La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

XIII

La marquesa llegó a Madrid hecha una lástima; pero el marqués, como sinada le hubiera pasado. Algo claudicaba del lado derecho, reparándolebien, y se le torcía la boca al sonreírse, y un tanto desmemoriado seencontraba en lo tocante a fechas y nombres propios; pero este levísimorastro de su pasado accidente se borraría muy pronto, como se habían idoborrando otras huellas, harto más hondas, del propio mal.

De muy distinto modo lo veía su hija, que, aun sin lo advertido por losdoctores de Spá, tenía en su buen entendimiento la luz necesaria para noengañarse; y con esto, y con la evidencia de que el estado de su madreera gravísimo, también; con las tristes deducciones que le resultaban deestas innegables premisas; la relativa soledad en que se encontraba enMadrid, a donde los apuntados sucesos la habían obligado a volver antesde lo calculado, y, por consiguiente, hallándose todavía rodando fuerade la patria todos los amigos de «su mundo»; la negrura de los espaciosa que la condujeron sus cavilaciones pertinaces, y,

¿por qué negarlo?,hasta la ausencia del único hombre de fuste que en aquel caso pudieraser para ella un prudente consejero, y cuanto en este hilo de sudiscurso fue ensartando la mano de Satanás, porque otra más honrada nopodía complacerse en hacer un rosario tan largo y de tan fríosdesalientos, llegó a apoderarse de la infeliz una verdadera melancolía;siendo muy de notar que antes se le aumentaba que se le disminuía conlos cálculos risueños y los propósitos mundanos, que eran los temasexclusivos de la conversación de los convalecientes con ella. La cualtiene abnegación bastante para declarar sin rebozo en este pasaje de sus Apuntes, que intervenía muy poco o nada su corazón de hija en lamanifestación de aquel fenómeno. No la impresionaban las ilusiones desus padres por el contraste que formaban con su certeza de que era muybreve el espacio que las separaba de la sepultura de los ilusos, puestoque no era el dolor de perderlos lo que sentía en sus temores dequedarse huérfana a la hora menos pensada. El fenómeno era producto deun trastorno nervioso, de un estado histérico, sometido al influjo de unorden de sentimientos muy distintos: los enumerados ya, y un recelopavoroso de lo desconocido. Su afecto de hija no profundizaba más que loque da de sí el hábito de vivir en comunidad, no muy íntima, con otraspersonas. Muy poco y bien triste le parece esto a ella misma; perotranquiliza su conciencia con la cuerda reflexión de que lo extrañohubiera sido lo contrario, con una educación como la que había recibidoy unos ejemplos como los que le habían dado en su propia casa.

Veamos qué cálculos y propósitos eran los que preocupaban a losmarqueses en los momentos en que todo el tiempo de que disponían debieraparecerles corto para liquidar sus largas cuentas con Dios. Los de lamarquesa se enderezaban a dar a sus salones, en el próximo invierno, elúltimo barniz de que carecían para brillar entre los más esplendorososde la corte: quería construir un elegante teatro doméstico, en el cuallas damas y los galanes más distinguidos de la aristocraciarepresentasen lo selecto del repertorio... francés, en lengua francesapor de contado.

Esto era el colmo, por entonces, y aun creo que lo espor ahora, del rumbo y de la distinción de los salones del buen tono madrileño. El intento, si se realizaba, costaría un sentido; pero ¿quétenía que ver ella con ese prosaico y vulgar detalle? ¿No era rica? ¿Nodaban sus caudales para todo? ¿No era el intento noble y, amén de noble,impuesto por la ley inexorable... «de las cosas»? Pues habría teatrodoméstico, y lindo y elegante, como el mejor de su especie; y paralograrlo así y lo más pronto posible, conferenciaba a menudo con elmismo arquitecto que le había trazado y dirigido las obras de su casa, ycon su hija para la formación, digámoslo así, de la troupe aristocrática que había de debutar en él, a más tardar en la próximanoche de Año Nuevo. Y bien sabido se tenían Verónica y su padre que losintentos de la marquesa no podían traducirse en broma jamás. Siemprefueron órdenes sus lacónicas frases, y leyes inapelables sus deseos.Esto, en buena salud; ¡qué no sucedería cuando las molestias de laenfermedad la obligaban a ser más antojadiza y exigente?

En cuanto a los planes de su marido, casi está por demás advertir que nosalían del trillado campo de sus anhelos senatoriales. Cierto que leconstaba con toda evidencia que su senaduría era una de las de lahornada que de un momento a otro lanzaría el Gobierno a los estantes dela Gaceta; y sobre este importante preliminar, por tantos añosperseguido, nada tenía ya que temer; pero no se trataba de eso, sino dealgo que debía seguir inmediatamente al acontecimiento, como elestampido a la expansión de la pólvora inflamada en un arma de fuego.¿Cómo le celebraría él, cuándo y en dónde? ¿A qué y con quiénes leobligaba esa distinción, que no por ser justa y merecida y aun algotardía, dejaba de haber sido piedra de toque de muchas y buenasamistades... y de asombrosos temples de paciencia?

Esto le preocupaba, y a este tema se redujeron sus conversacionesfamiliares por muchos días. Al fin resolvió, sin que nadie se leopusiera, que daría un banquete de circunstancias en su propia casa,tan pronto como los ausentes personajes volvieran a Madrid y entrara ensus ordinarios quicios la vida política y social de la corte; y que enese banquete pronunciaría él un discurso, en el cual

«quedara biendefinida su significación al lado del Gobierno de Su Majestad», y puestabien de relieve, con la autoridad de su ejemplo y la elocuencia de supalabra, «la necesidad de robustecer el prestigio de los poderespúblicos con el concurso de todas las fuerzas vivas de todos los hombresindependientes y desapasionados del país, tan trabajado y maltrecho porobra de todo linaje de mezquinas intrigas y de pasiones bastardas».

Tal había de ser el tema de su acto político; y en desenvolverle,pulirle y entonarle debidamente, creyendo como artículo de fe que habíade tener «inmenso alcance y altísima resonancia», se pasaba el buenmarqués las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio,como el otro loco (y perdone su ilustre y bien acreditada fama lacomparación) con los libros de caballerías.

Es de advertir, asimismo, que el banquete, no sólo había de celebrarseen su propia casa, sino también disponerse y servirse con elementos yaccesorios de la casa misma; condición sabiamente acordada por elmarqués, que, contando con que no faltarían los obligados sahumerios dela prensa al menú y al aparato de la mesa, no quería ceder a unfondista, aunque se llamara Lhardy, ni ese rayo de esplendor quetambién cabía en el nimbo de su cabeza casi augusta.

Ello es que pasando días y semanas; estando perjeñado el discurso y amedio digerir; puestos en ejecución los planes de la marquesa y losplanos de su arquitecto, y por los suelos algunos tabiques de la casa;en Madrid casi todos los encopetados touristas veraniegos; cada hombrepolítico en su sitio; Verónica no tan aburrida ni nerviosa como a sullegada; Pepe Guzmán bien perdonado de su falta, en virtud de razonesbien expuestas y mejor recibidas; la marquesa incapacitada de moverse deun sillón en cuanto la sacaban, con trabajos, de su lecho, y el marquéscon su credencial de senador entre las manos, llegó el mes de octubre, ycon él la ebullición de la vida madrileña, quiero decir, la de la gentede dinero y lustre en los campos colindantes de los placeres y de lapolítica; y llegando el mes de octubre, que era el que esperaba elmarqués con grandes ansias, dio por bien digerido su discurso, yconsagró todo el muy escaso que le quedaba sano a disponer el programade la fiesta.

Dejemos por cosa innecesaria la historia de este parto laborioso, ypasemos de un salto, que el lector dará con gusto, por lo que le abreviael camino, a los linderos del comedor de nuestro personaje, desde dondepodemos contemplar, sin ser vistos, el cuadro resultante de tantas, tanprofundas y tan conmovedoras cavilaciones, con lo demás que se siguiócomo fin y remate de la fiesta.

Como el banquete era político, aunque de otro modo le calificara elmarqués por pura modestia, no se dio asiento en él a las señoras.Pasaban de cincuenta los comensales del otro sexo, rigorosamentevestidos de sociedad, lo mismo que los criados que les servían losmanjares y los vinos, y figuraban entre los primeros las tres cuartaspartes de los ministros,

incluso

el

presidente;

los

de

ambos

«cuerposcolegisladores»; varios diputados de empuje, con grupito; la flor y natade los ancianos del senado; el Capitán general y el Gobernador civil deMadrid..., y así sucesivamente; porque una cosa es que todos estos yotros personajes estimaran al anfitrión en lo que verdaderamente valía,y otra muy diferente los rumbosos festivales que sabía disponer en sucasa para prestigio de ella y regalo de sus amigos. Como de los másestimados, inútil es advertir que no se quedaron sin cubierto aquellanoche ni Pepe Guzmán ni el banquero don Mauricio.

Al tratar la prensa periódica al día siguiente de este suceso, grandescosas dijo de la magnificencia del cuadro, tal como aparecía en conjuntoa la vista del recién llegado observador, y grandes despilfarros deincienso dedicó al buen gusto y a la riqueza de la ilustre familia; peropreciso es confesar que por aquella vez, si los «órganos de la opiniónpública» pecaron de entrometidos y de aduladores, en manera alguna deinexactos, como no fuera por quedarse cortos en sus reseñas yponderaciones. Fue aquel, en efecto, un alarde felicísimo de saber haceresas cosas por todo lo alto. Era el comedor lo que se llama «un ascua deoro»; expresiva metáfora en que cabe cuanto el lector pueda imaginarseen profusión de luces sobre lámparas y candelabros de ricos y variadosmetales, vajillas estupendas, cristalería de inverosímil nitidez yligereza, vasos de porcelanas valiosísimas cargados de raras flores; enfin, lo mejor entre lo más caro del profuso acopio de que se dio cuentaen otro lugar de este relato, y lo adquirido después a peso de oro,destacándose sobre fondos obscuros, salpicados de brillantes toquesmetálicos, e interrumpidos en cada puerta por los desmayados paños delas pesadas y ricas colgaduras.

Bien poseído estaba el marqués de la suntuosidad del aparato escénico,así como de la intachable corrección con que iban sirviéndose a suscomensales los prodigios de su cocinero y los tesoros de su bodega; ypor estarlo tanto, andaba más atento a inquirir si ese mismo sentimientose traslucía en los gestos de sus comensales o en las palabras sueltasdel incesante rumor que henchía la estancia, que a responderatinadamente a las frases con que algún colateral, creyendo acertarmejor así, intentaba llevar su atención al asunto ocasional delbanquete.

Desde muy temprano había sentido él síntomas premonitorios de estasemociones. Inusitadas desconfianzas en su servidumbre, recelosinjustificables hasta de la habilidad de su envidiado cocinero, letraían sin punto de reposo de un lado para otro y de acá para allá;mortificaba a su

familia

con

consultas

impertinentes

y

con

advertenciaspueriles, y aturdía a su ayuda de cámara pidiéndole prendas de vestirque tenía a la vista o entre las manos. Jamás había incurrido en estasvulgaridades de tendero rico el señor marqués, ni su familia le habíavisto tan polilla ni tan desmañado. A ratos se encerraba en su despachoy ensayaba a toda voz desde el sillón de su mesa, con la salvadera en lamano, los párrafos culminantes de su discurso. Le salía tal cual; perole costaba mucho trabajo estamparle bien en la memoria. A la hora devestirse, la emoción crecía, la memoria se le embrollaba más, y losnervios, vibrantes y desconcertados, no le permitían ejecutar obraalguna con acierto, ni cortar lo más sencillo por donde señalaba. Pero¿qué había de sucederle con el trajín de tantas horas y laspreocupaciones de tantos días, que le habían puesto la cabeza como unazambomba en ejercicio?

¡Cosa rara!: fueron menores sus desconciertos y más llevaderas susimpresiones, en las proximidades del momento crítico, del instante quemás le deslumbraba a él cuando le consideraba desde lejos; y en cuantose sentó a la mesa del festín, era ya dueño absoluto de sus nervios, desu memoria y de toda su ordinaria y olímpica serenidad. Algo de estopasa con todo linaje de peligros: parecen más imponentes cuando sepiensa en ellos, que cuando se arrostran. El hecho es que el señormarqués, aunque muy débil de fuerzas físicas, entró en la batalla conánimo sereno y marcial talante.

Ya hemos visto cómo se iba portando en ella. Pero faltaba el lance, elepisodio decisivo. También llegó, al sonar el primer taponazo delChampagne. El presidente del Consejo de ministros, que ocupaba elasiento frontero al del anfitrión, se puso de pie y con una copa en ladiestra, rebosando de espuma. Comenzaban los brindis.

Aquí fue donde la naturaleza deleznable del marqués sintió ciertassacudidas eléctricas que le produjeron inevitables alucinaciones ydesfallecimientos. Eran de esperarse. ¿Qué cosas le diría aquel«prócer, gigante de la palabra y de la política?» No fueron grandes nimuchas, ciertamente: cuatro frases de cajón enderezadas a ensalzar losmerecimientos (que no enumeré) del ilustre anfitrión, para el cargo conque el Gobierno, por un acto de estricta justicia, le habíarecompensado; otras tantas de felicitación al Gobierno mismo por esterasgo de cordura y de integridad de principios y una ligera alusión a larobusta vitalidad del Gabinete, indignamente presidido por elpreopinante, merced a «su política salvadora» y, «ante todo y sobretodo, a la ilimitada confianza con que correspondía a sus sacrificios ydesvelos la Corona».

Sin cesar la indispensable salva de aplausos, se alzó el ministro de laGobernación. Dijo casi lo mismo que su presidente, pero con más sal ypimienta. De ésta dedicó la mayor parte a las impaciencias del partidoque se juzgaba heredero inmediato del Poder. Era harto incisivo y mordazSu Excelencia; y por eso sus flagelantes alusiones al enemigo mortalfueron recibidas con coros de carcajadas y con tempestades de aplausos.

Creyó el Capitán general que era él a quien le tocaba remachar el clavocon que el ministro de la Gobernación había fijado en la picota de susironías al insidioso partido

«que no reparaba en medios para lograr susimpopulares fines», y se levantó casi airado, y, sin casi, marcial ydecidido, a declarar (olvidándose completamente del motivo fundamentaldel banquete y de la presencia del rumboso obsequiante) que, mientras asu autoridad estuviera encomendada la conservación del orden público ensu distrito, ¡ay del insensato que alzara en él siquiera un dedo paraalterarle! ¡Ay del temerario que se echara a la calle «con bastardosplanes» y los manifestara con una sola palabra, con un gesto siquiera!

Lo cual obligó al ministro de la Guerra después de consagrar cuatropiropos de cortesía al estupefacto anfitrión, a «fijar el alcance de laspatrióticas declaraciones, del Capitán general, añadiendo, por su parte,que con un ejército tan leal y disciplinado como el invencible ejércitoespañol, particularmente desde que estaba bajo su cuidado y vigilancia,nada tenían que temer los poderes públicos, aun cuando hubiera partidos(que no los había dentro de la legalidad) «capaces de pensar en locasaventuras».

Pero estaba allí el general Ponce de Lerma, conde de Peñas Pardas, y nopodía dejar sin réplica las declaraciones del ministro, aunque con lassalvedades a que le obligaban el motivo y la ocasión del acto de SuExcelencia. Bien estaba el intento de mantener el orden a todo trance, ymucho mejor la confianza manifestada en la lealtad

«jamás desmentida»del ejército, base y garantía de la paz y del sosiego públicos, noobstante el eterno trabajo empleado para corromperle por los queintentan hacer de él instrumento de sus «bastardas y descomedidasambiciones»; pero había que tener en cuenta, ¡muy en cuenta!, que, endeterminadas ocasiones, un celo excesivo, imprudente, sólo conducía aexacerbar las impaciencias y a despertar propósitos aún dormidos. Enfin, que no bastaban las buenas intenciones si no iban acompañadas deuna gran prudencia, de un juicio bien reposado y, sobre todo, de la máscompleta idoneidad para el alto cargo que se desempeñaba. En cuanto aque el ejército nunca hubiera estado mejor organizado ni regido que enaquella ocasión, «lo negaba en absoluto»...

Aquí terció el presidente del Consejo para encauzar, con el prestigio desu investidura y la habilidad de su palabra experta, el asunto de lasperoraciones, algo desbordado por los irreflexivos entusiasmos de losunos y por los descomedimientos apuntados, síntomas de otros más graves,del implacable enemigo de todos los ministros de la Guerra. Lo que allíse dijera había de trascender muy lejos, que para eso había periodistasa la mesa; y era de necesidad, por tanto, que las palabras salieranpesadas y medidas de la boca de los oradores.

Pero aunque la intervención del presidente fue cortés y comedida, elgeneral no quiso añadir una frase más, en bien ni en mal, a las quehabía pronunciado, y se sentó de pronto con los bigotes erizados yenseñando los dientes, como un mastín después de haber llevado unapaliza.

Borraron la impresión de este incidente los atildados e insubstancialesbrindis que le siguieron de los presidentes de ambas Cámaras. Los dosgraves señores, ajustándose estrictamente al carácter y al motivopalmario de la fiesta, consagraron lo principal de sus discursos a mayorhonra y gloria del festejante, y lo accesorio, vago e incoloro, a lapolítica. Esto acabó de fijar el camino indicado por el presidente delConsejo para los discursos de los comensales.

Siguiéronle

rigurosamente

los

pocos

estómagos

agradecidos que hablarondespués, hombres de corta talla política y de escasa significaciónliteraria; y ya se daba por terminada la serie, preparándose griegos ytroyanos a escuchar con la boca abierta la última, la más solemne de laspalabras, la que estaba obligado y dispuesto a pronunciar el héroe de lafiesta, en cuyo aspecto se reflejaban harto claramente las hondasimpresiones que le combatían el espíritu en aquel trance de prueba,cuando se levantó don Mauricio Ibáñez. Llevaba su correspondiente bombabien cargada, y estaba decidido a lanzarla en medio del concurso, con elmismo derecho que el más obligado de los concurrentes: que fuera laúltima de todas, corriente, y ya eso se lo había aconsejado su modestia;pero dejar de lanzarla, ¿qué se diría de él? Representaba allí eldinero, es decir, la fuerza de las fuerzas y la energía de «las energías del país», y su voz, expresión sincera de su adhesiónincondicional al Gobierno, y de su amistad intensísima e imperecedera ala familia del «prócer generoso» que le escuchaba, debía resonar tambiénen aquellos ámbitos. Así lo pensaba el banquero, aunque lo dijo de otromodo con una copa en la diestra, y la zurda en la patilla de este lado.Estuvo menos infeliz que de costumbre en el «meerooodeo» de recursosoratorios para llenar su cometido. Sólo dos veces sacó a plaza a losmeeroodeadoores, y no llegaron a tres las en que necesitó agarrarse a sumuletilla para terminar un período.

En el sahumerio a «la familia delprócer», se elevó hasta lo épico; tanto, que no acertaba a bajarse. Perobajó, aunque maltrecho y desvanecido; y sentose, con aplauso de todoslos circunstantes.

Y llegó el instante que esperaba el marqués, buen rato hacía, connerviosa ansiedad. Notaba sin extrañeza el pobre hombre que se lereproducían los fenómenos internos que había sentido por la mañana, conel concurso de otros que le eran enteramente desconocidos; y digo sinextrañeza, porque todo aquel revoltijo de sensaciones y de desconciertosle

parecía

poco,

como

obra

de

la

extraordinaria situación en que sehallaba colocado.

Contaba con algo por el estilo al disponer el programadel festín, y aun en los comienzos de éste anduvieron bastante ajustadosa la palpable realidad sus cálculos de tantos días; pero el vueloinesperado que tomaron las peroraciones de tantos y tan ilustrescomensales; aquel mezclarse los panegíricos de sus virtudes cívicas ypolíticas, de sus altísimos merecimientos personales, con las cuestionesmás candentes de la actual gobernación del Estado, en boca de loshombres que tenían en sus manos los destinos de la patria; aquel cielode esplendores y de gloria; aquella radiante apoteosis a que se leelevaba de pronto y por tales gentes; todo aquello, que levantaba ciencodos por encima de sus cálculos, aunque no de sus «nobles ambiciones»,era más que suficiente para dar al traste con la serenidad de unestoico, cuanto más con la de un hombre como él, tan trabajado por «losacontecimientos» y hasta por los achaques y los años. Pero en unanaturaleza como la suya, estas impresiones, estos desconciertos, noacusaban un estado patológico de los que minan y destruyen, sino unaspecto del espíritu, de los que nutren y vivifican.

Así discurría el «honorable marqués», en el momento de levantarse para«ejecutar el acto», que le estaba encomendado, no sólo por su propiainiciativa, sino por la situación en que le habían puesto los discursosde los demás; y sino así precisamente, porque le bullían las ideas en elcerebro con marcada incoherencia, con la intención de discurrir de lamisma manera, cuando menos. Notó al incorporarse que le flaqueaban laspiernas y que su mano torpe

sostenía

mal

la

copa

que

maquinalmente

habíaempuñado; lo cual no era de extrañar tampoco, porque, con el calor de lasala, sentía la cabeza atolondrada y el pecho muy oprimido. Rehízose envirtud de un gran esfuerzo de la voluntad, y logró colocarse en actitudconveniente, y hasta dar a su persona el aire ceremonioso y teatral quele era propio en idénticas situaciones; pero al decir la primerapalabra, notó con espanto que se le había olvidado por entero sudiscurso, lo mismo que si se le hubieran borrado con una esponja en lamemoria. ¡Cosa más rara aún!: no encontró estampado en ella más recuerdoque el de la huida del banquero de Interlacken, con la rubia que leseguía de cerca; y de ese asunto

iba

a

hablar,

y

de

él

hubiera

habladoinmediatamente, por una perversión instantánea de su juicio, como si esafuera la única idea que quedara en el mundo y para ventilarla se hubieracongregado tanta gente en su casa, a no hallar en la lengua insuperablesdificultades de expresión.

Esta novedad le causó tal alarma, que produjo en todo su organismo ungran sacudimiento, despertósele con él, por un instante, lainteligencia; vio a su luz la extensión y gravedad del apuro, ycrecieron con ello sus congojas.

Observó que aumentaba la angustia de supecho, como si se le oprimieran verdugos con ligaduras de acero; que«allá dentro» se formaba algo, como burbuja enorme, que se transformabaen oleada de sudor frío, que intentaba subir, y subía; y pasar por elistmo de la garganta, forcejeando allí para conseguirlo, porque nocabía..., y pasaba también, pero sin cesar de pasar; que subía otrotramo, y al llegar a los oídos silbaba y hervía y aporreaba; y quesubiendo, subiendo, se precipitaba con el estruendo y la fuerza de undesbordado torrente, en las profundidades del cráneo...

Entonces, los que contemplaban al marqués, esperando sus primeraspalabras, viéronle inclinar la cabeza hacia atrás, soltar la copa queempuñaba su mano trémula, y, exhalando un alarido salvaje, desplomarseen el suelo, sobre el cual rebotó su colodrillo pelado y reluciente, sinque nadie hubiera podido recibirle entre sus brazos, porque entre losprimeros síntomas del acceso, tan fáciles de confundir con los de unagrande emoción, y la caída, no transcurrió mucho más tiempo que el quetranscurre entre el fulgor que deslumbra desde el seno de la nube, y elrayo que mata.