El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—¿Dónde?—preguntó ella afectando sorpresa.

—En la carretera. Salí esta tarde a dar un paseoa caballo y me crucé con la silla de posta.Te conocí perfectamente.

—Pues yo no te he visto... Recuerdo que encontramosdos o tres jinetes antes de llegar aLancia, pero no he conocido a ninguno.

Al decir esto no pudo impedir que una ola decarmín tiñese de nuevo sus mejillas.

Volvió, paradisimular, la cabeza. Sus ojos tropezaron con losde Amalia, que se posaban sobre ellos lucientes,acerados. Contempláronse un instante. La bocafelina de la valenciana se contrajo con una sonrisa.Fernanda quiso corresponder con otra tanfalsa, pero no pudo. Volviose de nuevo hacia elconde y hablaron de cosas indiferentes, de teatros,de música, de proyectos de viaje.

Sin embargo, aquél se mostraba más y máspreocupado. Iba perdiendo el aplomo y hablabaequivocándose, como si su pensamiento anduvieselejos. Guardaba silencio algunos momentos,pugnaba por decir algo, movíanse sus labios,pero en vez de articular lo que quería, expresabanotra cosa distinta, algo trivial y ridículoque le avergonzaba en cuanto salía de ellos.Fernanda le observaba con atención, ganando laserenidad y la calma que él perdía rápidamente.Parecía embebida por completo en la conversación,describiendo con naturalidad sus impresionesde viaje, expresando sus opiniones con lamisma indiferencia que si no mediase entre ellosmás que una antigua y tranquila amistad. Luisconcluyó por ponerse taciturno. Al fin tuvo resoluciónpara decir, aprovechando un instante desilencio:

—Cuando me acerqué a tí estabas muy distraída.¿En qué pensabas?

—No me acuerdo... ¿En qué querrías tú quepensase?

El conde vaciló un momento; pero animadopor la graciosa sonrisa de su ex-novia se atrevióa articular:

—En mí.

Fernanda le miró en silencio, con curiosidadburlona bajo la cual chispeaba una alegría imposiblede ocultar. El conde se puso coloradohasta las orejas, y las hubiera entregado seguramentea las tijeras por no haber pronunciadoaquellos dos fatales monosílabos.

—Bien...—dijo la joven alzándose de la silla.—Hastaluego. Me alegro de verte bueno.

—¡Escucha!

—¿Qué hay?—dijo retrocediendo el paso quehabía dado para alejarse y posando en él unosojos sonrientes y maliciosos que concluyeron defascinarle.

—Perdona si mis palabras te han ofendido.

Fernanda hizo una mueca de desdén y se alejóexclamando:

—¡Arrepiéntete, pecador, que el infierno tienesdelante!

¡El infierno! Esta palabra, soltada a la ligera,como broma, hizo dar un vuelco a su corazón;despertó la preocupación constante de suexistencia desde hacía algún tiempo.

Todos losGayoso habían vivido bajo la influencia de estaidea funesta. Pero el terror de sus abuelos parecíadilatarse en su espíritu, atormentándolo,enloqueciéndolo.

Amalia necesitaba luchar heroicamentepara distraerle por poco tiempo desus escrúpulos. Por eso ahora, cuando le hizoseña para que se acercase, le vio alzarse tétricode la silla y aproximarse lentamente como si learrastrasen. Tenía ella demasiado talento y orgullopara mostrarse herida de la corta pláticaque acababa de tener con su antigua novia. Leacogió con la misma sonrisa, dirigiole la palabracon su habitual y afectada ligereza, y no seacordó ni del nombre de Fernanda. Pero sus labiospálidos se contraían de coraje cada vez quele veía volver los ojos hacia aquélla.

Y el incautolo hacía amenudo.

Una hermosa niña de ojos azules y flotantecabellera dorada apareció en la puerta, conducidapor una doméstica.

—¡Oh, qué tarde!—exclamó la señora de Quiñones.—¿Porqué ha tardado usted tanto entraerla, Paula?—añadió severamente.

Ésta contestó que la niña se había entretenidojugando al milano que le dan, y que llorabacada vez que la querían acostar.

—¿No tienes sueño aún, rica mía?—dijo ladama trayéndola hacia sí y pasándole la manotiernamente por los bucles de su cabellera.

Los tertulios se interesaron vivamente por lacriatura. Fue de uno a otro recibiendo cariciasy pagándolas con afectuosos besos de despedida.

—Buenas noches, Josefina.—Hasta mañana,rica.—¿Has sido buena hoy?—¿Te ha compradotu madrina la muñeca que cierra los ojos?

El conde la miraba con los ojos húmedos, haciendoesfuerzos increíbles para dominar suemoción. La sentía siempre que se ofrecía a suvista aquella niña. Cuando le tocó la vez nohizo más que rozar con los labios su rostro cándido.Pero Josefina, con el admirable instintoque los niños tienen para saber quién los ama,se colgó a su cuello dándole pruebas de particularcariño.

Fernanda también la contemplaba con vivointerés, con una intensa curiosidad que le hacíaabrir extremadamente los ojos. Josefina teníaseis años, la tez nacarada, los ojos de unadulzura infinita, azules y melancólicos; algo detriste y enfermizo en toda su diminuta persona.El parecido con el conde saltaba a la vista.

Cuando la niña le dejó, los ojos de aquél chocaroncon los de Fernanda. Sintiose turbado: fuea sentarse más lejos.

Josefina vestía con elegancia. Los señoresde Quiñones la criaban con mimo, como hijaadoptiva. Por mucho tiempo éste fue el asuntopreferido de las murmuraciones de Lancia. Seaveriguaba con vivo interés el coste de sus sombreritos;se comentaba el número de juguetesque le compraban; hacíanse cálculos sobre lacantidad en que la dotarían al casarse. Pero yase habían fatigado de tanto comentario. Tansólo cuando venía rodada se dejaba escapar algunaalusión mordaz, o se noticiaba al oído algúnnuevo descubrimiento.

La niña fue a parar a un grupo donde estabanMaría Josefa, la doncella de la lengua devastadora,y Manuel Antonio, bello siempre como elprimer rayo de la mañana.

—Oyes, Josefina: ¿a quién quieres más, a tumadrina o a tu padrino?—preguntole aquél.

—A madrina—respondió la niña sin vacilar.

—Y a quién quieres más, ¿a tu padrino o alconde?

La niña le miró sorprendida con sus grandesojos azules. Pasó por ellos una ráfaga de desconfianzay respondió frunciendo su hermosoentrecejo:

—A mi padrino.

—¿Pero el conde no te trae muchos juguetes?¿no te lleva en coche a la Granja? ¿no te ha compradoel trajecito de charra?

—Sí... pero no es mi padrino.

Los del grupo acogieron con risa esta respuesta.Comprendían que la niña mentía.

DonPedro no era hombre para inspirar afecto muyvivo a nadie.

—Pues yo creo que el conde también es tupa...drino.

—No tal; yo no tengo más que un padrino—manifestóla chica, cada vez más recelosa.

Y se alejó del grupo.

Fue donde estaba Amalia; se le puso delantecruzando sus bracitos sobre el pecho y dijo haciendouna reverencia:

—Madrina, la bendición.

La dama le entregó su mano, que la niña besócon respetuoso cariño. Luego, cogiéndola en susbrazos, la besó en la frente.

—Que descanses, hija mía. Ve a pedir la bendicióna tu padrino.

La niña se dirigió al gabinete. Estas prácticasdel tiempo pasado placían mucho al señor deQuiñones.

Josefina se acercó a él con timidez. Aquelgran señor paralítico le infundía siempre miedo,aunque procuraba disimularlo porque así se lohabía ordenado su madrina.

—Señor, la bendición—dijo con voz apagada.

El alto y poderoso maestrante no hizo caso.Fijo en las cartas que tenía en la mano, envueltoen su talma gris con la cruz roja en el pecho,iba creciendo por momentos ante los ojos turbadosde la pobre Josefina. No comprendía que hubieseen el mundo nada más grande, más imponentey digno de respeto que aquel noble señor.De esta misma opinión participaba D. Pedro.Por eso hacía tiempo que había resuelto confundira todos los seres que le rodeaban en una masacaótica, en la cual sólo dos o tres aparecían conalgún carácter individual.

La niña aguardó con sus bracitos cruzadoscerca de un cuarto de hora. Al fin el señor deQuiñones, después de jugar una entrada con fortuna,se dignó clavar en ella una mirada severaque la hizo empalidecer. Alargó su aristocráticamano con ademán digno de su tocayo Pedroel Grande de Rusia, y Josefina posó sobre ellasus labios temblorosos y se fue.

No estaba muy conforme aquel varón excelso conque su esposa criase con tal mimo a una expósita,pero lo consentía porque lisonjeaba suvanidad. Amalia le había dicho, sabiendo dóndele dolía:

—Criarla para doméstica lo haría cualquieraen Lancia. Nosotros debemos hacer las cosas deotro modo.

D. Pedro no pudo menos de sentir el peso deaquella verdad innegable.

Josefina cruzó el salón para ir a acostarse. Alpasar rozando con Fernanda, que estaba sentaday sola, ésta la pilló al vuelo por un bracito yla atrajo. Toda la alegría, toda la ternura queen aquel momento rebosaba de su corazón,desbordose con violencia sobre la criatura, aquien cubrió de besos. No se acordó para nadade su rival, a quien adivinaba vencida. Sólo pensóen que era hija de él, su sangre, su mismaimagen. Y besó con éxtasis aquellos ojos azulesprofundos, melancólicos, aquella tez nacarada,aquellos bucles dorados que circuían su rostrocomo un nimbo de luz.

—¡Oh, qué hermoso pelo! ¡Qué cosa tan hermosa,Dios mío!

Y apretaba sus labios contra él y hasta sumergíael rostro entre sus hebras con tanta voluptuosidady ternura que estaba a punto de llorar.

En aquel momento una voz estridente, imperiosa,sonó en sus oídos.

—¡Todavía no te has ido a acostar, arrapiezo!

Y al levantar los ojos vio a Amalia, con el rostropálido, los labios apretados, que cogió a laniña con violencia por el brazo dándole unafuerte sacudida y la arrastró hacia la puerta.

XI

La cólera de Amalia.

A la mañana siguiente, Paula, por ordende su señora, llevó a la niña al cuartode la plancha, la sentó en una sillaalta y pidió las tijeras a la doncella, que cosíaal pie del balcón.

—¿Qué vas a hacer?—preguntó Josefina.

—Cortarte el pelo.

—¿Por qué?... Yo no quiero que me cortes elpelo.

Y se bajó resueltamente de la silla. Paula tornóa alzarla.

—¡Quieta!—le dijo severamente.

—¡Yo no quiero!... ¡no quiero!—exclamó congraciosa resolución.

—La verdad es que da lástima cortar un pelotan hermoso—dijo otra de las doncellas, que estabaplanchando.

—¿Qué quieres, hija? Quien manda, manda.

Y tomando uno de los preciosos bucles de lacabellera, lo separó de un tijeretazo.

—¡Déjame, Paula!—gritó la niña.—¡Lo voy adecir a madrina!

—¿Sí, preciosa? ¿Vas a decírselo a madrinade veras?... Bueno, ya se lo dirás cuando terminemos.

Y sin hacer más caso de sus protestas, dejandocaer las palabras con zumba, prosiguió imperturbablesu tarea. Pero la niña se bajó denuevo, irritada, furiosa.

Entonces Paula pidióauxilio a Concha, la costurera, y mientras éstala tenía sujeta a la silla, aquélla la fue despojandouno a uno de todos sus bucles. Despuésarregló como mejor pudo los cabellos que quedaban.

—¡Qué lástima!—volvió a exclamar la planchadora.

—Hija, no está mal así tampoco—repuso Paulapeinándola con esmero.

En aquel momento apareció la señora en elcuadro de la puerta.

—¡Madrina! ¡ven, madrina!... Mira, Paula yConcha me han cortado el pelo.

Amalia avanzó algunos pasos por la estanciay, evitando la mirada de la niña, fijó los ojos severosen su cabeza, y dijo con imperio y frialdad:

—No está bien así. Córtelo usted al rape.

Y se alejó con la frente fruncida. Josefina, atónita,la siguió con los ojos. Jamás había visto enel semblante de su madrina tanta frialdad y dureza.Quedó asombrada, pensativa y dejó ya, sinhacer el más leve movimiento, que Paula cumplieseel mandato.

Pronto quedó la cabecita rubia mondada comoun melocotón. Las domésticas prorrumpieronen carcajadas.

—¡Hija de mi alma, que retefeísima te hanpuesto!—exclamó María la planchadora conacento de duelo, pero sin poder reprimir la risa.

—No digas eso, mujer—repuso Concha condejillo amargo.—¡Si está preciosa!

Era una mujer de veinticinco años o más, extremadamentepequeña, casi tan pequeña comoJosefina, de ojos hundidos y ariscos, a quien todoslos criados de la casa temían.

Paula reía también pasando y repasando susmanos por la cabeza de la criatura.

—Cuando haga falta un perulero para elaceite, ya sabéis dónde lo habéis de hallar—prosiguióConcha.

Disipada la lástima, adivinando que la chiquitahabía caído en desgracia, las criadas seentregaban a la alegría cambiando bromas singracia, pero que las hacían reír perdidamente.Josefina había permanecido quieta, silenciosa,con la cabeza baja. Las burlas lograron al finhacer su efecto. Dos lágrimas asomaron rezumandopor sus largas pestañas. Concha se incomodó:

—¿Lloras por el pelito?.. ¡Qué lástima de azotes!...No tienes tú la culpa, sino los que te críancomo una princesita siendo tanto como nosotras...digo, menos que nosotras—añadió por lobajo,—que al fin tenemos padres.

—¡Vamos, Concha, déjala!... No hagas caso,monina, que pronto tendrás pelo otra vez—dijoMaría con acento maternal.

La niña, impresionada por la caricia, comenzóa sollozar y salió de la estancia.

Cuando por la noche se presentó en el salón,de aquella forma, el conde no pudo reprimir ungesto de cólera y clavó una mirada interroganteen Amalia. Ésta contestó a aquel gesto y a aquellamirada con sonrisa provocativa. Y en altavoz dijo que le había mandado cortar el peloporque había notado que la niña empezaba apresumir.

—¡Claro! ¡Tanto la adulan ustedes que se hapuesto inaguantable!

El conde, irritado, buscó al instante ocasión deacercarse a Fernanda y anudaron la plática dela noche anterior. Estuvieron locuaces, afectuosos.Fernanda contó con pormenores su vida deParís. Luis se mostró singularmente expansivo,no ocultando la alegría de su corazón, hablandoanimadamente bajo la mirada iracunda de Amaliaposada sobre él. En una pausa Fernanda alzólos ojos sonrientes hacia su ex-novio y le preguntó,no sin ruborizarse un poco:

—¿A que no sabes por qué le han cortado elpelo a la niña?

El conde la miró sin contestar.

—Ayer lo elogié yo mucho y me permití besarlo.

Era la primera vez que Fernanda se daba porenterada de su secreto. Experimentó una fuertesacudida. Sus mejillas se enrojecieron. Las deella también. En largo rato no hallaron palabrasque decirse.

En los días siguientes, el conde comenzó adar repetidos paseos por la calle de Altavilla ya pasar largos ratos en el café de Marañón. Lasociedad laciense se sintió conmovida hasta suscimientos ante tamaño acontecimiento. Desdeentonces más de trescientos pares de ojos le espiaronsin cesar. Dejó de ir todos los días a casade Quiñones y asistió una que otra vez a la tertuliaexigua de las de Meré, como se seguía diciendoen Lancia, aunque en realidad ya no hubieseen el mundo más que una.

Carmelita habíamuerto hacía lo menos tres años. No quedabamás que Nuncia, la menor, y ésa casi totalmenteparalítica. Del sillón a la cama y de lacama al sillón: era todo lo que andaba con trabajo.Moralmente también se hallaba privada demovimiento, falta del impulso protector que leprestaba su hermana. Desde que ésta bajara alsepulcro, no tenía ya quien la sujetase. Esto, lejosde alegrarla, la sumía en una melancolía profunda.Al pasar repentinamente a la categoríade persona sui juris, la pobre Niña había experimentadodesazón increíble: todo le asustaba,todo era conflictos de los cuales le parecíaimposible salir; echaba menos aquellasásperas reprensiones que, si la hacían derramarabundantes lágrimas, habían reprimido saludablementesus juveniles arranques y cortado losfunestos resultados que pudiera acarrear su inexperiencia.

Eran sus tertulios asiduos algunos pollastresnuevos, varios gallos conocidos y un número bastantemayor de lindas y feas damiselas que acudíana la casa sedientas de marido. Porque la Niña,en esto como en todo, mantenía religiosamentelas tradiciones legadas por su hermana. Era laprotectora decidida de todos los noviazgos que seiniciaban en Lancia, por desatinados que fuesen.La pequeña casa de la calle del Carpio continuabasiendo la fragua donde se forjaba ladicha conyugal de los honrados vecinos deLancia.

El que acudía con más constancia era PacoGómez. La razón, que le habían arrojado decasa de Quiñones a consecuencia de una frasede las suyas. Preguntaba cierto forastero en uncorro de Altavilla cómo había quedado paralíticoel maestrante. «En realidad no está paralítico—repusoPaco,—porque no tiene lesión alguna;sólo que las piernas no pueden con la heráldicaque se le ha subido a la cabeza, y se le doblanen cuanto da un paso.» Lo supo Quiñones porun traidor y dio orden de que no se le recibiese.

Era el alma y el regocijo de la tertulia de laNiña. La vaya incesante con que mortificaba aésta los tenía a todos en continuo espasmo derisa.

—Vamos, Nuncia, ¡mucho ojo! No hables demasiado,porque ya sabes que te he visto laspantorrillas y... y... y...

La pobre octogenaria se ruborizaba como unaniña de quince. Nada la sofocaba tanto comoeste recuerdo importuno de la tarde del columpio.

Luis y Fernanda comenzaron a verse aquíuna o dos veces por semana. Lejos de la miradafulgurante de Amalia, aquél se encontrabaa gusto, recobraba su serenidad.

Hablaban larguísimosratos en voz baja, sin que nadie lesmolestase; al contrario, la Niña tenía buen cuidadode proporcionarles ocasión y espacio suficientes.Asistía, no obstante, a casa de Quiñones;veía a Amalia en secreto cuando se lo exigía,pero iba apareciendo más frío, más esquivo.Ella, advirtiéndolo perfectamente, no dabasu brazo a torcer, no le hablaba palabra desu ex-novia. Sin embargo, un día no pudo contenerse:

—Sé que te entretienes largos ratos en casade las de Meré hablando con Fernanda.

Lo negó cobardemente.

—Ten cuidado con lo que haces—prosiguió,clavando en él sus ojos siniestros,—

porque unatraición pudiera salirte cara.

Estaba tan acostumbrado al dominio de aquellaterrible mujer, que sintió un estremecimientode frío, como si algo aciago se cernieseya sobre su cabeza. Pero en cuanto salióa la calle, fuera de la influencia magnética deaquellos ojos que le turbaban, sintiose invadidopor una sorda irritación: «Después de todo, ¿porqué me amenaza? ¿Es mi esposa? ¿Qué derechostiene sobre mí? Lo que estamos haciendo es unpecado grave, es un crimen. ¿Quién puede privarmedel arrepentimiento, de reconciliarmecon Dios y ser bueno?» El arrepentimiento habíasido en los últimos tiempos un vago deseo, graciasa la fatiga de su amor y aún más al miedodesapoderado que el infierno le inspiraba. Ahorase convirtió en verdadero anhelo. Verdad queofrecía mayores atractivos. Rechazar el pecadovalerosamente, purificarse, librarse del fuegoeterno... y además poseer a Fernanda.

Hacía tiempo que sus relaciones criminalesno tenían más que un punto luminoso, Josefina.Si no fuese por ella, se hubiera marchado deLancia. Esta criatura, blanca y silenciosa comoun copo de nieve, que poseía la fragancia de loslirios, la inocencia de las palomas, la dulzuramelancólica de una noche de luna, esparcía sobresu alma, atormentada

por

el

remordimiento,un

bálsamo

que

la

refrescaba

deliciosamente.¡Cuántas veces, teniéndola entre sus brazos, sepreguntaba sorprendido cómo un ser tan inocente,tan puro, tan divino, pudiera ser hijo delpecado! Pero aun aquella misma niña era ocasiónde nuevos y crueles tormentos. No verla a solassino de tarde en tarde; hallarse obligado a disimularsus sentimientos, a besarla fríamentecomo los demás, más fríamente que los demás;no poder llamarla hija del corazón, no sentirlagorjear el tierno nombre de padre, leentristecía y en ciertos momentos le desesperaba.Desquitábase cuando una que otra vez,muy rara, le consentían llevarla a la Granja.Allí se pasaba las horas en éxtasis, teniéndolasobre sus rodillas, acariciándola frenéticamente.

La niña se había acostumbrado a estas violentasexpresiones de cariño y las agradecía. Aveces sentía su cabecita blonda mojada por laslágrimas de su amigo.

Alzaba los ojos sorprendida,pero viéndole sonreír, sonreía tambiény alargaba sus labios de coral para darle unbeso.

—¿Por qué lloras, Luis? ¿Tienes pupa?

Josefina no entendía que hubiese motivo másgrave en el mundo para llorar. Amaba a Luistiernamente, y eso que le chocaba y entristecíala frialdad que con ella usaba ordinariamente.Poco a poco había ido adivinando, con precozinstinto, que el conde la quería más que los otrosy que disimulaba. Ella también adoptaba, siguiendoel ejemplo, una actitud indiferentecuando se acercaba a él en público. Pero cuandoestaban solos, entregábase con el mismo entusiasmoa las expansiones del cariño, y estosin saber por qué, sin darse cuenta de lo quehacía.

Desde el día en que su madrina ordenó quele cortasen el pelo, Josefina pudo notar que habíacaído en desgracia. Ya no la besaban contrasporte, ya no satisfacían sus mínimos antojos,ya no era la preocupación constante de lacasa. Amalia comenzó a contrariarla, a usarcon ella un tono frío y displicente; y las criadassiguieron el ejemplo de su señora. La pobreniña, sin comprender qué significaba aquelcambio, sintió su pequeño corazón apretarse;exploraba con sus bellos ojos profundos lossemblantes y trataba de descifrar el enigma queguardaban. Se hizo más grave, más recelosa,más tímida. Y como viera que le negaban losjuguetes o las golosinas que antes le otorgabana manos llenas, se abstuvo de pedirlos.

Amalia, en vez de gozar como antes con susgracias infantiles, parecía huirlas. Dio orden deque no se la llevasen por la mañana a la cama,según costumbre. Cuando la tropezaba casualmenteen los pasillos, pasaba de largo evitandomirarla. A todo más se acercaba preguntándolecon acento displicente:

—¿No te has lavado todavía? Anda, ve aque te arreglen. O bien: «Me han dicho que nohas sabido la lección de catecismo. Te vas haciendomuy holgazana. Cuidado que seas buena,porque si no, te encierro en la cueva de los ratones.»

Antes se ocupaba ella en tomarle las lecciones,en ponerle la aguja en la mano y guiar susdiminutos dedos. Ahora abandonaba casi siempreesta tarea a las doncellas.

Vivía en un estadode preocupación sombría que no pasaba desadvertidaa los criados.

Josefina también la adivinaba;veía que su madrina estaba cambiada,no sólo con respecto a ella, sino en todo su modode ser. Y allá, vagamente, en los limbos oscurosde su pensamiento se engendraba la idea deque estaba triste, que padecía y que ésta era lacausa de su mal humor.

Un día estaba la dama sola en su gabinete.Se había dejado caer en una butaca.

Inmóvil,con la cabeza echada hacia atrás y las manospendientes, parecía dormida. Sin embargo, Josefina,que rondaba el gabinete, se atrevió a mirarpor la rendija de la puerta y observó quetenía los ojos abiertos, muy abiertos, y que sufrente estaba temerosamente fruncida. Sin saberlo que se hacía, con esa ciega confianza que losniños tienen en sí mismos, empujó la puerta ypenetró en la estancia. Acercose silenciosamentea la señora, y echándose repentinamente sobresu regazo, le dijo, clavando en ella una miradade tímido afecto:

—Dame un beso, madrina.

La dama se estremeció.

—¿Cómo estás aquí? ¿Quién te ha dado permisopara entrar? ¿No te han dicho que no subassin que te llamen?—preguntó frunciendo aúnmás el ceño.

—Quería darte un beso—dijo con voz apagadaJosefina.

—Déjame de besos. Anda, y cuidado con subirotra vez sin mi permiso.

Pero la niña, embargada por la emoción, nosabiendo a qué atribuir aquel despego y queriendovencerlo a toda costa, próxima a llorar,se echó aún más sobre el regazo y trató de subirsepara alcanzar su rostro.

—Dame un beso, madrina.

—¡Quita! ¡Déjame!—replicó la dama impidiéndolaalzarse.

La niña se obstinó.

—¿No me quieres? Dame un beso.

—¡Que te quites, chicuela!—gritó enfurecida.—¡Lárgateahora mismo!

Al mismo tiempo le dio un fuerte empujón.Josefina, después de tambalearse, rodó por elsuelo, dando con la cabeza en el pie de una silla.

Alzose llevando la mano al sitio dolorido,pero no lloró. Un sentimiento de dignidad, quemuchas veces se aloja con fuerza en los corazonesinfantiles, le prestó fortaleza para resistirel llanto que brotaba a los ojos. Dirigió a sumadrina una mirada de indefinible tristeza ysalió corriendo de la estancia. Cuando llegó ala escalera se dejó caer sobre un peldaño y rompióa sollozar.

Las espinas de la vida comenzaron a clavarsecruelmente en las carnes delicadas de aquellaniña, que hasta entonces sólo flores había halladoen su camino. El despego de Amalia fue creciendode día en día. A la par crecía también lareserva y la timidez de su hija. Pero como al finera niña, esta tristeza disipábase a veces al impulsode un capricho. Entonces era cuando realmentese mostraba la frialdad y ojeriza de ladama.

—Señora, Josefina no quiere ponerse el vestidoverde.

—¿Pues?

—Dice que está sucio.

Amalia se levantó, fue al cuarto de la niñay, cogiéndola por un brazo y sacudiéndola rudamente,le dijo:

—¿Qué orgullo es ése? ¿No sabes, muñeca,que en esta casa no eres nadie? ¿Que estás aquípor misericordia? Ten cuidado no enfadarme,porque el día menos pensado te planto en lacalle, de donde te he recogido.

Las criadas escucharon estas palabras y las tuvieronbien presentes. Josefina hasta entonces habíasido tratada como hija de los señores: enadelante se la consideró como una hija postiza:más tarde, como advenediza. La servidumbre sevengaba con placer de los minuciosos cuidadosque antes se veía obligada a prodigarle, deaquellas ásperas reprensiones

que

recibían

porsu

causa.

En

particular

Concha,

la

microscópicadoncella, experimentaba una alegría indecible,propia de su carácter maligno y rencoroso,cada vez que la señora mostraba de algúnmodo su desdén por la niña recogida.

Ésta ocupaba una habitación que daba al jardín,alegre y espaciosa. Concha, aunque primeradoncella y costurera de la casa, alojábase enun cuartucho lóbrego, con ventana al patio, quecompartía con María. El gabinete de Josefina habíasido siempre para ella objeto de envidia. Másde una vez la había expresado con palabras bienpesadas para aquélla. Aprovechándose de ladisposición de su ama, obtuvo permiso paradormir también en este gabinete, a pretexto deque Paula, que ocupaba una alcoba contigua,tenía el sueño pesado. Instalose cómodamente,hizo uso del tocador y de los enseres de la niña.Pocos días después la mandó a dormir con Maríaen su antiguo cuarto, sin decir una palabraa su ama. Cuando ésta lo supo, ya había pasado