Angelina (Novela Mexicana) by Rafael Delgado - HTML preview

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—Bien:—dijo—¡asunto arreglado! Usted me perdonará... ¡estamos deviaje!... ¿Gusta usted de almorzar?

Y se levantó y me condujo a la puerta.

En esos momentos apareció la señorita.

—¡Papá!

Sonrojóse al verme, y murmuró tímidamente:

—Usted dispense....

—¿Qué quieres, Gabriela?—le preguntó el caballero.

—¿A qué hora hemos de salir?

—Después de comer... a menos que tú quieras salir más tarde....

Saludé, y me fuí. ¡Linda criatura! Aun me parece que la veo con aquelvestido azul que parecía un jirón de cielo; esbelta, donairosa,elegante, sencilla, húmedos los rubios cabellos, que, atados con unacinta de seda, caían hacia la espalda sobre una toalla anchísima. ¡Nuncame pareció más bella!

XL

Cuando llegué al despacho me encontré con el jurisperito. Salía para iral Juzgado.

—Amigo:—me dijo muy gestudo y mohino—ya me cansé de esperar.... ¿Quéle ha pasado?

¿Por qué viene usted a esta hora? Recuerde usted que eldeber es lo primero. Déjese usted los amoríos para los ratos de huelga.

Me sentí herido, y murmuré una disculpa, que no calmó la cólera de donJuan, sino que, por lo contrario, le impacientó, porque, interrumpiendomis excusas, agregó en tono despreciativo:

-¡Bien! ¡Bien! ¡Que no se repita esto!... Me voy al juzgado. Avise usteda las muchachas que no me esperen.... Volveré entre cuatro y cinco. Ahíen mi bufete está un escrito.... ¡Cópiele usted!

Se compuso el sombrero, y se fué. A poco, cuando principiaba yo aescribir, oí en el zaguán voces femeniles que distrajeron mi atención.Luisa y Teresa, (no eran otras las que hablaban) aparecieron en lapuerta del escritorio. Venían muy majas y de ataque.

—¡Papá!—gritó la rubia, asomando su vivaracha cabecita.—¡Papá! ¡Yaestamos de vuelta!

Luego que supieron que don Juan había salido, y que no volvería hasta latarde, las dos muchachas se colaron de rondón en el despacho, y tomaronasiento en la banca de los clientes. Se abanicaban furiosamente, y semiraban y sonreían como deseosas de decir algo que no les cabía en elcuerpo.

—¿No le robamos el tiempo?—preguntó la morena.

—No, señorita.

—¿De veras?—dijo la rubia.

—No.

—Pues entonces,—prorrumpió Luisa,—deje la pluma y charlemos un rato.

—Como ustedes gusten.

—¿A qué no sabe usted de dónde venimos?

—De la iglesia; de las tiendas; vendrán de comprar perendengues ymoños.

—¡No!—exclamaron a una.

—No acierto....

—¡Adivine usted!...—dijo la morena.

—¡Adivine usted!...—repitió la rubia.

—No acierto, señoritas....

—¿Oyes, Luisa? ¡No acierta! Pues nosotras sabemos dónde estuvo ustedhace media hora....

—¡Ah! No es difícil saberlo. Acabo de llegar, y ustedes me verían salirde casa..

—¿Oyes, Tere? ¡De... casa!

—Pues de allá salí hace una hora.

—¿Conque de casa, eh?—murmuró la morena.—¡De casa!

Se miraron discretamente, y sonrieron.

Luisa, para lucir sus lindas manos, se compuso el peinado, afirmando lashorquillas con la punta de los dedos. Teresa se acomodó en el asientodejándome ver los pies, primorosamente calzados; luego, cerró de ungolpe el abanico, fingió que arreglaba las varillas, bajó los ojos, ydespués de un rato de silencio, repitió, viéndome de hito en hito:

—¿Conque de casa, eh?

Me eché a reír. Aquel «conque» era la muletilla de las señoritas CastroPérez, y en Villaverde cuando de ellas se hablaba, todos decían «lasniñas Castro Conque».

—¿De qué se ríe usted?—preguntó contrariada la rubia.

—De nada. Son ustedes muy maliciosas....

—¡Conque de casa!—volvió a decir.—No sabíamos que vivía usted allí,en el «pa... la... cio»

de la marquesita. ¿Por qué no avisa ustedcuando muda de casa?

La tormenta estaba encima.

—Son ustedes muy maliciosas. Es cierto que estuve en la casa del señorFernández..., ¿y qué?

—¡Vaya! ¡Vaya! Confiesa usted...—exclamó Luisa, abanicándose.

—Nada tiene de extraño. Ya saben ustedes que los negocios.... Fuí arecoger una firma.

—¡Puede! Si nosotras estábamos allí.... Fuimos a pagar la visita. Yanos daba vergüenza ver a Gabriela. Figúrese usted que hace más de un añoque vino acá. Papá decía a cada rato: «Niñas...

¿ya pagaron esavisita?» Nosotras no queríamos ir... porque... la verdad....

—¡No la digas;—interrumpió la morena—no la digas, que Rodolfo es delos interesados!

—¡Adiós! ¿Y por qué no? Una es muy dueña de decir lo que quiera....

—¡Sí; pero... no a todo el mundo! ¿No ves que Rodolfo....?

—¡Diga usted, Teresa, diga usted!

—¡No, Tere!—suplicó Luisa.

—¡Pues lo he de decir!... ¡Pues, vaya, que... esa señorita nos...choca!

—¿Y por qué?

—¡Friolera!—exclamó Luisa.—¿No la ve usted tan pagada de sí, y tanorgullosa, que a todos desprecia, y que dice que todas las vilaverdinassomos unas payas..., unas ridículas.

—Vean ustedes, señoritas: pienso que esa niña no es orgullosa, ni estápagada de sí; pienso que no desprecia a nadie, y que, por lo contrario,es muy amable con todos; y de seguro que es incapaz de decir eso queustedes le atribuyen....

—¡Usted qué ha de decir!... Usted la defiende porque... ¡vaya! ¡porqueestá usted enamorado de ella!

—¿Yo, Teresa?

—Sí.

—¿Quién ha dicho eso?

—¡Todo el mundo! ¡Todo el mundo lo dice!

—Pues «todo el mundo» dice mentira.

—¿Mentira? ¡Que me azoten en la plaza, y que no lo sepan en mi casa!Usted dirá lo que guste... pero si no es verdad eso que cuentan, ustedtiene la culpa de todo, porque le hace usted unos osos terribles....Noche a noche va usted a oirla tocar.... Allí se está usted horas yhoras, en la baranda de la Plaza. Y por eso Gabriela, que sabe quetiene... «au... ditorio», no se quita del piano.... Y por ciertoque... (¡no se enoje usted!) por cierto que la pobrecilla lo hace bienmal!...

¿Verdad, Luisa?

—¡Por Dios, Tere!—exclamó la morena.

—¡Cállate tú! Ahora verá usted, Rodolfo: le dijimos que tocara, y tocóla «Sonámbula» de Talberg. ¡Jesús nos asista! ¡Qué «Sonámbula»!

—No, hija, no; no digas eso.... Ella toca sin expresión, sin compás...pero en cuanto a ejecutar... ¡ejecuta mucho! Ya quisieran muchos, deesos que se llaman profesores, ¡ejecutar como Gabriela!

—Pues, mira, Luisa; ¡yo ni eso le concedo! ¿Qué chiste tiene eso deaporrear el piano? Si aquello me parecía un pleito de perros.

Y la rubia se tapó las orejas.

—Teresa, por Dios: ¡ten caridad!—dijo en tono compasivo la morena.—¡Nohables así; dirán que decimos eso por... envidia!

—¿Envidia yo? ¿Y de qué? ¿Yo? ¡Gracias a Dios que no toco el piano!

—No; pero pensarán que tú no haces más que repetir lo que yo digo.

—Y dirán la verdad. Quién me dijo ahora, al salir de allá: «¿Viste,oiste? ¡Eso no es tocar!

¡Lástima de piano!» ¿No fuiste tú? Puesentonces ¿de qué te espantas? Yo diré lo que me dé la gana. Ya lo sabes:¡tan fea como tan franca!

Me indignaba la murmuración de aquellas niñas tan mal educadas y tancursis.

—¿Fea? ¡Nada de eso! ¿Quién ha dicho que es usted fea? No lo digo yo,ni lo dice nadie, y menos... Ricardo Tejeda.

Encendióse la rubia al oír este nombre. Ricardo había sido su novio, losabía yo muy bien, él mismo me lo dijo en el Colegio, y Teresa no leperdonaba a mi amigo que, a poco de «terminar»

con ella, hubiera vistocon demasiado interés a la elegante y encantadora señorita. De aquí elodio a Gabriela; de aquí que murmurase de su hermosura; de aquí el queafeara todo en la señorita Fernández.

—Sí;—contestó vivamente Teresa—ya sé que en Ricardo tiene usted unrival....

La maldiciente polluela estaba enamorada de amigo; le quería, a sumanera, le amaba como loca, y no podía olvidarle.

—Sí, ya sé que Ricardo está enamorado de Gabriela, lo sé; y sé tambiénque por eso no habla con usted, ni le busca como antes. ¡Antes tanamigos! ¡Ahora enemigos a muerte!

—¿Enemigos? ¿Quién ha dicho eso?

—Sí, se pasan pero no se tragan.... Pero esté usted tranquilo, Rodolfo;¡Ricardo no es temible...

no es temible!

—Vea usted, señorita: si Ricardo está creyendo que yo pretendo aGabriela, es porque alguno le ha engañado.... ¡Alguno que ha queridoburlarse de nosotros...!

Luisa nos escuchaba atentamente, jugaba con el abanico, y sonreía aloirme. Teresa se quedó un instante pensativa.

—Oiga usted, Rodolfo: ¿me quiere usted hacer un favor?

—Veamos, ¿cuál?...

—¿Tiene usted amores con esa señorita?

—No.

—¿De veras?

—De veras.

—Pues, enamórela usted; enamórela usted. Yo conozco muy bien a lasmujeres, como que soy del sexo. ¡Enamórela usted! ¡Yo le aseguro que endos por tres se arreglan ustedes!

—¿Y Ricardo?—pregunté con mucha seriedad.

—¿Ricardo? ¡Qué rabie! ¡Quién le manda ser tonto!

Las muchachas se levantaron, chacharearon dos o tres minutos, y sefueron. Ya en la puerta se detuvieron. Teresa se volvió hacia mí, y contono entre suplicante y malicioso me dijo:

—Rodolfo: ¡enamórela usted!

XLI

Castro Pérez llegó un poco antes de las cinco. Entró silencioso, dejó ensu mesa el sombrero y el bastón, y luego, paso a paso, se dirigió a lamía:

—¿Acabó usted la copia?

—Aquí está.

Leyó el alegato, firmó, y volvió a su pieza. Yo le seguí.

—Deseo hablar con usted dos palabritas.

—¿De qué se trata?

Díjele que iba yo a separarme; que a ello me veía obligado por lanecesidad; mis gastos iban siendo mayores cada día, y lo que allí ganabano me era suficiente para atender a mi familia.

—Vamos:—me interrumpió—¿a qué viene todo eso? Está usted disgustadoporque esta mañana....

—No;—me apresuré a contestar—dí motivo para que usted me reprendiera.Tiene usted razón; el deber es lo primero. No, señor: le aseguro que noes esa la causa de mi separación. No gano aquí cuanto necesito, y, comoes natural, estoy obligado a procurar que mis tías no carezcan de nada.Tengo empleo en otra parte.... Allí ganaré más.

Encendióse el jurisperito, se irguió en la poltrona, se compuso lasgafas, y mirándome por encima de los cristales me dijo desdeñosamente:

—¡Bien! ¡Bien! Y... sepamos, ¿qué empleo es ese? ¿Va usted a meterse amaestro de escuela?

—No, señor.

—¿Pues, entonces?

—Voy a la hacienda de Santa Clara....

—¡Ya me lo imaginaba! ¡Lo de siempre! ¡Ese Fernández se ha empeñado enquitarme los escribientes! ¡Bien! ¡Bien! Haga usted lo que guste; hagausted lo que mejor le convenga; pero no diga que aquí ha estado ustedmal retribuído, ¡porque no es verdad! Nadie ha ganado aquí más que usted.No diré que le pago un capital, ni mucho menos, porque el dinero no caecon la lluvia, pero... es usted soltero, no tiene usted familia, niobligaciones.... ¡Con lo que tiene usted aquí... le basta y le sobra!¡Bien! ¡Bien!

Quise replicar, pero me pareció inútil toda aclaración. Castro Pérezprosiguió:

—No estará usted contento en Santa Clara. Lo anuncio desde ahora. Allí,según noticias, ¡se trabaja mucho, mucho!... Usted no tiene costumbre dematarse así, de sol a sol, como un gañán.

Aquí está usted mejor; tieneusted tiempo libre para todo.... ¡Hasta para hacer versos! ¡Bien!

¡Bien!¿Y cuándo se va usted?

—Dentro de quince días.

—Eso sí está malo, ¡malísimo! ¡Bien! Se irá usted cuando guste. Hoymismo llamaré al sustituto. ¡Queda usted libre desde hoy!

—Yo contaba con seguir aquí, al servicio de usted, hasta el día en quedebo estar en la hacienda, y he querido....

—No, joven, no; lo que ha de ser tarde que sea temprano.

Me sentí humillado, y callé.

—Vea usted, joven;—agregó con dulzura—quédese usted conmigo.... Leaumentaré los emolumentos; le daré cinco pesos más. ¡Creo que con eso notendrá usted dificultades!

—¡Imposible, señor! Acepté ya el destino, y no me parece convenienterehusarle ahora.

—Tiene usted razón. ¡Bien! ¡Bien!

Abrió el cajón de la mesa, sacó un puñado de monedas, me hizo la cuenta,a tanto por día, como a un criado, y me dió unos cuantos duros. De buenagana me hubiera yo negado a recibirlos, a pretexto de generosodesprendimiento, pero aquel dinero me era necesario; era pan y vidaalegre para algunos días.

¡Triste condición la del pobre!—pensé.—¡Triste condición la de quiénestá obligado a servir a otro! Y entonces recordé, uno por uno, todoslos malos ratos que había pasado yo en la casa del jurisperito, y en loscuales no reparé nunca, aunque no fueron pocos. Recelos, malos modos,despótico trato, reprensiones inmotivadas, correcciones estúpidas,alardes de ciencia que tenían por objeto mantener un crédito cimentadoen arena, y, sobre todo, esa desconfianza ofensiva, insultante, que hayen algunos ricos para con el desgraciado que les sirve y gana poco, dequien se teme todo lo malo, y a quien se puede ultrajar impunemente,pues se sabe que el ultrajado tendrá que callar, porque si habla yreplica, y rechaza con noble energía la infame sospecha, se quedará sinel mendrugo diariamente ganado a costa de un trabajo penoso.

Hasta entonces paré mientes en que el pobre, el que vive de un sueldomezquino, está a merced de quienes le pagan. ¿Qué hará si le echan a lacalle? ¿Qué hará, si, lastimado en su honradez y en su dignidad,protesta de su inocencia, y toma el sombrero, y se va? «¡No harátal!—dice el amo.—¿Qué come mañana? Tiene hijos, esposa...» Y fiadoen esto le ultraja y atropella sin piedad.

Pero entonces no había caído en mi corazón ni una gota de hiel. Lajuventud es generosa, es buena, y no cree, no quiere creer que los demásson o pueden ser malos; piensa que sólo hay corazones nobles y almasbondadosas.

No olvido ni olvidaré jamás que cierto día, en el despacho de CastroPérez, recibí una buena cantidad en metálico; conté y volví a contar lasmonedas, las revisé con el mayor cuidado, y estaban completas. Contólasdespués el jurisperito, y le faltó una. No tardó en salir trémulo ycolérico.

—¡Aquí falta dinero!...—prorrumpió en voz alta, delante de Porras yLinares.

Volví a contar el dinero en presencia de todos. ¡Cabalito!

—¡Tiene usted razón!—murmuró don Juan.—¡Usted dispense!

Don Cosme no se dió cuenta de lo que pasaba. Porras me detuvo al paso,y, poniendo sus manos en mis hombros, me dijo dulcemente:

—¡Este hombre no tiene remedio! ¿Quién le manda a usted gastar esascorbatas... tan bonitas!

¡Paciencia, joven! ¡Paciencia!

Dieron las seis, recogí algunos papeles que tenía yo en el cajón de lamesa, dí las gracias a Castro Pérez por sus bondades para conmigo, y melancé a la calle.

XLII

Aquellos veinte días fueron muy amargos para mí. ¡Más de medio mes singanar un peso!

Nuestros gastos habían subido considerablemente; hubo quepagar a una criada, y fué preciso comprar no sé qué medicinas muy carasque recetó Sarmiento, y vino de suprema clase para la enferma. Andrés,generoso como siempre, acudió en mi auxilio.

—No te aflijas,—me decía,—el tenducho da para mucho. ¡Toma!

Y puso en mis manos un rollo de pesos.

Mi salida de la casa de Castro Pérez, salida que además de enojosa mepareció ofensiva para mi buen nombre, me puso abatido y desalentado.

Todos aquéllos que me veían en la calle, sin ocupación ni empleo, y queantes me vieron en el despacho del abogado, pensarían, sin duda, queCastro Pérez me había despedido por algo vergonzoso. Dime a cavilar enesto, y me resolví a no salir de casa. Me pasaba yo el día leyendo,escribiendo y cuidando del jardín. Las plantas que Angelina y yohabíamos sembrado prosperaban a maravilla; los rosales recobraban sulozano follaje; las violetas macollaban que era una gloria, y el cuadrode «no me olvides» parecía una alfombra de felpa.

Cierto día, aburrido de pasar el tiempo entre cuatro paredes, tomé elsombrero y me fuí de tertulia a la casa de don Procopio. Allí estabanlos pedagogos y el P. Solís. No bien me vieron mis críticos se pusierona sonreir como si de mí se burlaran, como si recordaran que me habíanpuesto de oro y azul en sus periódicos. Los mancebos que trabajabandetrás del mostrador, el uno triturando cierta sustancia fétida, y elotro copiando una receta, se miraron, se hicieron una seña deinteligencia, que no pasó inadvertida para mí, y de buenas a primeras mepreguntaron por qué causa me «había despedido» el jurisconsulto. Dominéla cólera que en mí provocó aquel ataque, que ataque era, y muy audaz,puesto que la palabreja usada era ofensiva, y en pocas palabras, conmucha cortesía, expliqué los motivos de mi separación. Ocaña y Venegasme oyeron con indiferencia, casi con desprecio, pero los boticariosdieron muestras de que se interesaban por mí.

—¡Ya!—exclamó el más parlachín.—¡Ya me lo imaginaba yo! Así son lascosas. Se lo dije a éste y a don Procopio. Me alegro de saber la verdaddel caso. Ahora ya no daremos crédito a Ricardo ni a don Juan.

De seguro que uno y otro contaban a su manera lo sucedido, y enperjuicio mío. Pronto supe todo; los chicos de la botica no me ocultaronnada. Ricardito les dijo que el jurisconsulto me había despedido porabuso de confianza; «no lo aseguraba... así lo decían... algo habríade cierto; el dinero es pegajoso; no es difícil que al contarlo se lepasen a uno dos o tres monedas falsas, o, lo que es más fácil todavía,que le falten a uno cinco o... más duros». Pero Ricardo repetía que erayo persona honradísima, incapaz de faltar a la confianza que depositaranen mí; éramos condiscípulos, amigos, y él me defendería contra viento ymarea.

Me irritó la maldad de mi amigo, me indignó su hipocresía; pero no habíaremedio, no le había, era justo que agradeciera yo a mi condiscípulodefensa tan brillante.

Don Juan, interrogado en la botica acerca de la causa de mi separación,se limitó a decir:

—Es muchacho inteligente, trabajador, tiene bonita letra, muy bonita, yaunque de cuando en cuando se le escapan algunas faltas de ortografía,escribe bien, ¡muy bien! No sabía nada cuando entró en mi despacho, ypronto se puso al corriente.

—Bueno,—le replicaron.—¿Entonces... por qué se ha separado de lacasa de usted?

Castro no respondió, hizo un gesto, y después de un rato de silenciomurmuró:

—¡No me convenía tenerle en casa!...

Todos callaron, y nadie se atrevió a inquirir el motivo de miseparación. Unos pensaron que, sin duda, no veía yo con malos ojos aTeresa o a Luisa; otros que, acaso, no cumplía yo con mis deberes; ytodos que.... ¡No me atrevo a repetirlo! Todavía, después de tantosaños, ahora que de nadie necesito, ahora que si no soy rico, por lomenos vivo cómoda y decentemente, sin pensar en el dinero para el día demañana, cuando recuerdo la hipócrita calumnia de Ricardo y lasreticencias de don Juan, siento que me ahoga la sangre.

Me retiré de la botica triste y afligido. ¿Y si la calumnia aquella,corriendo de boca en boca, llegaba a oídos del señor Fernández? Este mecerraría las puertas de su casa, me negaría el empleo, ordenaría que mevigilasen los demás empleados.... ¿Y si la calumnia llegaba hasta mistías?... ¡Las pobrecillas se morirían de pena!

Es la calumnia como los miasmas de los pantanos: se levantan del fangoen leve, imperceptible burbuja; se extienden, se difunden, envenenanlos aires, y llevan la muerte a todas partes. En todas partes nosacechan: en el aire, en el agua, en los frutos incitantes que esmaltanlos follajes, hasta en el aroma de las flores.

Muere el calumniado, pero la calumnia sobrevive, como para perseguir ala víctima hasta más allá de la tumba. La calumnia es la fetidez de lasalmas corrompidas. El corazón del calumniador es un esterquilinio.

Corrí a mi casa, me encerré en mi cuarto, y me tendí en la cama. Missienes ardían; el corazón se me hacía pedazos. Volviéndome yrevolviéndome en mi lecho pasé dos o tres horas. ¡Odio, odio terrible,deseos insaciables de venganza, que era preciso satisfacer!... Laspasiones más horrendas se agitaban en mi alma; las tinieblas del mal seagrupaban en torno mío, y al entornar los ojos percibía yo fulgoresrojizos, relámpagos de sangre. Aborrecí la vida; maldije de ella; pedíla muerte, quise morir, morir, y no para escapar de mis enemigos, sinopara libertarme de aquellas pasiones tempestuosas que entenebrecían miespíritu y batallaban dentro de mí como legiones de irritados demonios.Pensé con alegría en la muerte. Dulce, amable, consoladora, surgió antemis ojos como una doncella pálida, de rostro tristemente risueño.... Sindarme cuenta de lo que hacía yo, mis labios repetían estos versos deLeopardi, leídos, pocos días antes, en las notas de un libro francés:

«Solo aspettar sereno

Quel di ch'io pieghi addormentato il volto

Nel tuo virgineo seno.

XLIII

Entró la noche, llegó la hora de la cena, y tía Pepilla vino en buscamía.

—Muchacho: ¿qué tienes? ¿estás enfermo?

Tocóme en la frente y en las mejillas para ver si tenía yo calentura, yacariciándome dulcemente prosiguió:

—¿Qué te pasa? Dímelo, muchacho, dímelo.... No hay en tu rostro laserenidad de siempre.

Algo ha pasado que te apena.... Tú padeces....¡Habla, Rorró, habla por Dios! ¿Con quién has de quejarte si no es connosotras?

—¡Nada, tía, nada!... He dormido toda la tarde, y la modorra me tieneasí. ¡Vamos a la mesa!

Salté de la cama, ofrecí mi brazo a la anciana, y paso a paso nosdirigimos al comedor.

Afectando la más alta corrección, como la deapuesto caballero que asiste y corteja en un baile a gentilísima dama,bromeaba yo con mi tía:

—Señorita... ¡es usted encantadora! Dígnese usted escucharme. Ya nopuedo, ni debo callar....

¡Amo a usted!... ¡La adoro!

La anciana reía, reía a su sabor, y contestaba a mis requiebros confrases entrecortadas, como si fuera presa de profunda emoción. Al entraren el comedor, exclamó, deteniéndose y separándose de mí:

—¡Basta! ¡Basta! ¡Eres atroz! Ni de muchacha, hice yo esto.... ¡Suelta!¡Suelta!

Al sentarme a la mesa oí la voz de Andrés el cual conversaba con laenferma. Hablaba de mi y de mi separación. No tardó en venir a charlarconmigo.

—¿Te vas, no? ¿Cosa decidida?—me dijo ocupando su asiento.—¿Te vas?¡Me alegro! ¡Me alegro! ¡Mejor! No habías de pasarte lo mejor de lavida escribiendo papelotes en casa de don Juan. En la hacienda estarásmuy bien; ganarás buen sueldo, porque ese señor sabe pagar a los que lesirven; vendrás a vernos cada quince días, y todos estaremos muycontentos.

Tía Pepa entraba y salía. En momentos en que no podía oírnos me dijoAndrés:

—Las señoras están muy tristes porque te vas, tan tristes que ni el sollas calienta. Pero no tengas cuidado; no tengas cuidado.... Ya se lespasará la aflicción.

Luego prosiguió en alta voz:

—Oye: ¿y tú no sabes montar a caballo, verdad? Ya me parece que te veo.¡Qué figura! Como la del P. Solís cuando se va a la dominica.... Mira:procura salir buen charro; tu papá se pintaba para eso, y les dabacartilla a muchos de esos que se la echan de buenos cuando no son másque unos «cachaletes». ¡Cuidado, Rorró! ¡Cuidado, amito! ¡No dejes malpuesto el pabellón!

Aprende a sentarte bien en la silla; para que noparezcas colegial o sacristán que va diciendo:

«¡Para la misa dedoce!».... Pon cuidado; te sientas a plomo, naturalmente, sin echarte nipara atrás ni para adelante; nada de estirar las piernas como un gringo,sueltas, sueltas.... Ya veremos.

Si lo haces mal me voy a reír de tí, yte harán burla las muchachas. Procura que si las obras son malas lafacha sea buena. ¡Siquiera la facha! ¡Ya me imagino al charro! ¡Ja, ja,ja, ja!

El buen servidor gustaba de bromearse conmigo; se complacía en tratarmecomo a un niño en quien conviene apagar las llamaradas de una vanidadjactanciosa. Acaso no cuadraban con el carácter de Andrés, grave,formal, modesto, casi adusto, ciertas genialidades y ligerezas del mío.Muy parlachín y comunicativo hasta los diez años, volvíme despuéshuraño, reservadísimo y melancólico. Ya he dicho que la vida delColegio, áspera, fría, monótona, entenebreció mi espíritu; ahora esbueno apuntar que la excesiva severidad de mis maestros, no siempreoportuna y atinada, me hizo desconfiado y receloso. Recelo ydesconfianza inútiles y que nunca me salvaron del egoísmo y de lasarterías de amigos y extraños. Me creía yo persona de experiencia,conocedor del mundo, y descubría a todos mi corazón, a nadie ocultaba yomis sentimientos, y así era yo víctima de todos.

Confieso que el buen servidor con sus burlas y fisgas me hizo rabiarmuchas veces. Hería mi vanidad en lo más vivo, lastimaba mi amor propio,y provocaba mi cólera. Sólo el cariño me hacía callar, que si no, habríarecibido de su «amito» muy dura reprensión. ¡Pobrecillo! Le hubiera yomatado.

—Bueno;—me dijo ese día, al acabar la cena,—acompáñame. Toma tusombrero y vente conmigo. Tengo que decirte muchas cosas.

Caminando hacia el Barrio Alto, Andrés a la derecha, yo a la izquierda,conté al buen viejo cuanto me pasaba; los dichos de Castro Pérez, lahipócrita calumnia de Ricardo, y por último, le hablé de misesperanzas.

—No te apenes;—me decía conmovido—no te apenes que no hay para qué;eso es cosa diaria y corriente en Villaverde. Mira, yo podría estar muybien en cualquiera parte; entiendo de tabaquería, y muchas veces hanquerido destinarme... pero no, no quiero, en el tendajón estoy mejor;allí mando yo; y como Juan Palomo, yo me lo guiso y yo me lo como.¿Crees tú que todos los amos son como tu padre y tu abuelo? No hagascaso de esos falsos testimonios; no, muchacho, no hagas caso de esascosas; desprecialas, desprecialas, porque nadie ha de creer en ellas. Yvete, vete a Santa Clara, que allí estarás muy bien. Y, oye: ya que deeso hablamos:

¿tienes plata?

—¿Plata?

—Sí, ¿qué si tienes dinero?

—¿Dinero? Para esta semana, y... ¡nada más! Yo contaba con ganar algoen estos quince días...

pero ya lo sabes.... Castro Pérez me obligó....

—Hiciste bien. ¡Bien hecho! ¿De modo que necesitarás algo?

—¡La verdad... sí!