La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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XI

A todo esto, el invierno se había acabado; los salones se cerraban; lastertulias se deshacían; en el Real había terminado su temporada lacompañía de celebridades italianas, cuyos gorgoritos había pagado lagente rica con sumas increíbles, y las que querían aparentar que tambiénlo eran, con el fondo del baúl, las rebañaduras de la despensa y conalgo más sagrado que no se recobra jamás una vez que se ha vendido; y«el mundo elegante», sin salones, sin tertulias y sin Real,dispersábase errabundo y como desorientado, a tomar el sol, como lossimples mortales, por las encrucijadas del Retiro y los ampliosarrecifes del Prado y de la Fuente Castellana; paréntesis de hastío enla alegre vida de las gentonas pudientes, que sólo había de durar eltiempo preciso para que el calorcillo primaveral templara el ambienteserrano y se bebiera las charcas del camino por donde habían de irdesfilando aquéllas en busca de sus costosas, pero entonadas,residencias de verano.

La familia que más lo necesitaba, al decir de ella misma; la que saldríala primera de todas de Madrid, era la de nuestro amigo el marqués deMontálvez. Lo de la marquesa se iba agravando por momentos, hasta elpunto de poner en mucha alarma a su marido y a su hija. Había seriasdiscrepancias entre los doctores más sonados de Madrid sobre si aquellosdolores lentos, profundos y angustiosos, eran simplemente neurálgicos oreumáticos, o acusaban la presencia de un cáncer inextirpable, por locual era de suma urgencia que la enferma saliera a tomar estas aguas,aquellos aires y los gases de más allá; y como lo uno estaba en elPirineo francés, y lo otro en Suiza, y en Alemania y en los confines delmundo lo restante, y, además, era de rigor una detenida consulta con lascelebridades médicas de París, la expedición resultaba larga, doblementepor las precauciones y comodidades que exigía el estado lamentable de lamarquesa, cuyo médico de cabecera, un hombrecillo ya viejo y de granexperiencia, que la quería mucho, porque casi la había visto nacer, laaconsejaba que tuviera juicio, pues ya estaba en edad de ello; que sequedara quietecita en su casa, limpiándola antes de ruidos y debambolla; que se acostara tempranito y se levantara tarde; que se curarade la maña inocente de disimular sus vanidades con exigencias de lanecesidad, y que no tentara a Dios metiéndose en aventuras como la queiba a acometer, porque ese era precisamente el camino más breve quepodía elegir para irse por la posta al otro mundo. ¡Como si callara! Setrazó el itinerario, se dispuso y se comenzó el arreglo de laimpedimenta, ¡que ya tenía que ver!, y hasta se fijó día para la salidade Madrid.

Algunos antes llamó el marqués a su despacho a Simón, el hombre de suconfianza, su administrador general e intendente. Dos palabras sobreeste personaje: Era manchego, y estaba al servicio del marqués desde algunos años antesque éste se casara. Empezó de groom, con su chaquetilla listada demenudos y apretados botones, sus botas de montar y su gorra de librea.Después fue lacayo, y luego criado exclusivamente; más tarde, ayuda decámara, y, por último, administrador de lo de adentro y de lo de afuera;porque era listo como una pimienta, previsor y complaciente hasta loincreíble, y en breve tiempo aprendió lo que no sabía para el delicadocargo que le iba a confiar el marqués. Llegó a pintar la letra y a sacaren el aire las cuentas más complicadas. Si bien lo hacía en laadministración de los mermados bienes del marqués soltero, mejor lo hizocon ellos y los puntales del marqués recién casado, y muchísimo mejorcon el diluvio de caudales que inundó la casa a la muerte del excontratista de carreteras y suministros. Era mozo que se crecía con losobstáculos. El marqués le admiraba y se dormía en la confianza que teníaen él, y hasta la marquesa le distinguía con inusitados testimonios desu aprecio. Tanto, que cuando el administrador insinuó sus deseos decasarse con la doncella más mimadita de la casa, no solamente loaplaudió aquella señora, sino que dotó rumbosamente a la novia y fue sumadrina de casamiento. El marqués no estimaba tanto al espabilado Simónpor su destreza en el desempeño del cargo que ejercía, como por eltalento singular que mostraba para oírle y atenderle, para pescarle los detalles más finos de sus peroraciones a destajo, y hasta paramoverle a extenderlas y elevarlas. Como que llegó a tomarle como piedrade toque de la ley de su elocuencia, ensayando con él, bajo el disfrazde motivos de tres al cuarto, por salvar las convenientes distanciasjerárquicas, entonaciones, actitudes y arranques que pensaba ostentar,en toda su verdadera aplicación y pompa, en el teatro de sus hazañaspolíticas.

En la ocasión en que aparece en el despacho del marqués, aún no habíacumplido el medio siglo. Era delgado, de mediana estatura, de ojospequeños y alegres, ligeramente moreno, de cara larga y algo afilada, nomucha frente, y corto y espeso el pelo gris de su cabeza. Vestía untraje obscuro, muy modesto y muy limpio, y tenía toda la barba afeitada.Nada más insignificante que aquel hombre, a la simple vista: parecía unmozo de café. A la sazón, iban sus negocios particulares en prósperafortuna. Su mujer era una hormiguita, que traficaba en todo loimaginable; y él, con los sueldos ahorrados, otros gajes lícitos de suempleo, y el óbolo de su hacendosa compañera, podía destinar uncapitalito modesto a préstamos sin usura, pero bien garantidos. Y asíiba tirando el pobre y adquiriendo una finquita hoy, y mañana unasacciones del Banco de España

«por una casualidad», y al otro día unahipoteca «de lance».

Nada, que había que quererle y admirarle, en cuantose le oía hablar de estas cosas que le pasaban a él.

Y basta del sirviente; no vayamos a pecar de descortesía con suaristocrático señor, que nos espera en su despacho.

El despacho delmarqués era regularmente amplio, severamente vestido, severamentepuesto y severamente alumbrado por la dulce y severa luz del Norte.Maderas de raíz de nogal con filetes negros, y cuero cordobés congrandes clavos de níkel; armarios llenos de libros regularmente grandes,lujosa y severamente encuadernados; cortinones de color de café con ricay severa pasamanería; alfombra persa de severos colores; coronas demarqués en cada paño y en cada mueble; algunos cuadros al óleo, de tansevero gusto, que costaba trabajo descifrar el asunto de ellos debajo dela pátina que los obscurecía..., y así sucesivamente. Entre tanto, niuna hilacha por los suelos, ni un mueble fuera de su sitio, ni un papelni un cachivache desarreglado encima de la mesa-ministro, detrás de lacual se arrellanaba el marqués en un sillón de una severidad de líneasintachable.

Verdaderamente valía mucho más la urna que el santo.

Bien mirado, enropas menores, digámoslo así, el marqués estaba ya hecho una ruina. Sinlos retoques y aparatosos arreos con que se presentaba en público;envuelto el cuerpo en holgada bata de cachemira; cubierta la amplísimacalva con un gorro griego; descuidados los blancos mechones de pelolacio que sobresalían por debajo del gorro y por encima de las orejas;sin afeitar todavía, y mal tapadas las arrugas del pescuezo por elcuello escotado de su camisa de dormir, ¡cuán diferente era aquelmarqués del marqués del salón de Conferencias del Congreso, y de suspropios salones de recibir, y de todos los salones de la aristocráticacomunión a que pertenecía! Digo en cuanto a su físico; porque en lotocante a lo demás, el hombre averiado y caduco del rincón doméstico,era el mismo personaje ostentoso de la vía pública y de los grandessalones. Refiérome a la prosopopeya y a la solemnidad.

Bien sabido se lo tenía el avisado Simón, y por eso le hizo la mismareverencia al entrar en su despacho y verle solo allí, que si le hallaraacompañado del Presidente de las Cortes.

Dejole el marqués que se doblara cuanto podía dar de sí su elástico ybien educado espinazo, y le dijo, cuando le vio casi derecho y tan cercacomo lo permitía el debido respeto:

—Necesito, Simón, para dentro de cuatro días, diez mil durosdisponibles en poder de mi banquero de París.

—Con permiso de Vuecencia—respondió el apoderado, mansa yrespetuosamente—, no es el plazo tan desahogado como convendría parauna cantidad de esa consideración.

—En plazos más cortos has sabido facilitarme sumas mayores—le replicóel marqués, en tono suave, pero con visos de exigente.

—Es la pura verdad, señor—observó Simón, entendiendo bien el acentode su amo—, que he tenido esa honra muchas veces; y por lo mismo, me hecreído obligado a hacer a Vuecencia, con el respeto debido, esa ligeraindicación...

Porque, si Vuecencia me lo permite, me atreveré amanifestarle que ciertos caminos, cuanto más se pisan y se frecuentan,más intransitables se ponen.

—Todo lo que tú quieras, Simón, todo lo que tú quieras; pero no setrata ahora de esas cosas, sino de hacer lo que té he dicho en el plazoque te he marcado.

—Vuecencia será servido en ese mandato como en todos lo que se dignemanifestarme; pero creo, salvo el mejor parecer de Vuecencia, que es dealguna necesidad poner en su conocimiento las dificultades que hay quevencer para dar ahora cumplimiento a los deseos naturalísimos deVuecencia.

—No veo esa necesidad, Simón. ¿Dónde está ella? O se puede, o no sepuede: has dicho que sí... Pues huelgan los comentarios.

—Pero, con permiso de Vuecencia, supongo yo que esas dificultades quehoy pueden vencerse, a costa de grandes esfuerzos, en un caso idénticosean invencibles mañana.

—¿Y qué?

—Que en un extremo así, convendría estar al tanto de ciertosantecedentes, para no extrañar...

—¡Para no extrañar!...

—Para no atribuir a falta de celo en el administrador (pongo por caso,con el respeto debido) lo que es obra de...

vamos, de la marchanatural..., supongamos, de la cosa misma.

—Pues no te entiendo, Simón.

—Recordará Vuecencia que en varias ocasiones he solicitado el honor deque me permitiera explicarle, manifestarle..., vamos, ponerle a la vistael estado verdadero... de las cosas, como quien dice.

—Cierto. ¿Y qué?

—Que Vuecencia ha tenido siempre la bondad de desatender mis ruegos.

—En lo que te he dado, Simón, la mayor prueba que puedo darte de miabsoluta confianza en la administración de mis caudales.

—Precisamente, señor, del deseo de corresponder dignamente a lainmerecida honra que me dispensa Vuecencia en esa prueba, nace el empeñode enterarle...

—¡De enterarme!... ¿Y de qué, buen Simón? ¿De que no van mis negociosen próspera fortuna? ¿De que este cortijo, y la otra casa, y talesacciones no valen lo que valían, porque los arrendamientos, y elinquilinato, y el estado general de los negocios, y el aspecto alarmantede la política así lo disponen?... ¿No es esto? ¿Ves cómo yo penetro conuna sola mirada hasta el interior de las cosas, y vivo en perfectoconocimiento de ellas, sin que nadie se tome, el trabajo de pesarlas yde medirlas delante de mí? ¿Y qué le vamos a hacer si el cuadro no estan risueño como tú y yo deseáramos?

Pues

paciencia,

Simón,

paciencia,

yaguardemos días mejores, que ya vendrán. Felizmente, mi caudal no es deapariencia: es sólido y es abundante, a Dios gracias, y da para todo;quiero decir, para aguardar los vivificantes calores del estío, bien acubierto de los mortíferos hielos invernales.

—Si no he comprendido mal el símil de Vuecencia, ese es precisamente elpunto en que tengo la desgracia de discrepar de su sabio parecer.

—¿A ver cómo?

—Vuecencia sabe que sus caudales no son los que eran algunos años hace;que han disminuido..., que...

—Adelante, Simón.

—Pero desconoce el detalle, el estado en que se encuentra lo que quedade ellos; porque, si se me permite manifestarlo, los gastos de la casa ylas quiebras habidas en ciertos negocios no han guardado la debidaproporción con la merma de los haberes. El hacer dinero en ciertasocasiones, cuesta más caro que en lo ordinario; y esta carestía seaumenta según que las necesidades se van haciendo más visibles y másfrecuentes..., porque bien sabe Vuecencia que la usura es desconfiada, yhay que satisfacerla, y..., vamos, que abusa más de lo que debiera.

Asísucede que va Vuecencia a tapar un agujero, y para taparle se formaotro; y tapa éste, y resulta otro más grande; y, tapa aquí y destapaallá, piérdese algo el buen tino, y al menor descuido salta una cribaentera, que, créalo Vuecencia, no es la mejor capa para esperar unhombre, abrigado con ella, los calores del verano; sobre todo, si dan enapretar mucho, como aquí sucede, los fríos del invierno.

—No basta la buena intención que a ti te guía, mi fiel Simón, parafallar, con el acierto debido, pleitos de determinada naturaleza...

—Es la pura verdad, señor; pero cuando los números hablan... Si dondehay veinte disponibles se gastan cuarenta, resulta una falta de otrosveinte.

—Si no te conociera, pensaría que llevabas tu atrevimiento hasta elextremo de intentar ponerme a ración...

—¡Señor!...

—¡No te sobresaltes, que ya hice la merecida salvedad; pero no insistasen ese tema, porque las necesidades domésticas y sociales de una familiatan conspicua como la mía, y las de un hombre como yo, no puedensujetarse al régimen admitido para el común de las gentes, ni alcriterio de un sencillo y honrado administrador como tú!...

—Las palabras y los deseos de Vuecencia—dijo aquí el aludido,plegándose casi en dos mitades iguales—son órdenes y enseñanzas paraeste su humilde servidor; pero como, por lo mismo, le debo toda laverdad de lo poco que se me alcanza, quisiera advertir a Vuecencia, conel debido respeto, que no me refería tanto a lo que pudiera llamarse gastos de representación de esta ilustre familia, cuyo necesarioesplendor eso y mucho más reclama, cuanto a otros independientes deellos, y que no son los que menos agujeros han abierto en la criba a quetuve el honor de referirme antes.

—¿A qué otros gastos te refieres?

—A los grandes desembolsos que le han costado a Vuecencia los negociosque ha emprendido en compañía de don Mauricio Ibáñez...

—¡Bah!..., gajes del oficio, Simón: hay que estar a las duras y a lasmaduras.

—Cierto; pero a Vuecencia siempre le han tocado las duras.

—También a él...

—Pero ese es su oficio; aquí cae y allí se levanta: de eso vive; alpaso que Vuecencia...

—¿Otro consejito, Simón?

—¡Dios me libre de la tentación de cometer ese nuevo pecado! Sólo quepensaba yo que en ese punto, bien cabía, sin ofensa de los respetos quedebo, una indicación...

—Y ¿cuál es?

—Que sería más de sentir que el dinero perdido por Vuecencia, comosocio del banquero en determinados casos, el que pudiera perder en lamisma compañía, de muy distinta manera.

—¿Qué quieres decirme, Simón?

—Que estoy muy bien enterado de que en el señor don Mauricio no es orotodo lo que reluce.

—¿Estás en tu juicio? ¡El banquero de más crédito de todos losbanqueros de España! ¡El hombre que abarca los negocios más vastos ycomplicados; que manda en el Ministerio de Hacienda como en su propiacasa!

—Pues ese que manda en el Ministerio de Hacienda (¡y así va ella!) notiene los asuntos tan limpios y desembarazados como creen las gentes ydeseara él.

—¿Cómo puede ser eso?...

—Será, con permiso de Vuecencia, porque el diablo reclame lo suyo, opor otra causa; pero ello es. Y cómo el que se ahoga se agarra a loprimero que alcanza con las manos, y Vuecencia tiene poca práctica paraesos fregados, porque ha nacido para cosas más altas y más nobles...,cumplo con un deber, hasta de conciencia, dándole respetuosamente esteaviso.

—Tú has pisado hoy malas yerbas, Simón... Ya hablaremos oportunamentede esas y otras cosas, con la necesaria tranquilidad. Ahora cumple elencargo que te he dado, y nada más. Cabalmente me hallas hoy en la peorde las condiciones para ocuparme en negocios que me obliguen a fatigarla cabeza con discursos ni con preocupaciones.

—¿Se encuentra mal Vuecencia?

—No muy bien: he sentido un fuerte desvanecimiento al levantarme... yanoche había sentido otro al acostarme.

—Debilidades del estómago...

—Eso creo yo... Pero resérvalo, de todos modos. No he querido decirnada a la marquesa, por no alarmarla. ¡Ah, los frutos del ambiente deesa condenada casa de locos ambiciosos e intrigantes! ¿Qué han de sacarde ella los hombres desinteresados y conciliadores como yo, sino grandesdesencantos y trastornos cerebrales? ¡No sabes con qué ansia aguardo elmomento de salir a respirar aires libres y más sanos, fuera de laatmósfera candente en que nos abrasamos aquí los desdichados a quienesel patriotismo obliga a encadenar hasta sus afectos más íntimos alpresidio de los negocios del Estado!... Tienes mi permiso pararetirarte, Simón... ¡Ah!, se me olvidaba..., y vaya la noticia por loque has de gozarte en ella, no porque yo le dé la menor importancia, nideje de considerar el suceso como un tardío acto de desagravio, porparte del desagradecido Gobierno: lo de mi senaduría es cosa acordada,al fin.

—Reciba Vuecencia por anticipado la más humilde, pero la más cordial delas felicitaciones.

—Esas, para la patria, Simón, que tan necesitada está de reparacionesde esa índole, aunque te suene el reparo a vanagloria. De todas suertes,gracias por la cariñosa enhorabuena... y Dios te guarde.