los hombres, y de su «provocativo sans façon», entre las mujeres. Cuando tenía el sitio hecho un volcánde intrigas, de deseos, de cálculos y de murmuraciones, desapareciórepentinamente con su marido, porque éste, que no salía de la ruleta,perdió en una noche cuarenta mil duros, sobre otros veinte mil que teníaperdidos ya; y no se había casado ella con Gonzalo Quiroga para eso,sino para cosa muy diferente. Esto se decía y se propalaba por aquellosámbitos henchidos de la fragancia de todas las pasiones, buenas y malas,pero muy elegantes, y de nada se asombró la recién llegada madrileña,porque lo uno lo consideraba verosímil y hasta necesario, y de lo otrosabía que era la pura verdad.

Sucesos hartos más graves la aguardaban en Spá. Por de pronto, seencontró allí con amigos de su mayor intimidad; como que eran Leticia,su marido y el subsecretario de Gobernación; y ya se supondrá que nocuento este hallazgo entre los sucesos graves a que me he referido,aunque alguna gravedad revestía la altivez del continente de la primera,frente a la actitud algo airada y como rencorosa del tercero; pero másgrave fue una estocada que este funcionario español atizó, en lamadrugada del día siguiente, a un príncipe ruso bruñido a la francesa,que campaba en el sitio por su riqueza, por su boato y hasta por suestampa original y castiza. Tampoco fue lo grave la estocada porquepusiera en riesgo de muerte al príncipe ruso, pues no llegó tan adentro«la acerada punta», sino por el ruido que hizo y lo que dio que hablar alas gentes, y que temer a la impávida Leticia, y que hacer a la mismaVerónica para ayudar a su amiga a convencer al subsecretario de queciertos sucesos, aunque se vean con los ojos y se palpen con las manos,no son lo que aparentan, sino quimeras de la imaginación ofuscada.

Pero lo más original y lo verdaderamente grave del suceso, mirado acierta distancia, fue que el general Ponce, es decir, el marido deLeticia, apadrinó al subsecretario en su duelo con el ruso; en honor dela verdad, no porque llevara el apadrinado su frescura al extremo desolicitar del otro un favor tan señalado, sino porque el ariscoveterano, al saber de qué se trataba, por rumores llegados hasta él,«como amigo, como soldado y como español», no quiso que nadie seanticipara a prestar ese servicio a su ilustre compatriota. No hay paraqué advertir que este detalle sonó en la colonia elegante y desocupadamucho más recio que la estocada y los motivos de ella. En cuanto algeneral, cumplido su deber de amistad, de soldado y de español, yaltamente satisfecho de su conducta, se volvió a sus reales, es decir, apasarse todo el día y parte de la noche con un periodista madrileño,desollando al ministro de la Guerra y proporcionando la metralla con queel primero le fusilaba, un día sí y otro no, desde las columnas de superiódico. Ni más vela, ni en otra cosa pensaba, ni de otros jugos senutría la fibra de su naturaleza.

Pensó Verónica, como lo hubiera pensado cualquier otra mujer de honradotemple, que después de aquel ruidoso acontecimiento su amiga abandonaríaa Spá con cualquier pretexto; pero no la conocía bastante, con creerconocerla muy a fondo. En el de Leticia existían alientos para resistiraquel empuje y mucho más.

—Mi fuga—dijo a su amiga, hablando con ella de estas cosas—sería laconfirmación de los rumores. Otra mujer en mi caso, aun pensando estomismo que yo pienso, huiría por no atreverse a quedárse; pero a mí no meespanta la fiera, y ya verás cómo la domino.

Y nunca se la había visto en público tan serena, tan elegante, tanhermosa, ni tan envidiada, como se la vio después del «grave suceso», nise había mostrado delante de la gente tan expresiva ni tan afable con elsubsecretario de Gobernación, ni tan atenta y cortés con el prínciperuso, que, por cierto, no tardó tres días en largarse de allí.

No tuvo Verónica motivos para dolerse de la resolución tomada por suamiga, pues su compañía y su serenidad la sirvieron de mucho en elverdaderamente «grave suceso»

que aconteció en breve, seguido de otrotan grave como él.

Y fue que hallándose departiendo el marqués y elgeneral, momentos antes de sentarse a la mesa, y paseándose a lo largodel salón contiguo al comedor, y estando la porfía en lo más candente,es decir, sosteniendo el segundo que todas las desventuras de Españaprocedían de la incapacidad y de los desaciertos del ministro de laGuerra y de todos sus antecesores, y templando el primero sus crudezascon reposadas y campanudas reflexiones sobre el necesario

«concurso delas fuerzas vitales del país» y «el engranaje de la máquinagubernamental», de pronto le faltó la palabra precisa; valiose de otramenos propia y muy mal pronunciada; esparciese sobre el sonrosado colorde su rostro un tinte lívido; lanzó un áspero quejido por su boca, quese torcía por momentos, y reviré los ojos; y a no haberle recibido elgeneral entre sus brazos, hubiera dado el pobre marqués con su orondahumanidad en el santo suelo.

Lo que allí sucedería después, no hay para qué referirlo.

Conducido a suhabitación y puesta en movimiento media casa, sometiósele al tratamientoque la ciencia tiene menos desacreditado para esos lances, y se esperóel resultado de él y el de la primera consulta que celebró un rebaño dedoctores que fueron acudiendo alrededor del paciente, los más de ellossin que nadie los llamara. Tras una hora de encierro en el cuartoinmediato al del enfermo, a quien rodeaban su familia gemebunda ycuantos españoles hubo en las inmediaciones, fueron apareciendo uno auno los doctores, en larga y solemne procesión; cediéronles los profanosel sitio en derredor del lecho; tomó la palabra el menos joven y másestirado de los médicos; dijo que estaban perfectamente de acuerdo todoslos profesores allí reunidos, lo mismo sobre el pronóstico que sobre eldiagnóstico de la enfermedad que aquejaba al señor marqués; queaprobaban lo que hasta entonces habían dispuesto los dignísimoscompañeros que se les habían anticipado en el honor de prestar losprimeros auxilios al ilustre paciente; que volverían a reunirse dentrode dos horas, y que buen ánimo, entre tanto, para conllevar lainevitable pesadumbre por lo ocurrido...; con lo cual, y una ceremoniosainflexión de cuello y de espinazo, salió de la estancia seguido de suscomprofesores, lo mismo que habían entrado, uno a uno y con larespectiva inflexión de cuello y de espinazo, graves, muy graves todos,y a cual más atildado y taciturno.

Afortunadamente, lo del marqués no fue tanto como parecía. Rehízose unpoco su naturaleza a las pocas horas; al amanecer conoció a su familia ya sus amigos; articuló algunas palabras; movió los miembros, antesparalizados, y al mediodía del siguiente pronosticó el senado dedoctores, en su tercera consulta, que, sin una complicación inesperada,el ilustre enfermo entraría muy pronto en una franca y satisfactoriaconvalecencia.

Ya las nubes de la tristeza se rasgaban y difundían hastatransparentarse en aquella mansión, poco antes de lágrimas ysobresaltos, cuando la marquesa, que se había quedado en la cama aqueldía para restaurar un poco las fuerzas de su trastornada máquina,puestas en los límites de la extenuación con los recientes sustos y elanterior ajetreo de su larga peregrinación, sintió de pronto talesespasmos, convulsiones y desfallecimientos, que pensó que su vidaterminaba en aquel trance, y lo mismo pensaron su atribulada hija y lasgentes que con ella acudieron a socorrerla. Por consiguiente, nuevosapresuramientos, nueva irrupción de doctores, nuevas consultas y nuevaserie de larguísimas horas de angustias y sobresaltos para la pobrejoven, que, en aquella apuradísima situación en que se veía, se juró así propia emprender la vuelta a Madrid por el camino más corto, tanluego como los enfermos se hallaran en condiciones de ponerse en viaje,si Dios no había decretado que le hicieran al otro mundo sin salir de lacama.

Pero también se resolvió en el mejor de los sentidos la crisis alarmantede la marquesa; sólo que, al paso que el restablecimiento de su maridollevaba trazas de ser completo y sin dejar el menor rastro de laenfermedad vencida, el de ella caminaba paso a paso, y mal seguros, conmuchos tropezones y algunas caídas. Al fin, llovía sobre mojado, y encada nuevo embate de la enfermedad se llevaba ésta mayor tajada entrelas uñas.

Durante la convalecencia de los dos enfermos, Leticia y Verónica, comosi quisieran resarcirse de los afanes y tristezas que habían sufridojuntas como dos hermanas, mejor

que

como

dos

amigas,

hablaron

mucho,

demuchísimas cosas: de todo menos del príncipe ruso y de su duelo con elsubsecretario de Gobernación, y de Pepe Guzmán, que no asomaba porningún sendero a cumplir la palabra empeñada con Verónica. Entre tanto,el tal subsecretario, el general y el periodista español, no seapartaban un punto del marqués, que ya estaba en voz nuevamente ycomenzaba a hacer pinitos parlamentarios.

Estaba muy satisfecho delinterés que se habían tomado por su salud el canciller de acá, elembajador de allá, un ministro del kedive de Egipto y cien eminenciasmás que veraneaban por allí. Esto le confortaba y le reconstituía.

Y hablando, hablando Leticia y su amiga, sacó la primera a relucir a donMauricio el Solemne.

—Poco antes de llegar tú—dijo a Verónica—, se presentó aquí deimproviso; se encontró con nosotros al día siguiente; y como si lehubiera contrariado el encuentro, aquella misma tarde salió para París.

—¿Solo?—preguntó sonriendo Verónica.

—Solo—respondió sonriendo también su amiga—.

Porque por más que seafirmó entre los maldicientes lo contrario, yo creo que nada tenía quever con él una dama muy aparatosa, de cierto pelaje, que le siguió muyde cerca al marcharse, lo mismo que le había seguido al llegar.

—¿Alta y rubia?—volvió a preguntar Verónica, recordando quizás lasseñas de la de Interlacken.

—Morena y baja—respondió Leticia.

—¡Qué voracidad de hombre!—pensó la otra sin pedir ni dar másexplicaciones.

Con los equipajes hechos, los convalecientes medio embanastados; en fin,casi con el pie en el estribo ya para volver a Madrid los tresexpedicionarios de nuestra historia, dijo Leticia a su amiga aldespedirse de ella:

—Sé que el banquero don Mauricio bebe los vientos por ti... ¿No tegusta que te lo diga?... Lo siento, y perdona; pero escucha. Es un tipo, bien a la vista está; pero tiene prendas que no puede ni debedesconocer una mujer como tú. Por tanto, como buena amiga y porque tequiero mucho, te aconsejo que si pide tu mano, no se la niegues.

—Gracias—respondió la aconsejada, pagando con un beso en cada mejillade la consejera otros dos que ésta le había estampado en las suyas, conlas últimas palabras del consejo, como si hubiera querido pintárselasallí para que no las olvidara.

¡También Leticia! ¿Era aquello una burla o una pesadilla?

El mismoconsejo que Sagrario, menos en lo referente a Pepe Guzmán. ¿Por qué estaomisión? ¿Fue por ignorancia o por malicia? ¡Ah!, ¡de qué buena gana lahubiera hecho ella entonces, y aun antes de entonces, por curiosidad, seentiende, nada más que por curiosidad, una pregunta!

«Vamos, Leticia,con toda franqueza..., como si te confesaras conmigo, ¿hasta qué puntollegaron tus amistades con él?...» Porque era mucho lo que, de algúntiempo a aquella parte, la mortificaba esta sencilla curiosidad.