En Viaje (1881-1882) by Miguel Cané - HTML preview

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Calixto,

vapor

microscópico y muy veloz, que nospermitiría llegar a Honda en el término de todo viaje normal, esto es,ocho o nueve días. Con estas seguridades, reforzadas por la orden quellevaba el Victoria de que así que llegase a Honda volviese en nuestrabusca, y animado por la ventaja de ganar los cinco días que me habríasido necesario esperar para tomar el vapor del 30, resolví bravamente elembarco en el Antioquía. Júpiter quería perderme sin duda, y meenloqueció en ese momento. Dos pasajeros tan sólo se animaron aseguirnos: un joven de Bogotá y el profesor suizo que hacía su estrenoen América de tan peregrina manera.

Es necesario no olvidar que, cuando hablo de los vapores del Magdalena,me refiero a una clase de buques de que no se tiene idea en nuestropaís, donde los ríos navegables son profundos.

En primer lugar, notienen quilla, y su fondo presenta el mismo aspecto que el de lascanoas; luego, tienen tres pisos, abiertos a todos vientos y sostenidosen pilares. El primero forma la cubierta propiamente dicha y es dondeestán todos los aparejos del buque: la máquina; las cocinas, latripulación y sobre todo, la leña. Arriba, viene el sitio destinado alos pasajeros, los camarotes, que nadie ocupa sino las señoras, quienes,para evitarse dormir al aire libre, al lado de los masculinos, se asanvivas en las cabinas; el comedor, etc. En el techo de esta sección, lacámara del capitán, con vista a todas direcciones, y arriba, allá en lacúspide, como un mangrullo de nuestra frontera, como un nido en lacopa de un álamo, la casucha del timonel, donde el práctico, fijos losojos en las aguas, para adivinar el fondo de sus arrugas, dirige elbarco y tiene en sus manos la suerte de los que van dentro. Toda estamáquina se mueve por medio de un propulsor que sale de los sistemasconocidas de la hélice y de las ruedas laterales; las ruedas van atrásdel buque, girando sobre un eje fijo a un metro de la popa: así, elbarco concluye, en su parte posterior, en una pared lisa, perpendiculara las aguas, donde éstas se estrellan ruidosas, cuando las potentespaletas las agitan.

El Antioquía, además de los inconvenientes que antes mencioné, tiene elde llevar sus ruedas a los costados; éstas, además de producir un fragorque haría creer se va navegando en una catarata movible, impiden, porlas oscilaciones que imprimen al buque en los pasajes difíciles, queéste se sobe en los regaderos, esto es, que se deslice sobre las arenas.Además, la mitad de la enorme caldera llega a la cubierta de pasajeros yel comedor está situado precisamente arriba de las hornallas.

Agrégueseque el vapor es de carga, que no hay baño a bordo, que el servicio esdetestable, y se tendrá una idea del simpático esquife que se deslizabapor el caño de Barranquilla en busca del ancho Magdalena.

Debo decir, en honor de mi profético corazón, como diría Hamlet, que laprimera impresión me hizo entrever el negro porvenir. Pero la suerteestaba echada y la voluntad, serena y persistente, velaba para impedirtodo desfallecimiento. Apenas salimos del caño y entramos en el brazoprincipal del río, ancho, correntoso, soberbio, nos amarramos a laorilla, para esperar las últimas órdenes de la agencia.

Fue allí, durante aquellas seis o siete horas, cuando comprendí lanecesidad de echar llave a mi estómago, y olvidar mis gustosgastronómicos hasta nueva orden. La comida que se sirve en esos vaporeses muy mala para un colombiano, pero para un extranjero es realmenteinsoportable. En primer lugar, se sirve todo a un tiempo incluso, lasopa, esto es, un plato de carne, generalmente salada, y cuando esfresca, dura como la piel de un hipopótamo; una fuente de lentejas ofréjoles, y plátanos, cocidos, asados, fritos, en rebanadas... véase elHotel Neptuno.

Cuando todo se ha enfriado, la campana llama a la mesa, yentonces empieza la lucha más terrible por la existencia de las queofrece el vasto cuadro de la creación animal. De un lado, la necesidadimperiosa, brutal, de comer; del otro, el estómago que se resiste,implora, se debate, auxiliado por el reflejo de la caldera que eleva latemperatura hasta el punto de asar una ave que se atreviese a cruzar esaatmósfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas y no enjugados;las ruedas, que están contiguas, hacen un ruido infernal, que impide oíruna palabra, la sed devoradora sólo puede aplacarse con el agua tibia oel vino más caliente aún... ¡Imposible! Se abandona la empresa, y cuandola debilidad empieza a producir calambres en el estómago, se acude albrandy, que engaña por el momento, pero al que se vuelve a apelar asíque ese momento ha pasado.

Allí también empecé a estudiar la curiosa organización de los bogas delMagdalena, que sirven de marineros en los vapores, contratadosespecialmente para cada viaje. La mayor parte son negros o mulatos, perolos hay también catires (blancos) cuya tez cobriza, sombrada por lafuerza de aquel sol, es más oscura que la de nuestros gauchos. Así quese embarcan, son divididos en dos secciones, samarios y cartageneros,esto es, de Santa Marta y de Cartagena, no respondiendo al puntooriginario de cada uno, sino por las mismas razones que en los buques deultramar, en obsequio del servicio interior, hacen separar a latripulación en la banda de babor y en la de estribor. La resistencia deaquellos hombres

para

los

trabajos

agobiadores

que

se

les

imponen,especialmente bajo ese clima, su frugalidad increíble, la manera cómoduermen, desnudos, tirados sobre la cubierta, insensibles a los millaresde mosquitos que los cubren; su alegría constante, su espontaneidad parael trabajo, me causaba una admiración a cada instante creciente. La másdura de sus tareas es el embarque de la leña. Ningún vapor del Magdalenanavega a carbón;

los

bosques

inmensos

de

sus

orillas

dan

abundantecombustible desde hace treinta años, y la mina está lejos de agotarse.La leña se coloca en las orillas desiertas, el buque se acerca, amarra ala costa y toma el número de burros que necesita. El burro es la unidadde medida y consiste en una columna de astillas, a la altura de unhombre, que contiene, poco más o menos, setenta trozos de madera de 0.75centímetros de largo. Me llamó la atención que cada burro costase unpeso fuerte, pero me expliqué ese precio exorbitante donde la leña novale nada, por la escasez de brazos. Aquellas tierras espléndidas, quehacen brotar a raudales de su seno cuanto la fantasía humana ha soñadoen los cuadros ideales de los trópicos, podrían ser llamadas, enantítesis a la frase de Alfieri, el suelo donde el hombre nace más débily escaso. Todo a lo largo del río no se encuentra sino pequeñas ymiserables poblaciones, donde las gentes viren en chozas abiertas, sinmás recurso que un árbol de plátanos que los alimenta, una totuma, cuyasfrutas, especie de calabazas, les suministran todos los utensiliosnecesarios para la vida, y uno o dos cocoteros. Los niños, desnudos,tienen el vientre prominente, por la costumbre de comer tierra. Elpescado es raro, el baño desconocido, por los feroces caimanes; la vida,en una palabra, imposible de comprender para un europeo.

Los pocosblancos que he observado en la costa, tienen un color lívido, terroso yparecen espectros ambulantes. Las fiebres los han consumido. Los pueblosque hay sobre el río, aun los más importantes: Mompox, famoso en la vidacolonial, como en las luchas de la independencia; Magangé, cuyascélebres ferias extienden su fama a lo lejos, están estacionarioseternamente, mientras el río carcome la tierra sobre que se apoyan. ¿Quévale esa

feracidad

maravillosa,

si

el

clima

no

permite

eldesenvolvimiento de la raza humana que debe explotarla?

Mientras misojos miran con asombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo, elespíritu observa tristemente que esa grandeza no es más que una mortajatropical. Así, Colombia se refugia en las alturas, lejos, muy lejos delmar y de la Europa, tras los riscos escarpados que dificultan el accesoy trata de hacer allí su centro de civilización. La poesía la ha bañadocon su luz, en el momento de la última formación geológica del mundo,mientras las tierras que baña el Plata parecen haber surgido bajo elgolpe del caduceo de mercurio. Allí, las llanuras, la templanza delclima, la proximidad al mar, el contacto casi inmediato con los centrosde civilización; aquí, la muerte en las costas, el aislamiento en lasalturas. Bendigamos el azar que tan benéfico nos fue en el repartoamericano, que nos dio las regiones cálidas donde el sol dora el café yempapa las fibras de la caña, los campos donde el trigo brota robusto yabundante. Las faldas andinas que la vid trepa juguetona y vigorosa, loscerros que tienen venas de oro y carne de mármol, y por fin, las pampasfecundas que se extienden hasta el último punto al sur del mundo que elhombre habita. Bendigamos esa fortuna, pero que el orgullo de nuestroprogreso no nos impida mirar con respeto profundo los esfuerzosgenerosos que hacen nuestros hermanos del Norte por alcanzarlo,venciendo a la naturaleza, espléndida y terrible como una virgensalvaje.

CAPITULO VIII

Cuadros de viaje.

¡Una hipótesis filológica!—La vida del boga y suspeligros.—

Principio del viaje.—Consejos e instrucciones.—

Losvapores.—Las chozas.—Aspecto de la naturaleza.—

Las

tardes

delMagdalena.—Calma

soberana.—Los

mosquitos.—La confección dellecho.—Baño ruso.—El sondaje.—Días

horribles.—Los

compañeros

dea

bordo.—¡Un vapor!—Decepción.—Agonía lenta.—¡Por fin!—ElMontoya.—Los caimanes.—Sus costumbres.—

La

plaga

delMagdalena.—Combates.—Madres

sensibles.—Guerra al caimán.

Me inclino a creer que el nombre de burro dado a la unidad de medida dela leña, respondía al principio a la cantidad de la misma que uno deesos simpáticos animales podía cargar. En cuanto a hoy, no hay burro quepudiera moverse bajo uno de sus homónimos.

Un vapor cualquiera en el Magdalena gasta de cuarenta a cincuenta burrosde leña diarios; el Antioquía consume el doble, pero en cambio anda lamitad menos que los demás. Es, pues, muy dura la vida de los marineros abordo del insaciable vapor, que cada dos horas se arrima a la orilla, seamarra fuertemente para poder resistir a la corriente que lo arrastra yempieza a absorber leña con una voracidad increíble. Cuando la operaciónse practica en las deliciosas horas de la mañana, los pobres bogassaltan de contento; pero, repetida durante el día con frecuencia, enaquella atmósfera candescente, bajo un sol de que en nuestras regioneses difícil formar idea, constituye un martirio real. Una larga planchaune al buque con la orilla, a guisa de puente. Los marineros, desnudosde medio cuerpo, con una bolsa sujeta en la cabeza, cayéndoles sobre laespalda como un inmenso

capuchón,

bajan

a

tierra,

reciben

en

el

espaciocomprendido entre el cuello, el hombro y el brazo izquierdo, unacantidad increíble de astillas, las sujetan con una cuerda amarrada enla muñeca de la mano libre, y cediendo bajo el peso, trepanlaboriosamente al vapor y arrojan su carga junto a las hornallas. Losque alimentan a éstas se llaman candeleros, por una curiosa analogía.

A veces el río ha crecido y los depósitos de leña se encuentran bajo lasaguas, teniendo los bogas que trabajar con la mitad del cuerposumergido. Rara es la ocasión, cuando trabajan en seco, que no seinterrumpan para matar las víboras sumamente venenosas que se ocultanentre la leña. Pero, cuando ésta se encuentra bajo el agua, no tienendefensa, estando además expuestos a las picaduras de las rayas...

Por fin, despachados, nos pusimos en movimiento. Empezaba el duro viajebajo una sensación compleja que mantenía mi espíritu en esa inquietudnerviosa que precede a un examen en la adolescencia, a un duelo en lajuventud, a un momento largamente esperado, en todas las edades. Enprimer lugar, una curiosidad vivaz y ardiente; luego, la idea de quecada hora de marcha me alejaba tres de la patria; y arriba de losestremecimientos del cuerpo por los martirios físicos que entreveía,graves preocupaciones que respondían a mi posición oficial, que notienen nada que ver con estas páginas íntimas.

Así que supieron nuestra posición y destino, algunos pasajeros que ibana puntos próximos me dejaron ver una franca y sincera conmiseración.

Unode

ellos,

caballero

colombiano,

perfectamente culto y cortés, como todoslos que he encontrado en mi camino, me preguntó, inquieto, si yo teníanoticia de lo que era la navegación del Magdalena, y como, en casoafirmativo, había cometido la chambonada de embarcarme en el Antioquía.«Porque ha de saber usted—prosiguió—que cada uno de los vapores querecorren el río, desde Barranquilla a Honda, tiene su reputaciónparticular, sus condiciones propias, perfectamente conocidas de todo elmundo. Así, yo no me embarcaría en el Antioquía ni en el Mosquera pornada del mundo, si tuviera que hacer un viaje largo. Para eso tenemos elVictoria, el Montoya, el Inés Clarke, el Stephenson Clarke, cuyo silbatole ha merecido el popular apoyo de Qui-qui-ri-quí, el Roberto Calixto,etc. Esos pasan siempre, aun sobre los regaderos más temibles, a causade su poco calado; y en los chorros, con un simple cable están del otrolado. En cuanto al transbordo que les han prometido, le confieso que notengo esperanzas, porque aquí los directores proponen y el río dispone.Ya está usted embarcado y no hay remedio: prepárese a pasar días muyduros, no tome agua pura, no coma frutas, no abuse del brandy y trate detener el espíritu sereno».

Las últimas recomendaciones, especialmente aquella que debía apartarmedel brandy, mi único alimento, y la que me imponía la serenidadintelectual, eran tan difíciles de cumplir como fáciles de hacer. Mepreparé lo mejor que pude a afrontar el porvenir y puse en juego todoslos resortes de mi energía.

No me fatigaré recordando, uno a uno, los puntos donde el vapor sedetuvo durante los tres primeros días, fuese para tomar la eterna leña,fuese para pasar allí la noche. He dicho ya, y lo repito, que lasorillas del Magdalena presentan un aspecto esencialmente

primitivo;

lospequeños

caseríos

que

se

encuentran, no dan la más ligera idea de lavida civilizada. En chozas abiertas a todos los vientos, vivenhacinados, padres, hijos, mujeres, hombres y animales muchas veces. Losniños, corriendo por las márgenes, completamente desnudos, tienen unaspecto salvaje. No hay allí recursos de ninguna clase; muchas veces hebajado, y viendo huevos frescos, he querido adquirirlos a cualquierprecio. Con una calma desesperante, con apatía increíble, contestan: «Noson para vender», y es necesario renunciar a toda resistencia, porque eldinero no tiene atractivo para esa gente sin necesidades.

La naturaleza cambia lentamente, a medida que avanzamos: al principio,el río, ancho y majestuoso, corre entre orillas de un verde intenso,pero la vegetación, si bien tupida y exuberante, no alcanza lasproporciones con que empieza a presentarse a nuestros ojos. A laizquierda, vemos el cuadro inimitable de la Sierra Nevada, que, cruzandoel Estado de Magdalena, va a extinguirse cerca del mar. Sus picos, de unblanco intenso e inmaculado, se envuelven al caer la tarde en una nuberosada de indecible pureza. A occidente, el espacio, libre de montañas,nos deja ver las puestas de sol más maravillosas que he contemplado enmi vida. Imposible describir ese grupo de nubes incandescentes yatormentadas, con sus franjas luminosas como una hoguera, su fondo de undorado pálido, inmóviles sobre el horizonte, disolviendo su forma y sucolor con una lentitud que hace soñar. Todos los tonos del iris seproducen allí, desde el violeta profundo, que arroja su nota con vigorsobre el amarillo transparente, hasta el blanco que hiere la pupilainterrumpiendo la serenidad del azul intenso de los cielos. Nunca, lorepito, me fue dado contemplar cuadro tan soberanamente bello, ni aun enel Océano, cuando se sigue al sol en su descenso, formando uno de losvértices de aquel triángulo glorioso de Chateaubriand, ni aun entre lasgargantas de los Andes, sobre las que cae la noche con asombrosa rapidezy que quedan envueltas en la sombra, mientras las cumbres vecinasbrillan bajo los rayos del sol, lejos aun de dar su adiós a nuestrohemisferio.

¡Qué calma admirable la que sucede a ese instante solemne!

La naturalezaparece recogerse para entrar en la región serena del sueño. El río siguecorriendo silenciosamente; en los bosques impenetrables de la orilla,donde el buque acaba de detenerse, no se oyen sino los apagados silbidosmetódicos del turpial que llama a su compañero; hasta las enormes yvistosas guacamayas, con su plumaje irisado, llegan en silencio y buscanentre las ramas el nido que pende de la copa de un inmenso caracolí,mecido por las lianas que lo sujetan. De tiempo en tiempo, el rumor deun eco en el interior de la selva, y luego de nuevo la paz calladaextendiendo su imperio sobre todo lo creado...

La suave y deliciosa quietud dura poco; un ejército invisible avanza ensilencio, y un instante después se sienten picaduras intensas en lasmanos, la cara, en el cuerpo mismo al través de las ropas. Son losterribles mosquitos del Magdalena que hacen su temida aparición. Nocorre un hálito de aire, y es necesario buscar un refugio, a riesgo desofocarse, contra aquellos animales, que en media hora más os postraríanbajo la fiebre. He ahí uno de los momentos de mayor sufrimiento. Setiende el catre en cubierta, y sobre él, un espeso mosquitero, cuyosbordes se sujetan sobre la estera que sirve de colchón. En seguida, conprecauciones infinitas, se desliza uno dentro de aquel horno, teniendocuidado de ser el único habitante de la región comprendida entre elpetate y el ligero lienzo protector. Luego, se enciende una panetela depuro Ambalema, cigarro de una forma análoga a los de pajita y hecho delexquisito tabaco que se encuentra en el punto indicado, y que, en lacategoría jerárquica viene inmediatamente después del de la Habana. Allíempieza un indescriptible baño ruso; el calor sofocante, pesado, mortal,aleja el sueño e impide a la imaginación esos viajes maravillosos quesuelen compensar el insomnio y a los que excita allí la bella y serenamajestad de la noche.

A la mañana siguiente, apenas apunta el alba, de nuevo en camino. A lahora de marcha, se oye la campana del práctico, la máquina se detiene ylos contramaestres a proa comienzan a sondar. El Antioquía necesita parapasar cinco pies y medio por lo menos. Nos precipitamos todos ansiosos aproa y tendemos ávidamente el oído a los gritos de los sondeadores: «¡Nohay fondo!» ¡Nueve pies! ¡Ocho escasos! ¡Seis largos! Las fisonomíasempiezan a oscurecerse. ¡Seis fallos! ¡Malo, malo!

¡Cinco pies y medio!El buque empieza a sobarse, esto es, a deslizarse lentamente sobre laarena y de pronto se detiene. ¡Para atrás! Desandamos lo andado, hacemosuna, dos, tres nuevas tentativas: ¡inútil! El río se ha regado de unamanera extraordinaria y el canal debe haber variado de dirección con elmovimiento de las arenas. De nuevo a la costa y a amarrar. El prácticotoma una canoa y se lanza a buscar pacientemente el paso por medio desondajes.

¡Qué días horribles aquellos en que, arrimados a la orilla, con el soltropical cayendo a plomo, sin el más leve movimiento del aire y bajo unatemperatura que a la sombra alcanzaba a 38 y 39

grados centigrados,vagábamos desesperados, sin un sitio donde ampararnos, tostados por lairradiación de la caldera, transpirando a raudales, con el rostrocandescente, los ojos saltados, la sangre agitada... y sin más recursoque un vaso de agua tibia con panela[9] o brandy! Nunca se me borrará elrecuerdo de aquellas horas que no creía pudiera soportar el cuerpohumano...

Los días se sucedían en esa agradable existencia, sin que el pequeñovapor que debía transbordarnos y arrancarnos a aquel infierno, dejasever sus humos en el horizonte. Habíamos avanzado algo, gracias a lahabilidad del práctico que logró encontrar un pequeño paso, pero fuepara detenernos un poco más arriba de Barranca Bermejo, dondedefinitivamente nos amarramos con cadenas a los troncos enormes de laorilla, se apagaron los fuegos y quedamos a la gracia de Dios.

Asíestuvimos tres días. Los pocos pasajeros a quienes tan ruda jornadahabía tocado, éramos, como creo haberlo dicho ya, el profesor suizo, unjoven de Bogotá, García Mérou y yo. Además, venía una rarísima mujer,colombiana, de buena familia, pero que en Francia habría pasado portener una colección de arañas au plafond. No salía para nada de sucamarote, y a veces entreveíamos su cara, horrible y roja por el calor,asomarse a la puerta, respirar un momento y volver al antro. Volví aencontrarla más tarde a poca distancia de Honda; había emprendido a pieel camino de Bogotá, y me costó un triunfo el hacerle aceptar lonecesario para procurarse una mula.

—¡Un vapor, un vapor!—gritó azorado un muchacho, señalando, detrás deun recodo del río, una débil columna de humo que se dibujaba en el azultransparente del cielo. Fue una revolución a bordo; en vano procurédetener al suizo, explicándole que, aun cuando el buque anunciado fuerael que con tanta ansia esperábamos, tendríamos un día y medio o dos quepasar en aquel punto, mientras se hacía el transbordo de lasmercaderías. ¡En vano! El suizo se había precipitado a su camarote yhacía sus maletas con una velocidad increíble... El vapor apareció; perocomo todos tienen un corte igual, es necesario esperar a oír el silbatopara distinguirlos.

¿Sería el Victoria? ¿Sería el Calixto? En ambos casos estábamossalvados. Algo como la tos prolongada de un gigante resfriado, algo comodebe ser el quejido de una foca a la que arrebatan sus chicuelos, llegóa nuestros oídos, y todos los muchachos del servicio de a bordo gritaronen coro: «¡El Montoya!» Es necesario saber que, siendo el Montoya de lamisma compañía y teniendo nosotros la bandera a media asta en popa, loque era pedirle se detuviera, éranos lícito regocijarnos en la esperanzadel transbordo.

En un instante el Montoya, deslizándose sobre las aguas a favor de lacorriente, con una velocidad de 15 ó 16 millas por hora, llegó a nuestrolado, y manteniéndose sobre la máquina, entabló correspondencia.Transbordo imposible. Cargado hasta el tope de bultos de quina. Victoriaviene atrás. Y de nuevo en marcha, perdiéndose en el primer recodo delrío, haciéndome oír, como una carcajada su antipático silbido. Nosmiramos a las caras:

nunca

he

visto

la

desesperación

más

profundamentemarcada en rostros humanos...

¿A qué insistir en la agonía de aquellos días como no he pasado, como novolveré a pasar jamás semejantes en la vida?

Hacía dos semanas queestábamos en el Antioquía, con la mirada invariable al Norte, esperando,esperando siempre, cuando la misma tos de gigante resfriado, el mismoquejido de foca desolada, se hizo oír al Sur. Era el Montoya, que habíatenido tiempo de llegar hasta cerca de Barranquilla, dejar su carga enun puerto y tomar los pasajeros del Confianza que, temeroso de la suertedel Antioquía, no se atrevía a remontar el río. Esta vez respiramoslibremente; y una hora después estábamos en la cubierta del Montoya, encuyo centro una gran mesa, cargada de rifles, escopetas, remingtons,anteojos y rodeada de cómodas sillas, nos produjo la sensación deencontrarnos en el seno del más refinado sibaritismo.

Los grandes sufrimientos del viaje habían pasado. El Montoya era unvapor chico, pero limpio, más fresco que el Antioquía, y aunque elinmenso número de pasajeros que venían en él nos impidió tenercamarotes, esto es, un sitio donde lavarnos y mudarnos, era tal lasatisfacción de poder continuar el viaje, que no nos hizo mayorextorsión la toilette obligada al aire libre y un poco en común.

Había una colección completa de pasajeros, gente agradable en su mayorparte. Senadores y diputados que iban a Bogotá a la apertura delCongreso; jóvenes ingenieros americanos, a los trabajos de losferrocarriles de la Antioquía, uno de los cuales, hombre robusto, sinembargo, venía doblado por la fiebre palúdica contraída en el viaje;negociantes franceses e ingleses; touristes de vuelta y por fin, lafamilia entera del ministro inglés, compuesta de su señora, tres niños,dos jóvenes maids inglesas, chef, maitre d'hôtel, ¡qué se yo! Laarmonía, las buenas amistades, se entablaron pronto, y sólo entoncesempecé realmente a gozar de las bellezas indescriptibles de aquellanaturaleza estupenda.

Pasábamos el día guerreando a muerte con los caimanes. No he hablado aúnde esos huéspedes característicos del Magdalena, porque, durante miinolvidable permanencia en el Antioquía, creo no haberles dispensado unamirada.

Es el alligator, el cocodrilo del Nilo y de algunos ríos de la India, elyacaré de los nuestros, pero de dimensiones colosales.

Parecíame unaexageración la longitud de cinco a seis metros que asigna a algunos unviajero francés, M. André; pero, después de haber observado millares decaimanes, puedo asegurar que, en realidad, hay no pocos que alcanzan eseenorme tamaño. He visto a algunos cruzar lentamente las aguas del río;vienen precedidos de una nube constante de pescados saltando, fuera delagua como en el mar, a la aproximación de un tiburón o de una tintorera.Pero en general sólo se les ve en las playas arenosas que deja el río endescubierto cuando desciende.

Están tendidos en gran número: he contado hasta sesenta en un pedazo deplaya que no tendría más de unos cien metros cuadrados. Inmóviles comosi se hubieran desprendido de la cornisa de un templo egipcio, mantienenla boca abierta, cuan grande es, hacia arriba. En esa posición, la bocaforma un ángulo cuyos lados no tienen menos de medio metro. Los he vistopermanecer así durante horas enteras; el olor nauseabundo de su alientoatrae a los mosquitos que se aglomeran por millones sobre la lengua;cuando una fournée está completa, el caimán cierra las fauces conrapidez, absorbe los inocentes visitantes, y de nuevo presenta alespacio el temible e inmundo ángulo.

El caimán es la plaga del Magdalena; cuando algún desgraciado boga,bañándose o cayendo de su canoa, ha permitido a uno de sus monstruosprobar el perfume de la carne humana, la comarca entera tiembla ante elcaimán cebado; anfibio como es, salta a la playa, se desliza por lasarenas con las que confunde su piel escamosa y pasa horas enterasacechando a un niño o a una mujer. ¡Cuántas historias terribles mecontaban en el Magdalena de las luchas feroces contra el caimán, delvalor salvaje

de

los

bogas

que,

semejantes

a

nuestros

indioscorrentinos, se arrojan al río con un puñal y cuerpo a cuerpo lo vencen!A su vez, el caimán suele ser sorprendido en sus siestas de la playa porlos tigres y pumas de los bosques vecinos. Entonces se traba una luchaadmirable, como aquellas que los romanos, los hombres que han gozado mássobre la tierra,

contemplaban