La Edad de Oro: Publicación Mensual de Recreo e Instrucción Dedicada a los Niños de América. by José Martí - HTML preview

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Pero Masicas estaba pensativa. Y a Loppi ¿quién le daba todo aquello?Ella quería saber: «¡Dímelo, Loppi!»Y Loppi se lo dijo, cuando ya noquedaba del anisete más que el forro de paja, y estaba Masicas más dulceque el anís. Pero ella prometió no decírselo a nadie: no había unavecina en doce leguas a la redonda.

A los pocos días, una tarde que Masicas había estado muy melosa, lecontó a Loppi muchos cuentos y le acabó así el discurso:

—Pero, Loppi mío, ya tú no piensas en tu mujercita: comer, es verdad,come mejor que la reina; pero tu mujercita anda en trapos, Loppi, comola mujer de un pordiosero. Anda, Loppi, anda, que la maga no te tendrá amal que quieras vestir bien a tu mujercita.

A Loppi le pareció que Masicas tenía mucha razón, y que no estaba biensentarse a aquella mesa de lujo con el vestido tan pobre. Pero la voz sele resistía cuando a la mañanita llamó al camarón encantado:

«Camaroncito duro,

Sácame del apuro.»

El camarón entero sacó el cuerpo del agua.

—¿Qué quiere el leñador?

—Para mí, nada; ¿qué puedo yo querer? Pero mi mujer está triste, señoramaga, porque se ve tan mal vestida, y quiere que su señoría me dé poderpara tenerla con traje de señora.

El camarón se echó a reír, y estuvo riendo un rato, y luego dijo aLoppi: «Vuélvete a casa, leñador, que tu mujer tendrá lo que desea.»

—¡Oh, señor camarón! ¡oh, señora maga! ¡déjeme que le bese la paticaizquierda, la que está del lado del corazón! ¡déjeme que se la bese!

Y se fue cantando un canto que le había oído a un pájaro dorado que ledaba vueltas a una rosa: y cuando entró a su casa vio a una bellaseñora, y la saludó hasta los pies; y la señora se echó a reír, porqueera Masicas, su linda Masicas, que estaba como un sol de la hermosura. Yse tomaron los dos de la mano, y bailaron en redondo, y se pusieron adar brincos.

A los pocos días Masicas estaba pálida, como quien no duerme, y con losojos colorados, como de mucho llorar. «Y

dime, Loppi», le decía unatarde, con un pañuelo de encaje en la mano: «¿de qué me sirve tener tanbuen vestido sin un espejo donde mirarme, ni una vecina que me puedaver, ni más casa que este casuco? Loppi, dile a la maga que esto nopuede ser.»Y

lloraba Masicas, y se secaba los ojos colorados con supañuelo de encaje: «Dile, Loppi, a la maga que me dé un castillohermoso, y no le pediré nada más.»

—¡Masicas, tú estás loca! Tira de la cuerda y se reventará.

Conténtate,mujer, con lo que tienes, que si no, la maga te castigará por ambiciosa.

—¡Loppi, nunca serás más que un zascandil! ¡El que habla con miedo sequeda sin lo que desea! Háblale a la maga como un hombre. Háblale, queyo estoy aquí para lo que suceda.

Y el pobre Loppi volvió al charco, como con piernas postizas.

Ibatemblando todo él. ¿Y si el camarón se cansaba de tanto pedirle, y lequitaba cuanto le dio? ¿Y si Masicas lo dejaba sin pelo si volvía sin elcastillo? Llamó muy quedito:

«Camaroncito duro,

Sácame del apuro.»

—¿Qué quiere el leñador?—dijo el camarón, saliendo del agua poco apoco.

—Nada para mí: ¿qué más podría yo querer? Pero mi mujer no estácontenta y me tiene en tortura, señora maga, con tantos deseos.

—¿Y qué quiere la señora, que ya no va a parar de querer?

—Pues una casa, señora maga, un castillito, un castillo. Quiere serprincesa del castillo, y no volverá a pedir nada más.

—Leñador—dijo el camarón, con una voz que Loppi no le conocía:—tumujer tendrá lo que desea.—Y desapareció en el agua de repente.

A Loppi le costó mucho trabajo llegar a su casa, porque estaba cambiadotodo el país, y en vez de matorrales había ganados y siembras hermosas,y en medio de todo una casa muy rica con un jardín lleno de flores. Unaprincesa bajó a saludarlo a la puerta del jardín, con un vestido deplata. Y la princesa le dio la mano.

Era Masicas: «Ahora sí, Loppi, quesoy dichosa. Eres muy bueno, Loppi. La maga es muy buena.»Y Loppi seechó a llorar de alegría.

Vivía Masicas con todo el lujo de su señorío. Los barones y lasbaronesas se disputaban el honor de visitarla: el gobernador no dabaorden sin saber si le parecía bien: no había en todo el país quientuviera un castillo más opulento, ni coches con más oro, ni caballos másfinos. Sus vacas eran inglesas, sus perros de San Bernardo, sus gallinasde Guinea, sus faisanes de Terán, sus cabras eran suizas. ¿Qué lefaltaba a Masicas, que estaba siempre tan llena de pesar? Se lo dijo aLoppi, apoyando en su hombro la cabeza. Masicas quería algo más. Queríaser reina Masicas:«¿No ves que para reina he nacido yo? ¿No ves, Loppimío, que tú mismo me das siempre la razón, aunque eres más terco que unamula? Ya no puedo esperar, Loppi. Dile a la maga que quiero ser reina.»

Loppi no quería ser rey. Almorzaba bien, comía mejor; ¿a qué lostrabajos de mandar a los hombres? Pero cuando Masicas decía a querer, nohabía más remedio que ir al charco. Y al charco fue al salir el sol,limpiándose los sudores, y con la sangre a medio helar. Llegó. Llamó.

«Camaroncito duro,

Sácame del apuro.»

Vio salir del agua las dos bocas negras. Oyó que le decían

«¿qué quiereel leñador?»pero no tenía fuerzas para dar su recado. Al fin dijotartamudeando:

—Para mí, nada: ¿qué pudiera yo pedir? Pero se ha cansado mi mujer deser princesa.

—¿Y qué quiere ahora ser la mujer del leñador?

—¡Ay, señora maga!: reina quiere ser.

—¿Reina no más? Me salvaste la vida, y tu mujer tendrá lo que desea.¡Salud, marido de la reina!

Y cuando Loppi volvió a su casa, el castillo era un palacio, y Masicatenía puesta la corona. Los lacayos, los pajes, los chambelanes, con susmedias de seda y sus casaquines, iban detrás de la reina Masicas,cargándole la cola.

Y Loppi almorzó contento, y bebió en copa tallada su anisete más fino,seguro de que Masicas tenía ya cuanto podía tener. Y

dos meses estuvoalmorzando pechugas de faisán con vinos olorosos, y paseando por eljardín con su capa de armiño y su sombrero de plumas, hasta que un díavino un chambelán de casaca carmesí con botones de topacio, a decirleque la reina lo quería ver, sentada en su trono de oro.

—Estoy cansada de ser reina, Loppi. Estoy cansada de que todos estoshombres me mientan y me adulen. Quiero gobernar a hombres libres. Ve aver a la maga por última vez. Ve: dile lo que quiero.

—Pero ¿qué quieres entonces, infeliz? ¿Quieres reinar en el cielo dondeestán los soles y las estrellas, y ser dueña del mundo?

—Que vayas te digo, y le digas a la maga que quiero reinar en el cielo,y ser dueña del mundo.

—Que no voy, te digo, a pedirle a la maga semejante locura.

—Soy tu reina, Loppi, y vas a ver a la maga, o mando que te corten lacabeza.

—Voy, mi reina, voy.—Y se echó al brazo el manto de armiño, y saliócorriendo por aquellos jardines, con su sombrero de plumas. Iba como sile corrieran detrás, alzando los brazos, arrodillándose en el suelo,golpeándose la casaca bordada de colores: «¡Tal vez—pensaba Loppi—talvez el camarón tenga piedad de mí!» Y lo llamó desde la orilla, con vozcomo un gemido:

«Camaroncito duro,

Sácame del apuro.»

Nadie respondió. Ni una hoja se movió. Volvió a llamar, con la voz comoun soplo.

—¿Qué quiere el leñador?—respondió otra voz terrible.

—Para mí, nada: ¿qué he de querer para mí? Pero la reina, mi mujer,quiere que le diga a la señora maga su último deseo: el último, señoramaga.

—¿Qué quiere ahora la mujer del leñador?

Loppi, espantado, cayó de rodillas.

—¡Perdón, señora, perdón! ¡Quiere reinar en el cielo, y ser dueña delmundo!

El camarón dio una vuelta en redondo, que le sacó al agua espuma, y sefue sobre Loppi, con las bocas abiertas:

—¡A tu rincón, imbécil, a tu rincón! ¡los maridos cobardes hacen a lasmujeres locas! ¡abajo el palacio, abajo el castillo, abajo la corona! ¡Atu casuca con tu mujer, marido cobarde! ¡A tu casuca con el morralvacío!

Y se hundió en el agua, que silbó como cuando mojan un hierro caliente.

Loppi se tendió en la yerba, como herido de un rayo. Cuando se levantó,no tenía en la cabeza el sombrero de plumas, ni llevaba al brazo elmanto de armiño, ni vestía la casaca bordada de colores. El camino eraoscuro, y matorral, como antes.

Membrillos empolvados y pinos enfermoseran la única arboleda.

El suelo era, como antes, de pozos y pantanos.Cargaba a la espalda su morral vacío. Iba, sin saber que iba, mirando ala tierra.

Y de pronto sintió que le apretaban el cuello dos manos feroces.

—¿Estás aquí, monstruo? ¿Estás aquí, mal marido? ¡Me has arruinado, malcompañero! ¡Muere a mis manos, mal hombre!

—¡Masicas, que te lastimas! ¡Oye a tu Loppi, Masicas!

Pero las venas de la garganta de la mujer se hincharon, y reventaron, ycayó muerta, muerta de la furia. Loppi se sentó a sus pies, le compusolos harapos sobre el cuerpo, y le puso de almohada el morral vacío. Porla mañana, cuando salió el sol, Loppi estaba tendido junto a Masicas,muerto.

El Padre las Casas.

Cuatro siglos es mucho, son cuatrocientos años. Cuatrocientos años haceque vivió el Padre las Casas, y parece que está vivo todavía, porque fuebueno. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las Casas, porquecon la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que erahermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón detachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Yotras veces se levantaba del sillón, como si le quemase: se apretaba lassienes con las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecíacomo si tuviera un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su librofamoso de la Destrucción de las Indias, los horrores que vio en lasAméricas cuando vino de España la gente a la conquista. Se le encendíanlos ojos, y se volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llenade lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios.

Aprendió en España a licenciado, que era algo en aquellos tiempos, yvino con Colón a la isla Española en un barco de aquellos de velasinfladas y como cáscara de nuez. Hablaba mucho a bordo, y con muchoslatines. Decían los marineros que era grande su saber para un mozo deveinticuatro años. El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Ibaalegre en el barco, como aquel que va a ver maravillas. Pero desde quellegó, empezó a hablar poco. La tierra, sí, era muy hermosa, y se vivíacomo en una flor: ¡pero aquellos conquistadores asesinos debían de venirdel infierno, no de España! Español era él también, y su padre, y sumadre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indioslibres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tresmillones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando conperros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no lesquemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar,o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas: él no los azotaba,hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había másoro: él no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indiode la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortaren castigo las orejas: él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capaque llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza a las doce, a verla quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de loscinco indios. El los vio quemar, los vio mirar con desprecio desde lahoguera a sus verdugos; y ya nunca se puso más que el jubón negro nicargó caña de oro, como los otros licenciados ricos y regordetes, sinoque se fue a consolar a los indios por el monte, sin más ayuda que subastón de rama de árbol.

Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos indios de honor quedabanen la Española. Como amigos habían recibido ellos a los hombres blancosde las barbas: ellos les habían regalado con su miel y su maíz, y elmismo rey Behechío le dio de mujer a un español hermoso su hijaHiguemota, que era como la torcaza y como la palma real: ellos leshabían enseñado sus montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y susadornos, todos de oro fino, y les habían puesto sobre la coraza yguanteletes de la armadura pulseras de las suyas, y collares de oro: ¡yaquellos hombres crueles los cargaban de cadenas; les quitaban susindias, y sus hijos; los metían en lo hondo de la mina, a halar la cargade piedra con la frente; se los repartían, y los marcaban con el hierro,como esclavos!: en la carne viva los marcaban con el hierro. En aquelpaís de pájaros y de frutas los hombres eran bellos y amables; pero noeran fuertes. Tenían el pensamiento azul como el cielo, y claro como elarroyo; pero no sabían matar, forrados de hierro, con el arcabuz cargadode pólvora. Con huesos de frutas y con gajos de mamey no se puedeatravesar una coraza. Caían, como las plumas y las hojas. Morían depena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejorera irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, adefenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar alreyecito bravo, a Guairocuya! El saltaba el arroyo, de orilla a orilla;él clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a la hora de andar, a lacabeza iba él; se le oía la risa de noche, como un canto; lo que él noquería era que lo llevase nadie en hombros.

Así iban por el monte,cuando se les apareció entre los españoles armados el Padre las Casas,con sus ojos tristísimos, en su jubón y su ferreruelo. El no lesdisparaba el arcabuz: él les abría los brazos. Y le dio un beso aGuarocuya.

Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de él.

Era flaco,y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía máspoder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en caraa los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba apalacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzasreales; esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminandode prisa, con las manos a la espalda, para decirles que venía lleno deespanto, que había visto morir a seis mil niños indios en tres meses. Ylos oidores le decían: «Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia»:se echaban el ferreruelo al hombro, y se iban a merendar con losencomenderos, que eran los ricos del país, y tenían buen vino y buenamiel de Alcarria. Ni merienda ni sueño había para las Casas: sentía ensus carnes mismas los dientes de los molosos que los encomenderos teníansin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los indioscimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuandosabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio lamano: creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no laremediaba; sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sushijos todos los indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lodejaban solo: de sacerdote tendría la fuerza de la Iglesia, y volvería aEspaña, y daría los recados del cielo, y si la corte no acababa con elasesinato, con el tormento, con la esclavitud, con las minas, haríatemblar a la corte. Y el día en que entró de sacerdote, toda la isla fuea verlo, con el asombro de que tomara aquella carrera un licenciado defortuna: y las indias le echaron al pasar a sus hijitos, a que lebesasen los hábitos.

Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los indios no fuesenesclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de pelea con elrey mismo: contra España toda, él solo, de pelea. Colón fue el primeroque mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos lasropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en Américahabía habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino deconquista, tomó en servidumbre su parte de la indiada, y la puso atrabajar para él, a morir para él, a sacar el oro de que estaban llenoslos montes y los ríos. La reina, allá en España, dicen que era buena, ymandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero losencomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y suporción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manoscortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabezaal fondo de las minas. «Yo, he visto traer a centenares maniatadas aestas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a lasovejas.»Fue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror,porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlosde leñas a las quemazones de los taínos. En una isla donde habíaquinientos mil, «vio con sus ojos»los indios que quedaban: once. Eranaquellos conquistadores soldados bárbaros, que no sabían losmandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, paraenseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas! De noche,desvelado de la angustia, hablaba con su amigo Rentería, otro español deoro. ¡Al rey había que ir a pedir justicia, al rey Fernando de Aragón!Se embarcó en la galera de tres palos, y se fue a ver al rey.

Seis veces fue a España, con la fuerza de su virtud, aquel padre que «noprobaba carne». Ni al rey le tenía él miedo, ni a la tempestad. Se iba acubierta cuando el tiempo era malo; y en la bonanza se estaba el día enel puente, apuntando sus razones en papel de hilo, y dando a que lellenaran de tinta el tintero de cuerno, «porque la maldad no se curasino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendodonde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano». Si enMadrid estaba el rey, antes que a la posada a descansar del viaje, ibaal palacio.

Si estaba en Viena, cuando el rey Carlos de los españolesera emperador de Alemania, se ponía un hábito nuevo, y se iba a Viena.Si era su enemigo Fonseca el que mandaba en la junta de abogados yclérigos que tenía el rey para las cosas de América, a su enemigo se ibaa ver, y a ponerle pleito al Consejo de Indias.

Si el cronista Oviedo,el de la «Natural Historia de las Indias», había escrito de losamericanos las falsedades que los que tenían las encomiendas le mandabanponer, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le estuviera el rey pagandopor escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el maestro del reyFelipe, defendía en sus «Conclusiones»el derecho de la corona a repartircomo siervos, y a dar muerte a los indios, porque no eran cristianos, aSepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la cristiandad losque no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en que deCristo se hablaba, ni tenían más noticia de Cristo que la que les habíanllevado los arcabuces. Y si el rey en persona le arrugaba las cejas,como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vistadel rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño elsombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombresha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, yque lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en elvestido blanco, ni traía más defensa que la cruz.

O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes dominicanos loayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años,escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos, que era cuantoen su tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender elderecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes derespetárselo. Eso era mucho decir, porque por eso quemaban entonces alos hombres. Llorente, que ha escrito la «Vida de Las Casas» escribiótambién la «Historia de la Inquisición» que era quien quemaba: el reyiba de gala a ver la quemazón, con la reina y los caballeros de lacorte: delante de los condenados venían cantando los obispos, con unestandarte verde: de la hoguera salía un humo negro. Y

Fonseca ySepúlveda querían que «el clérigo»las Casas dijese en sus disputas algúnpecado contra la autoridad de la Iglesia, para que los inquisidores locondenaran por hereje. Pero «el clérigo»le decía a Fonseca: «¡Lo que yodigo es lo que dijo en su testamento la buena reina Isabel; y tú mequieres mal y me calumnias, porque te quito el pan de sangre que comes,y acuso la encomienda de indios que tienes en América!»Y a Sepúlveda,que ya era confesor de Felipe II, le decía: «Tú eres disputador famoso,y te llaman el Livio de España por tus historias; pero yo no tengo miedoal elocuente que habla contra su corazón, y que defiende la maldad, y tedesafío a que me pruebes en plática abierta que los indios sonmalhechores y demonios, cuando son claros y buenos como la luz del día,e inofensivos y sencillos como las mariposas.»Y duró cinco días laplática con Sepúlveda. Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. Elclérigo lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veíahincharse la frente. En cuanto Sepúlveda se sentaba satisfecho, como elque hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico,regañón, confuso, apresurado. «¡No es verdad que los indios de Méxicomataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte apenas, que esmenos de lo que mata España en la horca!» «¡No es verdad que sean gentebárbara y de pecados horribles, porque no hay pecado suyo que no lotengamos más los europeos; ni somos nosotros quién, con todos nuestroscañones y nuestra avaricia, para comparamos con ellos en tiernos yamigables; ni es para tratado como a fiera un pueblo que tiene virtudes,y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!» «¡No es verdad, sino,iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditossea exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar la religión a un indiosea echarlo en nombre de la religión a los trabajos de las bestias; yquitarle los hijos y lo que tiene de comer; y ponerlo a halar de lacarga con la frente como los bueyes!»Y citaba versículos de la Biblia,artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos de los autoreslatinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas de untorrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte.

Solo estuvo en la pelea; solo cuando Fernando, que a nada se supoatrever, ni quería descontentar a los de la conquista, que le mandaban ala corte tan buen oro; solo cuando Carlos V, que de niño lo oyó conveneración, pero lo engañaba después, cuando entró en ambiciones querequerían mucho gastar, y no estaba para ponerse por las «cosas delclérigo» en contra de los de América, que le enviaban de tributo losgaleones de oro y joyas; solo cuando Felipe II, que se gastó un reino enprocurarse otro, y lo dejó todo a su muerte envenenado y frío, como elagujero en que ha dormido la víbora. Si iba a ver al rey, se encontrabala antesala llena de amigos de los encomenderos, todos de seda sombrerosde plumas, con collares de oro de los indios americanos: al ministro nole podía hablar, porque tenía encomiendas él, y tenía minas, o gozabalos frutos de las que poseía en cabeza de otros. De miedo de perder elfavor de la corte, no le ayudaban los mismos que no tenían en Américainterés. Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por astuto,por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran:porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenzacon su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone ensu camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, odejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le vanclavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte deánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás leayuden, porque estará siempre solo: ¡pero con la alegría de obrar bien,que se parece al cielo de la mañana en la claridad!

Y como él era tan sagaz que no decía cosa que pudiera ofender al rey nia la Inquisición, sino que pedía la bondad con los indios para bien delrey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no tenían los de lacorte modo de negársele a las claras, sino que fingían estimarle muchoel celo, y una vez le daban el título de

«Protector Universal de losIndios», con la firma de Fernando, pero sin modo de que le acatasen laautoridad de proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de razonar, ledijeron que pusiera en papel las razones por que opinaba que no debíanser esclavos los indios; y otra le dieron poder para que llevasetrabajadores de España a una colonia de Cumaná donde se había de ver alos indios con amor, y no halló en toda España sino cincuenta quequisieran ir a trabajar, los cuales fueron, con un vestido que tenía unacruz al pecho, pero no pudieron poner la colonia, porque el «adelantado»había ido antes que ellos con las armas, y los indios enfurecidosdisparaban sus flechas de punta envenenada contra todo el que llevabacruz. Y por fin le encargaron, como por entretenerlo, que pidiese lasleyes que le parecían a él bien para los indios, «¡cuantas leyesquisiera, pues que por ley más o menos no hemos de pelear!», y él lasescribía, y las mandaba el rey cumplir, pero en el barco iba la ley, yel modo de desobedecerla. El rey le daba audiencia, y hacía como que letomaba consejo; pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos y susojos de zorra, a traer los recados de los que mandaban los galeones, Ylo que se hacía de verdad era lo que decía Sepúlveda. Las Casas losabía, lo sabía bien; pero ni bajó el tono, ni se cansó de acusar, ni dellamar crimen a lo que era, ni de contar en su «Descripción» las«crueldades», para que el rey mandara al menos que no fuesen tantas, porla vergüenza de que las supiera el mundo. El nombre de los malos no lodecía, porque era noble y les tuvo compasión. Y escribía como hablaba,con la letra fuerte y desigual, llena de chispazos de tinta, comocaballo que lleva de jinete a quien quiere llegar pronto, y valevantando el polvo y sacando luces de la piedra.

Fue obispo por fin, pero no de Cusco, que era obispado rico, sino deChiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey, vivían los indios enmayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios; pero no sólo allorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino aacusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que nocumplían con la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, ahablar en los consejos del ayuntamiento, con discursos que eran a la veztiernos y terribles, y dejaban a los encomenderos atrevidos como losárboles cuando ha pasado el vendabal. Pero los encomenderos podían másque él, porque tenían el gobierno de su lado; y le componían cantares enque le decían traidor y español malo; y le daban de noche músicas decencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para ponerlo en temor, yle rodeaban el convento armados,—

todos armados, contra un viejo flaco ysolo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no volvieraa entrar en la población. El venía a pie, con su bastón, y con dosespañoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo: porque esverdad que las Casas por el amor de los indios, aconsejó al principio dela conquista que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistíanmejor el calor; pero luego que los vio padecer, se golpeaba el pecho, ydecía: «¡con mi sangre quisiera pagar el pecado de aquel consejo que dipor mi amor a los indios!» Con su negro cariñoso venía, y los dosespañoles buenos. Venía tal vez de ver cómo salvaba a la pobre india quese le abrazó a las rodillas a la puerta de su templo mexicano, loca dedolor porque los españoles le habían matado al marido de su corazón, quefue de noche a rezarles a los dioses: ¡y vio de pronto las Casas queeran indios los centinelas que los españoles le habían echado para queno entrase! ¡El les daba a los i