Escenas Montañesas by José María de Pereda - HTML preview

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Leyó un día en la

Gaceta

, y al pie de un documento de altaprocedencia, un nombre que le sonó á muy conocido. Paróse un poco áreflexionar, y dándose un puñetazo en la frente, exclamó para sí:—«Asíse llamaba uno que estudió conmigo latín; aquel madrileñito que estabade temporada en la villa, adonde había ido su padre á tomar aires….Pero no es posible…. Aquel chiquillo tan enclenque y enfermizo que me sacaba los significados

, no puede haber subido tan alto…. No,señor…. Y ahora que me acuerdo, no me envió los tirantes de goma queme ofreció para cuando llegara á Madrid, por haber cargado yo con laculpa de esconder las disciplinas del dómine, ni me pagó nunca dosreales y medio que le presté…. ¡Si fuera él!…»

Y empezando por dudarlo mucho, acabó por enjaretar este documento,precioso por su espontaneidad:

«Señor don Fulano de Tal. (

Aquí todos los títulos que leyó en la

Gaceta.)

»Madrid.

»Muy señor mío: Aunque no tengo el honor de conocerle, me tomo la libertad de dirigirle la presente para que, á vuelta de correo, me diga si

eres tú

ó no

es usted

el mismo Fulano de Tal que estudió conmigo latín en la villa, y que, por más señas, me quedó debiendo dos reales y medio y unos tirantes de goma. No es que yo te los pida, caso de que seas el de marras: te los recuerdo para que caigas mejor en lo que te quiero decir.

»Si no fuese usted el que yo deseo, dispense la curiosidad y mande con franqueza á su seguro servidor

»

Silvestre Seturas

.

»P.D.—El pleito, sin novedad.»

Á los quince días de echada esta carta en la estafeta del lugar, recibióel solariego esta otra en rico papel con cantos dorados:

«Mi querido Silvestre:

Ego sum

, amigo mío, yo soy el que buscas, el que estudió contigo en la villa, el que te debe dos reales y medio y unos tirantes de goma. No puedo explicarte todo el placer que he sentido al hallar, en medio de mi enojosa correspondencia oficial, tu inestimable carta, que me ha despertado uno de los recuerdos más gratos de mi vida, ni podrás sospechar siquiera todo lo oportunamente que la he recibido.

»La suerte me ha sido favorable, ya que favor llama el mundo á que le coloquen á uno donde todos le vean y le puedan zarandear á su capricho; y no extrañes que no te lo haya participado, porque entre las atenciones de mi destino, me olvido hasta de mí propio.

»Reconociéndote la deuda que me citas, es ahora, como siempre, tu amigo que te quiere

»

Fulano de Tal

.

»P.D.—Celebro la buena marcha del pleito, aunque ignoro de qué se trata.»

Dos impresiones causó en don Silvestre la lectura de esta carta: con laprimera, que fué de placer, hizo una pirueta; con la segunda se llamó«bárbaro».

Hizo la pirueta, porque hallaba un amigo de campanillas que sirviéndoleen el pleito, le proporcionaba motivo para ir á Madrid.

Y se llamó bárbaro, porque recordó que, cediendo á la costumbretradicional en la familia, que nunca tuvo más correspondencia que la delpleito, había añadido á su amigo una posdata cuyo significado ignorabaéste.

Pero siendo la primera impresión la que más le dominó, echóse á la callecon ella, llegó al corro de bolos, pagó media á los jugadores … ymetió al alcalde en un zapato como quien dice, en cuanto oyó, vió ypalpó el reyezuelo que el solariego se carteaba con señorones. Al díasiguiente le propuso el concejo una honrosa transacción; pero ¡buenoestaba don Silvestre para capitular, cuando tenía la sartén por elmango!

III

Desde aquel día el mayorazgo no vivió más que para sus ilusiones, y,agobiado por ellas, tornóse caviloso, taciturno y solitario; huyó de lospartidos de naipes y de bolos; y si alguna vez, cediendo á lasinstancias de los amigos, tomaba cartas, era para dejarse acusar lascuarenta por el último zarramplín del lugar. Don Silvestre, en fin,llegó á encontrar insoportable el rincón de sus mayores.

En esta época de su vida es cuando se le presento al lector.

He creído necesarios los detalles apuntados para que éste hallaseverosímil el aburrimiento que le aquejaba, y disculpables sus ulterioresdecisiones. Porque un hombre que, como don Silvestre Seturas, tiene: cinco pies y medio de talla, tres ídem de espalda, tanto estómago como despensa, tanta salud como estómago y tres mil reales de renta;

que no conoce el asco, ni el ruido, ni el miedo, ni los guantes, ni elcharol, no debe aburrirse nunca en el campo, ó no hay en él seresfelices; afirmación que negarán los poetas melenudos, de báculo yzampoña, y los novelistas sobrios, ascéticos y filósofos. Negaránla, esclaro, porque precisamente en el campo es donde estos señores se hanempeñado en colocarnos la felicidad terrena, ya bajo el aspecto deencanecido anciano, que perora con más elocuencia que Demóstenes y másprofundidad que Sócrates, so la añosa encina, ó cabe la parlera fuente;ya bajo el de apuesto galán que cultiva el fértil valle, y aunque sudaal sol y come ráspanos y borona, es por la noche bastante sublime paraechar un discurso á su novia, que le espera con un ramo de flores, y queno es menos gallarda, menos elocuente ni menos poética que su adorado;ya, en fin, bajo la forma de blancos manteles, doradas frutas, triscadorcabrito, fiel y respetuoso can, etc. etc…; y todo ello sin másinspiración que la Naturaleza, ni más mentores que los bardales, elsusurro de las celliscas y las pláticas del cura. Pero estos señorespoetas y novelistas sin duda han estudiado la campiña en el mapa, ó enel Museo de pinturas.

Y no entro con ellos en pelea para decirles cuatro cosas que se mevienen á las mientes, porque tal vez lo vaya haciendo insensiblemente,y, sobre todo, porque me llaman al orden los asuntos del mayorazgo, lostacos de sus dos mozos de labranza, y los aspavientos de su ama, á causade que, con sus recientes ilusiones, el solariego descuida el caballo,no siega nunca el retoño, deja todo el peso de la labranza á los criadosy no habla más que de Madrid y de su amigote.

Entretanto, volvió á escribir á éste, dándole cuenta de sus proyectos deviaje y explicándole al pormenor el estado y motivo de su pleito.

Al contestarle le aconsejó el de la corte que, tanto por el bien de supleito como para satisfacer sus deseos de conocer á Madrid, se pusieseen camino cuanto antes; añadiéndole que él tenía gran interés en verlepara arreglar cierto proyecto que había concebido.

Don Silvestre no vaciló más: envió el alguacil á casa de algunos colonosque le debían dinero, hízoles aflojarlo más que de prisa; y como no eramucho, consiguió que el cura le adelantase el resto. Al día siguiente,tempranito, trancó la bodega, después de encerrar en ella la ejecutoriay algunas escrituras; colgó la llave, por el anillo, de un tirante de supantalón, puesta ya su mejor ropa, guardó en un pañuelo un par decamisas de estopilla, y pendiente este lío de un garrote de acebochamuscado que se echó al hombro, partió hacia el camino real á esperarla primera diligencia que pasara con dirección á Madrid.

IV

Con el breve monólogo de don Silvestre al encontrar el nombre de suamigo en la Gaceta

, tienen los lectores lo suficiente para saber quiénera y de dónde venía el personaje de Madrid; me dispenso, en obsequio ála brevedad, aunque hollando la costumbre, el relato de su historiadesde que le perdió de vista el solariego hasta que le volvió áencontrar. Supóngase, y esto baste, que muerto su padre, en cuanto llegóá Madrid, y solo en el mundo, se dedicó á gacetillero, á repartidor deprospectos…, á padre de la patria, á cualquiera cosa; pues por todosestos escalones y otros mil idénticos, hemos visto subir á otros muchoshasta la altura en que habitaba oficialmente el amigote de donSilvestre.

Tampoco detallaré los efectos que en el mayorazgo causaron la bata persade su amigo y las tapicerías de la habitación en que le recibió.Conocido el tipo, es muy fácil la deducción de estas menudencias.

He aquí el discurso que le dirigió el de la bata, pasadas las primerasformalidades del saludo y del abrazo:

«Amigo mío: estás en tu casa, elige la habitación que más te agrade yestablécete en ella con toda libertad.

Yo almuerzo solo, á la una y comoá las ocho de la noche. Tendría mucho gusto en que me acompañaras á lamesa; pero si estas horas no te acomodan, puedes escoger otras para ti.Un carruaje estará siempre á tus órdenes, y mis criados lo son tuyos ála vez. La índole de mis ocupaciones no me permite acompañarte á ver lascuriosidades de la corte; pero este caballero, que es mi secretarioparticular (y señaló á un elegante joven que escribía á su lado, y quesaludó cortésmente), tendrá mucho gusto en sustituirme, y estoy segurode que ganarás en el cambio. Ni la casa, ni el carruaje, ni toda laobstentación que te ofrezco, te asombren ni te acobarden; soy el mismoFulano de la villa…, el que te debe dos reales y medio y unos tirantesde goma.

Corre, pues, investiga y goza á tus anchas, que luego que tecanses hablaremos de tu pleito y de mis planes, y entonces te rogaré queme dispenses lo que pueda haber de egoísmo en lo que ahora estáscontemplando como un fenómeno de cariñoso agasajo, poco común en lahistoria de los hombres de mi talla.»

Don Silvestre era llanote y sencillo; oyó estas palabras con los oídosdel corazón, y todas las proposiciones del personaje fueron aceptadas,menos la de sentarse á la mesa á distintas horas que él, pues de estasuerte hubiera creído ofender la generosidad y delicadeza de su amigo.Quedó pues, instalado en la casa el mayorazgo, revolviéndose en ella conel mismo desembarazo que si en ella hubiese nacido. Los extremos setocan. La falta de aprensión de don Silvestre le prestaba ladesenvoltura que á veces no dan las preocupaciones del

gran mundo

.

Su primera salida quiso hacerla á pie: había ido á la corte paraenterarse de todo, y lo conseguiría mejor así que encerrado en uncarruaje. Afeitóse bien su barba de ocho días; vistióse una camisa,cuyos cuellos, aunque doblados por arriba un par de dedos, le cubrían lamitad de las orejas; cepilló y se puso su chaquetón pardo y su sombrerode copa negro-verdoso; empuñó su bastón de acebo chamuscado; asegurósebien de que no falseaban las correas de sus zapatos de becerro, y dijoal elegante secretario de su amigo, como si toda la vida le hubiesetenido á su servicio:—Vamos andando.

Algo disgustaba al elegante ir convertido en cicerone de un ente tangrotesco; pero la intimidad con que le trataba el personaje cortesano lehizo ver en el de la aldea un mandarín inculto, una potencia electoral,un reyezuelo de provincia. Su momentáneo desagrado se trocó bien prontoen solicitud deferente y hasta respetuosa.

Nada de particular halló don Silvestre por las calles, fuera del ruidode los carruajes y del incesante movimiento de la gente. Teníale elestrépito ensordecido, y tan atolondrado, que tropezaba con todos lostranseuntes, y rompió siete cristales de otros tantos escaparates porhuir de los coches, pensando que le atropellaban. El secretario estabaen ascuas, y lo estuvo más cuando notó que los cuellos del solariego ysu cara avinatada llamaban la atención de muchas personas. El mayorazgo,afortunadamente, no lo conocía, pues descansaba en la persuasión de que«en Madrid todo pasa».

Al retirarse, al anochecer, y bajo una temperatura africana, donSilvestre se achicharraba, y quiso refrescar.

Entraron en un café. Elsecretario pidió un sorbete; su acompañado, ignorando lo que aquellosería, pidió otro. Sirviéronles los sorbetes. El de Madrid descogolló elsuyo de un bocado, con la mayor limpieza imaginable; el aldeano, quedesde que vió llegar los refrescos vacilaba en el modo de acometerlos,imitó á su compañero, ¡en mal hora para el desdichado! Lo mismo fuéhincar sus dientes en el gélido amasijo, que revolverse en el café elruido de un huracán. La inesperada impresión del frío del sorbeteprodujo en don Silvestre los efectos más estrepitosos.

Del primer resoplido, al morder el helado, fué éste con la copa hasta lamesa inmediata; y como el que ha tragado polvos de salbadera, Seturasescupía, se sonaba las narices y gritaba pidiendo agua, empeñado eliluso en que

aquello abrasaba

; y, por último, comenzó á estornudar …¡pero de qué modo!: cada estornudo era un cañonazo bajo los relucientestechos del café, acompañando á cada explosión una lluvia menuda que fuéla delicia de los inmediatos parroquianos, durante las quince ó veinteveces que las mucosas de don Silvestre le dijeron

«agua va». Elestrépito duró un par de minutos.—Cuando las detonaciones se hicieronmás débiles y más tardías, como las de una tormenta que se va alejando,la atención pública, hasta entonces en suspenso, comenzó á agitarse,cruzándose entre los parroquianos sonrisas, carcajadas y epigramas, que,afortunadamente, no comprendió el que era objeto de ellos; antes alcontrario, pensando sólo en el fatal efecto del sorbete, y durándole aúnla sed, comenzó á sacudir garrotazos sobre la mesa y á llamar con todala fuerza de sus pulmones.

Un mozo se presentó, no poco alarmado con el estrépito.

—¿Qué demonios se puede tomar aquí para quitar la sed, que no separezca á esa melecina

condenada que me has dado?—le preguntó elmayorazgo, señalando el estrellado sorbete.

—Lo que usted pida, señor—contestó el otro, luchando por contener larisa.

—Pues tráete … media de tinto.

—¡De tinto! ¿Cómo?

—¿Cómo? En

sangría.

—No le entiendo á usted—dijo el mozo, trocando su sonrisa en expresiónde sorpresa.

—Pues la cosa es bien sencilla—añadió el mayorazgo:—¿no hay aquíagua?; ¿no hay azúcara

?; ¿no hay rioja?… ¿Pues qué taberna de losdemonios es ésta?

Algo como carcajada estalló entre los concurrentes del café; y enseguida comenzaron los epigramas y los apóstrofes más cáusticos. Hubopara los cuellos del mayorazgo, hubo para su colmena

, para su cara,para su garrote, y hubo … que contener á don Silvestre, que,embravecido como un toro con aquellas banderillas que tan inhumanamenteponía á su inofensivo desparpajo cerril la intransigente civilización,quiso acometer á garrotazos á aquella turba de enclenques, famélicos,petardistas, vagabundos y tahures que poblaban el salón, disfrazados de

personas decentes

.

En medio del aturdimiento consiguiente á la escena en que acababa de seractor, don Silvestre, al marcharse, en lugar de salir por donde entró,se fué hacia la sala de los billares: su acompañante, que temía otroescándalo, le llamó; pero ya era tarde. Una vez en ella se olvidó de lopasado ante el aspecto de las bolas de marfil, cuyos choques leadmiraron como á un niño; y más que las bolas, la locuacidad de un jovende rizadas patillas, gafas y pelo escarolado, que al paso que jugabacarambolas con otro aficionado, era el deleite de los cien curiosos querodeaban la mesa, sentados sobre duras banquetas, con una profusión dechistes y una procacidad tan verde y desaliñada, que en un cuartel deblanquillos no le hubiera valido menos de un mes de cepo ó una carrerade baquetas.

Don Silvestre no se extrañaba tanto de la desvergüenza del elegantejugador como del eco que en la concurrencia hallaban sus torpezas;parecíale insoportable la impudencia del uno, pero mucho másimperdonable la aquiescencia de los otros.

Y como desconocía el verdadero valor de aquellas baladronadas, tomábalasmuy á pechos, y hasta resuelto estuvo á interpelar muy seriamente al delas patillas, cuando le ocurrió preguntar á su acompañante, aúnpreocupado con el lance del sorbete, qué clase de hombre era aquél quetan bien manejaba la lengua.

—El redactor principal del

N

…—le contestó elsecretario,—director de una sociedad filantrópica, caballero de CarlosIII, por una oda dedicada al rey; socio honorario de todos los clubsrevolucionarios de París, por una elegía á Marat….

—¡Redactor del

N

!…—exclamó admirado el interpelante.—¿Entonceshay en Madrid dos periódicos de ese nombre!

—No, señor don Silvestre.

—¡Jesús me valga! ¿Con que es decir que aquel periódico que yo leía enmi lugar con tanta fe, está escrito por este hombre; y aquellosartículos en que tanto se clamaba por el orden, por la moralidad, por elbien de los pueblos, eran dictados por un anarquista cínico ydesmoralizado? ¿Conque esas palabras de humanidad, filantropía,compañerismo, religión, hogar, derechos, lejos de ser una verdad ensemejantes periódicos, son una burla sacrílega, un insulto á Dios y álos hombres, una explotación innoble de la pública buena fe?

El secretario se encogió de hombros por toda contestación, comodiciendo: «este mozo ha estado en el limbo, cuando á su edad ignora loque aquí saben los chicos de la escuela»; pero don Silvestre, que noentendía de mímica, no supo traducir aquella expresión; y careciendo deotra respuesta, por no romperse el alma

(son sus palabras) con elperiodista, rogó á su acompañante que se fueran á la calle.

No deseaba éste otra cosa.—Media hora después, limpiándose el sudor consu pañuelo de percal aplomado, hacía don Silvestre en casa de su amigoteun resumen exacto de los acontecimientos de su primera salida por lascalles de la corte.

V

El primer consejo que le dió el personaje fué el siguiente: «tanto paraque te presentes con la debida decencia en los sitios que deseas ver,como para quitar todo motivo á las burlas de la gente, debes vestirte ála moda, porque, amigo mío,

dum Roma fueris

… lo que sigue».

Por más que á don Silvestre repugnara el desprenderse de sus cómodoshábitos, al día siguiente tuvo que empaquetarse en los nuevos que letrajeron de una elegante ropería; pero como el diablo las carga, sibien, con trabajillos y todo, parecieron pantalón, levita, chaleco ysombrero, para las piernas, tronco, cuello y cabeza hercúleos de donSilvestre, no hubo un par de botas para sus pies en toda la corte,pues, como decían los zapateros á quienes se acudió, «hormas de taltamaño no se hacían en Madrid sino de encargo».

De aquí resultó un chocante contraste: lo fino de los pantalones con logrosero de los zapatos viejos del mayorazgo, que nunca vieron más lustreque el que les daba una corteza de tocino frotada sobre ellos cada ochodías. Y si á dicho contraste se añade el que formaba todo el donSilvestre con su equipaje, al que desaliñaba más y más metiendo losdedos de sus manos entre el pescuezo y la corbata que le molestaba,hasta dejar ésta debajo del cuello de la camisa, dígame el lector qué lepasaría al pobre hombre cuando en semejante arreo se echó á la calle,sin escuchar los consejos del amigote ni las protestas del elegante guíaque, sin el miedo de perder su destino, se hubiera negado á acompañarle.

Sucedióle, claro está, que no bien se hubo mostrado al público cuandoéste la tomó con él. Primero le miraron, después se sonrieron, hastaconcluir por interpelarle irónicamente, y por reirse á sus barbas.

Peroeste nuevo insulto colmó la medida del sufrimiento de don Silvestre.—«¡Canario!—exclamó al hallarse en medio de un grupo decalaveras;—conque ayer, porque iba al uso de mi tierra, os reíais demí; y hoy que, por complaceros, me visto como vosotros, me toreáistambién, sin duda porque no sé llevar esta librea. Pues tanto, tanto, nolo sufrió jamás un Seturas.»

Y, sin otras explicaciones, largó una bofetada al más cercano, á quienmetió de cabeza en el escaparate de una pastelería. Hubiera acometido álos restantes; pero al volverse hacia ellos ya habían desaparecido.

Sitodos los calaverillas madrileños hubieran presenciado esta escena, esmás que probable que el mayorazgo no hubiera tenido que sentir más enigual género; pero como no todos los susodichos traviesos estaban allícuando la primera bofetada, tuvo que pegar la segunda un poco más abajo,y la tercera más adelante, hasta que juzgó prudente ir á vestirse con sutraje provincial, renegando de la independencia madrileña y de laeducación y tolerancia de las «personas decentes».

Con este desencanto sobre su alma, y envuelto en el burdo ropaje de susmayores, con el que, si no iba elegante, andaba sumamente cómodo, echóseá ver lo que le faltaba; empresa que consumiremos, en la imposibilidadde seguir al mayorazgo paso á paso y en cada una de sus impresiones.

Siendo la política su caballo de batalla, después de ver en los cafésque todos los periódicos que leía decían de sí propios lo mismo que eldel cirujano de su lugar escribía de sí mismo y de su partido, es decir,que eran unos santos, al paso que renegaban de todos los demás, fuese alCongreso, donde esperaba oir aquellos discursos que, impresos, leadmiraban, y aquellos hombres que, pronunciándolos, le parecíansemidioses ó criaturas de distinta naturaleza, forma y color que elresto de la humanidad.

Mas, ¡oh desengaño!, en el palacio de las leyeshalló de todo menos discursos. Presenció en el seno de la Asambleanacional

disputas

acaloradas, y encontró en los diputados unos hombresde talla común, que tenían el mismo prurito que los periódicos: lainmodestia de decir cada uno de sí propio, córam pópulo

, lo que todoslos demás les negaban: que eran lo mejorcito de la casa, y de lo pocoque en virtudes cívicas, y hasta domésticas, se encontraba por el mundo.De aquí resultaba mucho de:—«¿Qué has de ser tú?—Más que tú.—Tú loserás de lengua.—Esa es la que á ti te sobra.—Pues á mí nunca me hanperseguido por revoltoso.—Justo, porque en ti es de familia ser unmátalas-callando.—¡Al orden!—

No me da la gana»,—etc., etc. Preguntó,con este motivo, si había dos Congresos de diputados en Madrid, y que endónde se pronunciaban aquellos discursos tan arregladitos y tanelocuentes que él acostumbraba á leer; y cuando supo algo de lo quepasaba en la redacción

del

Diario de Sesiones

:—«¡Cáscaras!—dijo,—puescon un buen

redactor

, también habría oradores en el concejo de mi pueblo.»

VI

Curado con estos desengaños de la pasión política, dióse á lo de purorecreo; y quiso contemplar de cerca lo que tanto admiró desde lejos:

lacasa de fieras

.—Que me aspen—dijo cuando la examinó jaula porjaula,—si el corral de mi casa no tiene que ver más que esto: paracuatro pavos, dos mastines y un mico, no necesitaba el Ayuntamiento unpresupuesto y un personal como los de esta casa, cuyo título es unaburla completa de lo que sus verjas debieran encerrar.

Ya que en el Retiro estaba, quiso, lleno de entusiasmo, recordando lascampiñas y bosques de su tierra, tenderse un rato bajo aquella

frondosidad

tan decantada; mas, fuese culpa de la intensidad del sol,ó de la ruindad de los árboles, es lo cierto que en una extensión demedia legua de bosque no halló tres dedos de sombra, ni dos docenas deyerbas donde tender su cansada humanidad. Esto le hizo recordar que elfamoso Prado

era un

arenal

completo en el que había de todo menosverdura y poesía; que el mismo desierto de Sahara no estaba más reñidoque él con la vegetación, ni presentaba un aspecto más triste ydesconsolador á las tres de una tarde de verano. Iba á preguntarse, porcuarta ó quinta vez, si el título de prado

sería irónico, chocándoleque cupiese en cabeza humana (ignoraba don Silvestre la historia delcélebre paseo) la idea de llamar una cosa con el nombre que menos leconviene; pero recordó lo que acababa de ver con el de

casa de fieras

,y días atrás con los de

puertas

de Segovia y de Atocha, y se convencióde que Madrid era una pura ilusión.

Por fortuna, don Silvestre era muy poco artista y mucho menos literato,y con ello se ahorró otros muchos desengaños.

Pero, en cambio, era curioso y antojadizo, y nunca satisfizo un caprichode los muchos que le provocaban el aspecto y baratura de las miltrivialidades que veía en los escaparates de las tiendas, sin que altomar el cambio de una moneda no recibiera un par de ellas falsas,monedas que, al entregarlas más tarde en otros establecimientos, lecostaban serios disgustos.

Si iba al café, aun sacrificando sus apetitos al gusto de los demásparroquianos, por evitar escenas como la consabida del sorbete, notabaque los mozos le servían más tarde y peor que á todo el mundo; porqueen el centro de la tolerancia y de la despreocupación se juzga y serespeta á los hombres en razón directa de la excelencia del corte ycalidad de sus vestidos.

Los cocheros le trataban como al sentido común, es decir, inhumanamente:al verle con aquella estampa, ni se tomaban la molestia de aullarle conel brutal

¡jeeé!

cuando le hallaban al paso, para indicarle que seapartara.

El buscar una calle cualquiera le costaba los cuartos que le exigía elbrutal gallego por servirle de guía; y como las calles eran muchas y lasconocía mal, y como no estaba dispuesto á pagar prácticos

á todashoras, cuando salía solo no se atrevía á caminar por no desorientarse.

Esta circunstancia le hizo fijarse todas las tardes, al anochecer, en elfamoso crucero de las Cuatro Calles, sitio en que podía recrear su vistasin necesidad de cicerone. Allí, entre los mil objetos y personas quecruzaban en todas direcciones, observó que, á semejanza de los avionesque en las calurosas tardes de verano revoloteaban incansables alrededordel campanario de su lugar, discurrían por una y otra acera, pasaban,volvían á pasar, y siempre las mismas, aunque en incalculable número,mujeres de incisiva y elocuente mirada, beldades de esbelto talle ydesenvuelta marcha; mujeres que, sin saber por qué, le arrancaban delpecho hondos suspiros.

Mas, ¡ay!, en vano su ilusión le forjaba planes seductores…. Aquellasmujeres, cuyas miradas devoraban á los transeuntes, con cuyosmovimientos, con cuya voz, en ocasiones, intentaban seducirlos, sólopara don Silvestre eran ariscas y desaboridas; para todos habíasonrisas, guiños y hasta flores; para el infeliz mayorazgo

escupitinas

, desaires y malas razones. Don Silvestre recordabaentonces que en su pueblo se honraban las mozas con sus pellizcos, quesólo el temor á las lenguas de las envidiosas le hacían economizarse enlas empresas galantes; y lanzando un suspiro angustioso, abandonaba supuesto favorito y marchaba hacia su casa, preguntándose por los placeresde la corte, y suspirando por el aire de su aldea;

—«¿Dónde está lo que yo venía buscando? De todo lo prometido, ¿qué eslo que encuentro? El calor sofocante, el polvo cáustico, el infernalestrépito de los carruajes, el peligro de ser por ellos atropellado, lospillos callejeros y algunos

otros

mercaderes, el rescoldo de lasbebidas, el veneno de los estancos, la brutalidad de los cocheros, elvandalismo de los revendedores, la inhospitalidad de todo el mundo, elmaterialismo, la usura de la civilización: éstas son para mí las únicasverdades de la corte.»

Y eso que el buen hombre, gracias á su amigo, no había caído en lamayor ratonera de Madrid; no había sido martirizado en el más cruel detodos sus potros: en las casas de huéspedes; ni había, gracias á sucorteza ruda y á su sencilla educación, visitado la corte

por dentro

.Si con su sencillez de aldeano perdía la brújula á la superficie delmundo, ¿qué le sucedería surcándole por lo más hondo de sus tempestuosossenos?

En algo parecido á esto debió de pensar después de la última escupitina

con que le espabilaron las sirenas de las Cuatro Calles,porque, apenas llegó á su casa, hizo su peque?