La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Conste—dijo el duque riendo—que esto lo dice por adularme.

—Que se explique eso: no hemos comprendido …—gritó Cobo Ramírez.

Pero ya el duque y Pepa habían desaparecido detrás de la cortina.Clementina aguardó sólo cinco minutos.

Cuando presumió que ya no podíatropezar en la escalera a su padre, se levantó, y pretextando unquehacer olvidado, se despidió también.

III

#La hija de Salabert.#

Bajó con ansia la escalera. Al poner el pie en la calle dejó escapar unsuspiro de consuelo. A paso vivo tomó la del Siete de Julio, entró en laplaza Mayor y luego en la de Atocha. Al llegar aquí vino a supensamiento la imagen del joven que la había seguido y volvió la cabezacon inquietud. Nada; no había que temer. Ninguno la seguía. En la puertade una de las primeras casas y mejores de la calle, se detuvo, mirórápida y disimuladamente a entrambos lados y penetró en el portal. Hizouna seña casi imperceptible de interrogación al portero. Este contestócon otra de afirmación llevándose la mano a la gorra. Lanzóse por laescalera arriba. Subió tan de prisa, sin duda para evitar encuentrosimportunos, que al llegar al piso segundo le ahogaba la fatiga y sellevó una mano al corazón. Con la otra dió dos golpecitos en una de laspuertas. Al instante abrieron silenciosamente: se arrojó dentro conímpetu, cual si la persiguiesen.

—Más vale tarde que nunca—dijo el joven que había abierto, tornando acerrar con cuidado.

Era un hombre de veintiocho a treinta años, de estatura más que regular,delgado, rostro fino y correcto, sonrosado en los pómulos, bigoteretorcido, perilla apuntada y los cabellos negros y partidos por elmedio con una raya cuidadosamente trazada. Guardaba semejanza con esossoldaditos de papel con que juegan los niños; esto es, era de un tipomilitar afeminado. También parecía su rostro al que suelen poner lossastres a sus figurines; y era tan antipático y repulsivo como el deellos. Vestía un batín de terciopelo color perla con muchos y primorososadornos; traía en los pies zapatillas del mismo género y color con lasiniciales bordadas en oro. Advertíase pronto que era uno de esos hombresque cuidan con esmero del aliño de su persona; que retocan su figura conla misma atención y delicadeza con que el escultor cincela una estatua;que al rizarse el bigote y darle cosmético creen estar cumpliendo unsagrado e ineludible deber de conciencia; que agradecen, en fin, alSupremo Hacedor, el haberles otorgado una presencia gallarda y procuranen cuanto les es dado mejorar su obra.

—¡Qué tarde!—volvió a exclamar el apuesto caballero dirigiéndola unamirada fija y triste de reconvención.

La dama le pagó con una graciosa sonrisa, replicando al mismo tiempo conacento burlón:

—Nunca es tarde si la dicha es buena.

Y le tomó la mano y se la apretó suavemente, y le condujo luego sinsoltarle al través de los corredores, hasta un gabinete que debía ser eldespacho del mismo joven. Era una pieza lujosa y artísticamentedecorada; las paredes forradas con cortinas de raso azul oscuro,prendidas al techo por anillos que corrían por una barra de bronce;sillas y butacas de diversas formas y gustos; una mesa-escritorio denogal con adornos de hierro forjado; al lado una taquilla con algunoslibros, hasta dos docenas aproximadamente. Suspendidos del techo porcordones de seda y adosados a la pared veíanse algunos arneses decaballo, sillas de varias clases, comunes, bastardas y de jineta con susestribos pendientes, frenos de diferentes épocas y también países,látigos, sudaderos de estambre fino bordados, espuelas de oro y plata;todo riquísimo y nuevo. Las aficiones hípicas del dueño de aqueldespacho se delataban igualmente en los pasillos, que desde la puerta dela casa conducían allí; por todas partes monturas colgadas y cuadrosrepresentando caballos en libertad o aparejados. Hasta sobre la mesa deescribir, el tintero, los pisapapeles y la plegadera estaban tallados enforma de herraduras, estribos o látigos. Al través de un arco concolumnas, mal cerrado por un portier hecho de rico tapiz en el quefiguraban un joven con casaca y peluca de rodillas delante de una jovencon traje Pompadour, veíase un magnífico lecho de caoba con dosel.

Así que llegaron a esta cámara, la dama se dejó caer con negligencia enuna butaquita muy linda y volvió a decirle con sonrisa burlona:

—¡Qué! ¿no te alegras de verme?

—Mucho; pero me alegraría de haberte visto primero. Hace hora y mediaque te estoy esperando.

—¿Y qué? ¿Es gran sacrificio esperar hora y media a la mujer que seadora? ¿Tú no has leído que Leandro pasaba todas las noches elHelesponto a nado para ver a su amada?… No; tú no has leído eso ninada….

Mejor: yo creo que te sentaría mal la ciencia. Los librosdisiparían esos colorcitos tan lindos que tienes en las mejillas, teprivarían de la agilidad y la fuerza con que montas a caballo y guíaslos coches…. Además, yo creo que hay hombres que han nacido para serguapos, fuertes y divertidos, y uno de ellos eres tú.

—Vamos, por lo que estoy viendo me consideras como un bruto que noconoce ni la A—respondió triste y amoscado el joven, en pie frente aella.

—¡No, hombre, no!—exclamó la dama riendo; y apoderándose de una de susmanos la besó en un repentino acceso de ternura—.Eso es insultarme. ¿Tefiguras que yo podría querer a un bruto?… Toma—añadió despojándosedel sombrero—, pon ese sombrero con cuidado sobre la cama. Ahora venaquí, so canalla; ya que eres tan susceptible, ¿no consideras que hasprincipiado diciéndome una grosería?… ¡Hora y media!…

¿Y qué?…Acércate, ponte de rodillas; deja que te tire un poco de los pelos.

El joven, en vez de hacerlo, agarró una silla-fumadora y se montó enella frente a su querida.

—¿Sabes por qué he tardado tanto?… Pues por el dichoso niño, que meha seguido hoy también.

Al decir esto, se puso repentinamente seria; una arruga bien pronunciadacruzó su linda frente.

—¡Es insufrible!—añadió—. Ya no sé qué hacer. A todas horas, salgapor la mañana o por la tarde, traigo aquel fantasma detrás de mí. Hetenido que refugiarme en casa de Mariana. Luego, una vez allí, no hubomás remedio que aguantar un rato. Vino papá, y porque no saliese conmigoesperé otro poquito a que se fuese….

¡Ahí ves!

—¡Tiene gracia ese chico!—dijo riendo el caballero.

—¡Mucha! ¡Si es muy divertido que le averigüen a una dónde va y lo sepaen seguida todo el mundo, y llegue a oídos de mi marido! ¡Ríete, hombre,ríete!

—¿Por qué no? ¿A quién se le ocurre más que a ti tomarse un disgustopor tener un admirador tan platónico? ¿Has recibido alguna carta? ¿Te hadicho alguna palabra al paso?

—Eso es lo que menos importaba. Lo que me excita los nervios es lapersecución. Luego es un mocoso capaz por despecho, si averigua misentradas en esta casa, de escribir un anónimo…. Y tú ya sabes lasituación especial en que me encuentro respecto a mi marido.

—No es de presumir: los que escriben anónimos no son los enamorados,sino las amigas envidiosas….

¿Quieres que yo me aviste con él y lemeta un poco de miedo?

—¡Eso no se pregunta, hombre!—exclamó la dama con voz irritada—.Mira, Pepe; tú eres hombre de corazón y tienes inteligencia; pero tehace muchísima falta un poco más de refinamiento en el espíritu para quecomprendas ciertas cosas. Debieras dedicar menos horas al club y a loscaballos y procurar ilustrarte un poco.

—¡Ya pareció aquéllo!—dijo el joven con despecho, muy molestado por laagria reprensión.

—Pues si quieres que no te diga ciertas cosas, procura callarte otras.

Pepe Castro se encogió de hombros con superior desdén y se alzó de lasilla. Dió algunas vueltas distraídamente por la estancia y paró al findelante de un cuadrito, que descolgó para sacudirle el polvo con elpañuelo. Clementina le miraba en tanto con ojos coléricos. Se puso enpie vivamente, como si la alzara un resorte: luego, refrenando su ímpetuy adquiriendo calma, avanzó lentamente hacia la alcoba, penetró en ella,recogió su sombrero de la cama y comenzó a ponérselo frente al espejillode una cornucopia, con ademanes lentos, donde se adivinaba, sin embargo,en el levísimo temblor de las manos, la sorda irritación que laembargaba.

—¡Bueno!—exclamó por último en tono distraído e indiferente—. Me voy,chico…. ¿Quieres algo para la calle?

El joven dió la vuelta y preguntó con sorpresa:

—¿Ya?

—Ya—repuso la dama con exagerada firmeza.

El joven avanzó hacia ella, le echó suavemente un brazo al cuello, ylevantando con la otra mano el velito rojo le dió un beso en la sien.

—¡Que siempre ha de pasar lo mismo! Yo soy el descalabrado y tú teapresuras a ponerte la venda.

—¿Qué estás diciendo ahí?—replicó ella algo confusa—. Me voy porquetengo que hacer una visita antes de comer.

—Vamos, Clementina, aunque quieras no puedes disimular…. Debescomprender que no se pueden escuchar con risa los insultos … y tú meestás insultando a cada momento.

—Te digo que no te comprendo. No sé a qué insultos ni a qué disimuloste refieres—replicó la dama con afectación.

Pepe intentó con mimo y dulzura quitarle de nuevo el sombrero. Ella ledetuvo con gesto imperioso. Tomóla entonces por la cintura y la condujohacia el diván. Sentóse, y cogiéndole las manos se las besó repetidasveces con apasionado cariño. Ella siguió en pie sin dejarse ablandar.Tan extremado estuvo, sin embargo, en sus caricias y tan sumiso, que alcabo, arrancando con violencia sus manos de las de él, Clementina dijomedio riendo, medio enojada aún:

—Quita, quita, que ya estoy hastiada de tus lametones de perro deTerranova…. ¡Eres un bajo!… Primero que yo me humillase de tal modome harían rajas.

Volvió a quitarse el sombrero, y fué ella misma a colocarlo sobre lacama.

—Cuando se está tan enamorado como yo—replicó el joven un pocoavergonzado—, no puede llamarse nada humillación.

—¿Es de veras eso, chico?—dijo acercándose a él sonriente y tomándolecon sus dedos finos sonrosados la barba—. No lo creo…. Tú no tienestemperamento de enamorado…. Y si no, vamos a probarlo…. Si yo temandase hacer una cosa que pudiera costarte la vida, o lo que es aúnpeor, la honra … algunos años de presidio…, ¿lo harías?

—¡Ya lo creo!

—¿Sí?… Pues mira, quiero que mates a mi marido.

—¡Qué barbaridad!—exclamó asustado, abriendo los ojosdesmesuradamente.

La dama le miró algunos segundos fijamente, con expresión escrutadora,maliciosa. Luego, soltando una sonora carcajada, exclamó:

—¿Lo ves, infeliz, lo ves?… Tú eres un señorito madrileño, un sociodel Club de los Salvajes

…. Ni yo, ni mujer ninguna te harían cambiarel frac y el chaleco blanco por el uniforme de presidiario.

—¡Qué ideas tan extrañas!

—Sigue, sigue por donde te arrastra tu naturaleza de sietemesino y note metas en honduras. Ya comprenderás que te he hablado en broma. Así ytodo me has confirmado en lo que ya pensaba.

—Pues si tienes formada esa idea tan pobre de mi cariño, no sé por quérazón me quieres—expresó el joven volviendo a amoscarse.

—¿Por qué te quiero?… Pues por lo que yo hago casi todas mis cosas… por capricho. Un día te he visto en el Retiro revolviendo un caballoadmirablemente y me gustaste. Luego, a los dos meses, en Biarritz, te vien el asalto del casino tirando con un oficial ruso y concluí deencapricharme. Hice que me fueses presentado, procuré agradarte, teagradé en efecto…. Y aquí estamos.

Pepe concluyó por sufrir con paciencia aquel tono entre cínico y burlónde su querida. A fuerza de charlar logró hacerlo desaparecer.Clementina, cuando estaba tranquila, era afectuosa, alegre, pronta acompadecerse y a los rasgos de generosidad; su rostro, tan bello comooriginal, no adquiría nunca dulzura, pero sí una expresión bondadosa ymaternal que lo hacía muy simpático. Mas por poco que sus nervios seexcitasen o se viese contrariada en sus pensamientos y deseos, el fondode altivez, de obstinación y aun crueldad que su alma guardaba, subía ala superficie y agitaba sus ojos azules con relámpagos de feroz sarcasmoo de cólera.

Pepe Castro, que no era hombre ilustrado ni ingenioso, sabía no obstanteentretenerla agradablemente con cuentecillos de salón, murmuracionescasi siempre de las personas por quienes ella sentía marcada antipatía.El recurso era burdo, pero surtía admirable efecto. "La condesa de T***,señora a quien Clementina odiaba de muerte por un desaire que en ciertaocasión le había hecho, andaba necesitada de dinero; se lo pidió alviejo banquero Z*** y éste se lo había otorgado mediante un rédito muypoco apetitoso para la deudora. Los marqueses de L***, a quienes tambiénella profesaba aversión, cuando no estaban en el poder daban reunionesallá en su finca de la Mancha y ofrecían espléndido buffet

a suselectores: cuando el marqués era ministro daban también reuniones, perosuprimían el buffet

. Julita R***, una jovencita muy linda, que tampocoinspiraba simpatías a la altiva dama, había sido arrojada de casa de losseñores de M*** por haberla hallado encerrada en el cuarto delprimogénito, un chico de quince años". Estas y otras noticias del mismojaez dejábalas caer el gallardo mancebo de sus labios con ciertadisplicencia cómica que despertaba el buen humor de la bella. Era todoel talento de Pepe Castro en el orden moral. Los demás que poseíareferíanse enteramente al físico.

Se habían disipado las nubes que cubrían la frente de Clementina.Mostróse locuaz y risueña. Fué pródiga de caricias con su amante en lahora que con él estuvo. Quedó bien compensado de los alfilerazos que deella había recibido al principio de la entrevista, gozando de toda ladicha que una mujer hermosa y enamorada puede proporcionar cuando lasoledad y la ocasión convidan.

La noche había cerrado ya, tiempo hacía. El joven encendió las doslámparas de la chimenea sin llamar al criado, que era su único servidory el único ser viviente asimismo que habitaba con él en aquel cuarto.Pepe Castro era hijo de una ilustre familia de Aragón. Su hermano mayorllevaba un título conocido y tenía una hermana además casada con otrotítulo. Se había educado en Madrid. A los veinte años quedó huérfano.Vivió con su hermano primogénito una temporada. No tardaron en reñirporque éste, que era económico hasta la avaricia, no podía sufrir conpaciencia su despilfarro. Trasladóse entonces a casa de su hermana; peroa los pocos meses, existiendo incompatibilidad de caracteres entre él ysu cuñado, chocaron de modo tan violento, que se contaba en el club y enlos salones de la corte que se habían abofeteado y aporreado bravamente.No llegó a efectuarse un duelo entre ambos por la intervención dealgunos respetables miembros de la familia. Después de vivir en fonda unpoco de tiempo, decidióse a poner casa. Tomó un criado, se hizo traer elalmuerzo de un restaurante y comía cuándo en Lhardy, cuándo, en casa dealguno de sus muchos amigos. Su cuadra la tenía muy cerca, en la callede las Urosas, y no estaba mal provista: dos jacas de silla, inglesa ycruzada, un tiro extranjero y otro español, berlina,

charrette, milord,break

. Era un chorro por donde se escapaba rápidamente su hacienda,aunque no el más copioso. La mayor parte la había dejado sobre el tapetede la mesa de juego del club, y una porción, no insignificante porcierto, entre las uñas de algunas lindísimas chulas transformadas por élde la noche a la mañana en espléndidas y llamativas cortesanas. Estoúltimo lo negaba con arrogancia pensando que su gloria de seductor podíacon ello menoscabarse; pero no importa: es exacto como todo lo que aquíse puntualiza.

Quiere decir esto que Pepe Castro se hallaba arruinado a la horapresente. A pesar de lo cual, seguía viviendo con, la misma comodidad yaparato que antes. Su trabajo y sus vueltas le costaba. Empréstitos a suhermano hipotecándole alguna finca trasconejada en las ventas ysubastas, pagarés a algunos arrojados usureros sobre la herencia de untío viejo y enfermo reconociendo tres veces la cantidad recibida, joyasque su hermana le regalaba no pudiendo regalarle dinero, cuentasexorbitantes con el importador de coches y caballos, con el sastre, conel perfumista, con Lhardy, con el conserje del club, con todo el mundo.Parecía imposible que un hombre pudiera vivir tranquilo en tal estado detrampas y enredos. Sin embargo, nuestro gallardo joven vivía con lamisma admirable serenidad de espíritu e idéntica alegría de corazón, ycomo él otros muchos de sus amigos y consocios según tendremos ocasiónde ver, tan arruinados aunque no tan gallardos.

—Te preparo una sorpresa—dijo Clementina concluyendo de ponerse elsombrero y arreglarse el cabello frente al espejo.

El bello gomoso olfateó el aire como un perro que recibe vientos y seacercó a la dama.

—Si es agradable, veamos.

—Y si es desagradable lo mismo, groserazo. Todo lo que proceda de mídebe serte agradable.

—Convenido, convenido. Veamos—repuso disimulando mal su afán.

—Bueno, tráeme aquel manguito.

Castro se apresuró a obedecer el mandato. Clementina, cuando lo tuvoentre las manos se sentó con afectada calma en el diván, y agitándololuego en el aire exclamó:

—¿A que no adivinas lo que contiene este manguito?

—Sus ojos resplandecían de alegría y orgullo al mismo tiempo. Los deCastro chispearon de anhelo. Sus mejillas se colorearon y respondió convoz alterada entre dudando y afirmando:

—Quince mil pesetas.

La expresión alegre y triunfal del rostro de la dama se trocóinstantáneamente en otra de cólera y despecho.

—¡Quita!, ¡quita allá, puerco!—exclamó furiosa dándole un fuerte golpeen la cara con el lujoso manguito—. No piensas más que en el dinero….No tienes ni pizca de delicadeza.

—¡Yo pensaba!…

También hubo cambio de decoración en la fisonomía de Castro. Se puso mástriste que la noche.

—En la guita, sí; ya acabo de decírtelo…. Pues no, señor; aquí noviene nada de eso. Sólo hay un alfilerito de corbata que yo ¡tonta demí! he comprado al pasar, en casa de Marabini, como una prueba de que tetengo siempre en el pensamiento.

—Y yo te lo agradezco en el alma, pichona—manifestó el joven haciendoun esfuerzo supremo sobre sí mismo para vencer el repentino abatimientoy resultando de él una sonrisa forzada y amarga—. ¿Por qué te disparasde ese modo?… Dame eso…. Bien se conoce que tienes muy mala ideaformada de mí.

Clementina se negó a entregar el recuerdo. El joven insistióhumildemente. Había, no obstante, en sus ruegos un tinte de frialdad quedejaba traslucir, para el espíritu penetrante de una mujer, el sordodisgusto y la tristeza que en el fondo del alma sentía.

—Nada, nada; mi pobre alfilerito que estás despreciando horriblemente… (¡se te conoce en la cara!) … irá a la cajita donde guardo losrecuerdos de los muertos.

Alzóse del diván; bajó el velo del sombrero. Pepe aún insistía pormostrarse galante y desagraviarla. Al fin, cuando ya estaba cerca de lapuerta, volvióse repentinamente y sacó del fondo del manguito unaprimorosa carterita, que le presentó, mirándole al mismo tiempofijamente a la cara. Los ojos del joven, después de posarse en lacartera con ávida expresión de gozo, chocaron con los de su amada.Contempláronse unos instantes, ella con expresión maliciosa ytriunfante, él con gratitud y gozo reprimidos.

—¡Si siempre lo he dicho yo! ¡Si no hay otra como mi nena para saberquerer!… Ven aquí, deja que te dé las gracias, rica mía; deja que teadore de rodillas.

Y la arrastró, embargado por el entusiasmo, hacia el diván, la obligó asentarse de nuevo y se dejó caer de rodillas besando con fervor susmanos enguantadas.

—¡Jesús, qué locura!—exclamó la dama un tanto confusa—. ¡Vaya unacosa para hacer tales extremos!

—No es por el dinero, nena mía; no es por el dinero; es porque tienesuna manera de hacer las cosas original; porque tienes la gracia de Dios;porque eres una barbiana…. ¡Toma, toma, retemonísima!

Y le abrazaba las rodillas y se las besaba con calurosos ademanes. Nocontento, se prosternó aún más y le besó los pies o por mejor decir, eltafilete de sus zapatos.

—¡Qué bajo eres, Pepe!—exclamaba ella riendo.

—No importa que me llames lo que quieras. Soy tuyo, ¡tuyo hasta lamuerte! Te quiero más que a Dios.

Quiero a estos piececitos tan ricos ylos beso. ¿Lo ves? A ver; que venga alguien a decirme que no debohacerlo.

Clementina le miraba risueña. No era fácil averiguar si gozaba enrealidad o se divertía simplemente con aquella adoración o más bienaquel regocijo estrepitoso de perro que se arrastra el sentirseacariciado y lame los pies de su señor.

—No sólo te debo la felicidad, sino también la honra. No sabes lo quehe sufrido desde anteayer por la maldita deuda—decía él con vozconmovida.

—¿Volverás a jugar, eh? ¿Volverás a jugar, perdido?—preguntaba ellatirándole de los cabellos, borrando aquella primororosa raya que lospartía tan lindamente.

—No … particularmente sobre mi palabra te aseguro….

—Ni sobre tu palabra, ni sobre tu dinero, grandísimo trasto…. Me voy,me voy—añadió con un gesto de mimo, levantándose y corriendo a mirar lahora al reloj de la chimenea—. ¡Uf, qué tarde!… Adiós, chiquillo.

Y se precipitó a la puerta extendiendo la mano a su amante sin mirarle.Este no pudo besarle más que la punta de los dedos. Corrió a abrir, peroya ella había echado mano al cerrojo; por cierto que se encolerizóporque resistía a sus débiles tirones.

—Adiós, adiós; hasta el sábado—dijo en voz de falsete.

—Hasta pasado mañana.

—No, no; hasta el sábado.

Bajó la escalera con la misma precipitación con que la había subido,hizo otro gesto imperceptible de despedida al portero y salió a lacalle. Siguió a pie hasta la plaza del Ángel, y allí detuvo un coche depunto y se metió en él.

Eran más de las seis. Hacía una hora que estaban encendidas las luces delos comercios. Ocultóse cuanto pudo en un rincón y dejó vagar su miradadistraída sin curiosidad por las calles que iba atravesando.

Sufisonomía adquirió la expresión altiva, desdeñosa, que la caracterizaba,a la cual se añadía ahora leve matiz de hastío y preocupación. Por suelegancia refinada, por su arrogante porte, y sobre todo por aquellasevera majestad de su rostro peregrino, nadie vacilaría en diputar aClementina por una de las más altas y nobles damas de la corte. Noobstante, si lo era de hecho, dado que figuraba en todos los salonesaristocráticos, en todas las listas de personas distinguidas que losperiódicos publicaban al día siguiente de cualquier sarao, carreras decaballos, u otra fiesta cualquiera, de derecho distaba mucho de serlopor su origen. No podía ser más humilde. Su padre la había tenido en unainglesa, manceba de un tonelero irlandés que había llegado a Valencia enbusca de trabajo. Llamábase Rosa Coote. Era espléndidamente bella y lohubiera sido más a cuidar algo del adorno o aliño de su persona. Lamiseria, en que ordinariamente vivía aquel hogar ilícito, la había hechosucia y andrajosa. El granuja del mercadal de Valencia y la bellainglesa se entendieron a espaldas del tonelero, dueño temporal de lasgracias de ésta.

Salabert era más joven, más gallardo: el vicio de laborrachera no le tenía dominado como a aquél. Rosa le siguió a suzaquizamí abandonando al primer amante. A los pocos meses de vivirjuntos, Salabert, a quien se presentó ocasión de partir a Cuba comocamarero de un vapor, la abandonó a su vez. La inglesa, que llevaba yaen sus entrañas el fruto de aquella pasajera unión, rodó algún tiemposin protección, sin recursos, por las calles de la ciudad, hasta queentró en relaciones con un carpintero del Grao que la recogió y llegó ahacerla su legítima esposa. Clementina se crió como intrusa en aquelnuevo hogar. Su madre era una mujer violenta, irascible, con ráfagas deternura, que sólo guardaba para sus hijos legítimos. A ella, por todaslas señales, la aborrecía y en ella vengó injustamente el agravio de supadre. ¡Qué terrible infancia la de Clementina! Si en Madrid se supiesenciertos pormenores, si en rápida visión pudiesen ofrecerse a los ojos dela sociedad elegante algunas escenas por las que aquella altiva yencopetada dama pasó, pocos envidiarían su existencia.

¡Qué torturas,qué refinamientos de crueldad! A los cuatro o cinco años ya estabaobligada a ser la vigilante guardadora de otros dos hermanitos. Si enesta vigilancia decaía un punto, el castigo venía inmediatamente; perono el castigo como quiera, el golpe pasajero, el estirón de orejas; no.El castigo era meditado con ensañamiento, procurando herir donde másdoliera y donde más durase el dolor…. Los vecinos habían acudido másde una vez a los lamentos de la infeliz criatura; habían increpado a lamadre desnaturalizada.

De ello no resultaba más que alguna reyertafragorosa en que la feroz irlandesa, chapurrando el valenciano, sedespachaba a su gusto contra las comadres del barrio, y con mayor enconodespués contra la causante de aquel disgusto. A todas horas gritaba queiba a meterla en la Inclusa. A esto se oponía el carpintero, que sejactaba de ser hombre de bien y compasivo, que alguna vez intervenía enlos castigos para aplacarlos, pero que la mayor parte de las vecesdejaba a su esposa "que enseñase a su hija", como él decía a los vecinosque le recriminaban. Sus ideas pedagógicas chocaban con sus instintospiadosos, y cuando lograban sobreponerse ¡ay de la desgraciada niña!

Aquella serie de inauditas crueldades terminaron al fin con otra mayorque trajo consigo la intervención de la justicia. La madredesnaturalizada, no sabiendo ya de qué modo atormentar a su hija, lahizo algunas quemaduras en el trasero con una bujía. Una vecina averiguóel hecho casualmente, lo comunicó a otras vecinas, se armó elconsiguiente escándalo en el barrio, dieron parte al juez, se instruyócausa, y, probado el delito, la inglesa fué condenada a seis meses decárcel y la niña recogida en un establecimiento de beneficencia.

Un año después llegó a Valencia Salabert, si no hecho un potentado, conalguna hacienda. Enteráronle de lo ocurrido. Fué a ver a su hija alcolegio de niñas pobres. La sacó de allí y la puso en otro de pago,adonde por rara casualidad iba a visitarla. En la población, sinembargo, fué loado su rasgo de generosidad. El sabía hacerlo valer en laconversación ofreciéndose a los ojos de sus conocidos como un ejemplovivo de amor paternal y contraste notable frente a la perversidad de suantigua querida. Poco más tarde se casó en Madrid.

Fué su esposa la hijade un comerciante en camas de hierro y colchones metálicos de la calleMayor. Era una joven bastante feíta y enfermiza; pero buena, afectuosa ycon cincuenta mil duros de dote. Llamábase Carmen. A los tres o cuatroaños de casados, ésta, viéndose cada vez más delicada de salud, perdióla esperanza de tener familia. Sabiendo que su marido tenía una hijanatural en un convento de Valencia, le propuso, con generosidad no muyfrecuente, traerla a casa y considerarla como hija de ambos.

Salabertaceptó con gusto la proposición. Fué a buscar a Clementina, y desdeentonces cambió por entero la suerte de esta infeliz niña.

Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcladichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de lamujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de laraza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad ymisterio que en los ojos negros de las valencianas. Poco desarrolladaaún por virtud de su crudelísima infancia, por la vida sedentaria,después, del convento, en cuanto cambió de clima y de forma de vidaadquirió en dos o tres años la elevada estatura y las majestuosasproporciones con que hoy la vemos. Sus partes morales dejaban bastantemás que desear.

Era su temperamento irascible, obstinado, desdeñoso ysombrío. Si nació con estos vicios o fueron el resultado de sus bárbarosmartirios, de su tristísima infancia, no es fácil resolverlo. En elconvento, donde nadie la trataba mal, no fué bien querida de susmaestras y compañeras por su carácter receloso, por la ausencia decariño que se notaba en su corazón. Los disgustos de sus compañeras, nosólo no la conmovían, sino que despertaban en sus labios una sonrisacruel, que las dejaba yertas. Luego tenía, de vez en cuando, accesos defuror que la habían hecho temible y odiosa. En cierta ocasión, a unaniña que le había dicho algunas palabras ofensivas le echó las manos alcuello y estuvo muy próxima a asfixiarla. Nunca fué posible después quele pidiese perdón, según exigía la superiora. Prefirió estar recluída unmes, a humillarse.

Los primeros meses que pasó en casa de su padre fueron de prueba para labuena D.ª Carmen. En vez de una niña alegre y agradecida al inmensofavor que la hacía, se encontró frente a frente de una fierecilla, unser antipático sin afecto ni sumisión, extravagante y caprichosa hastaun grado sorprendente, cuya risa no brotaba ruidosa sino cuando algúncriado se caía o el lacayo recibía una coz de los caballos. Pero no sedesanimó. Con el instinto infalible de los corazones generosos,comprendió que si aquella tierra no daba amor era porque hasta entonce