Efecto Invernadero y Otros Cuentos by Guillermo Fernández - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

El aniversario

Tú callas y ella habla, tú hablas y ella enmudece; la gran puerta de la caridad está abierta de par en par, sin

ningún obstáculo enfrente.

YUNG-CHIA TA-SHIH

–Bastante falta me hacía –dijo Berta, después de mirar sin interés el contenido del paquete.

–¿No te gustó el regalo? –preguntó Julio con inquietud.

–No se trata del regalo –balbuceó la mujer con el temple impalpable de una hoja.

–Ah, bueno, ¿entonces se trata de mí? –interrogó Julio.

Como si la hubiera despertado de algún hondo sueño, Berta se acercó al hombre y lo estrechó con sus menudos brazos. En la gran sala se podía oír el tic tac del reloj y los alientos de los esposos.

Oso, el perro del patio, emitió un bronco ladrido.

–No se trata tampoco de vos –explicó al fin–, pero... no sé... a veces pienso que vivimos por poca cosa.

El rostro de la mujer se alargó seriamente en esta respuesta. Sus cabellos, caídos sobre sus hombros, agravaban su tirante fulgor.

–Conque de nuevo esos libros budistas..., o como se llamen –sentenció el hombre–, si hubiéramos adoptado un niño... Bien que estarías ahora entretenida...

El silencio volvió a cubrir a los dos. Sus miradas se extraviaron por las repisas, las alfombras, las lámparas. Todo estaba sumamente ordenado. Para que invadieran las polillas o las cucarachas tendrían que pasar décadas, siglos, calculó Julio con celeridad.

–No te hablo de esto porque no pude tener hijos –dijo la mujer–. Sólo he venido pensando que por encima de todo quizá hemos esperado por otra cosa, y creo que el temor de morirme no es tan profundo como el temor de no vivirme.

–¿Qué otra cosa? –se apresuró a preguntar Julio, con la certidumbre de que la mujer iba a adoptar algún aire dramático.

–No podría decirlo.

–Algo de este mundo, supongo... –repuso Julio con cierta capciosidad.

La mujer se quedó con los ojos clavados en el pequeño acuario que tenían de frente. Notó que los pececitos se movían bajo la norma de un juego que solo ellos entendían. Bailaban desplegando sus aletas de colores. Una idea vaga le rozó la cabeza y pensó que hasta la menos elegante de tales criaturas, no sólo tenía mejores vestidos que Salomón, sino contra el infinito cansancio de ser rey o vagabundo.

17

Julio se hundió en el sofá. Una de sus manos, como algo externo a él, hurgó en la bolsa de su camisa y sacó un cigarrillo. Sin visible deseo, lo mordió unos instantes y lo arrojó sobre la mesita. Esos temas siempre le daban vértigo. Ante ellos sentía una repulsión instintiva. Suficiente le parecía la lucha contra sus deudas, el trabajo o la hipocondria, como para asomarse a los mundos de las preguntas que no tienen respuesta.

–Tengo la sensación –interrumpió Berta–, de que nos perdemos algo de la vida. Algo nunca visto por su forma y porosidad. Me espanta el no poder vivir como las ramas, donde trepa el fluido mágico y nutritivo de un poco de sol.

Oso empezó a ladrar desaforadamente. ¿Qué perseguiría el animal? Julio se levantó y se asomó por la ventana. Observó al perro juguetear con algunas luciérnagas, y más allá, por encima del muro, contempló otras casas que se hundían entre rejas. Berta también se había levantado y contemplaba la plácida silueta de la noche. Pese a la claridad del cielo, las estrellas parecían haberse escondido.

Imaginó que otros hombres y mujeres también habían escuchado el ladrido y que buscaban, ¿quién sabe?, las huellas del pillo.

–¿Qué inquietaría a Oso? –musitó el hombre–. Los perros de este barrio casi nunca ladran.

–A veces creo que hay algo precioso allá afuera. Algo que hace de nuestras vidas pasajes insignificantes. Tal vez eso lo sorprende y atemoriza.

El hombre miró turbadamente a la mujer. ¿Qué podía ser más valioso para su esposa que su propia vida o la de él, y cada una de las cosas que habían logrado? Afuera sólo había el peligro. Eso que el perro olfateaba y repelía hacia el fondo.

–¿Qué puede ser tan valioso? –espetó el hombre enfadado–. ¿La intemperie, la falta de vestido, el hambre? ¡Aquí tenemos calor! Miles de hombres trabajan para hacer estos muebles cada d ía. Estas paredes te protegen del crimen. ¿Cuántos seres estarán tiritando esta noche en el frío de la calle?

La voz del hombre se disipó en la sala y se hizo ostensible un silencio agudo. ¿Qué podía haber afuera?, pensó Berta. Aún no llegaba a precisarlo, pero sabía que desde hacía mucho tiempo, ella venía arrojando algo hacia afuera. Sus padres y amigos empujaron con ella. Ahora su esposo la ayudaba a empujar, día tras día, noche tras noche. Sin embargo, había minutos en que la Cosa empezaba a ejercer un peso enorme y ella sentía la asfixia, el temor de no haber realizado nada, de haber pasado inútilmente.

Entonces no había escape. No había forma de poner obstáculos. Cuántas veces había tenido que renunciar al esfuerzo por interesarse en algo: una reunión... un quehacer aparentemente novedoso... un viaje. Porque la Cosa la apretaba contra la tierra, y las nubes y el sol y los astros que apenas infundían su luz abstracta en los modernos telescopios, le caían sobre el corazón como una lluvia terrible. Entonces lanzaba un ademán que parecía un asentimiento. No quería inspirarle a nadie la sensación de que había perdido toda concatenidad. ¿Cómo habría entonces de presentarse en público?

18

–Te comprobaré algo –prorrumpió Julio corriendo hacia las escaleras. Al cabo de un momento bajó con aire desafiante y blandiendo una pistola en la mano. En su rostro se había operado una transfiguración y se le percibía el jadeo del que no quiere proseguir con una idea subyugante–. Cuando el perro ladra significa que los ladrones andan cerca. Vivimos en un barrio seguro donde los veladores resguardan las esquinas. Todos pagamos la cuota. Pero siempre penetra el ladrón. Sí, mi amor, no hay que subestimar la astucia del maleante. Siempre alguien penetra con la intención de dañarnos. –Abruptamente, Julio salió al patio y la mujer lo siguió con cautela. Cuando Oso los avistó, vino gimiendo hacia ellos–. Esta pistola –

dictó el hombre elevando el arma con cierto tono didáctico– puede acabar en un instante con el peligro. Si Oso no puede contra alguna cosa, todo lo remedia este pequeño artefacto.

Embebido, Julio apuntó con su arma por encima del muro y lanzó un disparo. El animal reaccionó haciendo un brusco giro sobre sí mismo, y luego se postró, asustado, a los pies de su ama. El eco del proyectil se extendió como un rasguño sobre una lámina de zinc.

–¿Qué hacés? –le dijo Berta.

Sabiendo que se había excedido con su mujer, el hombre sonrió.

–Cualquier cosa que hayamos dejado fuera de la casa –explicó un poco avergonzado– ¿podría ser valiosa para alguien?

Berta recorrió la noche con una mirada de apremio. ¿Qué vieja razón tendría su marido? No. Había algo que venía desde el éter, de los montes lejanos, remontando la corriente marítima. Una fuerza que salía de los cráteres, lagos, siembras, desiertos, y que se acercaba con tensión felina.

A veces, en alguna hora de la oscura noche abría la puerta con la sensación de que se enfrentaría a eso. Pero sólo veía el frontón de las casas, el zigzagueo de las antenas, la aurora artificial de las luces en el horizonte. Aunque fuera peligroso, pensó, ella quería mirar de frente y penetrar a eso con los brazos abiertos.

Rápidamente, Oso olvidó el estruendo y empezó a correr hacia los vértices del patio. ¿Lo inquietarían las luciérnagas que bajaban y subían del muro? Julio ocultó el arma en el bolsillo y abrazó a su mujer. El viento empezaba a soplar húmedo. Las luces distantes se iban apagando detrás de las ventanas. Las formas de los edificios parecían criaturas místicas en actitud de adoración.

El hombre y la mujer penetraron en la casa y subieron al dormitorio. Julio empezó a silbar una canción conocida. Y después se quedó quieto. ¿Había algo más de qué hablar? Berta miró el cascarón de la vida de Julio sobre la cama: una pulpa llena de flujos y electricidad. Estaba sola. Y oía con desasosiego el ruido que emitía la cadena de Oso. Era un ruido enorme que caía como una red sobre el techo. Algo duro y cruel. Y se propagaba sobre todo el mundo.

Hacia la medianoche Oso empezó de nuevo a ladrar. Después agitó violentamente la cadena y sobrevino una gran quietud. La mujer recordó las precauciones de su marido y quiso despertarlo. Sin saber por qué, ni siquiera intentó hacerlo. Se encontró de pronto en medio de la sala tanteando muebles en la oscuridad. ¿Qué le habría pasado a Oso?, pensaba, tratando de no sugestionar su espíritu.

19

Cuando se asomó al patio recobró la calma. Oso yacía sobre el césped y la luz del reflector indicaba que el orden proseguía intacto. Oyó el sonido perfecto del reloj y lo sintió crecer. Qué necesario era dormir ahora. Sin embargo, estaba demasiado despierta.

Mientras apoyó un pie sobre el escalón, escuchó el viento golpear las paredes. ¿Sería sólo el viento? Parecía el viento acompañado de algo más. Una especie de membrana sutil y vibrante. Un extraño magnetismo la llevó hacia la puerta. La mujer salió de la casa y se quedó fija en el umbral. Sus ojos se abrieron a la noche. Pero no había nada diferente. ¿Sería tal vez, que ella no veía lo diferente, que se resistía? Su mirada hurgó en el cielo, los tejados, a lo largo de las tranquillas calles. Sintió odio y desesperación por no entender. Pero la Cosa continuaba allí, frente a ella.

20

Trajes-mariposa

La actitud de Ariel fue enfática en cuanto al enfrentamiento del problema: “Ya es hora –me dijo–

andá y le decís que nos queremos; no más tardanzas”. Bien podría resultar claro a sus designios, porque sería yo la que, al fin, debería correr con la pena de defraudar al hombre que había amado hasta ahora.

Hasta que Ariel apareció, de modo distinto, extraño, con acariciante vocecilla. Al mirarme, entonces, dubitativa, se molestó mucho y me dejó plantada. Esa misma noche lo llamé y le dije que actuaría según lo estipulado. Su maullante voz me hizo cosquillas por el auricular prometiéndome las delicias de su amor tierno.

No pude dormir. La idea de enfrentarme con Valerio me hizo sudar sobre la almohada, como una enferma. ¿Cómo tomaría el asunto? ¿Lloraría ante mí o me voltearía la espalda, después de encogerse de hombros? Todo estaba por suceder. Y la posibilidad me hacía sentir que el universo se ramificaba en miles de rutas de una oscuridad insondable. Sentía en la cabeza un tumulto de sangre golpeando por doquier. ¿Y si muero antes de un derrame cerebral?

Las chicas de la boutique no me auxiliaron más de lo que es común en estos casos. Ensayaron miles de propuestas, unas más crueles que otras, pero todas triviales. Sin excepción. No por ser yo su jefa debían comportarse tan predecibles en un asunto de tanta envergadura, y aun así, su celo y disposición enfermiza me daban asco. ¿Todo ya lo han visto en la televisión? ¿Se creen sabias? ¿No hay para ellas algo que escape al determinismo sentimental en el que muchas se hallan esclavas? Decidí trazar un muro, entre ellas y mis problemas, aduciendo que me destruiría tanta dedicación y charla al respecto. Quedarme sola con mis dificultades fue mejor.

Me sentía ahora más firme y decidida para buscar a mi antiguo novio y contarle la verdad; pero también creo que lo llegué a considerar más valioso que Ariel. Meditaba que Valerio poseía más dominios en el mundo concreto y que sus manos tocaban las cosas con mayor énfasis. Algo contrario a Ariel, que me parecía muy translúcido. Casi invisible a ciertas realidades.

Nunca he sido indecisa. Mis amigos me conocen por tener criterio definido; pero ante el corazón me quedo en la penumbra, en un sombrío eclipse lunar.

Cuando tenía una llamada de Ariel le inventaba un gran negocio en cierne. Cuando era de Valerio, la misma excusa. Finalmente, cuando ya no pude contener la beligerancia amatoria de los dos hombres, les formulé una excusa irrebatible: “He entrado en una crisis profunda, necesito tiempo”. Ante este misterio mujeril los hombres se atrincheran y nos dejan hacer.

21

El trabajo en la boutique me impidió que diera pasos imprudentes. Empecé a salir tarde, y me atreví a hacer esos diseños que siempre rondaron mi imaginación y que nunca habían sido concretados.

Fue así como produje varias prendas que, por esas cosas de la vida, merecieron un comentario de una importante revista de modas. La eficacia del producto me hizo repensar mi papel de modista y acometí más desafiantes tareas.

Comprobé, desde mi escondite, que los sentimientos de amor pueden ser contenidos y que ninguno de ellos tiene metas. Cuando sentía abrirse en mí el dolor por la pérdida de alguno de los dos hombres, esperaba que dicho dolor rondase a su gusto. Esa fría imprecisión de no saber nada, conjuntamente con la dicha de que dos seres estaban a la expectativa de mis sentimientos, tenía un sabor que degustaba mientras medía la tela y cortaba, en un juego que no poseía ni siquiera por finalidad el hacer un nuevo vestido para señoras de clase, sino el replegarme sobre mí misma y exudar a través de mis manos, quizá como los artistas, una impresión suficiente de lo que navegaba en mi interior.

Recuerdo la noche, después de comer papas fritas y hamburguesas, que las tijeras tomaron vida propia. Una energía semejante a la electricidad bajó por mis manos hasta dicho instrumento. Al fin de la jornada, cerca de la hora próxima al amanecer, había acabado con mi primer traje de noche que lució el maniquí para la soledad de la avenida.

Las primeras impresiones no se dejaron esperar entre las clientes que se rieron de mi traje. Pero una vez que cierta señorita prestigiosa la usó para un reportaje televisivo, la boutique no dio abasto.

Todas querían el nuevo traje, con variaciones, pero, en definitiva, todas ansiaban vestir el atuendo más increíble que se haya producido en una ciudad pequeña.

En otros lares los diseñadores bordean la extravagancia hasta la exasperación. Ellos son parte de un sistema cansado que la busca para sentirse vivo. Mi traje de noche, en cambio, estaba hecho con el carácter propio de las vainas que recubren las semillas.

Pomponio Amador, un comentarista de modas, dijo al respecto: “Vanessa no solo ha llegado a un nuevo concepto del traje de noche. Ha pretendido explicarnos, también, que el cuerpo no está hecho para el vestido sino al contrario. La tela es solo una envoltura, una vaina que resguarda una promesa, un fruto.

El escote está hecho como una abertura accidental; no como el acostumbrado corte que lo exhibe”.

Un desfile de nuevas invenciones afloró para los meses siguientes. Mientras almorzaba con una vieja amiga, vimos desde la terraza del restaurante el paso migratorio de miles de mariposas. ¿Habíamos olvidado que, para este tiempo, ellas fluían sobre esa parte de la ciudad?

–Creí que se habían extinguido –soñó mi amiga–. Acordate cómo nos gustaba cazarlas. Pero no éramos unas niñas perversas.

–Era un rito –sentencié sibilina.

–¿Cómo dijiste?

22

–Era un rito, Maruja. Las tomábamos desde las puntas de las alas y las dejábamos agonizar.

Después las llevábamos con nosotras por todas partes. En los libros, debajo de la ropa del armario, entre los pañuelos. Queríamos empaparnos de su esencia. No creíamos en su muerte.

–Nunca las percibiremos como cuando éramos niñas –añadió–. Ahora las podemos ver que saltan al parabrisas del carro, y ni siquiera eso nos conturba. ¿Puede una hacerse tan insensible?

–Nos dieron otra indumentaria con el tiempo. Lo bueno de la vida es tan frágil como una mariposa y nada que no se le compare merece nuestra devoción.

La charla hubiera pasado inadvertida, pero mi amiga había abierto un boquete desde mi infancia, y de camino a la boutique imaginé toda clase de mariposas: enjambres, bellos tonos y lánguidos diseños de alas.

Bien pude haber desechado la idea por estrambótica, pero pensé que en este país la gente no se decide a nada, y que el subdesarrollo incluye una dosis de timidez y miedo a la imaginación. Aquella misma tarde ordené a las chicas que me trajeran de un mariposario local las publicaciones más importantes sobre el tema. Cuando tuve las fotografías a mano me pareció estar frente a una inagotable posibilidad.

Las mujeres quizás han sentido cómo su vida se despliega en la vida de la mariposa. Con los vínculos amorosos, la entrega a la tradición y la llegada de los hijos, la condición ligera y luminosa de desplegar las alas, jugar entre la luz, y anunciarse con sutiles colores inasibles, se pierde. Es algo inexorable. Sin embargo, nos queda la nostalgia y nos persigue por toda la existencia. Esa nueva etapa en realizaciones fue de una índole que tomó por sorpresa a quienes seguían los pasos de mis producciones.

De mis manos empezaron a salir casacas, abrigos, chaquetas que sugerían los momentos de una vida que se perdió entre las mujeres para convertirse en madres, esposas, competidoras.

Comprendí, finalmente, que Ariel era solo un subyugador. Con sus exigencias me quería atenazar a su propio campo de hombre situado en una sociedad que valoraba sus éxitos. Aunque sus demandas por verme se hicieron obsesivas, tuve que ser firme y aclimatarlo a la idea de que ya no sería más suya. Igual sucedió con Valerio, que, para mi sorpresa, esperaba el fin total, sin retrocesos. De seguro ya había establecido otra relación.

Por fin, libre de mis cortejadores, pude experimentar, no sin vértigo, que todo el amor pasado no era más que un pobre sustituto. ¿Amaba yo a esos hombres? ¿Qué habían significado para mí? ¿Por qué no había podido decidirme por alguno de los dos? Contrario a todo ello, mi trabajo me fue comprobando que había estado metida en una telaraña y que gracias a las tijeras, cortaba los nudos con los que fabricaba las imágenes vestidas por otras mujeres.

Construí la piel que hubiéramos tenido de no habernos entregado al mundo varonil con su urgencia depredatoria y a su necesidad de un cuerpo femenino idóneo a su directriz terrestre. Mis telas imitaron 23

diversas alas. Grandes o pequeñas. Tenebrosas o primaverales. Estas se extendían por todo el cuerpo de la mujer queriendo apropiarse de sus formas, o quizás, suplantar aquellas zonas donde el hueso parecía seguro.

El hueso es materia que se aviene con el mundo del hombre. Ciudades óseas, ejércitos con largos fémures lanzallamas, espantosas divisiones sociales como vacíos insalvables de una costilla a otra. Todo lo estatuido por el orden patriarcal tiene palancas, grúas, aspersorios. De ser tan útil nadie es feliz. Todo es rígido y supervisado.

Mis trajes querían llamar la atención sobre ese mundo posible, donde más que la utilidad de la osamenta, fluyen los cuerpos como mariposas en el festivo calor cenital. Muchos artistas me vieron entre los suyos y los críticos trataron de suscribir mis diseños como mezcla de una moda rebelde y una escultura del porvenir. “Sí –les dije–, he empezado a ver los cuerpos del porvenir, y les aseguro que solo tienen de esqueleto lo que las cigarras”. Estas nuevas realizaciones podían ser tenidas como valiosas para la decoración, pero nadie optó por vestirlas. Las compradoras las usaron para lucir maniquíes y decorar las salas de sus mansiones. Todo el sentido de la magia fue brutalmente omitido por todos.

El día que presenté mis trajes en una exhibición pública, una mujer emperifollada y su magnate esposo quisieron trivializarme:

–Son como una segunda epidermis, ¿verdad, linda? Y esas alas tan extravagantes, ¿qué sentido tienen? ¿Es que hay algo parecido en Europa donde todo ya está hecho? Desde trajes en forma de baño hasta vestidos de noche que copian las escafandras de los cosmonautas.

–No lo crea. Nadie ha pensado hasta ahora en los trajes-mariposa. Tal vez, han realizado algo similar, pero lo mío se pliega más a una añoranza que a una imitación tosca.

–¿Está segura? –sonrió su marido con la copa de vino tinto casi en los labios exangües.

La mujer le palmeó el antebrazo, como si quisiera dominar una burla incipiente.

–Yo he confeccionado estos vestidos pensando en la volubilidad del cuerpo futuro. Cuando nadie quiera una vida compleja, llena de estructuras, la naturaleza se dirá: “Es hora de que el hombre y la mujer tengan alas y surquen los cielos”. A partir de allí, los cuerpos se volverán transparentes, los sentimientos serán ligeros y las pasiones no nos ahogarán en cuerpos tan pesados. El amor será el deseo libre de cada uno.

Argumentaciones similares me fueron ganando reputación de loca. Y era lo último que podría faltarme: convertirme en personaje nacional para el obsceno disfrute de todos. Aunque trabajé duro en mis producciones, ya era considerada excéntrica. Y este membrete era la mejor excusa para matar la alternativa en el mundo. Así que en la búsqueda de un traje cada vez más cercano a mi sueño me consumía la impotencia.

Entre el entusiasmo y el sentido de inutilidad de mis visiones rompía a veces el curso de mi trabajo para arrojarme a festines en sitios distinguidos. De allí me acompañaron muchos hombres esbeltos a mi cama. A algunos los analicé en la incertidumbre de la penumbra como simples oportunistas sin ventura.

24

Un instinto destructor, dentro de mis junglas hondas, salía para decirme que todo mi trabajo era vano. Este me llevó por recodos más abisales.

–Es la búsqueda de lo celestial lo que te ha hecho esto –me dijo una muy querida amiga, al verme en una espantosa crisis–. Es mejor que volvás a tus trajes simples. Quien oye a los ángeles paga con su razón. No lo dejarán en paz los demonios.

Después de convalecer, vi de nuevo cómo se repetía la demanda de mis creaciones: los trajes-mariposa. Creí caer en la nueva trampa de la sociedad: amarrarme al éxito. Si el medio no había entendido mis trabajos con la tela, si nadie había percibido que lo deseado por mí era traer la edad preciosa de la vida para que todos sintieran pena, y también, por un minuto, el fugaz vuelo de la mariposa, y todas sus correspondencias con la luz, entonces había perdido.

Una noche prendí fuego a la boutique. Miré el espectáculo desde una esquina, antes de que arribaran los bomberos. Me contentó saber que ya nadie podría tergiversar mis producciones.

En el aeropuerto esperé el vuelo hacia un país desconocido. Intentaría nuevamente explicarme ante otras gentes.

25