Carlos Broschi by Eugene Scribe - HTML preview

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Me estrechó la mano y quedamos citados para el día siguiente. Fue exactoa la cita, y mientras comenzaba el ensayo, nos paseamos algunos momentospor el teatro.

Hablaba en un tono grave, y sin embargo, amable yespiritual; pero notábase fácilmente que se esforzaba en sostener laconversación, y que alguna otra idea le preocupaba. Nuestras más lindascantantes y bailarinas iban llegando sucesivamente.

Le vi estremecersecon frecuencia, y llegó un momento en que fue tal su emoción, que tuvoque apoyarse contra un bastidor. Creí entonces adivinar que sentía unapasión desgraciada por alguna de aquellas diosas, pero su edad y sufigura hacían poco verosímil semejante suposición. Y en efecto, no tardéen convencerme de que me engañaba; no habló a nadie, a nadie se acercó,y tampoco dio muestras nadie de conocerle.

Cuando comenzó el ensayo, traté de descubrirle en la orquesta, entre losaficionados, y no le encontré allí. Aunque la sala estaba pocoalumbrada, me pareció verle en el palco que la víspera había contempladocon tan profunda emoción.

Quise asegurarme de ello, y al terminar elensayo, después del admirable trío del quinto acto, subí al pisosegundo. Meyerbeer, que deseaba hablar conmigo, me acompañaba. Llegamosal palco, cuya puerta estaba entreabierta, y vimos al desconocido con lacabeza oculta entre las manos. Al vernos entrar, volviose bruscamente,abandonó su asiento, y pude ver entonces que su rostro estaba cubiertode lágrimas. Meyerbeer se estremeció de alegría, y, sin decirle unapalabra, le estrechó la mano con ademán afectuoso, como para darlegracias. El desconocido, procurando reponerse de su turbación, balbuceóalgunas frases de elogio de un modo tan vago, que fue evidente paranosotros que no había escuchado la ópera y que, desde hacía dos horas,estaba pensando en otra cosa que en la música. Meyerbeer me dijo en vozbaja, desesperado:

—¡El infeliz no ha oído ni una nota!

Los tres bajamos juntos la escalera, y al pasar por el hermoso yespacioso patio que conduce a la calle de la Grange-Bateliere, eldesconocido saludó al empleado en aquella portería. Aguijoneado,entonces, por la curiosidad, acerqueme a aquel hombre y le interrogué:

—¿Conoce usted a ese joven que acaba de marcharse?

—Sólo sé que se llama Arturo, que vive en la calle de Helder, núm. 7, yque este invierno se ha abonado a un palco segundo que da frente a laescena.

—¿Y, según parece, está en el palco a todas horas?

—Viene a él solamente por la mañana; pero por la noche no lo ocupanunca y está siempre cerrado.

Efectivamente, en toda la semana no se abrió la puerta del palco, quepermaneció vacío y sin que nadie se presentase en él.

El estreno de Roberto el Diablo estaba muy próximo, y en esos últimosdías el pobre autor se ve agobiado con peticiones de localidades ybilletes. ¿Se imaginan ustedes que éste tiene tiempo de pensar en suobra, en los cortes y cambios que serían necesarios? De ninguna manera.Necesita contestar a las cartas y reclamaciones que recibe por todaspartes; y las señoras, sobre todo, son las más exigentes en esedía.—

Debía usted haberme reservado dos palcos, y no he podido obtenermás que uno.—Me había usted ofrecido una delantera, y sólo he recibidoun asiento de primera fila.—Me dijo usted que podía contar con elnúmero 10, inmediato al palco del general, y me ha enviado usted elnúmero 15, que está junto al de la señora D***, a quien no puedo sufrir,y que está sumamente infatuada con sus diamantes.

En un día de estreno se enfrían muchas veces las relaciones con losmejores amigos, que acceden a perdonarle a uno algunos días después, sise ha obtenido un éxito brillante, pero que continúan enojados durantemucho tiempo cuando es víctima de un fracaso; de modo que queda uno malcon ellos como con el público. Bien dicen que

«un mal no viene nuncasolo».

La mañana del día fijado para el estreno de Roberto el Diablo, debíayo entregar a unas señoras un palco que les había ofrecido; palco de queel director me había despojado para dárselo a un periodista. Al quejarmede ello, me contestó:

—¡Es para un periodista!... Ya ve usted, un periodista... que ladetesta... pero que, gracias a esta atención, consentirá en hablarbien... de la música.

El argumento no admitía réplica, y, por otra parte, el palco estaba yadado. Pero,

¿dónde colocar a mis lindas señoras, cuyo enojo era para mí,en otro orden, tan temible como el del periodista? Recordé entonces ami desconocido, y me encaminé a su casa.

Era ésta muy sencilla y modesta, sobre todo tratándose de un hombre queestaba abonado a un palco en la Opera durante todo el año.

—Señor—le dije,—vengo a pedirle un gran favor.

—Usted dirá.

—¿Piensa usted asistir a la representación del Roberto... en supalco?

Pareció turbarse, y me respondió con cierta vacilación:

—Desearía asistir, pero no podré hacerlo.

—¿Ha dispuesto usted de él?

—No, señor.

—Si tuviera usted a bien cedérmelo, me sacaría de un gran apuro.

El suyo era cada vez mayor... no se atrevía a negármelo... Por último,haciendo un visible esfuerzo sobre sí mismo, exclamó:

—Accedo a ello, pero con la condición de que no llevará usted a esepalco más que hombres.

—Precisamente—repuse,—se lo pido para unas señoras...

Quedó silencioso durante un momento, y luego dijo:

—Entre esas señoras, ¿hay alguna a quien usted ama?

—Sin duda—contesté ligeramente.

—Entonces, disponga del palco. De todos modos, hoy mismo salgo deParís.

Aguijoneado por el interés y la curiosidad, al oír estas últimaspalabras, hice un movimiento, cuyo significado debió de adivinar él sinduda alguna, porque me apretó la mano entre las suyas, diciéndome:

—Ya supondrá usted que ese palco tiene para mí recuerdos muy queridos ycrueles... que a nadie puedo confiar... ¿A qué conduce quejarse cuandouno es desdichado sin esperanza... y lo es por su culpa?

Aquella noche tuvo lugar el estreno de Roberto, y mi amigo Meyerbeeralcanzó un éxito inmenso, que se extendió por toda Europa. Más tarde,sucediéronse muchos otros acontecimientos literarios o políticos y otrosmuchos fracasos. No volví a ver a Arturo, ni a pensar en él: le habíaolvidado.

Hace pocas noches, me encontraba también en la Opera. Esta vez no serepresentaba Roberto, sino Los Hugonotes. Habían transcurrido cincoaños.

—Llega usted muy tarde—me dijo uno de mis amigos, un profesor deDerecho, abonado de la Opera, que se muestre tan alegre por la nochecomo erudito por la mañana.

—Y hace usted mal—agregó, dándome un golpecito en la espalda, unhombrecillo vestido de negro, de voz acre y cabeza empolvada.

Volví la cabeza para ver quién me hablaba, y me encontré con el señorBaraton, notario de mi familia.

—¿Usted aquí?—exclamé;—¿y su estudio?

—Lo vendí hace tres meses. Soy rico, viudo, tengo sesenta años, heestado casado por espacio de veinte, y durante treinta he sidonotario... Creo que ya es tiempo de que piense en divertirme.

—Y hace ocho días—añadió el profesor de Derecho—que se ha abonado ala orquesta.

—Sí, me gusta reírme, y a eso vengo aquí, donde se ven y se oyen lascosas más extrañas del mundo. Estos señores lo saben todo, todo loconocen... No hay una sola localidad de la que no me hayan referido unaanécdota interesante.

Y al decir esto, miraba al profesor de Derecho, el cual se sonreía conese aire modesto y reservado que se considera como discreto, y quequiere decir: otras muchas podría contar si quisiera.

—¿De veras?—exclamé.

Y, sin darme cuenta de ello, dirigí mis ojos al palco que algunos añosantes había excitado vivamente mi curiosidad. ¡Cuál fue mi sorpresa!también estaba desocupado aquella noche; de cuantos había en el teatro,era el único que se encontraba vacío.

Encantado entonces por tener, a mi vez, una historia que contar, hicesaber en pocas palabras a mis oyentes la que acabo de referir a ustedes,acaso con demasiada extensión.

Todos me escucharon atentamente y empezaron a formar conjeturas. Elprofesor rememoraba sus antiguos recuerdos; el notario se sonreía conmalicia.

—Veamos—les dije;—¿quién de estos señores, que todo lo saben, nosdará la clave de este enigma? ¿Quién nos podrá contar la historia de esepalco misterioso?

Todos permanecieron silenciosos, hasta el profesor, el cual, pasándoseuna mano por la frente como procurando recordar la anécdota, hubieraconcluido probablemente por inventar una; pero el notario no le diotiempo para ello.

—¿Que quién le contará a usted esa historia?—exclamó con aire detriunfo;—yo, que la conozco, sin omitir detalle.

—¿Usted, señor Baraton?

—Yo mismo.

—Hable usted, hable.

Y todas las cabezas fijáronse en el narrador.

—Pues bien—repuso el notario con aire importante y tomando un polvo derapé.—

¿Quién de ustedes ha conocido...?

En aquel instante se dejaron oír los primeros acordes de la orquesta.

Y el señor Baraton, que no quería perder una sola nota de la sinfonía,se detuvo repentinamente, diciendo:

—Comenzaré en el próximo entreacto.

II

Apenas terminó el primer acto de Los Hugonotes, el notario empezódiciendo:

—Tienen que vestirse la reina y todas sus damas de honor; hay queconstruir también el castillo y los jardines de Chenonceaux, y, deconsiguiente, el entreacto será bastante largo para que yo puedareferirles la historia que desean conocer.

Y cuando hubo saboreado lentamente un polvo de rapé, como para tomarsetiempo de reunir sus recuerdos, el señor Baraton prosiguió en estaforma:

—¿Quién de ustedes ha conocido aquí a la pequeña Judit?

Miráronse, y ni los abonados más antiguos de la orquesta pudieronresponder.

—La pequeña Judit—agregó el notario,—una jovencita que hace siete uocho años fue admitida como figuranta en el cuerpo de baile.

—Aguarde usted...—dijo el profesor de Derecho con un tono algopedante.—¿Una rubita que en La Muda hacía el papel de uno de lospajes del virrey?

—No, era morena—repuso el notario;—en cuanto al empleo que laatribuye, no tengo datos para asegurarlo, y prefiero atenerme a lainmensa erudición de usted.

El profesor de Derecho hizo una cortesía.

—Lo que nadie podría negar es que la pequeña Judit era encantadora.Otro punto que también parece comprobado, es que la señora Bonnivet, sutía, era portera en la calle de Richelieu, de la casa de un solterón,del cual había sido en otra época ama de gobierno, o según decíanalgunos, cocinera; pero la señora Bonnivet no convenía en esto. Por lodemás, ella tiraba del cordón y hacía recados, mientras su sobrina hacíaconquistas; porque no se podía, en modo alguno, pasar frente a lahabitación de la portera sin admirar a la pequeña Judit, que entoncestendría apenas doce años. Sus ojos eran ya los más bellos del mundo, susdientes parecían perlas, tenía un talle delicioso, y con su vestido deindiana ofrecía el aire más distinguido que imaginar se puede.

Además,tenía una fisonomía de expresión inocente, cándida, y, en su mismainocencia, expresiva y coqueta; una de esas fisonomías, en fin, apropósito para hacer enloquecer a cualquiera y cambiar, como sueledecirse, la faz de los imperios.

Tantos y tan frecuentes parabienes recibía la señora Bonnivet por labelleza de su sobrina, que se decidió a hacer algunos sacrificios, conobjeto de educarla: la hizo entrar en una escuela gratuita, dondeaprendió a leer y escribir; brillante progreso cuyas ventajas no tardóen apreciar la señora Bonnivet, que en sus funciones de porteradifícilmente descifraba los sobres de las cartas y equivocabaconstantemente los periódicos que debía entregar a los inquilinos.

Así, pues, todo el mundo se alegró cuando Judit se encargó de estecuidado; y su tía, convencida de que con una figura y una educación tandistinguida debía hacer fortuna sin mucho trabajo, no esperaba más queuna ocasión para ello, la cual no tardó en presentarse. El señorRosambeau, maestro de baile, que vivía en el quinto piso, ofreciose adar algunas lecciones a la pequeña Judit, y pocos días después la señoraBonnivet participaba a todas las porteras de su conocimiento, que susobrina acababa de ser admitida en los coros de la Opera; esta noticiadifundiose rápidamente de puerta en puerta por toda la calle deRichelieu.

Ya tenemos, pues, a Judit instalada en la Opera, tomando lecciones porla mañana y presentándose por la noche confundida entre los grupos dejóvenes, de ninfas o de pajes, como hace un instante decía nuestro amigoel profesor.

Judit era la inocencia personificada, aunque entonces había cumplido yacatorce años; habíase criado en una casa honrada, cuyos inquilinos erantodos casados; su tía, que era de un rigorismo exagerado, no la perdíade vista casi nunca; la llevaba al teatro por la mañana, la acompañabaal salir por la noche, y hasta tenía la paciencia de permanecer en elsaloncillo del baile, haciendo calceta, mientras su sobrina estudiaba yaprendía los bailables.

Tal vez deseen saber ustedes lo que sucedía, entretanto, en la casa dela calle de Richelieu, pero no puedo decírselo. No faltaba quienasegurase que una amiga de la señora Bonnivet se había encargado desubstituirla interinamente, hasta el día en que la pequeña Judit hiciera suerte.

Porque ustedes saben, tan bien como yo, que las jóvenes sólo suelenentrar en la Opera para hacer suerte y alcanzar una posición brillante;realizado esto, y cuando llegan a ser ricas, se retiran, se hacenjuiciosas y casan a su hija con un agente de Bolsa.

—O con un notario—rectificó el profesor.

—Es cierto—repuso el señor Baraton, haciendo una mueca;—se han dadocasos...

Pero comprenderán ustedes que ni la señora Bonnivet ni susobrina pensaban entonces en tales grandezas. Es preciso avanzar en todode una manera progresiva, y paso a paso.

—¿Y Judit?—pregunté yo, porque veía transcurrir el entreacto.

—De ella me ocupo. La señora Bonnivet, a despecho de su previsoravigilancia, no podía impedir que su sobrina hablase con sus jóvenescompañeras. Por la mañana en el saloncillo del baile, y particularmentepor la noche, cuando salían a la escena...

formidable límite que la tíano podía franquear y en el que se detenía su vigilante inspección...Judit oía entonces cosas singulares. Una de las ninfas o de lassílfides que con ella bailaba decíala en voz baja:

—Oye, querida: fíjate en la orquesta, a la derecha; ¡observa cómo memira!

—¿Quién?

—Ese guapo joven que viste chaleco de cachemir.

—¿Y qué significa eso?

—Que está enamorado de mí.

—¡Enamorado!—exclamaba Judit.

—Está claro; ¿de qué te asombras? ¿Acaso tú no tienes algún amorcillo?

—¡Dios mío! yo no.

—¡Tiene gracia! Oigan ustedes, chicas, Judit no tiene ningúnpretendiente.

—¡Ya lo creo! como que su tía se opone a ello.

—¡Me gusta! ¡Pues si yo tuviera una tía como esa!...

—Querida, haces mal en censurar a una mujer que tiene miras formales yútiles, como a nosotras nos hubiera convenido, y que, para apartar a susobrina del peligro de las pasiones, le busca un protector.

—¡Ella! ¡Un protector!... Es demasiado tonta para eso, y no loencontrará nunca.

Estas conversaciones efectuábanse durante los coros de la Vestal.Judit no había perdido una palabra; pero no se atrevía a pedir a nadiela explicación de lo que era todavía un enigma para ella. No obstante,sentíase humillada, inconscientemente, por el concepto en que latenían; hubiera querido vengarse, abatir a sus buenas amigas,humillarlas a su vez. En consecuencia, cuando, en cierta ocasión, alretirarse por la noche, la señora Bonnivet tomó un aire grave y solemnepara anunciar a su sobrina que se le había presentado un protector muydistinguido, su primer movimiento fue de júbilo... y su tía, que noesperaba tal cosa, pareció encantada de ello y continuó muy satisfecha:

—Sí, mi querida sobrina; una persona muy recomendable por todosconceptos, una persona que asegurará tu fortuna y la suerte de tu tía,cosa muy justa después de los sacrificios que le ha ocasionado tueducación y los cuidados que ha tenido para ti.

Mientras hablaba de este modo, la tía se enjugó algunas lágrimas; Judit,conmovida por aquel enternecimiento, se atrevió entonces a preguntarsolamente quién era aquel protector y por qué había merecido ella unadistinción tan elevada.

—Ya lo sabrás, hija mía, ya lo sabrás... Por el momento, todas tuscompañeras se van a morir de envidia.

Esto era lo único que anhelaba Judit; y, efectivamente, produjo hondaimpresión esta noticia al día siguiente en el saloncillo del baile.

—¿Pero es de veras?

—Te lo aseguro.

—Parece imposible...

—¡Esa remilgada! ¡Qué suerte tiene!...

—¡Una figuranta, una corista!

—En tanto que yo... ¡una primera parte!

—¡Es irritante!

—Pero es natural—decían otras;—hay que confesar que es muy guapa...

—¡Y muy honrada!... ¡Bien lo merece!...

En resumen, nunca una boda de príncipes, ni aun de reyes, dio lugar atantas conjeturas; pero aquella misma noche quedaron resueltas todas lasdudas al aparecer en el teatro la señora Bonnivet con un chal magnífico.

—¿Quién era aquel protector desconocido? Seguramente se trataría dealgún banquero entrado en años o algún respetable gran señor. Esto fuelo primero que preguntaron a Judit, con el propósito de hacerla hablar;pero todo fue en vano: Judit observó una discreción impenetrable, por lasencilla razón de que ella misma lo ignoraba.

Tres o cuatro días después abandonó con su tía el pequeño cuarto de laportería para ir a habitar un piso delicioso de la calle de Provenza,donde tenía una alcoba del gusto más moderno y un gabinete exquisito,tan elegante y tan bien decorado y alfombrado, que la tía no se atrevíaa entrar en él, y pasaba el tiempo en el comedor o en la cocina...

allíse encontraba ella más a su gusto.

Pero transcurrieron algunos días sin que Judit viera presentarse anadie, lo cual le parecía muy extraño, porque la joven carecía deinstrucción, pero no de talento. Su candor y su sencillez reconocían porcausa la ignorancia, no la inocencia; y rememorando lo que había podidocomprender, y adivinando una parte de lo que no comprendía, empezó ainquietarse, a estremecerse. Hubiera dado cualquier cosa por tener unaamiga a quien pedirle consejo... Pero ella sola, ¿qué protección podríabuscar contra un protector que no conocía y que ya le inspiraba miedo?Cierto es que, cuantas ideas ella se forjaba de antemano, estabanrelacionadas con las de la fealdad y la vejez, a fuerza de oír decir asus compañeras que su protector no podía ser más que un viejo gotoso,extravagante y contrahecho. Júzguese, pues, de su sorpresa, cuando alquinto día vio entrar a su tía corriendo y desatalentada, la cual,precediendo a un caballero, abrió la puerta del tocador, diciendo:

—¡Aquí está!

Judit intentó levantarse por cortesía, pero sus piernas flaquearon; yconociendo que iba a desmayarse, se dejó caer sobre el sofá en queestaba sentada.

Cuando, al cabo de un rato, se atrevió a levantar los ojos, vio de pie,frente a ella, a un joven guapo, de unos veinticuatro años próximamente,y de porte noble y distinguido, que la contemplaba con una expresión tandulce y cariñosa, que fue suficiente para disipar su miedo; imaginoseque quien la miraba así debía defenderla, y que nada tenía que temer,por lo tanto.

—Señorita...—le dijo el desconocido en tono grave, pero respetuoso.

Y al ver que la tía aún permanecía allí, le hizo seña de que saliera.Esta obedeció acto continuo, porque precisamente tenía que dar órdenespara la comida.

—Señorita—continuó el joven,—está usted en su casa, y mi deseo es quese encuentre bien en ella y sea dichosa. Perdóneme si tengo pocas vecesel honor de ofrecerle mis respetos; mis muchas ocupaciones me privaránde este placer. Por lo cual no reclamo más que un título... el de seramigo de usted. Y un solo derecho... el de satisfacer sus menorescaprichos.

Judit no contestó; pero su corazón latía con tal violencia, que hacíamover el ligero percal de su bata.

—Respecto a su tía...—y pronunció esta palabra en tonodespreciativo,—estará, en adelante, a las órdenes de usted, porqueusted es aquí el ama, y todos la han de obedecer... empezando por mí.

Luego se acercó a ella, le tomó una mano, que llevó a sus labios, yviendo que aun estaba temblorosa, dijo:

—¿Le da miedo, acaso, mi presencia? Tranquilícese, sólo volveré cuandome necesite... cuando me llame... Adiós, Judit... adiós, hija mía.

Y salió acto seguido, dejando a la pobre joven confusa y presa de unaemoción que ella no conocía y que en vano hubiera intentado explicarse.

Durante todo aquel día, tuvo Judit en la imaginación la figura delhermoso desconocido, con sus grandes y expresivos ojos negros, puesaunque, aparentemente, no le había mirado, no por eso dejó de examinarsu apostura, sus maneras y hasta su traje. Creía estar oyendo aúnaquella voz tan dulce, cuyas palabras habíanse grabado en su memoria. Lapobre Judit que, hasta entonces, había dormido perfectamente, aquellanoche no pudo conciliar el sueño. ¡Era la primera vez! A la mañanasiguiente, levantose con el rostro pálido, los ojos hinchados...

La tía, entretanto, no dejaba de sonreír.

Era imposible hablar del desconocido sin que el lindo rostro de Judit secubriese de súbito rubor...

Y la tía continuaba sonriendo.

Pero él no parecía, no iba... y Judit no podía decirle que fuese... Enefecto, ¿qué podía pedirle?... Casa elegante, mesa bien servida, criadosy un coche a su disposición... Nada le faltaba... ¡nada más que él!

Por otra parte, sus compañeras de teatro, al verla en posición tanbrillante, rodeada de tanto lujo, vestida de ricas galas, no cesaban deinterrogarla... Y sus preguntas enseñaban a Judit más de lo que ellaquería saber... De aquí que, sin que acertara a explicarse el motivo,obstinárase en guardar el más profundo silencio con su tía y suscompañeras respecto a lo que había sucedido entre ella y él. Juzgandopor lo que oía en torno suyo, parecíale que en la conducta deldesconocido había algo extraordinario... algo de humillante para ella, yque por su propia dignidad no debía decir. Hubiera muerto antes quehablar o quejarse...

Al octavo día, que era de gran representación, distinguió en el palcodel Rey a su desconocido, que la estaba contemplando. Lanzó un grito dealegría y de sorpresa, que hizo perder el compás a un bailarín que, enaquel instante, comenzaba una pirueta.

—¿Qué es eso?—le preguntó Natalia, una de sus compañeras, que laayudaba a sostener una guirnalda de flores.

—¡Es él; está allí!...

—¡Cómo! ¡el conde Arturo de V***, uno de los caballeros de la corte deCarlos X, y que además es un buen mozo! Vaya, no puedes quejarte...Pero, ¿qué tienes? ¿Te vas a poner mala por un hombre a quien ves todoslos días?

Judit no oía estas palabras; era demasiado feliz. Arturo acababa deinclinarse hacia ella y le dirigía un saludo, con grande escándalo deldorado palco en que se encontraba. Al terminar el baile, cuando sedisponía a subir a su cuarto, tropezó entre bastidores con Arturo, elcual, en presencia del gentilhombre que entonces presidía las funcionesde la Opera, le dijo:

—¿Me permite usted, señorita, que la acompañe a su casa?

—Será un honor para mí—balbuceó la joven temblando, sin notar que surespuesta excitaba la hilaridad de sus compañeras.

—En ese caso, apresúrese; aquí la aguardo.

Aseguro a ustedes que Judit no tardó mucho en desnudarse; en laprecipitación rompió su vestido de gasa y su pantalón de seda, y laseñora Bonnivet, que, como todas las madres y tías de teatro, servíalade doncella, apenas si pudo seguirla por la escalera, llevando el abrigoque su sobrina había olvidado. Arturo aguardaba en el escenario,hablando con varios jóvenes y con Lubert, el director, a quien, en aquelinstante, estaba recomendando a Judit. Cuando ésta apareció, avanzó él asu encuentro, a la vista de todos, y juntos bajaron por la escaleraparticular de los artistas.

Un elegante carruaje los esperaba a lapuerta; y sería inútil tratar de describir a ustedes la turbación y elarrobamiento de la pobre Judit al verse sentada junto a él, en aquelreducido espacio, que hacía la entrevista más íntima y más dulce. El,temiendo que la joven se constipase, levantó los cristales; luego tomóel chal de cachemir que ella tenía en la mano, y se lo echó sobre loshombros. ¡Ah! ¡qué hermosa estaba Judit, qué seductora, embellecida porla felicidad! Pero esta felicidad fue de corta duración.

¡Hay tan pocadistancia desde la calle de la Grange-Bateliere a la de Provenza, yademás aquellos magníficos caballos marchaban con tanta rapidez!... Elcarruaje se detuvo por último; apeose Arturo, ofreció la mano a sucompañera, subió con ella hasta el primer piso, llamó a la puerta de suhabitación, la saludó respetuosamente y desapareció en seguida.

Judit pasó también aquella vez una mala noche. ¡Le parecía tan extrañala conducta del Conde! Porque, en resumen, bien pudo haber entrado,sentarse y hacerle una visita.

Verdad que ella no estaba muy alcorriente de las conveniencias sociales; pero se imaginaba que estohubiera sido mejor que despedirse de una manera tan brusca.

Trató de dormir inútilmente; levantose, se paseó por el aposento, y aldespuntar el día, deseando refrescarse durante un momento con el aire dela mañana, abrió el balcón... Cuál no sería su sorpresa al ver a lapuerta el carruaje del Conde, que, por lo visto, había pasado allí todala noche... Los caballos piafaban en las piedras, aguijoneados por laimpaciencia y el frío, mientras que el cochero dormía en el pescante...

—Ustedes dispensarán, señores—dijo el notario interrumpiendo sunarración;—pero el acto va a empezar y no quiero perder un solo pasajede la ópera, pues para eso me he abonado...

Continuaré en el otro entreacto.

III

Dos días después volvió Judit a abrir su balcón muy de mañana, y viotambién a la puerta el carruaje del Conde.

No cabía duda de que lo enviaba casi todas las noches. ¿Pero con quépropósito?

Esto era lo que ella no podía adivinar... Jamás se hubieseatrevido a preguntárselo. Por otra parte, no le veía casi nunca, a noser por la noche, los días de ópera, en un palco segundo de frente a laescena, al que estaba abonado durante todo el año. No había vuelto aentrar en el escenario ni a proponerle acompañarla. ¿Cómo se arreglaríapara verle?... ¿Qué hacer?...

Por fortuna para ella, le hicieron una injusticia... fue objeto de unapostergación.