Carlos Broschi by Eugene Scribe - HTML preview

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Al salir, el marqués de Priego se encontró por casualidad al lado deRodrigo Moncénigo.

—¿No podría usted, señor barbero—le dijo en voz baja,—hablar por mí aFarinelli?

Entretanto, el duque de Carvajal había asido del brazo a Caffarelli,rogándole a media voz que tratase de obtener, por su mediación, unaaudiencia del favorito.

—Lo prometo a usted—repuso el artista, con aire protector.

Y aquella misma tarde, el Duque leía en su morada, esta breve epístola:

«Farinelli tendrá el honor de recibir mañana, antes de comer, al señorduque de Carvajal y a don Fernando, su hijo, en el gabinete particularde la Reina.

»FARINELLI.»

Huelga añadir que ambos no se hicieron esperar. Fueron introducidos enuna habitación elegantemente amueblada que servía de salón de música ala Reina, y experimentaron una profunda sorpresa cuando, un instantedespués, vieron entrar a la abadesa de Santa Cruz y a Isabel de Arcos.

Fernando no tuvo tiempo para reflexionar sobre aquel extrañoacontecimiento, porque, en aquel instante, abriose una puerta dorada, yla camarera mayor de la Reina anuncio a Su Majestad María Teresa, queapareció apoyándose en el brazo del cardenal Bibbiena, confesor del Rey.

—Duque de Carvajal—dijo la Reina;—he querido anunciarle por mí mismaque es la ocasión de casar a su hijo con Isabel de Arcos: el Reydevuelve a usted todos los empleos de que le habían privado, yjuntamente el gobierno de Granada.

Todos los actores de esta escena quedaron inmóviles y sorprendidos,excepto Fernando, que lanzó un grito de alegría.

El Duque se inclinó en señal de asentimiento, e Isabel, haciendo unesfuerzo para sobreponerse a su turbación, tomó la palabra y dijo convoz trémula:

—Vuestra Majestad ignora... y Su Eminencia el cardenal ha debido dedecirlo...

—Que ese matrimonio merece la aprobación de Farinelli—le interrumpióla Reina; e Isabel quedó estupefacta.

Con frecuencia, sobre todo después de su llegada a Madrid, había oídohablar del favorito, de su crédito y de sus aventuras; pero nunca lehabía visto, y habló ingenuamente a la Reina, cuando le contestó que nole conocía.

—Parece imposible—replicó Su Majestad,—pues Farinelli pretende tenersobre usted el derecho de casarla y entregarle una buena dote, siendo,como es, en la actualidad, su único pariente... Vea usted, y convénzasede lo que le digo—continuó mostrándole un pergamino que había sobre unamesa;—ahí tiene ese contrato por el que le cede una parte de sufortuna.

—Estamos aquí para firmar los contratos matrimoniales, y sólo se esperaa Farinelli—dijo el cardenal.

—Ahí está—contestó la Reina, indicando con la mano a una persona queaparecía en aquel momento a la puerta de entrada.

—¡Carlos!—exclamaron simultáneamente Fernando e Isabel.

—Sí, amigos míos, Carlos Broschi... o Farinelli... Y ahora que meconocen ustedes—dijo con emoción y cambiando con Teobaldo una mirada deinteligencia,—

mi querida Isabel... hermana mía... ¿rehusará usted lamano de Fernando que la ama...

y que tan digno es de usted?

La joven bajó los ojos con una turbación inexplicable... Luego levantóla vista y fijola confusamente sobre Farinelli, a quien tendió su mano.

El matrimonio se verificó la mañana siguiente, en la capilla de losReyes; una numerosa multitud compacta había acudido a la ceremonia,porque se dijo que Sus Majestades honrarían con su presencia el actonupcial que debía celebrarse por el cardenal confesor del Rey; pero loque excitaba más la curiosidad pública era que se daba por seguro quecantaría Farinelli.

Y, en efecto; de una de las tribunas cercanas al órgano, salió derepente una voz pura y melodiosa que parecía bajar del cielo, y laconcurrencia guardó un profundo silencio.

Nunca se había expresado aquella prodigiosa voz con más sentimiento niternura, ni sus acentos habían sido tan penetrantes. Los melodiosos ecosllenaban el alma del dolor más profundo y hacían verter lágrimas;parecían elevarse a las regiones celestes y dirigirse a seres invisiblesque habitaban las mansiones eternas.

«¡Ved—decía Carlos,—ved sobre las nubes el ángel que nos contempla ynos bendice! ¡Angel adorado que habitas en el cielo!... ¡Virgen pura,vuelve a tu patria y dirígenos desde ella tu divina voz, diciendo:¡Ven!... ¡ven!... ¡ven!...»

En medio del silencio que reinaba en la iglesia, los sublimes ecos deaquella voz vibraban, repitiéndose en las bóvedas del templo, ymurmurando a lo lejos: ¡Ven!...

¡ven!... Farinelli sucumbía a laprofunda emoción que experimentaba, y, tendiendo sus brazos, cayódesvanecido.

Interrumpiose la ceremonia. Teobaldo corrió en socorro de su amigo, lehizo colocar en su coche, cuyas cortinas bajó, y se alejó lentamente porenmedio de la multitud, mientras que Carlos, volviendo hacia su amigolos ojos bañados en lágrimas, le decía:

—¿Habrá en el mundo nadie más desdichado que yo?

—¡Sí—le contestó Teobaldo oprimiendo su mano;—sí, lo hay! Que estaidea te consuele y te impida acusar a la Providencia.

—¡Cómo! ¡Más que perder lo que se ama, sentirse amado y no poderpertenecer al objeto que se idolatra!

—¡Tú has sido amado, al menos!... Si hubieses visto, por el contrario,que la mujer a quien adorabas amaba a otro; si, más fuerte que la ley dela Naturaleza, los deberes de la religión hubiesen levantado entreustedes una barrera insuperable; si confidente de su ternura para con turival, para un amigo, hubieses velado constantemente por ellos; si, enfin, ¡oh, tormentos del infierno! hubieses unido sus manos, ¿tecreerías aún el más desdichado de los hombres?

—¡Cómo!—exclamó Carlos espantado,—esos tormentos de que hablas...

—Los he experimentado yo.

—¡Y los has podido soportar y ocultarlos! ¿Quién te ha dado elsobrehumano valor que necesitabas para ello?

—¡Dios y la amistad!

Y ambos amigos confundiéronse en un cariñoso abrazo, mientras el pueblorepetía, aludiendo a los recién casados:

—«¡Qué felices son!»

EL REY DE OROS

EL REY DE OROS

——————

Sin preocuparse para nada de las parejas, ni de la magnificencia delsalón en que se efectuaba el baile, las dos hablaban cerca de lachimenea. ¡Hablar en vez de bailar, a los quince o diez y seis años!...Forzosamente, la conversación tenía que ser interesantísima, y esta solaidea avivaba en mí el deseo de escucharla. Mal hecho; pero, ¿a quién seha de permitir ser curioso, si no se le permite a un autor dramático?

Lacuriosidad, que en los demás es un defecto, en él constituye un deber.Debe escuchar, aunque sólo sea por oficio. Por otra parte, ¡aquellas dosjóvenes eran tan lindas, tan elegantes!... En su porte y en sus miradashabía tanta gracia y tanta ingenuidad; estaban tan risueñas, y secuidaban tan poco del porvenir, que hacíase imposible no pensar en el deellas. Una de las dos, rubia, hablaba con vehemencia y en voz baja; laotra, de hermosos cabellos negros, escuchaba con los ojos bajos ydeshojando el ramillete de níveas camelias que tenía en la mano.Indudablemente le preguntaban y no quería responder. Transcurrido uninstante, dirigió a su compañera sus ojos azules con una expresiónangelical, de los que exhalábase una mirada que decía, sin duda alguna:

—Te juro que no te comprendo.

La contestación fue una carcajada, que traduje de esta manera:

—¿Sí? pues no te creo.

Tenía la seguridad, por mi parte, de que me estaba enterando de laconversación; pero así y todo, hubiera querido, por muchas razones,escucharla desde más cerca. La dueña de la casa me facilitó un medio,ofreciéndome un asiento para jugar al whist. No soy muy fuerte en elwhist; lo juego bastante mal, y pierdo casi siempre, siendo causa estoúltimo de que cada día le tenga más afición. Es una pasión desgraciada,o, lo que es lo mismo, es una de las pasiones que duran. Esta vez, sinembargo, tuve suerte; habían colocado la mesa del whist próxima a lachimenea, e hizo la fortuna que mi butaca estuviese a espaldas de las demis lindas habladoras, que no fijaron su atención en nosotros. Paraellas, y a sus años, un baile se compone de muchachas, aderezos,adornos, polquistas y galanes: los jugadores de whist no son tenidos encuenta... no existen; son cuatro asientos vacíos en un salón.

—Pero, chica, ¿no has pensado nunca en ello?

—Jamás.

—¿Ni aun en sueños?

—¿En sueños? no tengo tiempo: duermo perfectamente.

—¿Y no te ha indicado nada tu madre?

—Nada.

—Pues yo he dado ya calabazas a dos.

—¿Por qué motivos?

—Porque no eran millonarios. Quiero tener un marido rico. ¿Y tú?

—Yo desearía que el mío fuese joven y tuviera talento.

—¡Bah! Todo el mundo tiene talento. En cuanto a mí, me gustaría quefuese ministro... para que me llevara a palacio.

—¿Y con eso te contentas?

—Ya lo creo. Cada día estrenaría un nuevo traje, a cual más precioso.

—Así, pues, ¿te preocuparás de trajes después de casada?

—Siempre.

—¿Y de tu esposo?

—Señor—exclamó de pronto mi compañero,—¿no tiene usted bastos?

—¡Vaya si tengo!

—¿Por qué, pues, no los ha echado usted?

—Dispénseme, estaba escuchando... mejor dicho, combinando... y contabalas cartas ya jugadas.

Este incidente fue causa de que perdiera algunos párrafos de laconversación que tenía lugar a mis espaldas, y que no había concluidotodavía.

—¡Amarle!... ¿por qué no?... si es posible... si una se enamora...

—¡Oh! eso es lo primero.

—¿Lo crees así?

—Por eso deseo que tengamos casi la misma edad, casi los mismos gustos,casi iguales defectos... Esto le hará indulgente con los míos, y,respecto a los suyos, todos se los perdono desde ahora con tal de que mequiera mucho y de que no ame a nadie más que a mí.

—Mi tía dice que eso no es posible.

—¿Por qué no lo ha de ser? ¡Le amaré yo tanto!

—¿Pero estás loca?

—Es mi deber... y me parece que será un deber muy dulce.

—¿Y si él deja de amarte?

—No importa: seguiré amándole yo. Es mi deber.

—¿Y si te engaña?

—¡Ah! me moriré. Pero, a pesar de todo, no dejaré de amarle.

—Hemos perdido tres bazas—gritó mi compañero.—Estoy fallo a copas; loindico claramente, y ni una sola vez lo ha tenido usted en cuenta.

—¿Y qué importa?

—¡Ahí es nada!... Yo tenía una porción de triunfillos que usted hainutilizado jugando otros mayores.

—No hemos perdido gran cosa.

—Hemos perdido diez tantos, que han ganado estos señores.

—Dispénseme usted si pierde por mi culpa: soy un mal aficionado.

Al pronunciar estas palabras, me decía a mi mismo que él me había hechoperder mucho más, impidiéndome oír el resto de la conversación, porquelas dos jóvenes acababan de levantar el campo. Seguí con la mirada a unade ellas, que ya me tenía cautivado. Sentía grandes, deseos de saber sunombre, y no me atrevía a preguntarlo.

—Cecilia—dijo una señora de edad madura, mirada altiva y de formasenjutas y angulosas;—Cecilia, ponte el abrigo, y vámonos.

—En seguida, mamá. Pero acabo de comprometerme para una contradanza, yvoy antes a disculparme.

—De ninguna manera—exclamó la dueña de la casa.—La señora D'Ortliesnos concederá un cuarto de hora...

Y, como en aquel momento se diese cuenta de mi presencia, me dijoestrechándome la mano:

—La Vizcondesa deseaba conocer a usted y me había pedido que se lapresentase.

Nada hay para mí tan empalagoso como una presentación; pero comprendíaque ésta daba a Cecilia tiempo para bailar su contradanza, y meregocijó la idea de empezar mis relaciones con ella por un sacrificio.Lo era y no flojo. Mujer de antiguo abolengo, la señora vizcondesaD'Ortlies valía por sus pretensiones tanto, cuando menos, como por suilustre prosapia. Escribía libros que encontraban más admiradores quelectores. Era moneda tan corriente entre éstos que sus obras debíanestar impregnadas de religión, monarquismo y sublimidad, que cada cual,sin conocerlas, las aplaudía de antemano, con admirable aplomo desde queel editor anunciaba que estaban en prensa.

El que ha tenido más éxito de sus libros, y, según dicen, ha contribuidomás a extender y cimentar su reputación, es su novela de*** que nadie haleído todavía.

Sería inútil redundancia alegar que, dados sus principios, su devoción ysu ilustre apellido, la señora Vizcondesa firma sus obras con unseudónimo: es un buen recurso para asegurar aplausos.

Hizo el gasto de la conversación hablando casi sola, y no pudo hacernada más de mi gusto, porque me agradan las mujeres de talento cuando nohay que tenerlo con ellas y cuando al placer de oírlas puedo unir el depermanecer silencioso. En esto me parezco a un sujeto que decía:

—Voy a darme prisa a escribir un libro que rebose ingenio, para tenerdespués el derecho de ser un bruto el resto de mi vida.—¿He escritoese libro? Lo ignoro: supongamos que sí, y adelante.

La Vizcondesa me habló de mis obras: yo de las suyas... de su hija.Evidentemente era ésta la mejor, y, sin embargo, me pareció que aninguna daba menos importancia.

Siembre sucede lo mismo: por reglageneral, los autores son los peores jueces de sus engendros.

Prolongose tanto la conversación, que Cecilia tuvo tiempo de bailar doscontradanzas. La pobre no sabía cómo agradecérmelo, y sin que ella losospechara, ya estábamos en paz, porque me había pagado con la sonrisamás amable y graciosa del mundo. Recordando las palabras que le habíaoído, exclamé, viéndola alejarse:

—¡Feliz el hombre que logre agradarle! ¡Feliz el esposo que ellaelija!...

Pasó aquel año y el invierno siguiente sin que volviera a ver a Cecilia,pues no voy casi nunca a las reuniones.

Al comenzar la primavera de 1833 me aburría soberanamente. ¿Por qué?Esto no le importa al lector, y, con su permiso, paso por alto losmotivos. Recurrí a lo que yo considero como el remedio de todos losmales: tomé la diligencia, y en busca de un argumento para una comedia,con la cual podría regocijarme y distraerme, visité la Auvernia y losPirineos.

Estos dos países son muy poco conocidos.

No hay negociante retirado, no hay jubilado, ni procurador o abogado envacaciones que no se considere en el deber de viajar por Suiza parapoder decir a su mujer y a sus hijos:

—«He visto el valle de Lauterbrunnen, el lago de Brienz y elGrindelwald», camino trillado y recorrido por todo el mundo, itinerariotan común en la actualidad, como el de París a Saint-Cloud.

¡Y, entretanto, nadie piensa en visitar la Auvernia y los Pirineos! ¡Oh,viajeros parisienses, viajeros de imitación; ignoran ustedes que sinsalir de Francia encontrarán cascadas, aludes y picos escarpados;ignoran que esos Pirineos, que les pertenecen, que son algo así como lapropia casa de ustedes, ofrecen vistas tan graciosas, escenas tansublimes, espectáculos tan grandiosos como los mismos Alpes! Sí: apelo atodos los que han viajado verdaderamente, y no por los libros: el circode Gavarni, las Torres de Marboré, el boquete de Roland, ¿no son, en sugénero, tan admirables, tan incomprensibles, tan grandiosos como elmanoseado Mont-Blanc, la caída del Rin o la del Aar? ¿En qué paíslograrán ustedes encontrar, en la cima de una montaña, un lago en elcráter de un volcán? Sí, señores, sí, abonados del café Tortoni y de laOpera... sí, un verdadero lago y un verdadero volcán: ahí tienen ustedestodavía el cráter con su forma dilatada y una abertura circular de medialegua; vean ustedes las capas de lava, y en el sitio donde hervían elazufre y el salitre, contemplen ahora un lago límpido que se elevahasta la mitad de ese gran embudo, mientras la otra mitad, cubierta deárboles y musgo, forma una verde muralla de ciento cincuenta pies dealtura que baja casi a pico hasta los bordes del lago misterioso, cuyofondo no se ha encontrado, y sobre el cual nadie se atrevería alanzarse, porque el remolino de las aguas haría zozobrar en seguida labarca, y el atrevido navegante, precipitado al fondo del abismo, en losfuegos subterráneos, hubiera comenzado como La Pérouse y concluido comoEmpédocles.

Y todas estas maravillas, que semejan un cuento de Las mil y unanoches... ese lago que se extiende sobre un volcán, y ese volcán queamenaza recobrar su plaza, ¿dónde piensan ustedes que se encuentra? ¿Enlos Alpes? ¿En las cordilleras de los Andes?...

No, ciertamente. En laAuvernia, a dos o tres leguas de Mont-Doré, y este lago es el lago dePavin, adonde llegarán ustedes en dos o tres horas de camino, llevandode conductor al señor Miguel Garnier, mi guía, que sólo exige dosfrancos de jornal, y que les confundirá con un príncipe extranjero sillegan a darle tres.

Encontrábame yo, con mi guía, cerca del lago Pavin, recostado en lahierba al borde del cráter y contemplando a mis pies las aguas puras ytransparentes que a cada instante creía ver en ebullición, lo que mehubiera divertido y espantado, cuando sentí pasos a mi espalda: eranotros viajeros. Un anciano, apoyado en el brazo de una joven, gritabacon tono de mal humor:—No andes tan de prisa... no puedoseguirte.—Levanté los ojos y me pareció reconocer en la joven el porteelegante y gracioso, la fisonomía encantadora de mi linda bailarina, dela señorita Cecilia D'Ortlies: mis dudas se convirtieron en certezacuando divisé, algunos pasos detrás de ella, a una mujer que, provistade un álbum y del indispensable lápiz, escribía al mismo tiempo queandaba.

Era la señora Vizcondesa, engolfada en hacer una descripción dellago Pavin, que yo debí imitar, porque indudablemente valía más que lamía. Grandes exclamaciones de sorpresa por una y otra parte: lasobligadas frases de admiración sobre el magnífico cuadro que sedesarrollaba ante nuestros ojos... y luego, cumplidas las reglas deurbanidad, pensé en mi conveniencia, e hice conocer mis deseos de serpresentado a la señorita Cecilia.

—¡Señorita!...—repitió la Vizcondesa con asombro:—Cecilia estácasada.

—¿Cómo así?—repuse.

Y miré en torno mío, buscando al joven esposo, extrañándome de que noacompañase a su mujer.

—Mi yerno—dijo la D'Ortlies presentándome al anciano, cuyo nombre, queno viene a cuento, pronunció con gravedad olímpica.

Era un vástago de rancia nobleza, general en tiempo del Imperio, y duquey Par durante la Restauración. Conservaba todavía un mando militarimportante, una fortuna colosal y una porción de buenas cualidades.Pero, desgraciadamente, hacía ya mucho tiempo que le adornaban estasbuenas cualidades... porque tenía 67 años, con un aditamento de variasheridas y reumatismo, a lo que había que agregar la gota con todas susprerrogativas, es decir, la impaciencia, la acritud y un humorendiablado: fuera de esto, era extremadamente amable siempre que noestaba enfermo... y solía estarlo diez meses al año.

¡Este era el marido de Cecilia!

Rememoré entonces la conversación del baile, el gentil compañero queella había soñado, sus proyectos de dicha para el porvenir. Si noadivinó la pobre niña el interés y la piedad con que yo la miraba, me loagradeció sin saberlo, porque, apenas transcurrieron algunos minutos,éramos los mejores amigos del mundo.

Mientras nosotros conversábamos, su rancio esposo reposaba sentado; sumadre escribía a destajo. Todo lo que Cecilia decía era sencillo ynatural; pero estaba impregnado de una dulzura y una melancolíarealmente exquisitas. La hablé de su marido, y le tributó los mayoreselogios, recordando con gratitud los títulos, la posición y la fortunade que le era deudora. De su felicidad, que le había robado, no dijo unapalabra. ¡Alma noble y virtuosa, en que todo era resignación, abnegacióny fidelidad a sus deberes! Pero ¿quién hubiera reconocido en su lenguajegrave y melancólico a la joven que yo había visto, dos años antes, tansoñadora, tan candorosa y tan alegre?

¡Qué juicio al presente! ¡qué tacto! ¡qué criterio! Se me ocurrió que,para haberlos adquirido en tan breve plazo, debía de haber sido muydesgraciada.

Nos encontrábamos al borde del lago, puro, límpido y transparente...imagen de su alma. Así se lo dije; me miró, sonriendo con esa sonrisatriste que hace llorar, y repuso:

—Sí; la calma en la superficie...

—Y tal vez en el fondo...—agregué, mostrándole el lago.

No terminé la frase, pero la adivinó, porque dijo en seguida:

—No, señor, no: ¡jamás!...

Y dirigió al cielo su mirada, ignoro si para tomarlo por testigo o paraimplorar su protección.

En aquel instante se oyó una voz avinagrada: era la de la Vizcondesa. Elgeneral tenía frío: las emanaciones del lago le sentaban mal y eranecesario partir. De buena gana hubiera dado el brazo a Cecilia; peroella ofreció el suyo a su esposo, y sólo quedaba la Vizcondesa.¡Valiente compensación!... Me vi obligado a hablar de literatura y aenterarme de que la señora componía una nueva novela que deseaba leermetan pronto como estuviese terminada. ¡A mí, que viajaba para divertirme!

—Creo, Vizcondesa, que no podré gozar tanta ventura, porque me voy alos Pirineos—le dije.

—Allí vamos todos: han recomendado al general las aguas de Barèges, queson milagrosas para las heridas.

—Parecíame que el general se quedaba en Mont-Doré.

—Estamos aquí por casualidad; pues, de paso, ha querido experimentarestos manantiales que el año pasado dieron resultados excelentes almariscal Soult; pero después de algunos baños, que no le han servido denada, ha renunciado a ellos y saldremos dentro de pocos días para losPirineos. Confío que usted se vendrá con nosotros.

Me incliné respetuosamente.

—¿Dónde se hospeda usted en Mont-Doré?

—En el hotel Chabaury, señora.

—Nosotros también. ¿Nos dispensará usted esta noche el honor de quecenemos juntos?

Saludé de nuevo. Decididamente era el comensal, el compañero de viaje yel amigo de la familia.

Viajando, y particularmente en los baños, la amistad se entabla con unarapidez asombrosa; me aproveché de mi nuevo título, y de los derechosque me daba, para hablar de Cecilia. Indiqué a la Vizcondesa que aquelmatrimonio, tan ventajoso por otra parte, me inspiraba serios temoresrespecto a la dicha futura de su hija.

—No conoce usted a Cecilia, caballero, ni sabe usted qué clase deeducación ha recibido. Ha estado en el Sagrado Corazón, como todas lasseñoritas de la nobleza a quienes conozco. Ha leído todas mis obras: laslee diariamente, y los principios que en ellas se sostiene...

—Son inmejorables, señora; pero su hija de usted es muy joven, y si sucorazón llega a despertarse...

—No se despertará nunca. En mi familia no se despiertan los corazones.

—No lo dudo—dije mirándola,—en cuanto al pasado; pero en el futuro...

—¡Caballero!...—repuso, examinándome de pies a cabeza:—no haycircunstancias que obliguen a olvidar sus deberes a las personasreligiosas y bien educadas. Con religión y principios, no existenmatrimonios desproporcionados ni peligros de ninguna clase; esté ustedseguro de ello.

—Opino como usted, señora.

Llegamos al hotel.

El general sentíase de mal temple, y su mal humor se acrecentó alencontrarse con varias cartas, que tenía forzosamente que contestar:también había que expedir algunas órdenes.

—Si estuviera aquí Enrique—dijo a su esposa,—me ayudaría y seencargaría de eso; pero tú te opusiste a que viniese con nosotros.

—Ya sabes que éramos tres en el coche, y que no podía prescindir de midoncella.

—Haces honor a tu sexo... ¡la doncella! ¡Vaya un motivo para que meprives de un sobrino a quien quiero, y de un ayudante de campo que esmis pies y mis manos!

—Echas en olvido que mi mamá y yo estamos aquí para cuidarte, y que,además, tu sobrino Enrique de Castelnau hace falta en París, pues loexigen tus intereses.

—Di mejor tus caprichos... porque tienes ojeriza a ese pobre Enrique...a quien no puedes tragar.

—¡Yo!

—¡Tú! como lo oyes. Apenas le hablas... apenas le haces caso. Teaseguro que necesita valor para pisar mi casa, después del recibimientoque le haces cuando entra en ella.

—Me acusas sin motivo; el sobrino de mi esposo tendrá siempre derecho amis deferencias.

—¡Sí, ya sé a qué atenerme al respecto!... Y ¡vive Dios! que tengoganas de ver que se le trata con desprecio. Claro es que, si alguno delos dos debía aborrecer al otro, indudablemente ese alguno es él... él,que era mi único heredero, y a quien mi matrimonio ha despojado de lafortuna que le correspondía.

—Confío en que no sucederá lo que dices—se apresuró a decir Cecilia.

—Cuando menos, perderá una parte de ella. Y, ¿qué ocurre, en cambio?Que en vez de quejarse de su tía, no tiene boca para alabarla. Es ladelicadeza personificada, contigo y con tu madre. Correría todo Paríspor darte gusto, y reventaría sus caballos por proporcionarte unbillete de baile o un palco en la Opera.

—Verdad—dijo la Vizcondesa;—y aunque sólo fuera por complacer a tuesposo, tú, Cecilia, debías ser más amable con Enrique.

—Cumplo mi deber, mamá—respondió Cecilia en tono frío y resuelto.

—¡Por vida de!...—gritó colérico el general.—¿Habrá cabeza más dura?Dulce en ocasiones, como un ángel, cuando se rebela parece de granito.¡A los diez y siete años!

La cosa promete. Ignoro, señora Vizcondesa,cómo la ha educado usted, pero afirmo que lo que sucede no tiene sentidocomún.

—¡Señor!... Cecilia ha leído mis obras.

—Eso quería yo decir.

—¡General!... Olvida usted...

—Dice usted bien. Olvido que la cena nos aguarda. Dispense usted,caballero—dijo dirigiéndose a mí,—que le hagamos testigo de estaspequeñeces: confío en que nos guardará el secreto y no nos sacará arelucir en alguna comedia.

Tomó mi brazo, hizo que me sentara en la mesa a su lado y durante lacomida estuvo grosero con todos menos conmigo. No obstante, deboadvertir que sus inconveniencias tenían por principal blanco a susuegra.

A los postres llegó una nueva carta, y el general exclamó, dando en lamesa un puñetazo que lo echó a rodar todo:

—¡Sólo esto faltaba!... Enrique está herido.

Cecilia palideció, y observé que temblaban sus labios.

—Sí, herido; le han dado una estocada...—prosiguió elgeneral.—¡Torpe!

Tranquilícese usted—dijo a su suegra, que saboreabaimpasible una taza de café.—No corre peligro; han transcurrido ochodías y va bien la cura. Pero el módico le ha recetado las aguas deBarèges, y llegará aquí mañana.

—¡Mañana!—dijo la Vizcondesa alegremente.

—¡Mañana!—dijo con frialdad Cecilia, cuyo semblante había vuelto arecobrar su acostumbrada calma.

En cuanto a mí, aguardé el día siguiente con impa