La Gloria de Don Ramiro - Una Vida en Tiempos de Felipe Segundo by Enrique Larreta - HTML preview

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En ese instante, Beatriz, al levantar la frente, vio a su derecha,contra una columna del crucero, el fantasma... ¡la persona misma deRamiro!

El órgano y los bronces seguían resonando. Un vendaval de religiosaalegría doblegaba las cabezas de la multitud arrodillada. Beatriz sesintió desfallecer, confundiendo en el mismo transporte la resurreccióndel Señor y la presencia del pálido mancebo, cuyo rostro figurósele, alpronto, la faz descarnada y admirable de la Pasión.

Con las últimas palabras del Evangelio, Ramiro comenzó a retirarse,lentamente.

Arrimose al sepulcro de Diego del Aguila, apoyando su sien contra elmuro, como si esperara un consejo de aquel antiguo caballero de sulinaje, dormido allí dentro, en la honra. La gente salía por todas laspuertas de la iglesia. Ramiro vio que su rival se estacionaba junto auna pila, con los dedos puestos al borde, esperando seguramente aBeatriz.

—¡Es

fuerza

vencer

aquí

mesmo!—se

dijo.

Y,

empujado

por

irresistiblemovimiento, fue a colocarse, casi oculto, tras la misma columna. De estasuerte, cuando Beatriz se halló a pocos pasos y Gonzalo se adelantó aofrecerla el agua bendita en los dedos, Ramiro mojó a su vez,brevemente, los suyos, y los alargó también hacia ella, con gestoimperioso y tranquilo. Sorprendida por aquel doble ademán, la doncellavaciló; pero, en seguida, bajando los ojos, tendió al pasar sutemblorosa mano hacia la mano de Ramiro.

Los dos mancebos se miraron un instante de un modo terrible. Gonzalotomó una expresión iracunda; mientras Ramiro, alzando la cabeza ylevantando por detrás su capa con el estoque, le observaba por arribadel hombro, con una sonrisa más insultante que toda palabra.

Cuando Ramiro, al salir del templo, puso de nuevo los pies en la soleadaplazuela, pareciole que aquellos vecinos y forasteros, palacios ytorres, cosas y seres, no eran sino el teatro aparejado por Dios paralos episodios de su historia; y que él era toda la vida, y toda la vidaun engendro de su alma. El demonio del orgullo levantole en los espaciossobre el hormiguero de los hombres, y, otra vez, bajo el solembriagador, sintió en su frente el beso o la mordedura de invisiblequimera.

Todo

el

día

lo

pasó

vagando

por

la

ciudad.

Densos

perfumes

primaveralesdesbordaban las tapias de los huertos y flotaban en las callejuelas. Else sentía también renacer con las flores y los follajes.

Aunque la herida le molestaba, salió de nuevo a pasearse después decenar. Las constelaciones temblaban en el azul inmenso y liso de lanoche. Recordó que la Iglesia festejaba anticipadamente la Resurreccióny que el cuerpo de Jesús había permanecido en el sepulcro hasta lamañana siguiente, y con aquella idea, al levantar los ojos al cielo,parecíale aspirar los aromas del divino sudario y como una sagradafrescura que bajara de las estrellas.

Una vez en su estancia, y después de unos minutos de descanso, sintió enel costado el fulguroso dolor de otros tiempos. La llaga estabareabierta. Al otro día el cirujano le prescribió nueva reclusión.

Para su dicha, el escudero presentose una hora después, y, habiéndoleoído quejarse, se atrevió a decirle:

—Esto me recuerda un flechazo que recibí en las costas de Trípoli. Vinola gangrena y no me dejaba. Creyéndome un día curado, bajé de la flota,y dale otra vez. Por fin un amigo segoviano arrimome un caño de arcabuzbien rojo a la llaga, y poco después pude pasearme.

Propúsole el mismo remedio. El mancebo se prestó, y un candente barroteaplicado a la herida le dejó curado para siempre.

XXVII

Los días inmediatos desarrollaron para Ramiro una de esas bregasinteriores que semejan la alternativa de un anciano y un mancebo. Elentendimiento razona, aconseja, predice; mientras la voluntad,sintiéndose por fin reducida, se dispone a obedecer. Llega luego laacción, y no queda sino el vuelco del azar y el ardor de la sangre.

Pocos días después de la conminación de su madre, en un instante defervor y remordimiento, había prometido a Su Divina Majestad ingresar ala Orden del Carmelo apenas terminase sus estudios, y aquel voto,lanzado en rapto de pasión, veíalo ahora suspendido a una alturainaccesible encima de su ánimo. Sin embargo, era menester cumplir. Locontrario sería perderse para esta vida y para la otra, pues el Señor noperdonaba semejantes perjurios.

Entonces los malos espíritus emergieron como sirenas. Uno susurraba queaquel sacrificio sería inseguro y estéril, pues él no era hombre capazde arrancarse del pecho el ansia de vivir soberbiamente, de triunfar enel siglo, de poner su garra sobre todas las presas de la voluptuosidad ydel orgullo. Otro le decía con hipócrita blandura:

«Tiempo habrá devestir el sayal; pero antes precisas correr mundo y conocer todo el malde la vida, para salir templado de ese fuego purgativo como el acero delas espadas. Sólo así podrás llegar a comprender la grandeza del sublimereverso realizado en los claustros.»

Pero él rechazaba con indignación estos discursos, reconociendo laelocuencia acomodaticia del Tentador.

En cuanto a Beatriz, no había para qué seguir pensando en ella. Lo queél buscó ya estaba conseguido. Había humillado a su rival y mostrádoleque, si él lo quisiera, la hija de Blázquez Serrano sería su desposada.¿A qué más?

Una tarde calurosa de fines de abril fuese a dar una vuelta por elcamino exterior que corre al pie de los muros. Dejó la ciudad, como decostumbre, por la puerta de Antonio Vela. No había llovido en todo elmes. El valle, con sus panes demasiado mohínos, mostraba, allá abajo, unaspecto sediento y polvoroso. Al llegar a la esquina del Alcázar doblóhacia la izquierda, y siguió caminando sin detenerse.

Aislada entre las peñas y bañada por los últimos resplandores de latarde, la basílica románica de San Vicente relucía cual cobrizorelicario; mientras los dos inmensos torreones de la puerta vecina serevestían de sombra cuasi nocturna. Ramiro levantó la mirada paracontemplar el delgado puente de piedra que une sus almenas y que en eseinstante contorneaba su arco negrusco sobre un cielo de oro y de llamas.

Al viento del Sur, que había levantado desde la mañana continuosremolinos de polvo a lo largo de las carreteras, sucedía ahora una calmade paisaje pintado. Voces largas y jubilosas resonaban a cada instantesobre las colinas. Ramiro dejose invadir por aquella languidez, poraquella holganza crepuscular que desunce los bueyes y refresca en cadacabaña la frente y el pecho de los labriegos.

Entró a la ciudad, y, al cruzar la plazuela de Sofraga, vio en torno ala fuente ocho o diez mozas de cántaro que dejaban correr la hora entrecuentos y decires, la boca llena de risa. Aguijoneado él mismo por lased, miró como un bíblico milagro aquel fluido abundoso que, surgiendode la sequiza muralla, empapaba los bordes del pilón y se volcaba por lacalleja.

Detuvo el paso y recostose en el muro frontero.

Una de las mozas era muy blanca y garrida. Con el cántaro en la cadera,y apoyando el vientre contra el duro granito, estirose con ansia hastarecibir en la boca el largo beso del agua. Cuando se irguió de nuevo, suempapado corpiño mostró los hombros y los pechos como si estuviesendesnudos.

La hermosa mujer, con su anhelante movimiento, antojósele a Ramiro unafigura de lascivia. Nunca como aquella tarde, después del larguísimoencierro, sintió de modo tan fuerte la tentación de la mujer. ¿Sería, enverdad, un soplo maldito ese incentivo que llegaba en las ondas delaire, ese almizcle indefinido de la hembra, que hacía temblar a lossantos y contra el cual los conventos levantaban sus poderosas murallassin aberturas? ¿No fue, acaso, el Divino Alfarero quien torneara convisible complacencia las formas de aquella ánfora maravillosa? ¿Cómopodía ser tan grande pecado gustar sus delicias? ¡Ah! ¿por qué tantomiedo y tanta pena? ¿Por qué no gozar de una bella criatura como delfruto de un árbol? ¿Por qué aquellas que le expresaban con cautelosamirada su deseo no venían a ofrecérsele ingenuamente, una a una, como enlos sueños? ¿Por qué tanto pavor entremezclado al más delicioso consuelodel mundo?

A lo largo de la calleja del Tostado llegaba un grupo de gente.

Instantes después, el mancebo se halló sorprendido por Beatriz y doñaAlvarez. Una y otra venían en sillas de manos. El negro manto de ladoncella estaba cubierto de arena blanquizca y su tez descolorida por elpolvo; las pestañas, cenicientas; los cabellos resecos y como canosos.Llegaban, sin duda, de alguna finca de los alrededores.

Al pasar junto a la fuente, Beatriz no pudo reprimirse, e inclinado sucuerpo, pidió con el gesto a las mozas que la alargasen un cántaro.Luego, echando el velo hacia atrás y pegando su boca al barrohumedecido, diose a beber como una zagala.

Entonces doña Alvarez,levantando su bastón, dejolo caer sobre el cacharro, diciendo con vozbaja y severa:

—La hija de un Blázquez no bebe en la rúa.

La niña obedeció, y sonriendo a su antiguo galán, que se acercabahaciéndose encontradizo, murmuró dulcemente:

—El otro domingo vuelve mi padre de la corte. Vaya vuesa merced asaludalle.

XXVIII

Llegado que fue el próximo domingo, Ramiro se engalanó como nunca y, alas tres de la tarde, fuese a visitar a don Alonso. La sangre, laimaginación, el orgullo tiraban en un solo sentido como los trapos deuna barca en el viento. Además, no le faltaron razones para demostrarsea sí mismo que aquel paso era del todo oportuno, pues si había de partiren breve, no hallaría mejor ocasión para desligar a don Alonso de lapromesa del hábito y declarar al padre y a la hija el objeto de suviaje.

Cuando Ramiro penetró en la cuadra de las pinturas, Blázquez Serranoregalaba a sus amigos con la sorpresa de un nuevo cuadro adquirido en lacorte.

—Algunos—decía—lo atribuyen a Rafael de Urbino, y a mi fe, yo veopatente en este lienzo su sabio colorir y su consumada maestría de losperfiles.

La mueca de muda admiración, la mano que se encartucha como un anteojo,la que requiere las gafas y las va distanciando lentamente para volver aacercarlas, y toda suerte de frases e interjecciones de contagiosoentusiasmo alternaban en derredor del caballete de taracea.

El docto señor de Mújica exclamó por último:

—Es digno de Apeles y de Parracio.

Ramiro hubiera querido también expresar su parecer. Estaba convencido deque a la mayor parte de aquellos señores se le alcanzaba muy poco delarte de la pintura. Sin embargo, todos manifestaban el mismo delirio yexaltaban a los grandes maestros como no lo hicieran con los héroes ylos santos. Consideró entonces el privilegio de aquella gloria que nadiequería desconocer; acordose de los famosos pintores adulados por reyes ypontífices, y pensó que él mismo, ejercitando su asombrosa vocación,hubiera llegado muy pronto a la fama universal, al placer, a la riqueza,con sólo un haz de pinceles. Pero él no habría hecho aquella pinturaalfeñicada y femenina, aquella pintura sin contraste y sin misterio.Sentía desde niño la fruición de los interiores sombríos, donde laspupilas descansan de la refracción implacable de las tierras y un solorayo de sol revela bruscamente el color y la forma. Para él la pinturadebía seguir también ese anhelo, consolar el sentido y tornar más fuertey más hondo el ensueño, como el claroscuro de las estancias.

Don Alonso, al advertir que Ramiro se acercaba, tomole afable las manosy, después de un momento, preguntole en voz baja:

—¿Quiere vuesa merced pasar al estrado? Allí encontrará a mi hijaBeatriz con algunos galanes y amigas que ella ha reunido. Toda gentemoza y danzante.

Ramiro se inclinó, y el caballero le condujo en persona a lo largo delas galerías; pero antes de entrar en el estrado le detuvo un momentopara decirle:

—Quería comunicar a vuesa merced que el negocio del hábito habrá queolvidallo por un tiempo, pues Su Majestad...

—Mejor así, señor—interrumpió Ramiro,—pues yo mesmo no sé agora si loaceptara.

—¿Y qué diría vuesa merced—continuó don Alonso—si le nombraranregidor, como al hijo de San Vicente?

—¿Regidor? Si yo no hubiera de tomar el camino que presumo, algo másalta sería mi ambición. ¡O César o nada!—agregó Ramiro sonriendo.

Hallose abandonado de pronto en medio de una cuadra tenebrosa, sindistinguir rostro alguno. Hizo entonces una pausada reverencia,adivinando, por detrás de la barandilla, doncellas y galanes queacababan de enmudecer. Por fin una voz exclamó:

—Lléguese vuesa merced a la tarima.

Era Beatriz. Había que avanzar y avanzó; pero después de algunos pasosfelices, llevose por delante una bandeja de metal donde vidrios yporcelanas se entrechocaron terriblemente. Oyose una risa tenue como uncéfiro. Fue a caminar en opuesto sentido, y una jícara que había rodadosobre el tapiz crujió bajo su pie como una nuez aplastada. Alguien hizosonar por mofa la cuerda de un rabel. La risa aumentó.

Estaba trémulo, y quizás la misma emoción hízole distinguir bruscamentea las doncellas sentadas a la morisca, sobre almohadas de terciopelo, ya los sonrientes galanes que las atendían, doblando la rodilla sobre elcorcho. Ramiro, después de los saludos, fue a postrarse junto a Beatriz.Su confusión era enorme. La niña le preguntaba por los suyos, y élrespondía como aturdido, no pudiendo pensar en otra cosa que en sugrotesca aparición. Vergüenza mayor no había pasado jamás. ¿Qué gesto,qué palabra podría hacerle recobrar su apostura?

Todos pedían a Beatriz que danzara, y ella se excusaba débilmente. Susojos fosforecían como luciérnagas, y la extremada blancura de su tezvencía la obscuridad, semejante al lirio en la noche. Galanes ydoncellas hablaban en lenguaje artificioso.

Cada pareja escurría unconcepto con apurada exquisitez; el sol, la luna, las estrellas servíanpara expresar, de modos innumerables, las excusas, las querellas, losrendimientos. Se templaban guitarras y vihuelas y oíase un murmullopreparatorio.

De pronto, Beatriz se levantó. Ofreciósele de compañero el alférezAntonio de Castro, recién llegado de Nápoles y que juraba ¡per Baco! acada instante, para hacer reír a las niñas.

Todos pedían danzas diferentes: la pavana, la alemana, el pie del gibao,la gallarda.

El alférez dijo, a su vez: ¡ per Baco: la gallarda!, y,tomando la mano de Beatriz, interpuso entre sus dedos y los de ella unpañizuelo perfumado.

Dieron cinco pasos y después los perdieron. Los instrumentos sonaban conanticuada languidez y el lucido soldado conducía majestuosamente a laniña con la pompa señoril de aquella danza de los abuelos. Ella lemiraba embebecida; ora ofreciéndose como una criatura del aire levantadapor la onda de las vihuelas; ora evitándole con apicarado temor en algúnapresuramiento del ritmo. Su embeleso embriagaba, enloquecía. Un lacayoacababa de abrir las maderas de una ventana, y la niña pasaba ahora, dela sombra a la claridad, como una visión, arrastrando en pos de sí labruma de los sahumadores. A cada gesto picante, a cada mudanza difícil,estallaba en la tarima una brusca aclamación. Ramiro sentíase reducido,anonadado por aquel triunfo. Era un sentimiento imprevisto. Parecíalepor momentos que su alma toda se iba también en pos de aquel faldellín,como el humo rastrero.

Concluida la gallarda, todos pidieron, a una, el baile del polvillo.Beatriz fuese a mirar por la rendija de una puerta, temiendo que supadre se presentase; y, después de apostar en aquel sitio al alférez,adelantose hacia la ventana, de modo que toda la hojuela de oro y elabalorio de su vestido rebullese en la luz. Entonces, recogiéndoseapenas la falda con ambas manos, y mirándose ella misma los pies, púsosea repicar sobre el tapiz oriental un loco chapineo, tan recogido quehubiese podido bailarlo en un plato.

Ella cantaba:

Pisaré

yo

el

polvico

tan a menudico,

y los que estaban en la tarima contestaban a un tiempo, al son de lasguitarras: Pisaré

yo

el

polvó

tan a menudó.

¡Per Baco! ¡Per Baco! —gritaba el alférez, punteando el compás conlas palmas.

Beatriz postrose por fin como extenuada sobre el almohadón deterciopelo, junto a Ramiro. El perfume de sus ropas parecía más intenso.Leocadia se le acercó de rodillas, ofreciéndola el chocolate en unajícara de oro.

—No, tráeme un barro—la dijo Beatriz.

La criada ofreciole al punto, sobre una salvilla, los destrozos de unbúcaro de Méjico que acababa de romper. La niña cogió un casquillo deaquella tierra comestible y, llevándoselo a la boca, comenzó adevorarlo, haciéndolo rechinar entre sus dientes.

Otras amigas laimitaron.

Ramiro hubiera querido sustraerla a todas las cortesanías y alabanzas delos demás; sentíase receloso de cada palabra. Púsose a hablarla de símismo, de ellos mismos, recordando los días de la niñez. A una preguntade la doncella, confiola rápidamente el compromiso que había contraídocon su madre de partir en breve para Salamanca, a fin de completar susestudios.

—Tengo por seguro—díjole entonces Beatriz—que vuesa merced ha dellegar a ser un gran sabio; pero no le alabo la afición; más biensentara a su bizarría alguna guerra.

Para mí, digo yo, un soldado valemil bachilleres.

—Gloria no pequeña procura así mesmo el saber—repuso Ramiro.

—¿Cuál más grande para un galán que haber matado muchos turcos ofranceses con la propia espada que lleva? Mi padre estuvo en una granbatalla en la mar. Mire vuesa merced al alférez que ha peleado mucho,pero mucho, y agora viene a danzar con nosotros, como si tal... Asíquisiera ver a vuesa merced y aún mejor.

—¿Tanto admiráis al alférez?

—Es harto gracioso y valiente.

Tres doncellas y dos mancebos tañían ahora vihuelas de arco, un rabel yun clavicordio. Era una música que se entraba en las almas.

Ramiro sentíase como embriagado por vicioso licor y todo extraño, todoajeno a sí mismo. Sus sentimientos familiares habían huido muy lejos,dejándole a solas con una imperiosa pasión surgida de pronto de algúnsilo del alma y ante la cual todos los instintos corrían a sometersecual humilde servidumbre. El no sabía lo que pensaba ni lo que iba adecir, y por eso mismo, palpó mejor que nunca ese obscuro fondo del ser,encima del cual, lo que él llamaba su sentimiento, su albedrío, suconciencia, no eran sino burbujas de un profundo hervor incomprensible.Dejose llevar.

La palabra de Beatriz le sorprendió:

—Cuán pensativo hase quedado vuesa merced. ¿Sufre malencolías?

Ramiro no quiso contestar.

—¡Ah! no. Será la herida aquella que harale daño a las veces.

—Esa ya cerró, Beatriz—replicó entonces el mancebo;—otra es la queagora vase reabriendo y haciéndome morir.

—¿Morir?

—Un regalado morir que es vida, pues si ansí no me matara, yo muriera.

—¡Ingenioso!...

—Exquisita llaga que me punza con sabrosos recuerdos.

Beatriz suspiró. La música exhalaba ilusoria frescura como un volar deespíritus ideales. Ramiro entreabrió sus labios con una sonrisavoluptuosa. De pronto, con voz muy queda, e inclinando el cuerpo haciaella, prosiguió:

—Acuérdome agora de cuando me asomaba de noche a mi ventana, allá en laheredad. Todos en vuestra casa dormían, y vos mesma. Yo pensaba entoncesque el escuro perfume de los jardines era vuestro aliento, ¡y mispupilas, fijas en la altura, querían adivinar lo que sabían y aun sabende nosotros las estrellas!... ¡Yo os adoro, Beatriz!...

La niña suspiró otra vez, y Ramiro sintió que su manita buscaba la suya.Sus dedos se entrelazaron, se ciñeron apasionadamente.

—¡Cuán dichoso me siento!—balbuceó entonces Ramiro.—Decidme queapagaréis mis enojos y me amaréis de veras. ¡Ah! ¡Cuándo será que puedallamaros mi esposa, mi Beatriz, mía! ¡toda mía!

Su aliento buscó la mejilla cándida de la doncella.

En este instante alguien nombró a Gonzalo de San Vicente y Beatrizoprimiole la mano para que le dejase escuchar. Pedro Valdivieso referíaque el mismo don Felipe acababa de traer a su hijo, en nombre de SuMajestad, el nombramiento de Regidor.

Cuatro lacayos entraron en la sala con ocho candelabros encendidos y unmomento después llegaba el dueño de casa con algunos señores. Doncellasy galanes se levantaron. Don Alonso llamó a su hija para que hiciese lareverencia a su pariente el señor Márquez de las Navas.

XXIX

Dos días después, Ramiro recibió de una vendedora de rosarios un favorde raso verde. Beatriz se lo enviaba. El no se atrevió a ponerlo en sugorra, como lo hacían otros galanes amartelados; pero decidió llevarloconsigo entre el jubón y la ropilla.

Necesitaba, a su vez, de unintermediario seguro. Cohechar a doña Alvarez le repugnaba. Hizo llamara Casilda.

La muchacha, bajando los ojos, escuchaba en silencio los mensajes eíbase a repetirlos sin quitar ni poner. De esta suerte llevó también unasortija de diamantes y trajo una muy señoril, con florentino selloburilado en una crisólita. Casilda fue excelente recadera, y, segúnandaba por todos los barrios, tomaba lenguas y destapaba secretos,aunque no lo buscase. Por ella supo Ramiro que los lacayos de Gonzalo deSan Vicente hablaban a menudo con doña Alvarez; y que Pedro, el hermanomenor, apenas se embriagaba en alguna taberna, poníase a gritar, dandopuñetazos sobre las mesas, que así que Gonzalo llegara a casarse con lahija de don Alonso, él les daría, a uno y otro, de puñaladas, la mismanoche de la boda.

Muy pronto, el día de Santa Rita y Santa Quiteria, debía Ramiro salirpara Salamanca. Una vez allí, y al cabo de algunas semanas, comunicaríaa su madre las disposiciones de su ánimo. Quizás al hallarse en aquellaciudad asombrosa, «pasmo del orbe», entre los vivientes dechados depiedad y sabiduría, su corazón le empujara irresistiblemente hacia lagloria espiritual de los soldados de Cristo. Pero si no era así, si suvocación no se revelaba de modo patente, estaba resuelto a tomar otrasenda. Un cuantioso patrimonio, pensaba, iba a caer bien pronto en susmanos.

El corto plazo que le restaba dedicole especialmente a Beatriz. Rondabaen torno de su casa por la mañana y por la tarde. Veces veíala aparecerdetrás de las vidrieras; veces, conviniéndose de antemano por intermediode Casilda, salía de la ciudad e iba a sentarse sobre un canto, frenteal lienzo de muralla que correspondía a su mansión, hasta verla asomarentre almena y almena.

La víspera de la partida Ramiro pasó más de una hora en aquel sitio,esperando que Beatriz apareciera sobre la torre. Reinaba un gransilencio. El galán no apartaba los ojos de la rugosa muralla, a cuyo piela roca granítica, rebajada por manos inmemoriales, remeda el embate deun mar. La niña asomó, por fin; y algo blanco, un papel, un billete,comenzó a descender en el aire con vacilante ondulación. ¿Qué signospreciosos traerían para él aquellas alas mensajeras? ¿Cuál habría sidoel acento escogido por su amada para poner un pedazo de su alma en lasolemne despedida?

Recibió el papel en el sombrero y lo abrió. Decía:

«Aun más de lo que os amo os amara si, en llegando a Salamanca, meescogieseis vos mesmo, en la tienda que llaman del Zamorano, unagallarda vihuela de lindo sonar. Quisiera viniese, luego luego, pormedio de algún viajante, pues tengo harta necesidad. Dícenme que elcura de San Juan debe volver esta semana.

»Dichoso viaje, mi señor bachiller.

Beatriz.

»Hago escrebir este papel por la dueña, pues me he lisiado ayer undedo, jugando en el huerto con los amigos.»

Doña Guiomar había puesto en movimiento a la numerosa servidumbre. Aldía siguiente, de mañanita, todo estaba aparejado; y, llegada la hora,sacáronse a la calle, por la puerta principal, las acémilas cargadas, elcuartago para Ramiro y el macho rucio para el Canónigo, quien debíaacompañarle hasta Castellanos de la Cañada.

Ramiro subió a despedirse de su abuelo. Don Íñigo se dejó besar ladiestra como idiotizado; una nevada de ancianidad había caído de prontosobre él, enfriando para siempre el último calor de su intelecto. Suchupado rostro estaba a trechos amarillo y a trechos moreno, como loslimones que se resecan.

A su vez, doña Guiomar abrazó a su hijo esforzándose en sonreír bajo laslágrimas; y, para poder seguirle con la mirada, subió con sus doncellasa la torre del caserón.

XXX

«Hijo mío: Tardo eres ya en contestar a una madre que te quiere más quea sí. Hasta hoy, que es día de Pentecostés, no me han llegado otrasnuevas que las que trajo de palabra el licenciado Carmona.»

Así comenzaba la segunda carta de doña Guiomar a su hijo.

Por fin, cierta mañana, un religioso carmelita, de regreso de Alba deTormes, sacó ante ella, del hueco de la manga, el ansiado papel. Ramirocontaba primero su entrevista con el Rector del Colegio del Arzobispo,en cuyas propias manos había dejado todas las cartas que llevaba. Luegorefería su previo ingreso a las Escuelas Menores.

«Es de maravillarse—decía—que, siendo aquí vieja costumbre atormentara los nuevos con las más crueles invenciones, así que yo penetré en elclaustro, mirando a todos muy ásperamente, la mano puesta en laguarnición de la espada y haciendo arrastrar a lo bravo la rodajilla, nohubo ninguno que osara menearse. No sé de qué suerte; pero todos conocenmi hazaña con los moriscos. Un barbudo estudiante díjome ayer que, desdeque él viene a las escuelas, no tiene memoria de otro nuevo que hayaescapado a los gargajos.» Luego agregaba: «¿Os acordáis, madre, de aquelcapitán Antonio de Quiñones, que iba a nuestra casa? A ése le vi enCastellanos y quiso llevarme consigo a perseguir corsarios. Viendo miresistencia, me dijo: «Mire vuesa merced que no le hizo Dios parafraile, sino para soldado. Cuidado no se equivoque, que le ha de pesar.En Cartagena le espero hasta el día de San Pedro y San Pablo.»

Era todo el contenido de la carta. Algún tiempo después llegó otra másbreve, en que comunicaba tan sólo que en el Colegio del Arzobispo leexigían ahora las pruebas de limpieza de sangre. «Esto—agregaba—hasido siempre de práctica con todos los que buscaron ingresar, y eso queestán allí los mejores linajes de España. Pero ¿no bastaba, acaso, consaber mis apellidos y que soy hijo vuestro y descendiente de tan clarosagüelos, para excusar toda probanza? En un principio asaltome el antojode enviar los reposteros de mis mulas para que se enterasen de nuestrosblasones. ¡Pero es fuerza acomodarse a la regla!»

Doña Guiomar le envió con un criado antiguo, en buena cabalgadura, unlacónico billete diciéndole que regresara cuanto antes, porque su abuelose hallaba muy malo.

En efecto: don Íñigo, consumido por un malmisterioso, pasaba terriblemente a mejor vida, con los labiosestremecidos por incesante plegaria. Aquella triste carne, manandohumores, anticipaba al sepulcro su trabajo siniestro. Una sutil fetidezse extendía por toda la casa. Las dueñas y los criados se apretaban lasnarices al pasar frente a la puerta del enfermo. Entretanto, doñaGuiomar no se apartaba un instante de su cabecera, como