La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

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Uno y otro volvieron el rostro. La dueña contorneaba su forma ancha ysombría en el luminoso vano de la puerta, que acababa de abrirse.

—¡Las polillas! ¡Las polillas!—volvió a gritar Beatriz, sacudiéndoseel manto.

Un instante después, cuando la dueña terminaba apenas de borrar en losvestidos de su señora la última señal de los insectos, un lacayo vino adecir que doña Guiomar esperaba en su aposento. Ramiro no quisoacompañar a Beatriz, un movimiento pudoroso le impulsaba a evitar enaquel momento la mirada de su madre. Inclinose, pues, con mudareverencia, y se alejó por los corredores.

Aquella tarde, aquella noche y en los días que siguieron, Ramiro recordósin cesar el coloquio del estrado.

Parejas con la tiránica pasión, su orgullo viril crecía ilimitadamente.Ni una brizna de desconfianza brotó en su cerebro, ni una sola reflexiónadversa. Sentíase más seguro que nunca. El grito de Beatriz no fue sinoel clamor de su voluntad totalmente rendida. La había sentido vibrarentre sus brazos con el mismo estremecimiento de la sarracena y otrasmujeres, cuando él las atraía para besarlas; y parecíale llevar aún enla mano el loco latir de aquel corazón bajo el duro azabache.

En cambio, él también quedaba herido por Beatriz, y quizá para siempre.Ya no podía concebir el resto de su vida sin el amor y la total posesiónde la doncella. ¿Para qué soñar, ambicionar, afanarse, si no lograba lacaricia que acababa de escapar a su ansia? ¿Qué era el mundo y susloores sin aquella victoria? ¿Cómo soportar que otro hombre?...

Su ensueño amoroso oscilaba entre el arrobamiento y las fiebres impuras.Unas veces el alma alcanzaba de un solo rapto las beatitudes de lapasión ideal; otras, la sangre clamaba impaciente por la supremacodicia. Ora soñaba que sus labios sorbían el éxtasis en los labios desu amada, cual paradisíaco rocío; ora, que sus deseos eran las abejastemibles cayendo en enjambre sobre una fruta entreabierta.

Luego imaginaba lo que haría, cuando fuera su esposo para apartarla dela irritada sensualidad de los que hubieran sido sus galanes: Lallevaría a un país muy lejano, a alguna ínsula salvaje; o se encerraríacon ella en una morada que no tuviese más abertura que el ferradoportón, para no dejarla salir sino muy de mañana a la iglesia máspróxima, bajo un manto amplio y espeso que la ocultara todo el rostro ysólo dejase a los demás su sombra pasajera y arrebujada. Si alguno osabarequebrarla al pasar o seguirla con descaro, ya sabría él despacharlo alotro mundo por el más listo de los correos, con una oblea harto roja enmedio del pecho.

Una noche, metido en la cama, fuese quedando dormido sin apagar elcandil. La llama sobredoraba sus visiones. Estaba casado con Beatriz yera capitán de corazas en alguna tierra de América. Encontraba un tesoroinmenso, cientos de vasijas sepulcrales repletas de oro. Salvaba alejército en una terrible sorpresa. Ganaba él mismo numerosas batallas.Era hecho Virrey...

Al día siguiente un alguacil de la Santa Inquisición diole, en su propiamano, una cédula por la cual se le llamaba a testificar, por segundavez, en el proceso de los moriscos.

IV

Llegaron días en que don Alonso Blázquez Serrano creyó sentir el acechode las peores especies demoníacas descritas por los teólogos. Su ánimabrioso y brillante se hundió, sin remedio, en las más obscuras regionesde la melancolía. Un pavor enfermizo le agitaba continuamente. Suelocuencia trocose en mutismo; su antigua arrogancia, en el más profundoconvencimiento de la propia indignidad; su exaltado amor a la vida, enel desvío total de todo goce, de todo triunfo.

¿Hacia qué corredor lleno de celadas había enderezado sus pasos? ¿Quéescalera de maleficios habíase puesto a descender a la vejez? Todo se letornaba contrario; y él mismo se comparaba al infelice Laoconte sofocadopor la serpiente.

—¿Por qué, por qué? ¡oh cielos!—exclamaba a veces, dirigiendo lamirada hacia lo alto, como si protestara contra el ensañamiento de ladivinidad.

Por el contrario, en los instantes de contrición, acusábase a sí mismode graves culpas imaginarias; y rememorando las paganas orgías de otrotiempo, sus viejas patrañas de burlador, su afición a las riquezas, sudesmedida vanagloria, llegaba a considerarse como un pecadorempedernido, como un alma obscura y miserable manchada por toda clase decrímenes.

La adversidad había esperado para llagarle el corazón los años desenectud; y, a la par de los abrumadores quebrantos, el mismo mundomaterial cobraba una vida hostil en torno suyo. Hasta las cosasfamiliares entraban en el temeroso encantamiento: una inmóvil colgadura,un paño negro, un antiguo retrato de familia, un espejo, una daga,exhalaban a veces, para él un sentido perturbador, vahos de espanto y dedemencia. Hubiérase dicho que ciertos objetos buscaban expresarlelúgubres presagios.

Hízose entonces más devoto que nunca, redobló las penitencias, inventócilicios especiales y feroces disciplinas, sumergiose en incesanteplegaria. Su espíritu, hastiado del mundo, buscaba ahora confortarse conel ensueño de la otra vida; pero allí también hallose con tremendaincertidumbre: ¡el destino de su alma, su salvación! La eternidad de loscastigos infernales fue muy pronto una idea vertiginosa, que anonadabasu mente. Entretanto, Jesús y la Virgen ya no eran las claras figurasdesprendidas de los cuadros de Italia, sino luengos y pálidos espectros,bañados en un sudor de purgatorio, y cuyas pupilas parecían contemplarcontinuamente el dolor de las ánimas condenadas.

Aquel caballero filósofo, que se había burlado siempre de los bajostemores, y para quien el riesgo diario de las aventuras había sido lamejor espuela del ánimo, humillaba ahora su frente, cargada de miedo, ytemblaba de una nada, de una visión, de una sombra. El anochecer era lahora terrible. La última luz del crepúsculo, agonizando estremecida enlos interiores, le sumergía en ansiedad inexplicable. A veces, imágenesde cadalsos, de quemaderos, de arcas mortuorias, aparecían en lapenumbra; llamaba entonces a sus criados con brusquedad, y, mandandocerrar las ventanas, hacía encender sobre las mesas, sobre loscontadores, sobre todos los muebles, numerosos candelabros, candelabrostraídos de todas las estancias. Pero aun en medio de aquelladeslumbradora luminaria, de aquel incendio de cera que reverberaba en surostro, veíasele palidecer y pasarse la crispada mano por la frente,como si buscara arrancarse, a pedazos, alguna visión.

No faltaban, por cierto, razones a su dolencia. Los desengañoscortesanos fueron el comienzo de su desgracia. Don Alonso, durante labienandanza de Antonio Pérez, había ofrecido en su honor festines ycacerías, llegando a obtener de sus labios la espontánea promesa dehacerle otorgar, en la primera ocasión, una silla en el Consejo deItalia. Luego, cuando la estruendosa caída del privado, y aun después dela fuga, el caballero avilés, fiel a sus principios de lealtad, fuequizás el único palaciego que osara defenderle. Esto bastó. Una consignasigilosa bajó de lo alto. Se le hizo sufrir toda suerte dehumillaciones, se le postergó en las ceremonias, se le vejó ante lasdamas, sus memoriales fueron a dar a los braseros. Algunos eclesiásticosle abordaban dulcemente y le proponían, cual si fuera por meroesparcimiento, teológicos problemas que rozaban el dogma. Estabaperdido. Aquel hijodalgo que creía no conocer el miedo conoció elterror, un terror sobrenatural, un terror por encima del coraje delhombre.

Era el maleficio, el aojo del Rey.

Su varonil empaque tomó entonces un aspecto doblegado y taciturno. Sutez cobró un tinte macilento. Las antiguas cuartanas reaparecieron.

En aquella sazón, un pintor, a quien llamaban el Greco, hízole suretrato. Peregrina pintura, en la cual podía descifrarse el secretoíntimo del hombre, mejor que en su semblante verdadero, como si elartista hubiese untado el pincel en la substancia viviente del rencor,de la melancolía, del orgullo. Alta lechuguilla exornaba el rostroamarillado y patético. Se veía que el interno brasero de las pasionesextremas desecaba la carne y atosigaba y torcía los humores. El iris yla pupila, estriados de biliosas agujas, verdegueaban bajo un fluidotransparente, que parecía renovarse sin cesar, como el de una miradaviva, y la boca se encogía bajo el mostacho, como si luchara porcontener algún altivo denuesto. Máscara tiesa de cortesano disfrazando amedias la honra colérica, el brío estrangulado.

Al mismo tiempo un apaciguamiento místico y una luz de religiosaesperanza parecían envolver la figura y formar la atmósfera del cuadro.

Cuando don Alonso, ahitado de la corte y viendo venir la ancianidad,determinó refugiarse en su propia mansión, contando repartir los añosque le restaban entre el amor de su hija y el goce tranquilo de lostesoros de curiosidad y de arte, aglomerados en las señoriles estancias,nuevos infortunios, cada vez más inesperados y violentos, vinieron abuscarle allí mismo y a poner en peligro su honra, su libertad, sulinaje y hasta su último resto de dicha en la tierra.

Don Alonso amaba a Beatriz con amor ciego y tolerante de padre mundano.La educación que él la diera no había consistido sino en ceder a todossus antojos, en seguir embobado todos los sesgos de su veleidosoespiritillo. Una caricia de aquella manita diablesca, un oportunogimoteo, bastaban para que el ruego más descabellado le pareciese alhidalgo la más razonable exigencia. Con esta blandura corruptora creíaagregar al propio afecto el de la madre ausente, a quien el nacimientode su única hija habíala costado la vida.

Tomole maestros de danza, de canto, de vihuela; de todas las cosas quese aprenden sin dolor y ofrecen más tarde nuevos licores a la juvenilembriaguez. Espantábale someter aquella cabecita de ángel pelinegro acualquier esfuerzo penoso. A los quince años, la niña sabía apenasdeletrear. El arte de la labor le era desconocida. Su séquito de dueñas,antes la servía para mantener en torno suyo el aparato ceremonial, quepara custodiar su persona; y como su padre pasaba tanto tiempo en lacorte, Beatriz gobernaba el solar a su antojo, cual infanta levantisca.Sin embargo, doña Alvarez, que había aprendido su oficio en las grandescasas de Madrid, solía dirigirla, ante los extraños, severosapercibimientos, que ella escuchaba con mohín mentiroso de enfado,comprendiendo que todo aquello contribuía a presentarla como una joyadelicadísima, como un ser exquisito y precioso rodeado de las másatildadas precauciones.

De esta guisa, sabiamente aleccionada, comenzó a llenar Beatriz sumisión en la tierra: reír, vestir hechiceramente, hacer cada vez másligera su danza, salpicar a cada giro del faldellín un rocío defascinación. De alambique en alambique, llegó a ser una verdaderaquintaesencia de cortesanía y de embeleso. Todo lo que era pesado o botopara el amor desapareció de su menuda persona, no quedando sino lovivaz, lo mondo, lo agudo, lo picante, el grano concentrado de especia,el clavo de olor, capaz de perfumar a un tiempo innumerables deseos.

A pesar de su celoso cariño, don Alonso deseaba casarla temprano, conalgún mancebo capaz de mantener el lustre de la sangre. Ramiro se leimpuso con predilección exclusiva. Todo, en aquel descendiente deilustres caballeros, la precoz seriedad, el porte, el discurso, leinspiraban el presentimiento de una vida llamada a las más heroicasempresas. Además, había notado que cada vez que pronunciaba su nombredelante de Beatriz, el rostro de la doncella se coloreaba al pronto deinstantáneo rubor. Llevola tan sólo una vez a la corte para no poner enpeligro su propósito, y trató de alejar a los hermanos San Vicente, cuyafamiliaridad debía inspirar a Ramiro perpetua desconfianza. Para estoordenó a doña Alvarez que, así como Gonzalo o Pedro se presentasen devisita, estando él ausente, les hiciera decir que Beatriz no podíarecibirles mientras su padre no regresara de la corte.

El segundón fue el primero en llegar. Al escuchar la consigna, pensó quefuera cosa de la servidumbre, y como venía de una taberna, quiso entrarde buen o mal grado, amenazando abrirse paso con la espada; pero losporteros, dispuestos a morir en el umbral, permanecieron inconmovibles.

Gonzalo, por su parte, tomó un camino más seguro: el soborno de doñaAlvarez.

Como los cuartos se trocaron en reales y los reales endoblones, la dueña se fue ablandando como correaje en el unto, y elmancebo pudo contar, en la misma alcoba de su amada, con una nuevaCelestina de prodigiosos ardides.

El rumor de aquel violento desaire corrió por la ciudad y fue el origende un odio acerbo entre las dos familias. Doña Urraca tomó a su cargo lavenganza. El favor de que gozaba su marido en la corte, a más del cargode comisario del Santo Oficio, serían armas sobradas para abatir algúndía la soberbia de su pariente.

Por aquel tiempo, cierta noche de verano, don Alonso encontró sobre unbufete de su cámara un papel misterioso. Interrogó a los criados y a lasdueñas. Nadie supo responder. Se le decía, sin firma alguna, que Ramiroera hijo de moro. Riose de aquella ridícula especie, y mientrasdespedazaba el papel, recordó la anterior invención sobre la complicidaddel mancebo con los conspiradores de la morería. Los meses pasaron. Porfin, pocos días antes de la muerte de don Íñigo, volvió a recibir unbillete en el cual le manifestaban que Ramiro era hijo de doña Guiomarde la Hoz y de un moro de Córdoba; y que si acudía tal día, a tal sitioy a tal hora, se le haría conocer toda la historia del nacimiento.

Don Alonso dirigiose al lugar de la cita, acompañado de un solo lacayo.Era una cuesta, poco antes de llegar a la Encarnación, donde el rumor deuna fuente ablanda la aspereza del paraje. Cuando le pareció que habíasido burlado, un hombre menudo y encogido salió por detrás de unaencina. Era Diego Franco, el campanero de la Catedral. Gorra en mano, yacechando al hablar con sus ojos pequeños y vivos todo el contorno,repitió la historia que Medrano le había referido, en lo alto de latorre, durante una hora de beodez. Juraba por todos los santos, daba losmás verosímiles indicios, y afirmaba que cuando doña Guiomar se habíacasado con el caballero Lope de Alcántara ya estaba preñada del moro.

Sólo entonces, relacionando con aquella narración ciertos pormenores queél había observado indiferentemente en casa de don Íñigo, concibió donAlonso la primera sospecha. Pensó en la llegada tan misteriosa del padrey la hija para no volver, nunca más, a su casa de Segovia; en elnacimiento de Ramiro en Avila a los pocos meses; en la vida claustralque llevaron durante algunos años; en la constante melancolía de doñaGuiomar; en la escasa afección del anciano por su nieto; en el silencioque rodeaba la memoria de aquel Lope de Alcántara, muerto, sin embargo,tan gloriosamente por su Rey. La denuncia resultaba asaz verosímil. ¿Quéhacer? Había un medio de saberlo: preguntárselo derechamente a donÍñigo. Pero su viejo amigo estaba concluyendo.—No importa—se dijo, y,aquella misma tarde, se dirigió a la casa del moribundo.

El anciano estaba rígido en el lecho. Como se esperaba su muerte pormomentos, habíanle vestido el manto todo blanco que prescribía paraaquel último trance la regla de Santiago. Sostenía su cabeza el mismocojín de cuero verde sobre el cual su esposa doña Brianda había exhaladoel último suspiro.

Don Alonso pidió que les dejaran a solas. Cuando todos se retiraron, elmoribundo bajó tristemente los ojos hacia el amigo. Entonces BlázquezSerrano pidiole disculpas de venir a turbar aquellos momentos desaludable meditación; pero se trataba, dijo, de un asunto harto grave yvenía a exigirle el postrer homenaje a la amistad que les había ligadohasta entonces.

—Vuesa merced se va—exclamó;—pero yo quedo, y solamente la palabra devuesa merced puede auxiliarme en esta cuita.

Luego declaró su deseo de casar a Beatriz con Ramiro, y refirió ladenuncia que acababa de llegarle.

—Yo sospecho que vuestro nieto es víctima de una villana calumnia; peroen caso contrario—añadió don Alonso acercando su rostro al rostro delanciano y tomando el tratamiento familiar,—en caso contrario, vos, migrande amigo, no permitiréis que esa desventura se extienda hasta micasa. Por Nuestro señor Jesucristo, decidme, aquí a solas, agora quenadie nos escucha: ¿es esto verdad?

Don Íñigo parecía no haber oído un solo vocablo, como si su espírituflotara en región demasiado lejana; pero de pronto sus grandes ojos,donde la vida se apagaba como la última penumbra en agua inmóvil ytriste, comenzaron a manar, sin el menor movimiento de los párpados, unhumor abundoso, un flujo de lágrimas. Poco después, entreabriólentamente la boca, y una sola sílaba, pronunciada con fuerza, como porotro ser invisible, una sílaba que era todo un inmenso dolor, resonó enel silencio:

—¡Sí!—dijo don Íñigo.

Y fue un sí espectral, lúgubre, un largo sí de otro mundo. Ultimoaliento, última burbuja de aquel espíritu que se hundía para siempre enel mar de la eternidad.

Pocos días después aparecieron en Avila los pasquines sediciosos, yaunque don Alonso, prevenido y aconsejado por el mismo don Diego,habíase marchado la víspera a la corte, el señor de San Vicente y suesposa, en una plática de sobremesa, soplaron su nombre al doctor Parejade Peralta, alcalde de corte enviado por el Rey. La intimidad deBlázquez Serrano con los culpables hacía verosímil la denuncia, con sólopresentarle como a uno de esos vasallos hipócritas que dan su sonrisa almonarca y el corazón a los rebeldes, y se hacen encontradizos enpalacio, justamente cuando va a estallar en algún punto del reino lamina que ellos mismos ayudaron a socavar.

Una carta de su maestresala trájole la primer advertencia. Por ella supodon Alonso que, en la tarde del 21 de octubre, un hato de ministros dejusticia había invadido su mansión, penetrando en todas las cuadras,revolviendo armarios y arcones, descajonando hasta el último escritorioy concluyendo por llevarse un gran fajo de papeles y un sello deamatista con las armas de Bracamonte. El y otros criados habían queridoimpedirlo, pero el alguacil les había amenazado con la horca, invocandoel nombre de Su Majestad.

Don Alonso resolvió trasladarse a Avila, sin pérdida de tiempo, paratranquilizar a su hija y desbaratar las calumnias. La intriga estabahábilmente urdida y, aunque los mismos papeles secuestrados comprobabansu inocencia, el sofisma procesal torturó los hechos y los vocablos. Porfin, la generosa intervención del prior de Santo Tomás vino a socorrerleal borde mismo del derrumbadero, paralizando la causa.

Sin embargo, pocos días después de la ejecución de Bracamonte, y no sinprevenir de antemano al Corregidor, marchose don Alonso para Madrid, conel propósito de pedir amparo a su amigo el Conde de Chinchón y arrojarsea los pies del soberano protestando de su inocencia.

Felipe Segundo se hallaba todavía en El Escorial, y don Alonso prosiguiósu viaje con una carta del Conde. Durante el camino, reclinado en loscojines del coche, fue componiendo en su mente dramático discurso, conel cual contaba conmover el corazón del monarca. Ensayaba la mímica y lavoz, trocaba un vocablo por otro, rehacía toda una frase y, lleno deconfianza, cumplimentábase a sí mismo por el hallazgo de un epíteto másculto o de un hipérbaton más elegante.

Dos días tardó en hacerse conceder una audiencia. El Caballerizo Mayorle condujo.

El Rey se hallaba en la antecámara de su celda, y llenos estaban losvecinos corredores de gente togada, de frailes, de clérigos, decortesanos. Todo un mundo vestido de ropas negras o pardas que se movíacon actividad silenciosa y grave.

El sol de otoño inundaba el cuartujo monástico donde eran recibidos losembajadores. Don Alonso respiró al entrar un tufo de ungüentosmedicinales. Dos anchos bufetes cargados de papeles ocupaban el fondo.En uno de ellos trabajaba Rodrigo Vásquez, en el otro un hombrecillohirsuto y barbinegro que don Alonso no conocía. Fray Diego de Chaves,acercándose a una de las ventanas, púsose a mirar hacia el campo.

El monarca más poderoso de la tierra, el rey taciturno y papelero,estaba sentado en una silla frailuna, con una pierna extendida sobre untaburete y el codo apoyado en una tosca mesa de roble, anotando sincesar, con su propia mano, pilas enormes de documentos. En pie, a suizquierda, Santoyo, su ayuda de Cámara, tomaba las fojas y espolvoreabade arenilla la reciente escritura.

Felipe Segundo debía de estar harto enfermo. Su tez había cobrado opacoblancor de yeso humedecido.

No se oía en la estancia otro murmullo que el rasguear incesante de laspéñolas en el papel.

Afuera el aire resplandecía y el cielo azul brillaba como un límpidoesmalte sobre la austera y rocosa campiña. Por momentos el Rey levantabala cabeza para meditar, y la luz que entraba por los vidrios desteñíadel todo sus pupilas quietas y aceradas de serpiente.

Don Alonso esperaba junto a la puerta, y, para distraer su emoción,desviaba por momentos los ojos hacia una extraña pintura suspendida delmuro: loca apariencia, de zodíaco infernal, lleno de condenados ydemonios.

Aquel monarca no precisaba del aparato de los tronos. Cuando llegó elmomento de entregarle la esquela del Conde y doblar ante él la rodilla,don Alonso sintiose temblar de la cabeza a los pies. El Rey leyóbrevemente. Luego, su boca fría, violácea y duramente crispada haciaadentro, como si mordiese ya la acre ceniza de todas las glorias delmundo, dejó escapar, moviendo levemente los labios, una voz apenasperceptible:

—Si fueseis tan leal vasallo como el Conde asegura—dijo—bienpudisteis prevenirnos de la aleve traición que se tramaba a vuestravista.

Don Alonso quiso entonces decir lo que llevaba ordenado en su memoria;pero sus ojos se encontraron con los del Rey, y su razón, inhibida depronto, no halló sino vocablos importunos, deshilados, inocuos:

—¡Vuesa Majestad no debe dudar... yo nunca imaginé... soy todoinocente!

El Rey le detuvo con un ceño y sus labios volvieron a moverse. Pero estavez nadie, ni acercando el oído a su rostro, hubiera podido distinguiruna sola palabra. Era como el monótono zumbido de un insecto, el mismolenguaje incomprensible y sordo que exasperaba a los emisarios de otrossoberanos.

Por último, la mano que descansaba asida a la cadena de oro del toisón,una mano de cadavérica blancura, levantose en el aire señalando lapuerta; y como don Alonso vacilara, el regio ademán acentuose con unestremecimiento perentorio del índice.

Toda réplica hubiera sido fatal.El caballero obedeció.

Cuando Blázquez Serrano se halló de nuevo a solas, en su coche, caminode Avila, el fuego de la honra comenzó a encenderle la sangre. Ya noquería seguir meditando en la enormidad del ultraje recibido, buscabasólo la forma de la venganza. Pensó con admiración y con envidia en suamigo Antonio Pérez; pensó en huir como él a una corte extranjera ylanzar desde allí contra el tirano las silbadoras saetas de su rencor.De esta suerte haría eterno su nombre, y su honra vengada pondríase a lapar de la grandeza del Rey. Al concebir esta idea, una puerta ilusoriaabriose de pronto en su imaginación, y sus ojos vieron de nuevo lafigura sobrehumana de Felipe Segundo siguiéndole con la mirada a lolargo de los caminos. Todo su brío se desplomó.

Hallose anonadado,vencido, por algo irresistible, como el poder de un hechizo funesto.¡Ahora sí que su garganta sentía la hez nauseabunda de las ambicionespalaciegas! Asaltole frenética ansia de dejar de existir para el siglo,de entregar lo que le restaba de vida al servicio de Dios, entre loscuatro muros de una celda.

Al día siguiente, al acercarse a Avila, ordenó al cochero que se llegaseal convento de Santo Tomás. Quería hablar de paso con el Prior.

Era un mediodía frío y luminoso de fines de octubre. Los arrierosmoriscos dormían al borde de la carretera, junto a sus botijos, echadospanza arriba, como asesinados. La ciudad de las herrumbradas murallas ypoderosos torreones parecía hartarse de sol.

Reinaba en torno un sosiegoresplandeciente y adusto. Don Alonso recordó el verso de Alighieri:

Loco

e

in

Inferno

detto

Malebolge,

Tutto

di

pietra

e

di

color

ferrigno,

Come la cerchia che d'intorno il volge.

Entró derecho a la celda de su amigo atravesando el Patio del Silencio.Abrió la puerta con suavidad. El religioso dormitaba extendido deespaldas sobre rústica tarima; su boca, entreabierta, sonreíadichosamente. Una de sus piernas colgaba fuera del lecho, y el pantuflo,sostenido sólo por los dedos del pie, rozaba las losas.

BlázquezSerrano,

antes

de

despertarle,

contemplole

unos

minutos

con

envidiosaadmiración.

Una hora después salía del convento resuelto a ingresar a las órdenes.

Quiso entrar a su palacio por la puerta del corral, y subiócautelosamente las escaleras, pasando por la librería y avisandosilencio a los criados que se adelantaban a recibirle.

¡Cuán hondo movimiento de fastidio produjeron ahora en su ánimo aquellosvastos salones, donde había aglomerado con obstinada pasión tanto objetovalioso, escogido y adquirido por él, en sus viajes!

¡Oh tediosas vanidades! ¡Cuánta pena inútil, cuánta ceguera, cuántapuerilidad significaban aquellas fruslerías entre el amargo realismo dela existencia! ¿Para qué tanto afán disipado en colorir y labrarmarfiles y leños, en retorcer la pasta quemante del vidrio, en incrustarataujías ante la expectativa de la muerte?

¡Y qué decir de la pompa de los estrados, del boato de las colgaduras,del aparato de las libreas!

¡Ah, tantos años sin encontrar la verdad! ¡Pero ahora, al menos, la veíaante sus ojos como escrita en letras de fuego sobre el muro: librarsecuanto antes de la pesadumbre de la riqueza, ir en pos de la quietud, dela humildad, del escondrijo espiritual, lejos de la intriga mundana,lejos de los rostros crispados por la codicia y el odio, y dirigir todaslas potencias del alma hacia el supremo objetivo de la salvación! Era yaun anciano y no podía ofrecer al Señor sino un pasado de crímenes y unaparato caedizo y funesto de vanagloria.

Habíase sentado en un sillón de la librería, esperando que aderezaran sulecho.

—Aún queda remedio—se dijo de pronto, y levantose bruscamente parahacer llamar a su confesor y consultarle, sin demora, la recientedeterminación de ingresar a las órdenes. Pero, al acercarse a unapuerta, su oído comenzó a escuchar un acompañamiento de rabel y una vozjuvenil y melodiosa. Despegó azoradamente los labios. ¡Su hija!

De estancia en estancia fuese acercando a la alcoba. La puerta malcerrada dejaba una abertura, pero don Alonso no pudo ver sino a la dueñaque, sentada sobre un almohadón, seguía el compás con la cabeza,entrecerrando los ojos. Beatriz cantaba: Ventura

quiso

qu'os

viese,

amor

que

luego

os

amase,

ausencia

que

n'os

mirase

porqu'en

veros

no

muriese:

todo

lo

hizo

ventura,

ventura

fue

conosceros,

conosceros

fue

quereros,

quereros

fue

desventura.

Presentes

penas

mortales

causan

dolor

verdadero;

sus

muestras

hacen