Escenas Montañesas by José María de Pereda - HTML preview

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, ó grandes cestos, que estaban colocadosdelante de los deshojadores, á razón de uno de los primeros por cadaseis de los segundos. Estos garrotes suelen tener una medida dada, y porel número de garrotes, ó

coloños

, que van llenos al desván, calculafácilmente el labrador el resultado de su cosecha.

La deshoja es una operación que toma la solemnidad que hemos visto encasa de don Silvestre, en las de cuantos labradores cogen maíz para todoel año, pues con el objeto de que el grano empiece pronto á ventilarse,procura el cosechero despojarle cuanto antes de la hoja que le envuelvey le perjudica mucho, después que se retira de la heredad; y como laoperación es muy pesada para poca gente, es ya costumbre que se reunatoda la que quiera del pueblo, sin mas retribución que un maquilero

decastañas cocidas y un vaso de vino ó de aguardiente, y á veces una solade las dos cosas, para deshojar una cosecha en una noche, ó en dos á losumo.

El silencio impuesto por la llegada de don Silvestre y su amigo, volvióá alterarse en breve, en cuanto el último, siempre propenso á gozar contales cuadros, se mostró muy satisfecho en medio de la concurrencia, yle dirigió algunas palabras en son de broma. Fraccionóse, pues, elcírculo en secciones; y en una se contaba el cuento de

Juan del Oso

,en la otra se criticaba, en ésta se cantaba y en aquélla se hablaba dela cosecha, sin que faltasen manotazos ó coscorrones por aquí y porallá, pues aquellos mozos también eran de carne y hueso, y no siempre,buscando una panoja oculta entre las hojas apiladas, topaban con ella almomento y sin tropezar antes con tal cual pantorrilla extraviada, cuyadueña, aunque con la risa en los labios, protestaba con el puño cerradocontra la equivocación.

Hacía un rato que la deshoja estaba en plena efervescencia, cuando unavoz gritó: «¡la mona!

»; y esto bastó para que las mujeres sealborotaran y chillasen, y para que los hombres se pusieran en actitudde defensa.

El forastero, pensando que se trataba del cuadrumano de aquel nombre,miraba á todas partes con ávida curiosidad, en tanto reía á sus anchasel bonachón de don Silvestre, quien al cabo explicó á su amigo lo queaquella voz significaba.—Llámase

mona

á una gran bolsa óprotuberancia que sale á algunos maíces en el tallo, y que después deseca se convierte en un depósito de polvo negro y pegajoso; bolsa quesuelen guardar cuidadosamente los aldeanos al coger el maíz, para untarcon ella en la deshoja la cara del más cercano, cuando más descuidadoesté.

Prodújose la alarma de costumbre; pero la mona no pareció por ningunaparte. Un mocetón colorado y mofletudo, que no pudo ver con calma á unrústico Tenorio (pues también los hay en el campo) charlando más de loregular con una moza á quien él galanteaba, era el que había gritado conla intención de interrumpir el amoroso coloquio, ya que no había podidoconseguirlo de otra manera, por hallarse colocado muy lejos de laamartelada pareja.

—¡Diez y

tarja

!—cantó la voz de un hombre que, llegando á la puertade la bodega, cruzó con una raya de yeso otras nueve paralelas, hechasuna á una á cada coloño que se subía al desván.

Chocó al forastero que el décimo, en lugar de seguir el camino de losanteriores, cayese en un rincón de la bodega, que se había aseado antescon el mayor esmero; y preguntado á don Silvestre, supo que aquelgarrote de panojas, tal vez el más repleto de todos y el de las másgordas, era el primero del diezmo

que pagaba á la Iglesia de Dios. Poraquel tiempo andaba aún la cosa pública … á la moda de entonces, y denada se extraño el forastero, sino del cuidado y escrupulosidad con quedon Silvestre cumplía el mandato número cinco de los de la Iglesia. Yaún hacía más el mayorazgo: junto á la pila de panojas formada con loscoloños del diezmo, había otras varias más pequeñas, hechas á costa delas nueve partes que á el le quedaban libres; porque de cada coloño quesubía al desván, dejaba tres panojas para las ánimas del purgatorio; dospara alumbrar á San Antonio, patrono del ganado; seis para San Roque,abogado de la peste; seis para San Pedro, patrono del lugar, y otrasseis para los pobres del vecindario que careciesen de semilla en laépoca de siembra. ¡Y todavía don Silvestre daba gracias á Dios por lomucho que le quedaba!—«¡Desgañitaos, hombres de la ciencia, para ilustrar

á la humanidad; afanaos en

perfeccionarla

para hacerla másfeliz á costa de lágrimas y sudores; pero estudiad á este hombre, ytomad en cuenta la tranquilidad de su espíritu!»

Así exclamaba, para sus adentros, el forastero al contemplar la fe y elplacer con que su amigo cumplía los preceptos que se le imponían, y lasmuestras de la caridad que guardaba siempre en su sencillo corazón.

Ya comenzaba á gozar un poco el de Madrid entre los episodios de ladeshoja, y una prueba de ello es que permaneció observándolo todo,sentado sobre un arcón viejo, hasta que muy avanzada la noche sepresentaron los criados de don Silvestre á la puerta de la bodega,llevando con mucho pulso, entre los dos, una caldera llena de castañas,é inmediatamente detrás el ama de llaves con el jarro del vino, un vasopara escanciarle y otro jarro más pequeño para repartir las castañas. Ála vista de todos estos objetos la deshoja se alborotó, y á merced de laefervescencia pudo un colindante untar á su placer con una mona la caradel celoso y rechoncho mocetón que había gritado antes, de mentirillas.El sorprendido y cerril amante, que entre las carcajadas de la gente noveía más que con sus celos y al través del ignominioso tinte de su cara,en lugar de echar al garrote la panoja que tenía entre las manos, laarrojó furioso hacia su rival; pero éste tenía la cabeza más dura que lapanoja, y habiéndola recibido cerca del occipital, resbalando sobre élel proyectil fué á parar á las narices del forastero, que estabasentado, un poco más atrás y en la misma dirección. Y

gracias á lapenosa sensación que en todos produjo la carambola, no hubo un lanceentre los dos jabalíes rivales, que se quedaron pasmados al ver sangrarpor las narices al buen señor, y al oirle decir, mientras salía de labodega acompañado de don Silvestre y de su ama, que bufaban de rabia:

—Esto debí yo haberlo previsto; pues á quien entre bestias anda, talescaricias le esperan.

XII

Curado en pocos días de las consecuencias del panojazo, jurósolemnemente huir de todo contacto con tales gentes; y al efecto seproveyó de caña y escopeta, para explotar, en los ramos de pesca y caza,aquellas regiones donde tantos disgustos iba pasando mientras buscaba larealidad de sus mejores ilusiones. Pero siendo tan infecundos en pescael río y los regatos del país como en ninfas y Salicios y Nemorosos suscampiñas, abandonó la caña á los pocos días de dedicarse á ella, pues nocompensaban dos anguilas y tres docenas de pececillos que pescó durantela temporada, todos los constipados y mojaduras que cogió sentado á laorilla del río, unas veces al sol y otras al agua.

Abandonada la caña, se dedicó á la escopeta; y ya que la caza no fueramuy abundante, por lo menos el ejercicio corporal que hacía corriendotras de las

miruellas

, le proporcionaba buen sueño y más que regularapetito.

En esto había pasado un mes desde el panojazo. La naturaleza, lánguida yenclenque entonces, iba quedándose, como si dijáramos, en cueros vivos;las brisas eran más frescas, y en lugar del sonido armónico y majestuosoque formaban perdidas entre el follaje de junio, gemían lastimeras alchocar contra los escuetos miembros de los árboles; lloraban fatídicas,como si fueran la voz de la naturaleza que lamentara la pérdida de susrisueñas galas. El suelo se humedecía cada vez más, porque el sol notenía fuerza bastante para enjugarle después de los chubascos, cada díamás fuertes y más frecuentes; las noches eran eternas, y sólo un sueñocomo los que últimamente dormía el de Madrid, era capaz de hacérselaspasar medio á gusto entre los silbidos del vendaval que penetraba fino ycortante por cada rendija de las innumerables que tenían las puertasexteriores del solariego palomar; las lumbradas

que hacía el ama en lacocina solamente las soportaban ella y don Silvestre, acostumbrados á sucalor desde la infancia: el forastero se abrasaba acercándose al fuego,y retirándose de él se le helaban las espaldas con el

gris

que corríaen aquel inmenso páramo.

En cuanto á la poesía del chisporroteo de los tizones y del hervir delos pucheros, así la encontró como lo que había buscado entre losjarales. Roncaba el ama de llaves, roncaba don Silvestre, roncaban loscriados y el gato y el perro; silbaba el viento, bramaba la celliscacontra las inseguras ventanas, y más que visión placentera, parecíaaquel cuadro escena de conjuro, ó ensueño de calenturiento.

¡Entonces sí que pensó en su gabinete de Madrid y en los salones del mundo

y en el teatro de la ópera!…

—¡Qué será un invierno pasado así, Dios mío!—se decía una nochemientras se acostaba en busca del sueño, único amparo que hallaba enmedio del aburrimiento que empezaba á perseguirle.

XIII

Fatigado de saltar setos y regatos y de trepar por cerros y colinas,tornaba hacia su casa una mañana el huésped de don Silvestre, con laescopeta al hombro y sin haber podido matar más que dos gorriones y unacalandria.

Ya columbraba la ventana de la cocina solariega y hasta llegaban á susnarices los aromas de los guisotes del ama de gobierno, cuandodistinguió una miruella sobre la rama más alta de una higuera.

Agazapóse el cazador todo lo que pudo; deslizóse de mato en mato y debardal en bardal, como una culebra, para no ser visto ni sentido delanimalito, cuya vigilancia es proverbial en el país; apuntóle con laescopeta cuando le tuvo á tiro y á su gusto, y….

Pero expliquemos la situación del cazador, por si los permenores delsuceso nos fueren más tarde de alguna utilidad.

Apuntando el madrileño á la miruella, tenía á cuatro pasos, á laespalda, un huerto contiguo á una pequeña casa, y cerrado en todo superímetro por una pared

seca

, es decir, una pared transparente, depiedras sobrepuestas medio á la casualidad, paredes que suelen durareternidades, porque la consistencia que les falta de nuevas se la dabien pronto la hiedra que junto á ellas nace, y penetra,entretejiéndose, por todos los intersticios. La pared del huerto quetenía á su espalda el cazador comenzaba ya á consolidarse: sólo un tramode dos varas estaba sin revestirse de las verdes ligaduras, y sostenidopor un prodigio de equilibrio.

Por lo que hace á la casa, estaba cerrada herméticamente; y en toda laextensión que alcanzaba la vista no se distinguían más seres vivientesque el cazador, la miruella y un hombre que cerca de la casa esparcía

toperas

en un prado, y acechaba de cuando en cuando las operacionesdel topo, á cuya caza andaba. Este hombre, á quien el de Madrid no veía,era el tío Merlín.

Hecha, pues, la puntería á placer del cazador (como que apoyaba laextremidad del cañón de la escopeta en una rama), disparó sobre elpajarraco, y éste cayó, como una masa inerte, rebotando de quima enquima.

Pero al pie del árbol había un bardal bastante espeso, y en estebardal cayó la miruella.—Cerca de un cuarto de hora invirtió enbuscarla el pacientísimo cazador, que al fin la encontró; pero no sindesgarrarse las manos con las punzantes zarzas.

Con su presa en el morral, salió otra vez al camino que antes llevaba; yechándose la escopeta al hombro, marchó á largos pasos hacia su casa,pues ya había oído tocar á mediodía y no le gustaba hacer esperar á donSilvestre que de fijo, estaría arrimando las sillas á la mesa.

Cerca ya de la portalada del mayorazgo, oyó un estrepitoso ruido.Volvióse hacia el sitio de donde éste partía, y vió que se había caídola parte flaca de la pared del huerto antes citado.

Como el suceso tenía muy poco de particular, no le llamó la atención: loextraño para él era que semejantes muros resistieran un día en posiciónvertical.

En esta inteligencia, siguió su camino y llegó á casa del mayorazgo, áquien encontró esperándole para comer.

En los postres estaban, cuando un criado apareció en escena, anunciandoá un hombre que deseaba hablar con «el señor».

—Que pase adelante—dijo éste, siempre dispuesto á complacer á todo elmundo.

Un momento después penetró en la sala, pisando tímidamente, un aldeanode madura edad, con la chaqueta al hombro, barba de quince días, y dandovueltas en las manos á un mugriento sombrero que solamente cesaba degirar cuando el aldeano sacaba una de ellas de la arrugada copa pararetirar hacia atrás las ásperas y encanecidas greñas que le caían sobrelos ojos.

—Tengan ustedes buenas tardes.

—Muy buenas las tenga usted; y díganos en qué puedo serle útil.

El recién venido titubeaba.

Al cabo de un rato bien largo de toser, cambiar de punto de apoyo,manosear el sombrero y luchar con sus greñas, comenzó así el aldeano:

—Pues, señor, yo soy, pa lo que usté mande, Cleto Rejones, y vivo aquí,á la esquierda, cancia la juenti, como el que tira á la mies delJalecho, en una casa sola que usté habrá visto al ir á cazar estamañana…, que tiene un

higar

delante….

—La del suceso que me has contado—añadió don Silvestre, dirigiéndoseá su amigo.

—Adelante—contestó éste, más interesado ya en saber el objeto de lavisita.

—Pues, señor, resulta

de

que yo, á la vera de la casa, tengo ungüerto de carro y medio de tierra, que, en buena hora lo diga, es unaalhaja pa el dicho de coger patatas y posarmos pa el avío de la casa…;como que el viudo del Cueto me daba por él un prao de cinco carros y unrodal viejo, y no se le quise cambiar…. ¡Que me muera de repente si esmentira!

—Si nadie lo pone en duda, hombre de Dios—repuso, riéndose, el de Madrid.—Pero vamos á ver lo que usted desea.

—Á eso voy de contao…. Resulta de que yo, como decía, tengo un güertode carro y medio de tierra á la vera de la casa, y de que ese güertotiene una paré que le cierra sobre sí. Resulta de que esta paré se vinoá tierra está mañana, por la parte de la calleja.

—Dé lo que doy fe porque lo vi…. Adelante….

—Resulta de que, al caer la paré, quedó un juriaco abierto.

—Claro está.

—Y por ese juriaco entraron después, con perdón de usté,

dos de lavista baja

[7].

—Adelante.

—Y estos dos de la vista baja, con perdón de usté, me jocaron elgüerto, me comieron las patatas, me tronzaron los posarmos y medesbarataron dos semilleros de cebollas….

—Hombre, ¡qué lástima!—exclamó, verdaderamente condolido, el nobleforastero.

—Como usté lo oye, señor: crea usté que para mí ha sido hoy un díadesgraciao.

Y el bueno del aldeano, al decir esto, menudeaba más y más los giros desu sombrero, y bregaba, hasta sudar, con los mechones de su ásperacabellera.

El huésped de don Silvestre, creyendo que las pretensiones del aldeanose reducían á pedirle alguna cantidad para reparar la avería, dispúsosedesde luego á dársela bien cumplida; pero no quiso hacerlo sin que elaldeano se insinuase de alguna manera, temiendo herir su delicadeza

.

—Y ¿qué es lo que usted pretende de mí?—repuso con intención.

—Señor—contestó el aldeano,—yo quisiera que se nombrase una presonaque fuera á reconocer el daño, y que le tasara.

—No esta mal pensado…. Pero ¿contra quién va usted á reclamar?

—De modo y manera es que … la paré bien tiesa se estaba….

—Sí…, hasta que se cayó.

—De modo es que, si no la hubieran

aboticao

…[8].

—Luego, ¿se sabe quién la tiró?…

—Paece ser que hubo testigos….

—Pero, en fin, ¿qué es lo que yo puedo hacer en esta cuestión?

—Pos ná, si le paece….

—¡Explíquese usted de una vez, santo varón!

El aldeano bajó la cabeza, volvió á cambiar de postura, y sin cesar demirar al sombrero, continuó, al cabo de un rato y tartamudeando:

—Yo, señor, pa decirlo de una vez … porque ello es justo, ¡canario!,justo como la ley de Dios, vengo á que usté me pague, ó á que nombre porsu cuenta el tasador.

El forastero dió un salto en la silla.

—¡Que le pague yo á usted!… ¿Pues acaso tengo yo la culpa del suceso?

—Ahí esta la

jaba

…. Yo no digo que usté lo hiciera de mal aquel,pero la paré estaba flojilla, y con una perdigoná sobraba pa echarlaabajo.

—¿Pero usted habla de veras?… ¿Usted es capaz de sostener que yoderribé la pared?

—Yo no lo vi, no, señor; pero una presona que estaba cerca cuando ustémató la miruella me lo ha asegurao….

—¡Esto es inaudito, Silvestre, y voy á hacer un escarmiento con estacanalla!… Figúrate que al matar el pájaro estaba yo de espaldas á lapared….

—Pero á eso—interrumpió el aldeano,—dice la presona que con el rustrió

de la escopeta….

—Qué rustrió ni qué…. ¡Imbéciles!… Y aunque tamaño absurdo fueraatendible, ¿de qué serviría cuando la pared cayó un cuarto de horadespués que sonó el tiró?…

—¿Pero tu haces caso de esas socaliñas?—dijo don Silvestre, hastaentonces mudo espectador.—Á esta gente es preciso conocerla. ¿Á queanda el tío Merlín en el ajo?

—Justamente—contestó el pobre hombre.

—Me lo temí; ¡es el enredador de más malas entrañas!… Quítate dedelante, canalla, ó te arrimo un botellazo que te rompa las muelas.¿Cómo te atreves á acercarte á una persona decente con esas tretas detan mala ley?…

—Yo no tengo la culpa—contestó tímidamente el aldeano, haciendo uncuarto de conversión hacia la puerta….—Yo soy un probe … ¡muyprobe!, señor don Silvestre; tengo un güerto que me da para ayudar lavida, cáese la paré, entran por ella los animales, destrózanme laprobeza que había en él, dícenme:

«Fulano tiene la culpa»; y … ¡quémenos he de hacer que pedir lo que en ley se me debe!… Pero—

añadió,enternecido, dirigiéndose á la puerta,—dicen ustedes que me heequivocao, y yo lo creo…. Perdonar la falta…, y queden ustedes conDios….

—Tiene razón el buen hombre—exclamó á poco rato el bonachónmadrileño.—El infeliz no tendrá, tal vez, comida para mañana; y de élno ha salido la idea de hacerme reo de semejante delito…. Llámale,Silvestre, que voy á gratificarle….

—No te apures, hombre de Dios; yo los conozco mejor que tú … y no sontan suaves como aparentan.

De todas maneras, el aldeano había desaparecido, y los buenos deseos delmadrileño quedaron sin realizar; pero don Silvestre tuvo que aceptar desu amigo una moneda de oro para entregársela al pobre labrador lo máspronto posible.

Cuando al día siguiente se despertó el madrileño, su primer recuerdo fuépara el aldeano; y, en su consecuencia, la primera pregunta á su amigo,en estos términos:

—¿Le entregaron el dinero?

—No—contestó el mayorazgo.

—Caramba, lo siento mucho….

—Bah…, no te apures … y, por de pronto, lee este papelito que meha entregado para ti el alguacil del concejo.

Tomó el huésped, lleno de sorpresa, el papel, y leyó en voz alta losiguiente:

«Alcaldía constitucional de….

»Por la presente, y á estancia del vecino Cleto Rejones, se cita ájuicio verbal para mañana á las tres de la tarde, en la casa-concejo, alseñor don Fulano de Tal, sobre pago de desprefeuto de ojeutos naturales,esistentes en una propiedad lindante al vendaval con su casa, y cerradasobre sí á paré seca, y de cuyos ejeutos alimentivos está dicho CletoRejones acaeciendo.—El Alcalde constitucional, Trebucio Canales delGarojo

FOOTNOTES:

[Footnote 7: Cerdos.]

[Footnote 8: Empujado]

XIV

Si el lector desea conocer el fin de este peregrino incidente, que hubode costar la salud al desencantado madrileño, háganos el obsequio deacompañarnos al mismo edificio dentro del cual se debatió la cuestión deaceptar ó no el reló consabido.

Pero en lugar de quedarnos en el ancho salón donde el pueblo se reunióentonces, y que á la vez sirve de escuela pública de primeras letras,vamos á subir por una angosta escalerilla abierta en un ángulo de lapared opuesta á la puerta principal. Como son las tres de la tarde, yésta de un día de trabajo, tenemos que encontrarnos, al atravesar elcitado salón, con dos largas filas de muchachos sentados ante un dobleatril, sobre el que unos escriben y repasan otros la lección que han dedar más tarde en la mesa presidencial que ocupa el maestro, cuya diestrano suelta la tremenda palmeta de cinco agujeros.

No bien asomamos las narices á la puerta, calla el discordante yatronador coro que forman los granujas lectores, quítase el maestro lasgafas, pónese de pie, hacen lo propio sus discípulos, y todos á la vez,hincando una rodilla en tierra, exclaman á grandes voces:—¡Alabado seael Santísimo Sacramento del Altar!

Repuesto el indulgente lector de la sorpresa que le habrá causado tanextraña salutación, llegamos á la escalerilla, cuya puerta nos abre,entre mil reverencias, el sanguinario pedagogo; subimos media docena detoscos escalones, y entramos al fin en una pequeña sala donde noshallamos al conocido alcalde de los largos colmillos, sentado ante laúnica mesa que allí hay, y á su derecha, pero de pie y á respetuosadistancia, al alguacil del concejo. En un banco cercano están sentadosCleto Rejones y el tío Merlín, con su habitual expresión de

travesura

.De pie, y retratadas en su semblante la indignación y la repugnancia quela escena le produce, el madrileño, junto á su fiel amigo don Silvestre,que participa, por simpatía, de la situación moral del primero.

Oigamos lo que allí pasa.

EL ALCALDE.—Supuesto que ya estamos reunidos, vamos á dar principio aljuicio. (

Al alguacil

.) Llama al señor Maestro. (

Vase el alguacil ysube á poco rato acompañado del Maestro, que se coloca en su puesto desecretario

.) Hable, pues, Cleto Rejones, y diga, exponga, relate, ycuente lo que pide, quiere ó solecita del señor demandado aquí presente.Pero primeramente, ¿Cleto Rejones trae su hombre bueno?

EL TÍO MERLÍN.—(

Inclinándose respetuosamente

.) Para servir á Dios y áustedes.

ALCALDE.—Por muchos años.—En cuanto á este caballero, ya veo que leacompaña don Silvestre….

Conque, adelante. Y digo: exponga CletoRejones….

CLETO.—Tocante á eso, digo, señor alcalde….

ALCALDE.—Calle usté el pico.

CLETO.—De modo que como usté me manda….

ALCALDE.—Mando, sí; pero en acabando yo de hablar. Exponga Cleto Rejones su particular.

CLETO.—¿Hablo?

ALCALDE.—¡Bárbaro! ¿Pues no me oyes?…

CLETO.—De modo que como usté me dijo….

ALCALDE.—¿Cantas…, ó te condeno?

CLETO.—Pos canto y digo.—Yo tengo,

en

primeramente, un güertocerrado sobre sí y á paré seca. Resulta de que esta paré del güerto queyo tengo, se vino abajo por un lado, quedó un juriaco abierto, yentraron por él dos de la vista baja, con perdón de ustedes. Resulta deque estos animales jocáronme el güerto y me asolaron la probeza que enél tenía…, y resulta de que pido y reclamo que se me reconozca el dañoy se me pague.

ALCALDE.—Pues es muy justo que se te pague, porque la paré no debióhaberse caído. (

Mirando de reojo al madrileño

.) Y al menos que dengunola haiga aboticao….

CLETO.—Eso mesmo creo yo. (

Mirando con timidez al tío Merlín

) Paeceser que hay testigos de cómo la paré no cayó de por sí sola.

ALCALDE.—Eso es lo que se necesita…. ¿Y qué dice á esto el demandado?

DEMANDADO.—Que esa demanda envuelve la falsedad más indigna; que estoyresuelto á negarme á la infame exigencia del demandante, y á hacer todolo posible por enviar á un presidio á los autores de esa impostura.

ALCALDE.—Será según y conforme. Por de pronto, hay testigos contrausté.

DEMANDADO.—Serán comprados.

ALCALDE.—(

Á Cleto

.) ¿Cuáles son tus testigos?

CLETO.—(

Señalando al tío Merlín

.) El señor.

ALCALDE.—Pues con usté va esta música.

MERLÍN.—Protesto.

ALCALDE.—Eso es palique…. Canta lo que sepas, y á jurar enseguida.—Pero usté, ¿que pruebas trae contra Cleto Rejones?

DEMANDADO.—Mi palabra de caballero, mi conciencia y algunas razones desentido común….

ALCALDE.—No es mucho que digamos. La ley quiere más.

MERLÍN.—Por de pronto, la paré estábase derecha. El señor disparó suescopeta cerca de ella, y la paré cayó en seguida. No habiendo pasadonadie más que el señor en toda la mañana por aquél sitio, ¿quien sino elseñor tiene la culpa?

DEMANDADO.—¿Y esos son todos los argumentos que usted presenta contramí?

MERLÍN.—¿Y le parece á usted poco?

DON SILVESTRE.—Tío Merlín, usted es un tunante; ¡y si no fuera por suscanas!…

MERLÍN.—Señor de Seturas, usté me falta…. No hay en el pueblo naideque se atreva á dudar de mis palabras.

DON SILVESTRE.—Tampoco ha habido nadie que haya querido romperle elalma, y por eso tiene usted embrollado y revuelto al vecindario.

MERLÍN (

furioso

).—Que coste, señor alcalde…, y que se apunte todopa el día de mañana que yo tome cuentas.

DEMANDADO.—Dé usted antes las que le piden, y no olvide que estoyresuelto á todo, incluso á enviar á los dos á un presidio.

CLETO.—Yo pido lo que es mío, porque me han dicho que se me debe.

DEMANDADO.—Usted es un pobre hombre; pero antes que dejarse seducir porun malvado, debiera oir los consejos de los nombres de bien.

MERLÍN.—Yo soy tan honrao como usté y la….

ALCALDE.—¡Silencio!

MERLÍN.—No me da la gana.

ALCALDE.—¡Tío Merlín!, que tengo malas pulgas, y conmigo no se juega.

MERLÍN.—Que no me atienten la pacencia.

SECRETARIO.—Usté se ha extralimitado, señor

de

Merlín.

MERLÍN.—Y ¿quién le da á usté vela pa este entierro?

ALCALDE.—¡Canario!, que haya ord