La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Todus nus iremus de la casa, señora, porque a esa mentecata no hayquien la sufra.

—Usted, por lo pronto, como si ya se hubiese ido. Puede usted buscarotro sitio donde servir, que yo no tolero que ningún criado se me quieraimponer.

El cocinero quedóse otra vez inmóvil y estupefacto ante aquella bruscadespedida; pero reponiéndose en seguida giró sobre los talones, diciendocon dignidad:

—Está bien, señora; lo buscaré.

Clementina siguió murmurando después de haberse ido:

—¡Pero qué atrevido es este gallegazo! ¿Habrá mastuerzo? No creo que anadie más que a mí le toquen semejantes criados….

Apaciguándose de pronto por virtud de otra idea que le acudió, dijo:

—Anda, ven a vestirme, que ya es tarde.

Entró en su tocador seguida de Estefanía. Contra lo que debíapresumirse, ésta tenía el semblante grave y nublado. Comenzó adespojarse rápidamente de su traje de calle para ponerse el de mediaceremonia con que comía y recibía a sus íntimos por la noche, más clarosiempre, con un pequeño descote y los brazos cubiertos. La doncella, auna indicación suya, sacó un traje color fresa exprimida del granarmario de espejo que ocupaba enteramente uno de los lienzos de lapared. Antes de ponérselo le arregló el pelo y le quitó las botinasbronceadas, sustituyéndolas con el zapato adecuado. No había abierto suboca la pálida doncellita hasta entonces, reflejando en el rostro cadavez más tristeza y preocupación. Al fin, hallándose arrodillada a lospies de su ama, levantó los ojos para decirla tímidamente:

—Señora, voy a rogarle una cosa … que no despida a Cayetano.

Clementina la miró con sorpresa:

—¿Esas tenemos?… Conque después que has sido tú la que….

—Es que, señora—articuló Estefanía poniéndose todo lo colorada quepermitía su tez—, si ahora le despide, me van los demás a tomarojeriza.

—¿Y a ti qué te importa?

La doncella insistió con muchas veras y cada vez con palabras mássuplicantes y persuasivas. La señora negó poco tiempo. Como el asuntoera de poca monta y observaba no sin sorpresa el interés y aun ansiedadque su predilecta tenía en que el cocinero quedase, no tardó enconcederlo, ordenándole que ella arreglase el asunto. Con esto elsemblante de la chica se animó al instante, se puso como unas pascuas ycomenzó a maniobrar en torno de su ama con extraordinaria presteza.

Dos golpecitos dados en la puerta las sorprendió a ambas.

—¿Quién es?—preguntó la señora.

—¿Te estás vistiendo, Clementina?—se oyó de fuera.

Era la voz de su marido. La sorpresa de la dama no disminuyó por esto.

Osorio subía rarísima vez a su cuarto estando ella sola.

—Sí; me estoy vistiendo. ¿Hay gente abajo?

—Los de siempre: Lola, Pascuala y Bonifacio…. Es que tengo que hablarcontigo. Te espero aquí en el salón.

—Bien; allá voy.

Desde entonces hasta que terminó de arreglarse, Clementina guardósilencio obstinado, expresando en el rostro una preocupación sombría queno pasó inadvertida para su doncella. En sus dedos, al dar los últimostoques a los pliegues de la falda, había un ligero temblor, como el delas niñas que por primera vez se visten para ir a un baile.

Osorio la esperaba, en efecto, en el saloncito de arriba contiguo a su boudoir

. Estaba sentado negligentemente en una butaca; pero al ver asu esposa se levantó, dejando caer previamente en la escupidera la puntadel cigarro que fumaba. Clementina observó que estaba algo más pálidoque de costumbre. Era el mismo hombrecillo de facciones correctas y malcolor que cuando se casó; pero en los últimos doce años se había gastadobastante su naturaleza. Muchas arrugas en la cara; el cabello gris y labarba también; los ojos menos vivos.

Fué a cerrar la puerta que su mujer dejó abierta, y acercándose a éstale dijo con afectada naturalidad:

—El cajero me ha entregado hoy un recibo tuyo de quince mil pesetas….

Aquí está.

Sacó la cartera y de ella un papelito satinado y oloroso, que presentó asu esposa. Esta lo miró un instante con semblante grave, sombrío, sinpestañear, y guardó silencio.

—Hace quince días me entregó otro de nueve mil…. Aquí está.

La misma operación, y el mismo silencio.

—El mes pasado me presentó tres; uno de siete mil, otro de once mil yotro de cuatro mil…. Aquí los tengo también.

Osorio agitó el puñado de papeles un instante delante de los ojos de ladama. Viendo que ésta no despegaba los labios, preguntó:

—¿Estás conforme?

—¿Con qué?—dijo secamente.

—Con que son exactas estas partidas.

—Lo serán si están firmados los recibos por mí. Tengo poca memoria,sobre todo en cuestiones de dinero.

—Es una gran felicidad—repuso sonriendo irónicamente Osorio, mientrasvolvía a guardar en la cartera los papeles—. Yo también he intentadomuchas veces prescindir de ella. Desgraciadamente, el cajero se encargasiempre de refrescársela a uno…. ¡Bueno!—añadió, viendo que su mujerno replicaba—. Pues no he subido a otra cosa más que a hacerte unapregunta, y es la siguiente: ¿Crees que las cosas pueden seguir de estemodo?

—No entiendo.

—Me explicaré: ¿crees que puedes seguir tomando de la caja cada pocosdías cantidades tan crecidas como éstas?

Clementina, que estaba pálida cuando entró, se había puesto fuertementeencarnada.

—Mejor lo sabrás tú.

—¿Por qué mejor?… Tú debes de saber adónde llega tu fortuna.

—Bien, pues no lo sé—replicó refrenando con trabajo su despecho.

—Nada más claro. Los seiscientos mil duros que tu padre me ha entregadoal casarme, como están en fincas producen, según puedes enterarte de loslibros, unos veintidós mil duros. El gasto de la casa, sin contar conel mío particular, suma bien tres veces esa cantidad…. Saca ahora, siquieres, la consecuencia.

—Si te pesa que se gaste de tu dinero, puedes vender las casas—dijo Clementina con desdeñosa sequedad, volviendo a ponerse pálida.

—Es que si se vendiesen, mañana sería yo responsable con mi dinero desu importe. ¿No sabes eso?

—Firmaré cualquier papel diciendo que no se te haga cargo de nada.

—No basta, querida, no basta. La ley no me exime nunca de responder dela dote mientras tenga dinero…. Además, si tú te lo gastases

alegremente

(recalcó esta palabra), el negocio sería para ti muybueno, pero para mí deplorable, porque siempre me quedaba en laobligación de … subvenir a tus necesidades.

—¿De mantenerme, verdad?—dijo ella con ironía amarga.

—Quería evitar esa palabra … pero, en efecto, es la más exacta.

Hablaba Osorio en un tonillo impertinente y protector que estabadesgarrando por varios sitios la soberbia de su esposa. Desde lasferoces reyertas que habían producido su separación debajo del mismotecho, no habían tenido una entrevista de tal especie como la presente.Cuando por la convivencia se originaba algún rozamiento, resolvíanlo poruna breve y seca explicación de pasada, en que ambos, sin deponer elorgullo, usaban de prudencia por temor del escándalo. Pero ahora elasunto tocaba en lo más vivo a Osorio. Para un banquero, por espléndidoque sea, lo más vivo es el dinero. Además su amor propio, aunque otracosa aparentase, había sufrido mucho en los últimos años. No bastafingir indiferencia y desdén ante los extravíos de una esposa; no bastapagarle en igual moneda paseándole por delante de los ojos las queridas,hacer gala de ellas ante el público. Las armas serán iguales, pero lasheridas que la mujer causa son más profundas y más graves que las delhombre. El malestar que la conducta libre de su esposa le causaba nodisminuía con el tiempo. El abismo que los separaba era cada vez másprofundo. Por eso, la airada venganza cogía esta ocasión por los pelos.

Clementina le miró un instante. Luego, encogiéndose de hombros yhaciendo con los labios una leve mueca de desdén, dió la vuelta y sedispuso a salir de la estancia. Osorio avanzó unos pasos colocándoseentre ella y la puerta.

—Antes de irte quiero que sepas que el cajero tiene orden de no pagarningún recibo que no vaya visado por mí.

—Enterada.

—Para tus gastos tendrás una cantidad fija, que ya determinaremos cuálha de ser. No quiero más sorpresas en la caja.

Clementina, que iba a salir por la puerta de la antesala, retrocediópara hacerlo por la de su boudoir

. Antes de desaparecer, teniendo elportier levantado con una mano y encarándose con su marido, le dijo conreconcentrada ira:

—Al fin resultas un puerco como tu cuñado; sólo que éste no las echacomo tú de generoso.

Dejó caer el portier y dió un gran portazo.

Osorio hizo un movimiento para arrojarse detrás de ella; peroreponiéndose instantáneamente gritó más que dijo para que le oyese bien:

—¡Es claro! soy un puerco porque no quiero mantener señoritoshambrientos. ¡Que los mantengan las viejas que los utilizan!

Después de proferida esta ferocidad quedó satisfecho al parecer, porqueen sus labios se dibujó una sonrisa de triunfo y sarcasmo.

Cinco minutos después ambos esposos estaban en el comedor riendo ybromeando con los tres o cuatro convidados que tenían.

IV

#Cómo alentaba a la virtud el señor duque de Requena.#

A ver, a ver, explica eso.

—Señor duque, el negocio es clarísimo. Hoy he hablado con Regnault. Lamina puede producir, cambiando los hornos, construyendo algunas vías yestableciendo maquinaria a propósito, una mitad más de lo queactualmente rinde. Puede llegar a producir sesenta mil frascos deazogue. El dinero necesario para lograr esto no pasa de ciento a cientocincuenta mil duros.

—Me parece mucho.

—¿Mucho, para un resultado como ese?

—No; me parecen muchos frascos.

—Pues a mí no me cabe duda de que es verdad lo que dice Regnault. Es uningeniero inteligente y práctico.

Seis años ha estado explotando las deCalifornia. Además, el ingeniero inglés que ha ido con él asegura lomismo.

Los que así hablaban eran el duque de Requena y su secretario, primerdependiente o como quiera llamarse, pues en la casa no había apelativodesignado para él. Llamábasele simplemente Llera. Era un mozo asturiano,alto, huesudo, de rostro pálido y anguloso, brazos y piernaslarguísimos, grandes manos y pies, brusco y desgarbado de ademanes y conunos ojos grandes de mirar franco y sincero donde brillaba la voluntad yla inteligencia. Era un trabajador infatigable, asombroso. No se sabía aqué horas comía ni dormía. Cuando llegaba a las ocho de la mañana alescritorio, ya traía hecha la tarea de cualquier hombre en todo el día.A las doce de la noche aún se le podía ver muchas veces con la pluma enla mano en su despacho. Con ese don especial para conocer a los hombres,que poseen todos los que han de lograr éxito feliz en el mundo, Salabertpenetró, al poco tiempo de tenerle por ínfimo escribiente, el caráctery la inteligencia de Llera. Y sin darle gran consideración enapariencia, porque esto no entraba jamás en su proceder, se la dió dehecho acumulando sobre él los trabajos de más importancia. En pocotiempo llegó a ser el hombre de confianza del célebre especulador, elalma de la casa. Su laboriosidad humillaba a todos los demás empleados yde ella se servía Salabert para cargarlos de trabajo en horasexcepcionales. Llera, a un mismo tiempo, era su secretario, su mayordomogeneral, el primer oficial de su oficina, el inspector de las obras quetenía en construcción y el agente de casi todos sus negocios. Por llevara cabo este trabajo inconcebible, superior a las fuerzas de cuatrohombres medianamente laboriosos, le daba seis mil pesetas al año. Eldependiente se creía bien retribuido, considerábase feliz pensando quehacía seis años nada más, ganaba mil quinientas. Todos los días, antesde dar su paseo matinal y emprender sus visitas de negocios, daba elduque una vuelta por el despacho de Llera, se enteraba de los asuntos yconversaba con él un rato largo o corto según las circunstancias.

El duque tenía las oficinas en los altos de su palacio del paseo deLuchana, soberbio edificio levantado en medio de un jardín que, por loamplio, merecía el nombre de parque. En el verano, los árboles, tupidosde follaje, apenas dejaban ver la blanca crestería de la azotea. En elinvierno, las muchas coníferas y arbustos de hoja permanente que allícrecían, le daban todavía aspecto muy grato. Era el centro de reunión detodos los pájaros del distrito del Hospicio. Tenía acceso por una granescalinata de mármol. Además del piso bajo donde se hallaban los salonesde recibir y el comedor poseía otros dos. Parte del último era lo queocupaban las oficinas, que no eran muy considerables. A Salabert lebastaba para la dirección de sus negocios con una docena de empleadosexpertos. El lujo desplegado en la casa era sorprendente: el mobiliariovalía no pocos millones. Chocaba con la avaricia, que todo el mundoatribuía a su dueño. Esta y otras contradicciones parecidas se iránresolviendo según vayamos penetrando en su carácter, uno de los máscuriosos y más dignos de fijar la atención del lector. Las cocinasestaban en los sótanos, que eran espaciosos y bien dispuestos. Elcomedor, que ocupaba la parte trasera del piso bajo, tenía porcomplemento un invernadero de excepcionales dimensiones, donde crecíangran número de arbustos y flores exóticas y donde el agua que manabaprofusamente formaba estanquecillos y cascadas muy gratos de ver; todoimitando, en lo posible, a la naturaleza. Las cuadras estaban enedificio aparte al extremo del jardín, lo mismo que la habitación dealgunos criados, no todos.

El duque, repantigado en el único sillón que había en el despacho deLlera, mientras éste se mantenía frente a él de pie dando vueltas en lamano a unas grandes tijeras de cortar papel, paseó tres o cuatro vecesde un ángulo a otro de la boca el negro y mojado cigarro, sin contestara las últimas palabras de su secretario. Al fin gruñó más que dijo:

—¡Hum! El ministro está cada día más terco.

—¡Qué importa! ¿No sabe usted el secreto de hacerle ceder?…Telegrafíe usted a Liverpool y antes de quince días el frasco de azoguebaja desde sesenta a cuarenta duros.

El duque de Requena había formado por iniciativa y consejo de Llera,hacía cuatro años, una sociedad o sindicato de azogues con el objeto deacaparar todo el mercurio que saliese al mercado. Gracias a ello, esteproducto había subido extraordinariamente. La sociedad se encontraba conun depósito inmenso en Liverpool. El plan de Llera era lanzarlo almercado en un momento dado, produciendo una baja enorme que asustase alGobierno. Esto, realizado en la época misma del pago del empréstito decien millones de pesetas que el Gobierno había hecho hacía diez años auna casa extranjera, le empujaría a pensar en la venta de la mina deRiosa. Si por otra parte se ayudaba a la empresa sacrificando algunosmillones, subvencionando periódicos y personajes, podía darse por seguroel éxito. Este plan, formado por Llera y madurado por el duque, veníadesenvolviéndose con regularidad y tocaba a su término.

—Allá veremos—manifestó el opulento banquero quedándose unos instantespensativo—. Cuando salga a subasta—dijo al cabo—, será necesarioformar otra sociedad. La de azogues no nos sirve para el caso.

—¡Claro que se formará!

—El caso es que yo no quiero comprometer en este negocio más de ochomillones de pesetas.

—Eso ya es otra cosa—manifestó Llera poniéndose serio—. Apoderarse deun negocio de esa entidad con tan poco dinero me parece imposible. Lagerencia irá a parar a otras manos y entonces queda reducido a un tantopor ciento mayor o menor…. ¡es decir, a nada!

—Verdad, verdad—masculló Salabert quedándose otra vez profundamentepensativo. Llera también permaneció silencioso y meditabundo.

—Ya le he indicado a usted el único medio que hay para conseguir ladirección….

Este medio consistía en tomar una cantidad bastante crecida de accionesen la mina al ser comprada por la sociedad; seguir comprando todas lasque se pudiesen; luego comenzar a venderlas más baratas, hasta llegar aproducir el pánico en los accionistas. Comprar y vender perdiendodurante algún tiempo éste era el medio que proponía Llera para conseguirla baja de las acciones y poder adquirir con mucho menos dinero la mitadmás una y apoderarse por completo del negocio. Salabert no lo veía tanclaro como su secretario. Era la suya una inteligencia perspicaz,minuciosa, penetrante; pero le faltaba grandeza e iniciativa en losnegocios, aunque otra cosa pensasen los que le veían acometer empresasde excepcional importancia. El pensamiento primordial, la que pudiéramosllamar idea madre de un negocio, casi nunca nacía en su cerebro; levenía de afuera. Pero en él germinaba y se desarrollaba quizá como enningún otro de España.

Poco a poco lo iba analizando, disecando mejor,penetraba hasta las últimas fibras, lo contemplaba en sus múltiplesaspectos, y una vez convencido de que le reportaría ventajas, se lanzabasobre él con rara y sorprendente audacia. Esto era lo que acerca de susdotes de especulador había producido el engaño del públíco. Estaba bienconvencido de que una vez resuelto a acometer la empresa, cualquiervacilación resultaba perjudicial. Tal audacia no procedía, pues,directamente de su temperamento, sino de la reflexión.

Era una muestrade su astucia incomparable.

Por lo demás, su fondo era tímido. Este defecto, en vez de corregirsecon la felicidad casi nunca interrumpida de sus éxitos, se aumentabacada día. La avaricia es medrosa y suspicaz. Salabert era cada vez másavaro. Además, con los años, el pesimismo va penetrando en el espíritudel hombre.

Acostumbrado a grandes resultados en sus especulaciones,nuestro banquero juzgaba deplorable el negocio en que no percibíapingües ganancias. Si por acaso no obtenía ninguna o había leve pérdida,creía el caso digno de ser lamentado largamente. Así que, sin elconcurso de Llera, sin su carácter osado y su imaginación fecunda eninvenciones, el duque de Requena haría ya tiempo que no se aventuraríaen un negocio de mediana importancia. En cambio, lo que había perdido deinventiva y audacia habíalo reemplazado por un tacto y habilidadverdaderamente pasmosos, un conocimiento de los hombres que sólo la edady una atención constante pueden lograr. En tal sentido puede decirse queLlera y él se completaban a maravilla. Esta sagacidad y esteconocimiento del corazón humano llegaban en Salabert a pecar deexcesivos; esto es, se pasaba de listo en ocasiones. En su trato con loshombres, mirándoles siempre del lado de los intereses materiales, habíallegado a formarse tan triste idea de ellos, que resultaba monstruosa yle expuso a serios percances. Quizá lo que veía en los otros no era másque el reflejo de su propia imagen como nos sucede a todos los humanos.Para él no había hombre ni mujer incorruptibles. Un poco más caras o unpoco más baratas las conciencias, todas estaban a la venta. En losúltimos años el soborno llegó a ser en él una manía. Si tropezaba conpersonas que no se dejaban comprar, nunca imaginaba que lo hacían debuena fe, sino porque se estimaban en mayor precio del que ofrecía. Erauna de las tareas más pesadas de Llera arrancarle de la cabeza losproyectos de soborno cuando recaían en hombres que sin duda habían derechazarlos con indignación. Si tenía un pleito, lo primero que pensabaera cuánto dinero iban a costarle los magistrados que habían defallarlo. Si estaba interesado en un expediente gubernativo, separaba in mente

la cantidad que debía destinar al ministro o al subsecretarioo a los consejeros de Estado.

Desgraciadamente este lápiz negro quetenía siempre en la mano para tiznar el rostro de la humanidad, seempleaba con resultado positivo en bastantes ocasiones.

El duque de Requena ni tenía sentido moral ni nunca lo había conocido.Su vida de granuja anónimo en Valencia, estaba señalada por una serie detravesuras y mañas chistosas, por una fecundidad tan grande en trazaspara sacar al prójimo su dinero, que lo hicieron digno émulo del Lazarillo de Tormes, El pícaro Guzmán de Alfarache

y otros héroesfamosos de la novela española. Por cierto que antes de ir adelanteconviene expresar que un grupo de socios del Ateneo había puesto aSalabert el sobrenombre de El pícaro Guzmán

con que le conocían. Peroeste apodo no salió del círculo de amigos. Mejor éxito tuvo una frasedel presidente del Consejo de Ministros explicando las iniciales delduque. Decía que a estas iniciales A.S.

debía ponérseles signo deadmiración para que dijeran:

¡A Ese!

Contábase con visos de verosimilitud que en Cuba, adonde había ido abuscar fortuna, compró un tabernucho en los arrabales de la Habana, contodo su mobiliario, incluyendo en él una negra destinada a su servicio.Esta negra, durante los años que tuvo aquel comercio, fué su criada, suama de gobierno, su dependiente y su concubina. De ella tuvo varioshijos. Cuando hubo ahorrado algunos miles de duros para restituirse aEspaña, liquidó sus cuentas vendiendo la taberna, el mobiliario, lanegra…. ¡y los hijos!

Luego comenzaron los equipos para la tropa, los negocios de tabacos, lasubasta de carreteras, cediéndolas unas veces con primas, otrasconstruyéndolas sin las condiciones exigidas por el contrato, losempréstitos al Gobierno, etc., etc. En todos ellos desplegó nuestronegociante su rara sagacidad, su talento positivo y un

"órgano de laadquisividad" tan poderoso, que con razón le hicieron célebre entre lospersonajes de la banca.

No era antipático su trato. Al revés de casi todos los que aspiran a lasriquezas o al poder, ni era fino en los modales ni meloso en laspalabras. Era más bien brusco que cortés; pero sabía admirablementedistinguir de personas y se suavizaba cuando hacía falta. Esta mismatosquedad nativa servíale para disfrazar lo astuto y sutil de supensamiento. Parecía que aquel exterior burdo, rústico, aquellos modalesexageradamente libres y campechanos no podían menos de guardar uncorazón franco y leal. Era (por fuera nada más) el tipo acabado delcastellano viejo, honradote, sincero e impertinente. Hablaba poco omucho según le convenía, se expresaba con dificultad real o fingida (queesto nunca llegó a averiguarse), tenía de vez en cuando salidaschistosas, aunque siempre tocadas de grosería, y solía decir en la caraalgunas cosas desagradables que le hacían temible en los salones. Lapreponderancia adquirida por sus riquezas había hecho crecer este últimodefecto. A la mayor parte de las personas, aun a las damas, solíahablarles con una franqueza rayana en el cinismo y la desvergüenza;signos del desprecio que en realidad le inspiraban. No obstante, cuandotropezaba con un personaje político de los que a él le convenía tenerpropicios, esta franqueza tomaba otro giro muy distinto y setransformaba en adulación y casi casi en servilismo. Mas esta farsa,aunque admirablemente desempeñada, no engañaba a nadie. El duque deRequena era tenido por un zorro de marca. Por milagro creía ya alguno ensus palabras ni se dejaba cautivar por aquel aspecto rudo y bonachón.Los que le hablaban estaban siempre en guardia, aunque fingiendoconfianza y alegría. Como sucede a todos los que han conseguidoelevarse, los defectos que universalmente se le reconocían, mejor dicho,la mala fama que tenía, no era obstáculo para que se le respetase, paraque todos le hablasen con el sombrero en la mano y la sonrisa en loslabios, aunque nunca hubiesen de necesitar de él. Los hombres muchasveces se humillan por el solo placer de humillarse. Salabert conocíaesta innata tendencia que tiene la espina dorsal del hombre a doblarse yabusaba de ella. Muchos que vivían con independencia, no sólo letoleraban impertinencias que les hubieran parecido intolerables en algúnamigo de la infancia, sino que apetecían y buscaban su trato.

—Veremos, veremos—repitió de nuevo cuando Llera le recordó el medio deapoderarse de la gerencia—.

Tú eres muy fantástico; tienes la cabezademasiado caliente. No sirves para los negocios. A ver si nos pasa aquílo que con las alhóndigas.

Por consejo de Llera, el negociante había construído alhóndigas enalgunas capitales de España, las cuales no habían tenido el éxito queesperaban. Como después de todo el negocio no era de gran entidad, laspérdidas tampoco fueron cuantiosas. A pesar de eso, el duque, que lashabía llorado como si lo fuesen y no había escaseado a su secretariofrases groseras e insultantes, le recordaba a cada instante el asunto.Servíale de arma para despreciar sus planes, aunque después losutilizase lindamente y a ellos debiese un aumento considerable de suhacienda. Teníale de esta suerte sumiso, ignorante de su valer y prestoa cualquier trabajo por enojoso que fuera.

Un poco avergonzado por el recuerdo, Llera insistió en afirmar que elnegocio de ahora era de éxito infalible si se le conducía por loscaminos que él señalaba. Salabert cortó bruscamente la discusión pasandoa otros asuntos. Informóse rápidamente de los del día. La pérdida de unafianza que había hecho por un pariente de Valencia, le puso fuera de sí,bufó y pateó como un toro cuando le clavan las banderillas, se llamóanimal cien veces y tuvo la desfachatez de decir, en presencia de Llera,que su bondadoso corazón concluiría por arruinarle. La pérdida, entotal, representaba unas veintidós mil pesetas. Las fianzas que el duquehacía por sus más íntimos amigos o parientes eran del tenor siguiente:Las hacía generalmente en papel, exigía al afianzado un seis por cientodel capital depositado, y se encargaba además de cortar y cobrar loscupones. De suerte que el capital, en vez de redituarle lo que a todoslos tenedores de valores del Estado, le producía un seis por cientomás. Así eran los negocios que el duque hacía, no tanto por interés comopor impulso irresistible de su corazón.

Salió furioso del despacho de su secretario, fuese a la caja yaprendiendo allí que iban a mandar a cobrar al Banco nueve mil duros decuenta corriente, él mismo recogió el talón

después de firmarlo. Debíapasar por allá a celebrar una Junta como consejero, y de paso ningúntrabajo le costaba hacerlo efectivo. Salió a pie como era su costumbrepor las mañanas. En las hermosas coníferas que bordaban los caminos deljardín-parque cantaban alegremente los pájaros. Se comprendía que nohabían puesto fianza alguna y la habían perdido. El señor duque malditala gana que tenía de cantar ni aun escuchar sus regocijados trinos. Pasóde largo con el semblante torvo, sin responder a los saludos de losjardineros y del portero, mordiendo con más ensañamiento que nunca suenorme cigarro.

En la calle no tardó en colorearse un poco su rostro.Tuvo un encuentro agradable y útil. El presidente del Consejo de Estado,a quien le gustaba también madrugar, le saludó en el paseo de Recoletos.Hablaron algunos momentos y los aprovechó para recomendarle, con labrusquedad calculada que le caracterizaba, un expediente de ciertasmarismas en que estaba interesado. Después, a paso lento, mirando consus ojos saltones, inocentes, a los transeuntes, deteniéndolosparticularmente en las frescas domésticas que regresaban a sus casas conla cesta de la compra llena y las mejillas más coloradas por elesfuerzo, se dirigió al Banco de España. Era mucha la gente que lequitaba el sombrero.

De vez en cuando se detenía un instante, daba unapretón de manos, y cambiando con el conocido que tropezaba cuatropalabras en tono familiar y desenfadado, seguía su camino.

Era temprano aún. Antes de llegar al Banco se le ocurrió subir a casa desu amigo y compariente Calderón.

Tenía éste su almacén y su escritorioen la calle de San Felipe Neri, tal cual su padre lo había dejado, estoes, pobrísimo de apariencia y hasta lóbrego y sucio. En aquel local,donde la luz se filtraba con trabajo al través de unos cristalespolvorientos resguardados por toscos barrotes de hierro, donde el olorde las pieles curtidas llegaba a producir náuseas, el viejo Calderónhabía ido amontonando con mecánica regularidad duro sobre duro, onzasobre onza, hasta formar algunas pilas de millón. Su hijo Julián nadahabía cambiado. A pesar de ser uno de los banqueros más ricos de Madrid,no había querido prescindir del almacén de pieles, y eso que estecomercio, comparado con el de letras y efectos públicos que la casallevaba a cabo, poco le representaba. Calderón era un tipo de banquerodistinto de Salabert. Tenía un temperamento esencialmente conservador,medroso hasta el exceso para los negocios, prefiriendo siempre laganancia pequeña a la grande cuando ésta se logra con riesgo. Deinteligencia bastante limitada, cauteloso, vacilante, minucioso.

Todaempresa nueva le parecía una locura. Cuando veía fracasar a uncompañero en alguna, sonreía maliciosamente y se daba a sí mismo elparabién por el gran talento de que estaba dotado. Si rendía ganancias,sacudía la cabeza murmurando con implacable pesimismo: "Al freir será elreir". Económico, avaro mejor dicho, hasta un grado escandaloso en sucasa. Si la tenía puesta con relativo lujo había sido a fuerza des