El Maestrante by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Pero tuvo que separarse de ella al instante,porque aquel lance fue objeto de una reclamacióndiplomática por parte de la Gran Bretaña.Manuel Antonio, atacado súbitamente de vivasimpatía por un alférez rubio que tenía a sulado, le abrumaba a cuidados y delicadas atenciones.

—Federico... una aceitunita... No tome tantamostaza, criatura, que le puede hacer daño. Resérvesepara las perdices. Me consta que estánriquísimas. ¿Quiere Burdeos?...

Aguarde, yo meencargo de traerlo...

Y se levantaba solícito, daba la vuelta a lamesa y traía un par de botellas que colocaba delantedel mancebo.

—Se ha puesto usted muy bueno en Lancia.Cuando vino usted hace seis meses era usted delgaditoy pálido. Yo decía: ¡qué lástima de joven,tan guapo y tan simpático!

Porque creíaque se iba usted a dañar del pecho. Se conoceque llevaba usted mala vida allá en Barcelona...¿No? Pues mire usted, cualquiera lo pensaría.Me acuerdo que cuando usted llegó traía una gabardinade color de ala de mosca muy bien hechay chalina azul celeste muy linda... Reconozcoque le sienta a usted bien el traje de paisano,pero a mí me gusta usted más de uniforme. Seráun capricho, pero no lo puedo remediar. ¡Vamos,que de uniforme y con esos bigotes a la borgoñonaestá usted del todo simpático!

Algunas toses significativas de los oficiales,que se sentaban enfrente, le paralizaron de pronto.Pero no se corrió ni mucho menos. Era incapazde avergonzarse por nada. El que quedóamoscado y se puso muy serio y ceñudo fue elalférez.

Cuando el banquete daba a su fin, algunoscaballeros, favorecidos de las musas, se levantarona brindar en verso o cosa parecida. Y losque no lo hicieron en verso felicitaron en prosaa los desposados, resultando que lo mismo unosque otros coincidieron en desearles «una eternaluna de miel.» Y lo mismo el periódico localque al día siguiente dio la noticia. De todosaquellos brindis el más original e interesantefue el del padre de la novia, D. Cristóbal Mateo.¿No había de ser original oír a este sañudo enemigode la fuerza armada cantar sus glorias ydeclararse partidario frenético del aumento delcontingente y del sueldo a los oficiales? A laspocas palabras que pronunció se mostró tan enternecido,que algunas lágrimas rodaron precipitadamentepor sus mejillas. No faltó quien dijoque lloraba el vino que había bebido; pero estamoslejos de dar crédito a esta insinuación malévola,primeramente porque es un absurdo quese llore vino, y después porque su acento eratan sincero, su ademán tan patético, que nadiepodía dudar de que sus palabras salían del fondodel corazón.

—...Es un consuelo, sí, es un consuelo queDios me haya dejado ver a mi hija casada con unpundonoroso militar... Bien que decir militar enEspaña es decir pundonoroso...

Porque el ejércitoes la escuela del honor, como dijo ciertofilósofo... Levantar el ejército, honrar el ejército,es levantar, es honrar el honor de la nación...Levantar el ejército es levantar el poderío y laprosperidad del país... Levantar el ejército escolocarnos al nivel de las naciones más grandesde Europa... Levantar el ejército es vivir respetadospor todo el mundo... Levantar el ejércitoes levantarnos nosotros mismos... Levantar elejército...

—Que se levante el ejército, pero que se sientedon Cristóbal—gritó uno.

El Jubilado quedó parado en firme, echó unamirada de triste reconvención hacia el sitio dedonde había partido la voz, se llevó el pañueloa los ojos para enjugarse las lágrimas, bebiócon calma lo que restaba de vino en la copa y sesentó gravemente entre el aplauso y la risa delos comensales.

Fernanda no había despegado los labios durantela comida. Todos los esfuerzos de Granate,a quien la amabilidad de Emilita había colocadocerca de su apetecido dueño, resultaron infructuosos.Ni por hablarle de la zafra y describirlecómo se recoge el tabaco y hacer cálculosexactos de lo que se gana en cada caja de azúcary lo que se ganaría si se rebajasen los derechos,ni por contar los cien pormenores interesantessobre la importación de las carnes saladas de laRepública Argentina y del bacalao de Terranova,logró Romeo que su Julieta emitiese más quesecos monosílabos. Lo único que hacía era alargarlede vez en cuando la copa, diciendo conimperio:

—Eche usted vino.

El indiano se apresuraba a cumplimentar laorden. La joven la apuraba de un trago, la poníasobre la mesa y paseaba sus ojos altivos por loscomensales, deteniéndose con insistencia enAmalia. Poco a poco aquellos ojos iban adquiriendoexpresión más sombría, los párpados sele caían, se ponían encendidos y se movían aun lado y a otro con más dificultad. D. Santos,a quien sorprendía aquella manera de beber, seatrevió a decir:

—Fernandita, bebe usted como un sumidero.¡Porra! Tengo miedo que le dé a usted un torozón.

—Eche usted vino—respondió Fernanda lanzándoleal mismo tiempo una mirada torva quele desconcertó.

Ya que se hubo brindado, voceado y disparatadobien, el alegre concurso volvió a diseminarse.Sólo permanecieron en sus puestos el Jubiladoy los oficiales refractarios al amor. Quedarondiscutiendo la forma más adecuada deaumentar, sin gravar mucho al Tesoro, ochoduros mensuales a los capitanes, cinco a los tenientesy tres a los alféreces. Sin esta reformadeclaraban explícitamente los interesados que seoperaría muy pronto una completa disolución enel ejército, y por lo tanto, dejando de ser la escueladel honor, ni lo habría en el país, ni noslevantaríamos jamás a la altura de otras naciones,ni habría prosperidad ni poderío ni pundonoren toda la vida. Jaime Moro volvió a trincara Fray Diego y a D. Juan Estrada-Rosa y losarrastró hasta la mesa del tresillo. D. Juan habíaperdido y se mostraba reacio, pero el simpáticomancebo logró convencerle con astuciade que, si no le había dado el naipe por la mañana,era porque él, Moro, nunca había perdido aesa hora. Cuando le venía la mala era por latarde.

Capaz sería de dejarse ganar con tal deretenerlos.

Manín, sentado a un extremo de la mesa, sinintervenir en la conversación de los oficiales,cortaba con su navaja rebanadas de pan y lascomía cachazudamente formando bulto en el carrillo,remojándolas con largos tragos del Burdeosque había quedado en las botellas. No estabaconforme con la comida que les sirvió Marañón,el dueño del café de Altavilla. Despuésde haberse hartado como un salvaje, decía quetodos aquellos platos eran perfumerías, y quedonde estaba una fuente de judías con morcilla,longaniza y huesos de marrano deben callarselos macarrones. Hay que advertir que para Manínse llamaban macarrones todos los manjaresque no conocía, lo cual caía muy en gracia almaestrante.

Mientras terminaba tan dignamente aquellacomida indecorosa no cesaba de murmurar pestescontra ella, haciendo responsable en parte aD. Cristóbal, a quien dirigía de vez en cuandodesde un rincón largas miradas de rencor.

De pronto se abren con estrépito las puertasdel salón y penetran en él cuatro muchachas enun estado de agitación que impresionó vivamentea los circunstantes. Sin hacer caso de losotros se dirigen todas al mayordomo de Quiñones:

—¡Manín, un oso! ¡Manín, un oso!

—¿Dónde?—pregunta aquél sin inmutarse.

—En el bosque.

—¿Quién lo ha traído?

Ante esta pregunta extravagante quedan lascuatro estupefactas y suspensas. Una de ellas seatrevió al fin a apuntar tímidamente:

—Ha venido él solo.

—¡Bah, bah, bah!—exclamó rudamente el mayordomo.

Y vuelve a las tajadas de pan con más ardorque antes, dando quizá con esto la razón a losenvidiosos de la aldea, que no querían oír hablarde los osos que había matado y se emperrabanen llamarle zampatortas.

—Vamos, niña, di cómo lo has visto—manifiestala simpática Consuelo, que venía en la diputación.

Una, que estaba más pálida que las otras, avanzóy exclamó con trabajo:

—¡Qué miedo! ¡Madre mía, qué miedo! Creíque me moría... porque mire usted, el oso... ¡eloso era horrible!

En tal estado de sobresalto se hallaba, que nopudo articular más que palabras incoherentes.Entonces la resuelta Consuelo avanzó a su vezy dijo con voz firme:

—Verá usted, Manín. Esta niña se encontrabacon nosotras en la parte más espesa del bosque,allá muy lejos. Oyó cantar un pájaro, unmalvís, según creo. ¿No era un malvís?... Bueno,pues oyó cantar un tordo y se dirigió al sitiodonde sonaba. Se alejó bastante y no pudo darcon él. Cuando se volvía, sale de unas matas eloso, la acomete, la tira al suelo y sin hacerladaño, no sabemos por qué, huye y desaparece.

El famoso cazador de osos se levanta pausadamentey dice con el acento firme y sosegadode los héroes:

—Vamos a ver qué es eso.

Pidió una escopeta arriba, y seguido de lejospor las pálidas doncellas, dio una batida al bosque.Lo único que halló fue un cerdo alemán dela pareja que el conde había traído para encastar.La hembra había muerto y el macho vagabatriste y solitario por la espesura mientras seefectuaba su metamorfosis en morcillas y chuletas.Hubo sospechas vehementes de que el autorde la agresión fuese este cerdo viudo, pero lajoven de la aventura juraba y perjuraba que habíasido un oso quien la había acometido, y queno le dijeran cómo era este animal, porque lohabía visto muchas veces disecado en el gabinetede zoología de la universidad.

Fernanda se había marchado mucho antes seguidade Granate. Estuvieron en el jardín. Allíla joven se le colgó del brazo y dieron algunasvueltas por la misma calle en que había vistopasear al conde con Amalia.

—Usted está muy enamorado de mí, ¿verdad?—lepreguntó bruscamente.

El indiano, sorprendido, murmuró:

—¡Oh, sí! Dicen que estoy como un burro, yes verdad.

—¿Y qué siente usted, vamos a ver; qué sienteusted? Explíquese.

—¿Yo?... ¿Cómo?—exclamó sorprendido.

—Sí. ¿Qué siente usted cuando me ve? ¿Quésiente cuando otro hombre se acerca a mí, elconde, pongo por caso? ¿Qué siente usted en estemomento en que va oprimiendo mi brazo? Descríbameusted sus sensaciones, lo que le pasapor dentro...

—Yo, señorita... no sé qué decirla... La tengotanta ley como si fuese de la familia...

Y a donJuan, su padre, aunque sea un poco cascarrabias,lo mismo... Que sea cascarrabias o no, ¿amí qué me importa?... Si me casara con usted,tengo casa, gracias a Dios... Y no es porque yolo diga, pero mi casa vale más que la suya, esobien lo sabe usted... Pero antes nos iríamos aviajear por Francia, por Italia, por Ingalaterra,por donde usted quisiera... Y si echábamos abajocinco mil duros, ¡que los echáramos!

Granate siguió desbarrando un buen rato enesta forma. Fernanda no le oía. Al fin le enfadóaquel ruido molesto y dijo con acento colérico:

—¿Se quiere usted callar, hombre? ¿Qué sartade estupideces está usted ahí soltando?

El pobre D. Santos quedó anonadado. Pasearonen silencio algún tiempo.

—¡Qué feo es todo esto!—exclamó al cabo lajoven.

¿Cuálo?

—¡Todo! La casa, el bosque, los prados, eljardín... Mire usted qué horrible es esta magnolia.

—La casa muy fea y muy antigua, siempre lohe dicho... Si la dieran tan siquiera un revoquey me pintaran los balcones, todavía... El bosqueno vale para nada, no trae utilidad, está ocupandoun sitio precioso para hortaliza o espalera defruta o lo que le manden.

Fernanda soltó una carcajada.

—Usted padeció alguna vez de melancolía,D. Santos.

—¿De tristeza? Nunca. Yo siempre de buenhumor. Tan sólo hace un año, que me comió unbribón ocho mil y pico de duros, tomé un berrenchínque me duró dos días.

—¡Qué feo está el sol ahora, visto por entrelas ramas de los árboles!

—¿Quiere usted que nos volvamos a casa?

—No, lléveme usted hacia el río. Tengo lacara ardiendo y quiero refrescarla un poco conagua.

Bajaron por los prados, llegaron al río, y allíla heredera de Estrada-Rosa, contra las prescripcionesde D. Santos, se echó agua al rostropor largo rato. Después que se hubo secado ascendieronde nuevo lentamente hacia la casa.

—¿Cómo estoy ahora? Bien, ¿eh?... ¡Si viera ustedcómo me aburro aquí! No puedo más; todoesto me fatiga. Yo no nací para andar por losprados como las vacas. A mí me gustan las ciudades,los salones, el lujo. Quisiera viajear, comousted dice, por París, por Londres, por Viena.Qué aburrido es Lancia, ¿verdad? ¡Aquellos eternospaseos del Bombé! ¡Aquel campo de SanFrancisco! ¡Aquella torre de la catedral tan negray tan triste! Luego siempre las mismas caras.La única persona divertida de Lancia esusted... En cuanto le veo se me suelta la risasin poderlo remediar. ¿Por qué le llaman a ustedGranate? Yo creo que el color de usted másse parece al lapislázuli... ¿Usted habrá tenidoesclavos allá en América?... ¡Oh, cómo me gustaríaa mí tener esclavos! ¡Es tan fastidioso esode pedir las cosas por favor! Pero no, en América,no; hay fiebre amarilla... Preferiría ir aChina.

A medida que hablaba se iba exaltando, seemborrachaba con sus propias palabras.

Lospensamientos salían cada vez más incoherentes.D. Santos trató de decir algo, pero se lo impidióella tapándole la boca con la mano.

—Déjame hablar, hombre. ¿Te lo quieres decirtodo tú?

El indiano empezó a inquietarse. La exaltaciónde la joven iba en aumento. Hablaba porlos codos y le tuteaba rudamente.

—Dame un cigarro.

—¡Fernandita!... ¡Un cigarro!... Se va a usteda marear.

—¡Silencio! ¿Qué dices ahí, tonto? ¡Marearme!Tú no sabes ya qué inventar para fastidiarme.Dame un cigarro o te dejo ahí plantado.

El indiano sacó la petaca: la gentil herederatomó de ella una breva, le arrancó con sus dientesetiópicos la punta y pidió por señas un fósforo.Granate se lo ofreció encendido, sacudiendoal mismo tiempo la cabeza en señal de disgusto.

Cuando hubo dado dos o tres chupadas, pusoun gesto avinagrado y exclamó:

—¡Qué cigarros tan infames! Mira, fúmatelotú.

Y se lo puso en la boca.

No fue, no, avinagrado el gesto de Granateal chuparlo.

—¡Ya lo creo que me lo fumaré!—exclamósonriendo beatamente.—Me salen a doscientospesos el millar... Pero ahora, después de chuparlousted, vale un millón...

—Vamos, no empieces a decir brutalidades.Llévame a casa... Esta luz me marea.

Llegaron hasta la corrada cogidos del brazo.Allí un pollastre les dijo desde lejos:

—¿Dónde van ustedes? La gente está en elbosque.

—Dígale usted a la gente que me río de ella—respondióFernanda con gesto furioso que hizosonreír al muchacho.

—¿Tú no conoces la casa?—añadió bajando lavoz y dirigiéndose a D. Santos.—

Pues voy aenseñártela toda. Verás.

Subieron la mohosa y estropeada escalera.Fernanda, sin cerrar boca, fue recorriendo todaslas habitaciones del caserón y mostrándolasal indiano.

—¡Aquí está el célebre cuarto de la condesa!—exclamócon singular entonación al llegar a él.—Vamosa entrar. Estoy cansada.

Entraron y la joven cerró la puerta.

—¿Qué hermoso, eh?... Éste es el cuarto máshermoso y más pícaro de la casa. Si estos mueblesse pusieran a contar secretos divertidos,no concluirían nunca... Mira, dime prontoalgo que me haga reír, porque si no vas aver cómo empiezo a llorar lo mismo que una colegiala...¿Lo ves? Ya estoy llorando... Siéntateahí, gaznápiro... ¡Qué bonito chaleco traes! ¡Québien dibuja la redondez de la panza!... Contemplaesa cama.

Es grande, ¿eh? es ancha, es hermosa,es artística. Pues mira, yo la quemaría...Por no sentarme en ella, voy a sentarme sobretus rodillas...

Y así lo hizo. Granate al sentir aquella cargatan dulce quedó enajenado, y con increíble audaciale pasó un brazo por la cintura. La jovense alzó como si la hubiera pinchado.

—¿Qué haces, bruto? ¿Crees que estamos enla manigua y soy alguna negra cimarrona?

Después de contemplarle un rato con ojos coléricos,su fisonomía se fue serenando, sus labiosse dilataron con sonrisa dulce.

—¿Me quieres mucho?

—¡Casi na!—dijo el indiano con acento picarón.

—Pues vas a ser feliz un momento. Mira, tevoy a permitir que me des un beso...

unosolo, ¿lo entiendes? Pero me has de jurar que nolo ha de saber nadie...

El indiano hizo un juramento espantoso.

—Bueno, basta. Ahora, dame el beso aquí enla sien. El primero y el último que me has de daren tu vida... Espera un poco—añadió alzándoseotra vez.—Por este beso yo te he de dar cincuentabofetadas en esos carrillos azules... ¿Admitesel trato?

Granate consintió inmediatamente. La niñavolvió a sentarse sobre sus rodillas e inclinó lacabeza para recibir el beso.

—¡Bueno, ahora llega mi turno!—exclamó coninfantil alegría.—Prepárate a recibir los bofetones...¡Qué carrillos, Dios mío, tan magníficos!¿Ves que son azules?... Pues te los voy a ponerverdes... ¡Atención!... ¡Una!... La primera...¡Dos!... La segunda...

¡Tres!... La tercera...¡Cuatro!... ¡Cinco!

La mano breve y torneada de la hermosachasqueaba ruidosamente en las carnosas mejillasdel indiano. Los ojos de éste comenzaron aponerse encendidos y encarnizados, como los deun lobo, su sangre llameó repentinamente y conbrusco ademán la sujetó brutalmente por la cintura.

Fernanda dejó escapar un grito ahogado.

—¿Qué tienes?... ¿Por qué te enfadas?... ¡Déjame!...¡Déjame, bruto!

Luchó, forcejeó con desesperación, pero nologró desasirse...

Al apartarse, la embriaguez había desaparecidopor completo. Dirigió una mirada vaga,extraviada, al indiano. Pero esta mirada adquiriósúbito expresión de espanto, se fijó en élcomo en un animal extraño que la viniese aacometer.

—¿Qué hace usted aquí?... ¡Ah, sí!—exclamóllevándose la mano a la frente.—

¡Dios mío! ¿Quéme pasa? ¿Estoy soñando?...

Y volviendo a clavarle sus ojos irritados, amenazadores,le gritó con rabia:

—¿Qué hace usted ahí plantado? ¡Salga ustedinmediatamente! ¡Salga usted! ¡salga usted!—repitiócon grito cada vez más alto.

Pero cuando el indiano retrocedía ya hacia lapuerta ella se lanza de pronto fuera, sale disparadapor los pasillos y, al llegar cerca de la escalera,cae atacada de un síncope.

La levantaron, la prodigaron mil cuidados.Al recobrar el sentido brotó de sus ojos un raudalde lágrimas; no cesó de llorar en toda latarde. Cuando la comitiva se puso de nuevo enmarcha hacia la población aún seguía llorando.

—¿Han visto ustedes qué vino más llorón tieneesta niña de Estrada-Rosa?—decía riendo elcapitán Núñez.

IX

La mascarada.

Momentos antes de que la rosada auroraabriese de par en par las ventanasdel Oriente, Satanás, que amanecióde humor campechano, envió a Lancia almás travieso y juguetón de los demonios conencargo de despertarla. Batió sus negras alas elministro de Averno sobre la ciudad y lanzó unacarcajada horrísona, estridente, que logró arrancarde las profundidades del sueño a todos sushabitantes. Despertaron con unas ganas atrocesde reír, de alborotar, de burlarse de la autoridadgubernativa, improvisar coplas y decir barbaridades.

Uno de ellos, imaginamos que haya sido JaimeMoro, lo primero que hizo al saltar de lacama fue llamar al criado y preguntarle consemblante risueño si D. Nicanor, el bajo de lacatedral, le había prestado al fin su figle. Elcriado, sin responder, saliose un momento delcuarto y no tardó en aparecer con un descomunalserpentón entre las manos. Y sin respeto algunoa su amo aplicó los labios a la boquilla yprodujo un ruido temeroso semejante al rugidode un león. Moro, en calzoncillos como estaba,hizo una pirueta y tres o cuatro zapatetas en señalde íntimo regocijo, como si aquel ruido bárbarohubiese tocado las fibras más delicadas desu corazón. Después de probar por sí mismo aproducir idéntico rugido y cerciorarse de que erabien capaz, se vistió, se aliñó y, tomando apresuradamenteel desayuno, se salió a la calle liadoen su capa y debajo de ella el artefacto musicalque tan gozoso le había puesto. A cuantosencontraba detenía con guiño misterioso, y metiéndoseen el portal más próximo les mostraba,lleno de emoción, el contrabando que traíaoculto. Ninguno preguntaba lo que iba a hacercon él. Sonreían, le apretaban la mano significativamentey solían preguntarle al oído:

—¿Para cuándo?

—Esto para la noche, pero a las doce sale lacarroza.

—¿Se escaparán?

—¡Ca! Están bien tomadas las medidas.

Y seguía su camino, embozado hasta los ojos,porque hacía un frío de dos mil diablos.

Otros no se limitaban a sonreír y apretarle lamano, sino que en justa correspondencia a suconfianza sacaban con mano temblorosa de losbolsillos del gabán o de lo interior de la gabardinaalgún instrumento resonante también demenor categoría, una trompeta, un cuerno decaza, una matraca. Moro aplaudía, alababa elinstrumento sin hacer alarde de su superioridad.Y proseguía con marcha oblicua y trabajosa, nohacia la confitería de D.ª Romana, que era eltérmino glorioso de sus expediciones matinales,sino hacia casa de Paco Gómez.

Resonaba ésta ya con los pasos agitados y elvocerío de una muchedumbre de jóvenes diligentes.Todos ellos trabajaban con verdaderoafán, con ahínco que rara vez se ve en los talleres.Unos cortaban estandartes, otros moldeabancaretas de cartón; quiénes pegaban letrasnegras a los trasparentes de un farol; quiénesvestían primorosamente dos grandes muñecos;quiénes, en fin, se ocupaban en desatascar lasboquillas de varios bombardinos y serpentonessemejantes al que Moro llevaba. La estanciaera una inmensa sala destartalada. Paco Gómezhabitaba el palacio de un marqués que jamáshabía puesto los pies en Lancia, del cual supadre era mayordomo.

El implacable bromistapresidía vigilante y solícito los trabajos de suscompañeros, acudiendo a todas partes, saliendoa cada momento para dar órdenes a los criadoso para recibir los mensajes que le enviaban.Nunca se le había visto tan afanoso.

Generalmenteera displicente, y hasta en las bromasmás premeditadas mostraba cierta actitud desdeñosa,sincera o fingida, que le hacía mástemible. Ahora echaba todo el cuerpo fuera. Esque se trataba de la farsa más estupenda y regocijadaque había presenciado jamás la ciudad deLancia desde que los monjes de San Vicente habíanvenido a fundarla. El motivo era que se casaba...(apenas si la pluma se atreve a estamparlo)Fernanda Estrada-Rosa... se casaba...(vamos, que cuesta trabajo decirlo)

¡se casabacon Granate!

Desde la memorable escena de la Granja, Fernandavivió en estupor doloroso, en un abatimientode alma y de cuerpo que alarmó a supadre. Hizo llamar al médico. Éste no hallómás que un desequilibrio nervioso; se curaríacon algún viajecito a la corte, con paseos y distracciones.La niña se negó en absoluto a curarsepor estos medios. Ni paseos, ni teatro, ni tertulias,ni mucho menos pensar en hacer viajealguno. Desde su gabinete al comedor, desdeaquí al cuarto de su padre, donde solía permanecerbreves instantes. No tenía fuerzas para subiral piso segundo ni humor para enterarse delos trabajos de los criados y dirigirlos. Cerradaen su habitación tampoco lo tenía para seguirlabor alguna. Se dejaba caer en una silla y permanecíalarguísimo rato inmóvil con las manossobre las rodillas y los ojos extáticos. Algunasveces se ponía a leer y, observando que no sehacía cargo de lo que el libro decía, concluíapor arrojarlo. Otras se asomaba al balcón y permanecíade bruces sobre la baranda horas enterascon la vista fija en el espacio o en un puntode la calle, sin ver a los transeúntes ni contestaral saludo que muchos le dirigían, ni advertir siquierala curiosidad de que era blanco por partede las vecinas.

Mas he aquí que repentinamente se le antojamarcharse a Madrid. Fue necesario preparar elviaje instantáneamente. Manifestó su deseo porla mañana. Por la noche montaban padre e hijaen la diligencia: con tal ímpetu y palabras extremosasexigió la niña el viaje. Una vez en lacorte, cambió radicalmente su humor. Entregosecon rabia, con pasión desenfrenada alos placeres que brinda Madrid a una joven forastera,rica y hermosa. Vivió dos meses enla embriaguez de los teatros, de los paseosen coche, de los grandes saraos y conciertos.Acometida súbito de una alegría nerviosa, parecíafeliz enmedio del ruido y el tumulto dela sociedad, donde empezó a conocérsela por elsobrenombre de la Africana.

Para que su vida fuese aún más alegre y aturdidale placía comer por los cafés y restaurants,como un mancebo disipado. D. Juan fluctuabaentre el gozo de verla contenta y la incomodidadaguda que le producía aquella vida desordenada,tan contraria a sus hábitos y edad.

Una tarde, regresando del paseo del Prado,Fernanda estalló repentinamente en sollozos.D. Juan quedó estupefacto, aterrado; en toda latarde no había cesado de reír aquella locuelaburlándose de cierto mancebito que seguía pertinazmentesu coche.

—¿Qué te pasa?... ¡Fernanda! ¡Hija mía!

La niña no respondió. Con el pañuelo en losojos, el cuerpo sacudido por fuertes estremecimientos,lloraba cada vez más perdidamente.

—¡Fernanda, por Dios, que la gente se estáfijando!

El llanto se iba convirtiendo en ataque denervios. D. Juan ordenó al cochero partir a escapea casa. Mas antes de llegar a ella, la jovencesó de llorar y, levantando la cabeza con resolución,exclamó:

—¡Papá, quiero marcharme a Lancia!

—Bien, hija; nos iremos mañana.

—No, no; quiero que nos vayamos ahoramismo.

—Considera que no falta más que una horapara salir el tren.

—Sobra tiempo.

No hubo más remedio que meter apresuradamentela ropa en los baúles y salir disparadosa la estación. Sólo cuando el silbido de la locomotoraanunció la salida y comenzaron a correrpor las llanuras áridas que rodean a Madrid secalmaron un poco los nervios de la excitada niña.

Al día siguiente de llegar a Lancia no fue adar los buenos días a su padre ni a tomar chocolatecon él, como tenía por costumbre. Cuandoya se disponía el viejo a llamarla, entra de repenteen su habitación una doméstica pálida yagitada.

—¡La señorita se ha puesto muy mala!

Corrió D. Juan al gabinete y la halló desencajada;lívida, por los esfuerzos que unas violentísimasnáuseas la obligaban a hacer.

—¡Pronto! ¡A buscar el médico!—gritó el pobrepadre.

Fernanda hizo un gesto negativo y articulódébilmente:

—No, que llamen al penitenciario.

No hizo caso. Vino el médico y, después deexaminarla detenidamente, llamó a D.

Juanaparte y le dijo:

—Su hija de usted ha tomado una cantidadextraordinaria de láudano.

—¿Para qué?—preguntó sin comprender.

—Pues... para lo que se toman siempre esascantidades... para envenenarse.

—¡Hija de mi alma! ¿qué has hecho?—gritó eldesgraciado; y quiso lanzarse de nuevo a la habitaciónde la joven. El médico le detuvo.

—No corre peligro alguno. Ha devuelto todoel veneno, y con el medicamento que voy a recetarquedará completamente tranquila. Lo queimporta ahora es que no repita.

—¡Oh, no! Yo me encargo.

Y corrió al cuarto de su hija. Pero no pudoarranc