Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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XLVIII

Faltaban pocos minutos para las cinco cuando desperté. Ya señora Juanaandaba por la cocina disponiéndome el desayuno. Tía Pepa no salía aún desus habitaciones.

El «sur» soplaba furioso, y la campanita chillona de San Franciscosonaba alegremente, llamando a misa.

Me vestí el famoso traje de charro, cerré el ropero, y cuando me dirigíayo al comedor, la tía Pepilla me detuvo.

—Rorró....

—Buenos días, tía....

—¿Me haces un favor?

—Mande usted.

—Coge el sombrero, y corriendito te vas a oír misa. Oye: estánllamando; es la misa del P.

Solís, que es ligera.... ¡Anda, ve, pídele aDios que te vaya bien!

Obedecí a la anciana, corrí al templo, y oí la misa muy devotamente.Media hora después estaba yo de vuelta. Cuando llegué, los caballos meesperaban a la puerta. El criado se adelantó, y descubriéndose me dijo:

—¿Usted es el señor que ha de ir a la hacienda?

—Sí.

—Pues... ¡aquí están los caballos! Cuando usted lo disponga....

Entré, y me desayuné muy de prisa, sin apetito, abatido, silencioso. TíaPepa se sentó a mi lado. Trataba de animarme, y hacía esfuerzos paradisimular su pena.

Llegó la hora de partir. No quise irme sin decir adiós a la enferma. Aunestaba en el lecho la pobrecilla. Al verme sonrió tristemente.

—¿Ya te vas?—murmuró con voz muy trémula.

—Sí, tía;—le contente, abrazándola—ya es hora de irnos; ya dieron lasseis y me están esperando....

—Bueno... ¡vete, y que Dios te bendiga! Escribe luego que puedas.Saludas de nuestra parte al señor Fernández, y a la señorita. Escribecon frecuencia. Acaso tengas que tratar con los mozos....

Te encargomucha prudencia, mucha seriedad.... ¡Vamos, dame otro abrazo, y que Dioste lleve con bien!

La pobre anciana tenía los ojos arrasados en lágrimas, y hacía grandesesfuerzos para aparentar calma y serenidad. Tía Pepa nos miraba ysonreía tristemente. Abracé a la enferma, le dí un beso en la frente, ysalí de la estancia. Me puse al cinto la pistola, dije adiós a micasita, y a mis libros, mis buenos amigos, mis cariñosos compañeros, yme dirigí a la calle. Mientras el mozo arreglaba la silla y ataba a lagrupa la manga y el joronguillo, salió mi tía Pepa, y tras ella señoraJuana.

—Vamos, hijo mío, ¿no me dices adiós? ¿Te olvidas de mí?

—No, señora, ¡cómo!

—¿Cuándo vendrás?

—No sé. Acaso dentro de ocho o quince días.

—¿No me haces ningún encargo?—me preguntó entre llorosa y risueña.

—Sí, tía. La ropa limpia. Con ella el traje nuevo.

—¿Y nada más?

—Nada más. ¡Ah! Si escribe Angelina mándeme usted las cartas. Las meteusted en otra cubierta. A mi buen Andrés muchas cosas. Y adiós, tía, queno hay tiempo que perder.... ¡Vaya, un abrazo, señora mía! ¡Otro a usted,señora Juana! Cuide usted de mis pájaros y mis flores.

Monté a caballo y eché a andar. El criado, un mancebo vivaracho y listo,me miraba de hito en hito, como si dudara de mis aptitudes para laequitación. Cuando puse el pie en el estribo sonrió maliciosamente. Sinduda decía para sí:

—Este es un «cachalete»....

Me avergonce. El mancebo me seguía a corta distancia. Tomé por lascalles más apartadas y solitarias, temeroso de que las gentes me vierana caballo. «¡Charrito de barro, charrito de agua dulce!...—dirían.—¿Decuándo acá?»

La idea de que podía yo ser objeto de risas y de burlas me atormentabacruelmente. Ya me parecía oir a los murmuradores villaverdinos en labotica de don Procopio.

—¿Saben ustedes la gran noticia?

—¿Cuál?—preguntarían en coro con Ricardo, Venegas y Ocaña.

—¡Gran noticia! Asómbrense: ¡Rodolfo a caballo! Yo lo he visto; lohemos visto nosotros....

—¿Y qué tal?

—Mala facha y mala ficha. Muy vestido de charro, tamaño sombrerote, yal cinto una pistola que parece un cañón.

Por fin me ví fuera de la ciudad, al principio de aquel camino por dondepasé diez años antes acongojado y lloroso, una fría mañana del mes deEnero. Recordé aquellos días amargos en que por primera vez me alejé delos míos, niño tímido y medroso, en quien cifraban sus tías las másrisueñas esperanzas. ¡Cuán distinto me pareció el camino! Entonces le víancho, anchísimo; ahora angosto, como una vereda montañesa. Entoncesmiraba yo en el último término del viaje una ciudad populosa, brillante,de todos alabada, para todos alegre y festiva, hasta para el niño quecon los ojos llenos de lágrimas y con el corazón hecho pedazos acababade salir de la casa paterna. Ahora... ¿á dónde iba yo? A ganar en ajenamorada, entre desconocidos y extraños, un pedazo de pan. ¡Cuántasilusiones malogradas! ¡Cuántas esperanzas desvanecidas!

Ni la hermosura del paisaje ni el aspecto incomparable de las montañas,coronadas por el Citlaltépetl con brillante cono de nieve, ni la bellezasin igual del Pedregoso que corría gárrulo y cantante, distrajeron mimente y ahuyentaron de mi alma la tristeza....

Pocas horas después me apeaba yo a las puertas de la hacienda. Estaba yoen Santa Clara.

XLIX

Acerqué el caballo a la puerta principal. ¡Cómo me río ahora deaquellas timideces mías!

Cerca de la hacienda, al descubrir el caserío através de las arboledas, me sentí tentado de volverme a Villaverde, ydesde allí escribir cuatro letras, dar las gracias al señor Fernández, yrenunciar al destino. Me asaltaban tristes presentimientos; me dominabala idea de que iba yo a ser mal recibido, y me puse temeroso yasustadizo. Temblaba yo al apearme del caballo; estaba yo rojo como unaguindilla, y las miradas de cuantos en aquel instante me veían se meantojaron hostiles y burlonas, particularmente las de cierto mancebo muygallardo que conversaba con otros empleados a la puerta del «rayador».Mirábame de pies a cabeza, con cierta insistencia insolente y tenaz,como sorprendido de mi ridículo aspecto de colegial convertido enjinete. Me dirigí al grupo, y pregunté por el señor Fernández.

—En el comedor...—me contestaron desdeñosamente.

—Le aguardaré aquí....

El mancebo levantó los hombros y me señaló un asiento.

—No;—advirtió otro de los empleados, el de más edad,—¡le esperan austed!

Llamaron a un criado que me condujo hasta la puerta del comedor. Toda lafamilia estaba allí reunida. Fernández, en la cabecera; cerca de él, ala izquierda, un niño, como de seis años, pálido y enclenque; en seguidauna señora que pasaba de los cuarenta, y a la derecha del dueño de lacasa, Gabriela.

—Pase usted, joven;—me dijo el caballero con muchacortesía—pensábamos que no llegaría usted y no le esperábamos aalmorzar; pero llega usted a tiempo ¿Tendrá usted apetito, no? ¡Ah!

Elaire del campo.... Aquí tienen ustedes,—agregó dirigiéndose a lasseñoras—al joven de quien me habla el doctor. Tú Gabriela, ya leconoces.... Esta señora es mi esposa.... Este niño es mi hijo....Pero... ¡ea! siéntese usted....

Y me señaló una silla al lado de la joven. Después prosiguió, sin darmetiempo para hablar:

—Este es Pepillo.... Aquí le tiene usted... enfermo. Pero ya vamosbien; ¿no es eso? Y pronto estará muy guapo y muy alegre....

El niño contestó con una sonrisa, dejándome admirar la hermosura de susojos negros, muy brillantes y expresivos.

Mientras Gabriela me servía, observé al chico. Era corcovado y teníacolor de cadáver.

Causóme dolorosa impresión la figura de aquel pobreniño enfermizo y lisiado. Su rostro era el rostro de un polichinela:naricilla de poeta satírico, boca grande y sarcástica, sonrisa burlona.El cráneo voluminoso, bien conformado, acusaba rara inteligencia,aterradora precocidad. El pobre chico apuraba a sorbos una taza deleche, y no dejaba de mirarme.

El señor Fernández me habló de la belleza del camino, de la buenacondición del caballo que me había mandado, y terminó preguntándome pormis tías.

-¿Y Angelina?—dijo la señorita.

-¿Angelina?... En San Sebastián... con el P. Herrera...—contesté.

—Papá: ¿conoces a esa joven?

—No;—respondió el caballero—pero debe ser muy hermosa, y sobre todomuy estimable...

porque tú nos hablas de ella a cada instante.

—¿Verdad, señor,—dijo la señorita dirigiéndose a mí—verdad queAngelina es una muchacha muy inteligente y muy cariñosa? Es compañeramía en la Conferencia, y todos la queremos mucho, ¡mucho!... Y, dígameusted: ¿por qué es tan retraída? Yo siempre empeñada en llevarla a casa,y ella excusándose. Cuando usted la vea, dígale que la quiero mucho; quela estimo en todo lo que vale; y que hace mal en no corresponder a micariñosa amistad.

—No, señorita:—me apresuré a replicar—Linilla (así le decimos encasa) corresponde al afecto de usted como es debido. Usted hace de ellamuchos elogios, y ella no escasea las alabanzas.

Entonces la señora preguntó con inoportuna curiosidad:

—¿Esa joven es de la familia de usted?

—No, mamá;—interrumpió Gabriela—ya te he dicho la historia deAngelina. El P. Solís nos la contó una noche. Esa joven es hija adoptivadel P. Herrera.

—¡Ah que mamá!—exclamó el corcovadito.—¡Qué memoria la tuya!Acuérdate, acuérdate....

El P. Solís contó la historia. Esa joven....

—Calla, Pepillo; no hables de eso.... No son cosas de niños...—dijoGabriela.

El chico prosiguió:

—Esa joven, que el señor llama Linilla, es hija de un militar, y el P.Herrera la recogió en un mesón; es huérfana, no tiene ni padre nimadre....

—Pues ¡yo no me acuerdo de eso!...—dijo la señora con mucha calma,sirviéndose una tajada de rosbif.

—¡Ah que mamá! ¡Pues yo sí me acuerdo! Todo eso nos lo contó el P.Solís, allá en casa, una noche, a la hora de la cena. ¿No es cierto,Gabriela? Y también dijo que a él le gustaría mucho que el señor secasara con Linilla.... ¡Vaya... con la señorita Angelina!

Rieron todos de la indiscreción del corcovado. Gabriela me miró, ypasándome un plato murmuró a mi oído:

—No haga usted caso, señor; este niño es así.... ¡Le miman tanto!

Al terminar el almuerzo me invitó el señor Fernández a visitar lasoficinas.

—¿Viene usted contento? Las señoras se quedarían muy tristes, ¿no eseso? ¡Calma!... Ya le verán a usted. He dispuesto que se encargue ustedde mi correspondencia. No estaba yo satisfecho del empleado que antes ladespachaba... pero, en fin, como hacía cuanto estaba de su parte, nuncale dije nada. Se va, usted viene a sustituirlo, y estoy seguro de que lacosa andará mejor. Aquí vivirá usted en familia, con nosotros, como enpropia casa. Entiéndalo usted: no será, no será usted aquí un empleadocomo los demás. Cada cual merece ser tratado conforme a su clase ycondiciones. Llevará usted la correspondencia; desempeñará usted otrostrabajos que se ofrezcan en el escritorio, y no tendremos dificultades.Desde hoy tendrá usted una pieza cerca de nuestras habitaciones, unsitio en nuestra tertulia, un asiento en nuestra mesa, y un lugar ennuestra estimación. Ayer me escribió Sarmiento. Algo me cuenta deciertas murmuraciones.

Me dice que estaba usted muy apenado.... Encuanto a mí, ¡quede usted tranquilo!... Aprenda usted a vivir, y vayausted conociendo a los hombres. ¡Esta ciencia de la vida, que es tandifícil y tan amarga!... ¡Valor, joven! De todo eso sé yo, que hepasado, y con mucha dificultad, por ese camino... ¡y nada de eso mesorprende! Conocí al padre de usted, era persona muy estimable....

Se detuvo delante de una puerta cerrada, la abrió, y me hizo entrar.

—La habitación de usted.... Esta ventana da al jardín. No es de lasmejores piezas, como usted ve, pero está junto al escritorio.

La distinción y la cortesía del señor Fernández me cautivaron desdeluego, y cambiaron en pocos minutos el estado de mi alma. Me sentífuerte y vigoroso para luchar contra todo, para salir vencedor de lasmil contrariedades de la vida. Nada me importaba el trabajo, el más durotrabajo; por el contrario le deseaba yo, a diario, constante, sin unmomento de reposo.

A la verdad: no merecía yo ser objeto de tantas atenciones. ¿Quién erayo para ser tratado de tal manera? El pobre amanuense de Castro Pérez,herido y lastimado por la murmuración villaverdina; un pobre estudiante,recién salido de aulas, favorecido por los elogios de don QuintínPorras, y llevado a Santa Clara por las recomendaciones de un maestro deescuela, de un médico a la antigua, sin fortuna ni fama, y de un mendigofranciscano. Acaso me abonaban también la buena memoria de mi padre y elnombre respetabilísimo de mi abuelo. Quedé prendado de la nobleza decarácter y de la esmerada educación del señor Fernández. Desde ese díale tuve en altísimo concepto, sin que durante los años que viví a sulado se amenguara en mí la opinión que de él me formé desde el primermomento.

Era el señor don Carlos Fernández un caballero en toda la extensión dela palabra, fino, delicado, discreto, de clara inteligencia y denobilísimo corazón. Tenía conciencia de su mérito, y procuraba, portodos los medios que estaban a su alcance, conservar su buen nombre, ycuidar de que ni la sombra más leve empañara su envidiable reputación.En ella, más que en la riqueza, cifraba su dicha, y solía decir muysinceramente:

—No temo el juicio de los demás. Temo el fallo severísimo de mi propiaconciencia.

No gustaba de parecer generoso, pero no era mezquino ni avaro. Nunca lealabaron en Villaverde por liberal y desprendido, elogio que fácilmentese consigue en mi querida ciudad natal, donde la generosidad y eldesprendimiento no son virtudes muy al uso, antes solían tacharle deegoísta y codicioso. Pero sé muy bien, y muchos no lo ignoran, que noera duro de corazón, ni muy cerrado de bolsillo.

Cuando yo le conocí pasaba de los cincuenta y cinco, y las canas quebrillaban entre sus rubios cabellos, como hebras de plata, lo decían muyclaro. Afable con todos, cortés y comedido con cuantos le trataban, era,sin embargo, enemigo de andar en reuniones y corrillos, y tal vez poreso se pasaba en Santa Clara buena parte del año, y cuando residía enVillaverde no concurría a la tertulia de don Procopio ni al tresillo demi querido amigo Quintín Porras.

—Mis negocios y mi casa—decía cuando le acusaban de huraño yretraído—aquí estoy a mis anchas, con mi familia, con los míos. ¿Losamigos? ¡Vengan, vengan, que serán bien recibidos!

Conoció desde luego el carácter de los villaverdinos, y quiso evitarseel andar en lenguas. Se comprende que no lo consiguiera, cosa difícil enaquella tierra, pues le trajeron y le llevaron de aquí para allá,durante varios meses; pero al fin le declararon huraño y orgulloso, y ledejaron en paz.

Sarmiento me contó muchas veces el origen de la fortuna del señorFernández. A la muerte de sus padres quedó don Carlos muy niño, ynominalmente heredero de una fortuna, muy mermada y comprometida, que enmanos de tutores y albaceas, perseguida por acreedores y legatarios, ytamizada por leguleyos y abogados, se volvió sal y agua en menos de diezaños. Algo logró salvar el heredero, gracias a la habilidad de unjurisconsulto michoacano, y con ese pico, unos cuantos miles de duros, ya fuerza de inteligencia, de trabajo y de economías, el capitalillo fuéen aumento, hasta convertirse en una fortuna muy saneada y redonda,hecha contra viento y marea, en los días más desastrosos de la guerracivil. La tal fortuna consistía en fincas urbanas, y no de las manosmuertas; en algunos capitales bien colocados, y en la hacienda de SantaClara que don Carlos compró muy barata, casi en ruinas, y que élrestauró y engrandeció allá por el 64, al advenimiento del régimenimperial.

Que don Carlos había padecido mucho en su juventud no cabía duda; élmismo contaba que se vió obligado a trabajar al lado de personasextrañas que le trataron mal; que más tarde tuvo un jefe que le estimó yle impartió franca protección, hasta que le fué dado ponerse al frentede sus propios negocios.

Y, cosa rara en personas que han padecido mucho en la mocedad, no setornó misántropo, ni egoísta, ni se le agrió el carácter. Era, en ciertomodo, desconfiado y receloso, digamos mejor, cauto. Difícilmente leengañaban. Experimentado, conocedor de la maldad humana y de lasflaquezas del prójimo, poseía una cualidad rarísima en los que como élsalieron victoriosos de los combates de la vida: no juzgaba de lasgentes por las apariencias; a cada cual daba lo suyo; no creía enpatentes virtudes, ni andaba a caza de vicios escondidos, y con pasmosoacierto descubría en los individuos defectos encubiertos y ocultasvirtudes.

Era bueno, inteligente, franco, leal, desinteresado, (que también en elrico cabe el interés) y se preciaba de urbano y atento; pero justo esdecir que solía ser desdeñoso con las personas en quienes no hallabacorrección y buenos modales, y acaso el único camino por donde fuerafácil vencerle era el de la más exquisita pulcritud; todo lo perdonaba,los mayores defectos, los más grandes vicios, menos el trato burdo, lamaledicencia y la mala crianza. De aquí que su conversación fuese porextremo grata, y de aquí las maneras irreprochables de él y de lossuyos.

La señora doña Gabriela me pareció siempre un simpático yelegante tipo de mujer. Fina y correcta como su esposo, elegante pornaturaleza y educación, desdeñosa como él para con las gentes vulgares yordinarias, la señora doña Gabriela poseía el rarísimo don de hacerseamar de todos, sin que para ello empleara lisonjas y lagoterías. Lujosasin ostentación, elegante sin pretender atraerse las miradas de losdemás, fina sin charla zalamera, para todos tenía una palabra cariñosa.Había en ella algo o mucho de aquellas damas mexicanas, chapadas a laantigua, piadosas sin gazmoñería, caritativas sin parecer sensibleras,y en las cuales no podemos pensar sin imaginárnoslas vestidas de negro yveladas con rica y aristocrática mantilla. En doña Gabriela sólo unacosa merecía censura: su bondadosa tolerancia para con el pobre niñocorcovado. Cierto es que la miserable condición de Pepillo, enfermizo ylisiado, explicaba muy bien los mimos y consentimientos de sus padres.

Muchas veces les oí decir dolorosamente:

—Si este niño tuviera salud y robustez como esos chiquitines que pasanpor ahí... ¡aunque fuésemos tan pobres como un mendigo!

Pepillo era en aquella casa tristeza y dolor.

Gabriela, felicidad y alegría.

L

En poco tiempo me hice amigo de los otros empleados. Mi edad y micarácter tímido e irresoluto me fueron propicios en esta ocasión. Miscompañeros creían habérselas, sin duda, con balandrón mancebo,presumido, jactancioso y pagado de sí, que vendría a imponérseles,abusando de la bondad con que le trataba el señor Fernández. Este hizoen presencia de ellos grandísimos elogios de su nuevo empleado, y talvez por eso me recibieron reservados y desdeñosos; pero al ver que sehabían engañado, que me esforzaba en ser comedido y cortés, cambiáronseen grata simpatía la reserva y menosprecio manifestados a mi llegada.Sólo uno, el joven cuyo puesto ocupé, me vió con malos ojos. Entonces lomismo que ahora. ¿Por qué? Sépalo Dios. Enrique, así se llamaba, salíade aquella casa por su gusto, para mejorar de empleo, para ir adesempeñar otro muy codiciado, en no se qué oficina administrativa. Pormi parte no acierto a explicar la antipatía con que siempre me ha visto.Aun vive, rico y estimado; suelo encontrármele en el casino, en elpaseo, en los teatros; pasa cerca de mí y no se digna saludarme; noolvida ni quiere olvidar que yo le sustituí en el escritorio del señorFernández. Repito que muy pronto fueron muy buenos amigos míos los demásempleados. En ellos tuve siempre auxiliares y consejeros. Procuréserles útil: los ayudaba en cuanto podía, y más de una vez ocupé supuesto para que ellos pasearan o se divirtieran, ya en alegres partidasde caza, ya en Villaverde con motivo de alguna fiesta o de algúnespectáculo teatral que llamaba la atención.

Era yo en Santa Clara objeto de las atenciones de toda la familia. Laseñora solía decirme:

—Rodolfo: ¡está usted en su casa! Tendré mucho gusto en hacer con ustedlas veces de madre....

Don Carlos no me trataba como a un mozo inexperto y vano, antes, por elcontrario, me distinguía con su afecto, me confiaba planes y negocios, yconversaba conmigo franca y lealmente, con la sinceridad y llaneza de unamigo viejo. A las veces, después del trabajo, me encerraba yo en mihabitación, o, cediendo a mis inclinaciones de soñador, me iba a vagarpor los campos, deseoso de estar solo con mis pensamientos, con elrecuerdo de Linilla.

Cuando don Carlos me veía salir o advertía que estaba yo en mi cuarto,me detenía o me llamaba.

—¿A dónde va usted? ¿Qué hace usted allí? Vengase a charlar connosotros.

Por la noche, después de la cena, nos reuníamos en la sala. La señora serecogía temprano para cuidar del corcovadito, siempre delicado yenfermo; don Carlos jugaba ajedrez con alguno de los empleados, yGabriela tejía o leía y revisaba sus periódicos de modas. Entre tantorecorría yo los papeles de Villaverde y los diarios de la capital. Allíse recibían casi todos, además de alguna publicación exclusivamenteliteraria que Gabriela coleccionaba con el mayor cuidado.

Entonces leí muchos versos de Justo Sierra, las crónicas teatrales dePeredo, y las revistas que Altamirano escribía en «El Siglo XIX» y en«La Revista de México». No olvido ni olvidaré jamás el interés con quedevoré algunos trabajos literarios publicados en aquellos días. Elestudio del «Edipo» en que Peredo hizo alarde de su saber en materia dearte dramático; el juicio de Altamirano con motivo de la representacióndel «Baltasar» de la Avellaneda, artículo brillante y galano que mepareció insuperable. «El Renacimiento» fué mi periódico favorito. ¡Quéamena y grata lectura me proporcionó esta revista! Versos de Luís G.Ortiz, de Collado, de Roa Bárcena, de Sierra, de Segura, de IpandroAcaico.... ¡Qué amable, qué simpática me parecía la unión de todos estosescritores, algunos contrarios en ideas políticas, todos amigos sincerosen literatura y en arte! Así debía ser, así me imaginé siempre larepública literaria, sin odios, sin envidias, sin rencores. Todos losingenios mozos y viejos, conservadores y liberales, unidos por el amor ala belleza.

Me seducían las estrofas de Justo Sierra.... Aun ahora las recito con elentusiasmo de los diez y nueve años.

Cuando en los periódicos trataban mal a algún poeta, de uno u otrobando, (los partidos me eran repugnantes y odiosos) me sentía yolastimado, y saltaba indignado al venir en acuerdo de que tales censurasy tales críticas, de ordinario desentonadas y acerbas, eran inspiradaspor el rencor político. ¡La política! ¿Qué me importaba a mí la «viejainmunda» como Altamirano la llamaba? Los jóvenes de aquella época secuidaban poco o nada de la política. Nacidos y criados en los díasazarosos de la guerra civil, testigos de horribles catástrofes, detremendas injusticias y de sangrientos combates, nos repugnaban aquelloshorrores, tan opuestos a la nobleza y a la generosidad juveniles. Nosimpatizábamos con ninguno de los partidos contendientes; odiábamos lasluchas de la política, y los mejores artículos de Zarco o de Aguilar yMarocho, y los más elocuentes discursos de Montes o de Zamacona, novalían para nosotros lo que un sonetito mediano publicado a la zaga decualquier periódico villaverdino.

He oído decir muchas veces que los jóvenes de aquel tiempo amaban poco asu patria. Sí la amaban y con todas las fuerzas de su corazón; pero noquerían para ella agitaciones y turbulencias, ni avances peligrosos niretrocesos inútiles. Deseaban paz y justicia para todos, para vencedoresy vencidos; paz fecunda en bienes, a cuya sombra prosperaran los pueblosy se aumentara la riqueza pública; paz que hiciera renacer las artes ylas letras, a los cuales reservaba la gloria días venturosos y felices;y justicia para todos y en todas partes, justicia sin la cual no puedeexistir la libertad.

A ruego mío, mientras don Carlos se engolfaba en su partida de ajedrez,abría Gabriela el piano, un soberbio «Erard», y tocaba lo más selectodel repertorio en boga....

Las horas pasaban dulcemente, dulcemente, como las ondas del río lejanoque nos enviaba, a través de los bosques rumorosos, y de las alamedasdel jardín, el canto misterioso de sus turbias aguas.

El balcón abierto; las llanuras adormecidas; la selva silenciosa; elcielo límpido y puro, sin nubes ni celajes; la luna a la mitad de sucarrera; el piano derramando a torrentes la música de los grandesmaestros; la belleza y la juventud rindiendo culto al arte, y en mi almala dulce alegría de quien ama y es amado, el enjambre cerúleo de las másrisueñas esperanzas....

Pero ¡ay! de repente me sentía yo acometido de profunda tristeza, demortal melancolía, de aquella melancolía mortal, mi dulce compañera enlas tardes de otoño, cuando sentado en la florida vertiente delEscobillar me abismaba en la contemplación del hermoso valle nativoiluminado por los últimos fuegos del crepúsculo.

LI

La rubia Gabriela era franca, alegre, expansiva, y había en ella ciertasencillez infantil muy en harmonía con el azul violado de sus ojos y eláureo color de sus joyantes cabellos. Destrenzados, sueltos, atados conuna cinta de seda, se me antojaban un haz de mies madura.

Gabriela subyugaba las almas con la dulzura de su carácter, mejor quecon su delicada y elegante belleza. Y era lindísima: fisonomía suave yaristocrática; perfil correcto; labios ingenuos, expresivos, comoentreabiertos levemente por una exclamación de sorpresa; las mejillascon los tintes de la rosa: la cabeza artística y gentil; el cuellodelgado y donairoso. Poseía la blonda señorita, algo, o mucho, de lasingular belleza de dos mujeres muy célebres y admiradas entonces:Adelina Patti y la Emperatriz Eugenia.

Alta, delgada, esbeltísima, «ideal», como acostumbran a decir lospoetas, en Gabriela se juntaban maravillosamente la frescura de unaarrogante juventud y los encantos misteriosos de una belleza apacible ycasta.

Durante los primeros días la joven se mostró conmigo seria yceremoniosa, lo cual, a decir lo cierto, no fué muy grato para mí.Procuré portarme de la misma manera; correspondiendo así a la reservadaactitud de la doncella; pero el trato diario en la mesa, en la tertulia,en el paseo y en las horas de descanso nos acercó poco a poco, y prontohubo entre los dos cierta confianza decorosa y afable de la cual nacióuna amistad placentera y cordial.

Entonces pude admirar en Gabriela no sólo la sencillez de su alma, sinolo que en ella valía más, la nobleza de su corazón.

Habituada al trato de personas cultas y distinguidas; educada conesmero; rodeada de cuanto la opulencia y el amor paternal pueden ofrecera una niña de su clase y condiciones, la señorita Fernández ni estabaengreída con su elegancia, ni pagada de su hermosura, ni satisfecha desus raras habilidades. Tocaba el piano como una profesora y se creía unapobre aficionada; dibujaba magistralmente, pintaba lindas acuarelas,frutas, flores, pájaros, paisajes, y no se daba cuenta de sus aptitudesartísticas, ni de que sabía robar a la naturaleza la línea, el tono, laexpresión, el ambiente que aisla y destaca las figuras, el rasgooportuno que anima los objetos, la tinta desvanecida, vaga, vaporosa,que hace resaltar las imágenes sin endurecer los contornos.

Obediente, sumisa a la voz de sus padres, jamás se oponía a susmandatos, como suelen hacerlo las señoritas de las clases elevadas, quegustan de ser caprichosas y se complacen en ser mimadas por los suyos.La vida de Gabriela estaba consagrada a sus padres.

Obsequiarlos,tenerlos alegres y contentos era su único deseo, y de s