Ranas a Princesas Latinas Sufridas y Travestidas by Jacobo Schifter - HTML preview

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EL AMBIENTE Y LOS VECINOS

En los últimos diez años se han dado dos patrones de prostitución travesti en San José. En la década de 1980, los travestis se dedicaron a su oficio en el área conocida como el “Líbano” (por un cine de ese nombre), en la llamada “zona roja” de la capital. La mayoría de ellos era pobre y también lo era su clientela, formada por hombres que trabajaban en los mercados, cantinas y negocios de los alrededores y por aquellos de las zonas rurales que venían a San José.

En la década de los noventa ese patrón comenzó a variar, cuando los travestis se trasladarían a practicar la prostitución a la zona cercana al hospital Clínica Bíblica. Este cambio implicó más que mudarse. En la nueva zona, la clientela estaba formada por hombres de clase media y alta, que poseían autos y estaban dispuestos a pagar más por el sexo, pero también exigieron más belleza y “glamour”.

La explicación de cómo fue que los hombres de clase media desarrollaron un gusto por la prostitución travesti es compleja. Cuando hicimos las entrevistas a profundidad los mismos travestis no recordaron las razones específicas del traslado de lugar. La mayoría tenía conciencia de que la zona del Líbano no ofrecía suficiente vivienda y tuvo que buscar habitaciones en el sector opuesto de la ciudad, donde los precios eran aún bajos, o sea en los barrios del sur y sureste de la capital. Sin embargo, no tienen claro cómo se puso de moda la nueva zona de la Clínica Bíblica.

Lo que sí sabemos es que aumentó la demanda de travestis y ésto incrementó los precios de la prostitución y el número de ellos en la calle. Los mayores precios atraerían a muchachos que, vestidos de mujer, lucían impresionantes, sofisticados y atractivos. El travestismo se iría convirtiendo en una opción para jóvenes de clase media.

Mientras tanto, la zona del Líbano decaería lentamente. Los travestis que aún viven en ella llegaron prácticamente a morir. Los antiguos “bunkers” de sexo son ahora “cementerios” para travestis piedrómanos, muchos con sida, que llegan a pasar ahí sus últimos días. Hombres que no llegan a los 40 años vuelven a la zona a morir como ancianos que nadie quiere. “El Líbano es ahora un basurero y un cementerio de travestis”, nos dice Lorena.

La zona del Líbano

La mayoría de los entrevistados vivía en cuartos alquilados alrededor de este antiguo cine, en el sector noroeste de la capital. Otros habitaban en pensiones baratas u hoteles de mala muerte en barrios aledaños. Muy pocos lo hacían con sus familias.

Las pensiones

El lugar típico en esta época era la “Pensión Romántica”, una casa en la cual vivían varios travestis, en una fila de 10 cuartos. Las diez habitaciones comparten un solo baño, pila, y tendedero de ropa. Cada habitación tiene dos cuartos. “¡Mayela María!”, grita un travesti, “¿dónde está el calzón forrado de hule que te presté?” “Aún lo ando puesto, responde la otra, “dejámelo un día más, ¡please!” “¡Jueputa loca de mierda!”, responde la dueña del calzón, “¿no es que te ibas a comprar uno solo para vos?”

La decoración que ponen los travestis en sus habitaciones consiste generalmente de fotografías de hombres desnudos, posters de actrices famosas y de sus cantantes preferidos, pelucas y ropa de todos colores colgadas en clavos en la pared, las cuales serán utilizadas en las noches, y fotos ampliadas de ellos mismos vestidos como la actríz que imitan. Como cada travesti lleva el nombre de una actríz famosa, la foto preferida es la de él en las mismas indumentarias y poses. “¡Hola!, mi nombre es Elizabeth Taylor”, me saluda una gorda con peluca. “Soy la gatita en el tejado caliente”, me dice señalando una foto grande de laTaylor con Paul Newman. “Ésta parece más bien la chanchita del rabo caliente”, responde otro travesti que sale de la habitación contigua.

La Taylor me invita a pasar a su habitación. Miro cuatro pelucas negras, algo quemadas, puestas en la cama sobre una colcha rosada de una especie de tafetán viejo. Una telita de algodón con estampado de florcitas rojas sirve como puerta de su closet, donde cuelgan varios vestidos de noche. “Éste me lo regaló nada menos que Richard Burton para nuestro segundo matrimonio”, me dice orgullosa. “Sólo lo he usado una vez porque tiene un gran valor sentimental”. El vestido es de terciopelo azul con unas perlitas negras que cuelgan en varias hileras, algunas se han caído por el uso. De acuerdo con Liz, el traje lo compró en el Palacio de Modas por encargo se su ex marido. Sin embargo, Penélope, una vecina suya, nos dice que el vestido se lo robó nada menos que del antiguo Cine Líbano y que no era otra cosa que la cortina del escenario.

Estos pequeños hoteles tienen una puerta blindada para protegerse de la policía, además de las de madera y de metal. Para poder ingresar, el travesti tiene que identificarse con su nombre de mujer, su voz debe ser reconocida y a la vez la persona que toca debe identificar a quien pregunta desde adentro. Sólo después de este procedimiento se abren las puertas. Por su enclaustramiento, a estos lugares se les conoce como "bunkers".

“Soy Cleopatra Emilia”, dice un travesti, “¡abríme la puerta, loca sorda!”. Cleopatra entra exasperada por la lentitud de la seguridad. “¡Fijáte que no me he echado ni un polvo todavía!”, le dice a la que le abre la puerta. “He puteado para arriba y para abajo y nada he pescado. Vengo más pobre que una monjita descalza”, dice con tristeza. “Pues descalza te vas a quedar”, le responde la que le abrió la puerta, “si no me pagás los dos mil colones que me debés”.

En el hotel típico, hay una cortina sucia a la entrada, después una sala con muebles rojos -el color preferido-, posters y cuadros de hombres desnudos con miembros “extra large”. El primer cuarto es el de la administración, que sólo tiene un colchón de esponja en el suelo, un mueble que hace de ropero y de caja de empeño, donde se encuentran toda clase de estatuillas de cerámica, floreros, ropa, cadenas, todos artículos empeñados, ya que los travestis empeñan todo lo que tienen para poder obtener drogas. La administradora es la que cambia estos artículos y les suministra los narcóticos.

“Miráme”, me dice un travesti delgado y vestido sólo con un calzón, “este reloj es del Príncipe Felipe, hijo de Juan Carlos. Se lo compré en Barcelona hace cuatro años y tengo que venderlo”. Es un reloj Seiko automático. “El segundero ha desaparecido pero aún dá las horas”, agrega. Liz la interrumpe: “Lo único de Barcelona de ese reloj es que rima con ´ladrona´, ya que Pepa se lo robó a un cliente”.

Un corredor separa los cuartos. Ninguno tiene puerta de entrada sino cortinas. En ocasiones se usa la cortina porque facilita que un compañero travesti entre a revisar y robar pertenencias de un cliente mientras otro mantiene relaciones sexuales con éste. “¡No!, ¿cómo va a creer usted que alguien le robó aquí su cadena?”, le dice Penélope a un cliente. “Aquí somos prostitutas pero honradas y nadie toca lo que no es suyo. ¡Hasta pagamos impuestos municipales!”, añade. “¡Mirá, grandísima puta”, le responde el macho, “o me la devolvés o te corto las tetas infladas de caca que tenés!”. El travesti lo piensa dos veces y le entrega la cadena. “Ay, fijate que la encontré en el suelo y aquí estaba, perdoná que se me haya olvidado devolvértela”, le dice mientras le entrega la joya. “Si se va a meter con uno de estos playos”, me dice el hombre al salir, “deje todas tus pertenencias afuera”. El hombre sale y se dirige hacia la puerta. “Ese bruto tiene un puesto de venta de chayotes cerca del Mercado Central”, me cuenta Penélope.

El cuarto de oficio tiene una cama, un par de sillas, un rollo de papel higiénico, sábanas, una mesa pequeña en la cual se prepara la droga. Las paredes y las sábanas están sucias. “Nosotras somos limpias pero ecológicas”, me explica Carla. “¿Por qué así?”, pregunto. “Porque es que les pedimos a los clientes que cooperen en contra del desperdicio de agua, igual que en los hoteles finos, y sólo lavamos las sábanas una vez al mes”. Estas habitaciones se usan también para consumir coca u otras drogas con los travestis de confianza. Como la dueña o el dueño del local es quien la vende, no le importa que los travestis entren a consumirla. Echamos un vistazo y miramos a tres travestis consumiendo crack. “Hola, ¿querés un bombazo?”, me invita Rebeca. “No gracias”, respondo.

Luego está la cocina, que es un espacio con una mesa redonda con cuatro sillas, decorada también con posters de hombres o de artistas, con una pila de cemento roja, una cocina eléctrica con horno, varias ollas y un mueble con adornos de cerámica, que son los que se usan para los empeños. “Mi nombre es Tina Turner y soy la que cocino”, me saluda un tipo cariñoso y afeminado. “Estoy preparando un souflé de plátano para las reinas de este castillo”, me dice con seriedad. “Vos sabés que son muy delicadas y que no comen sal por el colesterol alto que tienen.” Huelo más bien mondongo. No me atrevo a pedir que me muestre la comida. La cocina está sucia y da asco. Unas cucarachas corren hacia la pila. “Si te sirvo de este manjar y te dan ganas de vomitar no te preocupés que hasta en la realeza se practica”, me dice la cocinera. “No gracias, no tengo hambre”, le respondo, “acabo de almorzar”.

El comedor se usa para "darle al tarro", es decir, consumir la cocaína, aspecto que se analizará más adelante.

El baño tiene un inodoro viejo que no funciona bien y permanece sucio. Está forrado con latas arrugadas, sin cortinas, con puertas que dicen "Adán" y "Eva". Todos usan el de Eva, porque el de Adán está clausurado. Las personas se bañan encima de la taza del inodoro usando un tubo que queda encima de ésta. “Mamita, ¿dónde puedo orinar?”, pregunta un cliente que sale de una habitación. “El baño de los varones está en remodelación, así que eche su miadita en esta botella”, le responde Julia.

Los departamentos cercanos

Algunos travestis compartían, y todavía lo hacen, departamentos con otros colegas en áreas aledañas, como Carla y July. María Antonieta, por ejemplo, vive en un edificio de unos 20 departamentos. El suyo es también típico del travesti, tiene tres habitaciones en el segundo piso que comparte con otros. Abajo está la sala, el comedor, la cocina y el baño. Hay fotos de artistas y muebles de baja calidad. Los clientes llegaban a su casa como a cualquier prostíbulo.

El cuarto principal tiene una colcha que originalmente fue roja y ahora luce gris con manchas, fotos de las artistas preferidas, recortes de los panties de moda, también candelas rojas que velan al santo de su predilección o de sus favores, hierbas aromáticas en una mesa, el periódico “Extra”, un plato con sobras de lo que fue el desayuno, pelucas colgando de la pared, el traje que se usará en la noche en una silla, otra ropa puesta sobre los muebles, un espejo grande quebrado, la foto de su amante de cabeza porque se había ido y de esta manera, según la dueña, “el santo me lo regresa”, libros de brujería y frascos de perfumes afrodisíacos. “Este perfume nunca falla”, asegura. Nos cuenta que tiene a un diputado a sus pies desde que lo roció con el menjurje. “Me he beneficiado de sus gastos de representación”, agrega, “y he visitado hasta Miami. La corrupción me encanta”.

Un día se puede encontrar una alfombra persa y una cerámica de porcelana fina. Tres días después ya no están porque fueron empeñadas. Los artículos de lujo los obtuvieron en las casas de los clientes. “Este cuadro es uno verdadero de César Valverde, me dice Sonia Marta. “Se lo robaron a un cliente que se quedó dormido”. “Esta estatua italiana de David, ¿de dónde la sacaron?”, pregunto. ”¡Ésa se la robaron a un cura!”, responde sin inmutarse. “Anita gusta de las sotanas”, añade con picardía, “es una loca muy católica”.

La convivencia no ha estado libre de problemas. Cuando María Antonieta se mudó al edificio, fue acosado por los vecinos: le apedreaban la puerta, le tocaban el timbre y salían en carrera, se reían de él en la cara, le decían que tenía un pacto con el diablo. Un día Leticia, su amigo, le aconsejó que comprara carbolina y unos perfumes en el Palacio de la Suerte, un negocio que vende este tipo de artículos. Hicieron una mezcla con todo y a las 12 de la noche fueron a cada uno de los 20 departamentos y la rociaron en sus puertas. La mezcla olía tan mal que los vecinos entendieron el mensaje y dejaron de molestarlo. Era como una advertencia. Aunque persisten pequeños problemas, María Antonieta admite que la situación ha mejorado:

“La gente de aquí me trata bien; cuando me pasé no me conocían pero ahora sí. Tengo dos años de estar aquí, mis vecinos al frente son homosexuales y no se meten con uno, a la vieja de a la par la saludo, los otros no los soporto. Todos nos aceptan, ¿qué les queda?, si paso y se ríen, les digo ‘¿por qué no se ríen del mico de la madre que los parió?’. Los vecinos de abajo no se meten con uno”.

La emigración

Gradualmente, algunos travestis empezaron a abandonar la zona del Líbano. En la década de los ochentas, muchos iniciaron un lento proceso de traslado hacia barrios josefinos de clase media baja. Al principio, dice Leticia, las cosas en el barrio eran muy difíciles:

“Vivo en la León XIII. Me encanta vivir aquí, todos me conocen pero era terrible cuando llegué: no me gustaba para nada pero ahora sí no tengo problemas con los vecinos. Tengo dos alternativas: o me agarro o me hago la maje”.

Kristina se mudó cerca de una iglesia en un barrio de San José. Al principio, tuvo grandes pleitos con un sacerdote.

“A mí me contaron que el padre ese que se siente como una estrella de televisión me llamaba en sus sermones ‘pecadora’, ‘degenerada’, ‘mujer caída’. Un día lo paré y le dije muy clarito: ‘Mire padrecito, ¿qué problema tiene usted con los travestidos?’ El gran cobarde se quitó y me dijo que nos amaba porque éramos todos hijos del Señor. Pues le dije, ´mire, usted sabe que yo sé que a usted le gusta güevear a los muchachitos y no ando diciéndolo a nadie.¿Por qué no acusa a ese montón de degenerados que se meten a curas y me deja a mí en paz?”.

Otros se fueron a prostíbulos heterosexuales. Este es el caso de Patricia (q.e.p.d.), quien laboró en uno de ellos y compartió la vivienda con otras prostitutas de las cuales dice que no le dieron problemas y que no revelaron su sexo a los clientes. “¿Pero qué pasa cuando el cliente descubre que no sos una mujer de verdad?”, le preguntamos extrañados. “Pues es muy simple, les digo la verdad. Algunos están tan borrachos que ni siquiera saben si están con hombre, mujer o fiera. Otros se molestan y se van. La mayoría se queda y hace como que no oyó nada”.

Algunos, como Lucero, establecieron prostíbulos homosexuales, los cuales estaban más sujetos a la represión:

“No tengo amistad con los vecinos de a la par, aquí en el vecindario hay mucho chismoso, los niños me gritan ‘homosexual’, ‘playo’, montones de cosas. Me siento muy mal ya que soy tranquila, no aparento lo que soy en la calle. Aunque aquí recibimos clientes, la verdad es que lo mejor es pulsearla en la Bíblica porque los hombres con carro tienen la harina. Además, los vecinos dicen que es mal ejemplo que aquí vengan hombres”.

Uno de los lugares más famosos era la casa de Ana Karenina, situada cerca de un parque deportivo. Aún en los años noventa la vivienda seguía siendo compartida por varios trasvestis. En su hogar viven nada menos que 6 travestis, todos dedicados a la prostitución. Ellos ocupan la planta alta de un edificio que tiene, abajo, un bar heteorosexual. El departamento tiene cinco cuartos y en cada uno de ellos vive un travesti, ya sea con su amante o con una amiga. En algunas ocasiones se dan roces entre los clientes del bar y los travestis, sin embargo, ésto es la excepción. Ambas clientelas han llegado a aceptar ser vecinas a la fuerza como su sino. “Al principio no te voy a negar que era difícil”, nos dice Ana Karenina, “pero pronto hicimos las paces. Nosotras no ponemos un pie en el bar y los borrachos no nos molestan arriba”. Aunque esta tácita tolerancia mantiene la paz, existen momentos en los cuales las tensiones afloran:

“Una noche alguién gritó que había fuego en el edificio. No sé si fue más bien Angélica que estaba echando humo por atrás. Sin embargo, las locas tuvimos que salir a la calle en calzones y en talladores, todas desarregladas. Los borrachos del bar nos empezaron a molestar y a gritar cochinadas: ‘Mamacita, arrimáte aquí para que te rocíe con esta manguera’ y vulgaridades parecidas. Pues Ágata, queno aguanta ni mierda, se fue contra uno de ellos y le bajó los pantalones. ‘Ésto no es manguera’, gritaba la loca, ésto es un meneíto’. Así nos dejaron de joder”.

Desde los barrios finos

Los travestis viven ahora, en su mayoría, en barrios marginales de la capital. Han logrado salir del área del cine Líbano y de la “zona roja”. De la misma manera que en la decada de los ochenta, deben vivir solos o con otros travestis porque sus familias no los aceptan.

En la medida en que más jóvenes de clase media y alta se ven atraídos hacia esta vida, aumentan los casos de hombres de familias ricas que se prostituyen en la zona de la Clínica Bíblica. Uno de ellos es Marilyn, un travesti proveniente de Rohrmoser, uno de los barrios ricos de la ciudad. Otro es Mónica, quien reside en Escazú. Ambos viven con sus padres de clase acomodada, que jamás sospecharían que sus hijos se visten de mujer y se dedican a la prostitución. Marilyn lo explica así:

“Soy de una buena familia de San José. Sin embargo, me encanta vestirme de mujer y prostituirme en la calle. Tengo toda la ropa en uno de los bunkers cerca de la Bíblica. Ahí llego y me cambio totalmente. Nadie me reconoce como mujer. Una vez me levantó nada menos que un amigo de mi papá que es médico igual que él. Lo conozco desde hace años, pero a él no le pasa por la mente que el hijito flaquito de su compañero de consultorio es nada menos que esta voluptuosa rubia devoradora de hombres. A veces llega a mi casa y ni sospecha que conozco su secreto”.

El visible aumento en la calle del número de travestis no se debe a que “nazcan” más de ellos en la actualidad. Según Esmeralda, “cada fin de semana aparecen 5 nuevas travestis. ¿De dónde sale tanta loca?”, nos interroga. Sin embargo, no es una máquina lo hacer travestis lo que responde a su pregunta. El fenómeno se debe a la combinación de dos factores: la aceptación del travestismo (entre los clientes y entre los mismos jóvenes) por parte de la clase media costarricense y, como veremos más adelante, la imposibilidad del Estado de censurar y encarcelar a los travestis.

La revolución del “paqueteo”

El hecho de que la zona del Líbano llegara a agotarse como lugar de residencia y de que los travestis emigraran a otros barrios no es un fenómeno inusual. Lo que sí resulta necesario explicar es por qué este traslado produjo cambios en los clientes y en los amantes. En otras palabras, ¿por qué estos clientes no se trasladarían con los travestis a la nueva zona de trabajo? La respuesta parecería sencilla: porque los nuevos clientes tenían más dinero y ofrecían mejores precios y condiciones de vida. Sin embargo, queda sin aclarar un interrogante: ¿De dónde salieron los nuevos clientes?

Aparentemente, éstos surgieron del grupo de hombres heterosexuales que recogían a las prostitutas mujeres en la zona de la Clínica Bíblica. Esta clientela motorizada utilizaba estas discretas calles para ligar a las trabajadoras sexuales. En cierto momento histórico, que ninguno de los entrevistados recuerda con precisión, los travestis “tomaron” estas calles y se ligaron a estos hombres. El ingreso de travestis a la zona no representó, entonces, un mero cambio de poblaciones. Lo que se dió, en realidad, fue toda una revolución de orientaciones sexuales. En términos psiquiátricos tradicionales, los heterosexuales se hicieron, de la noche a la mañana, bisexuales. En otras palabras, dejaron de recoger mujeres y optaron por hombres travestis.

¿Puede ser ésto posible?¿Es tan elástica la orientación sexual como para que los travestis hayan logrado “convertir” así de fácil a hombres que hasta ese momento eran heterosexuales? La respuesta es sí y no. Por un lado, es evidente que la nueva clientela debió surgir de algún lado y no por generación espontánea. Los clientes del Líbano no tenían carro, ni dinero, ni forma de trasladarse a la otra zona. Como vimos, se trataba en su gran mayoría de jornaleros y desempleados. Los nuevos clientes de la zona de la Clínica Bíblica, según se desprende de las entrevistas con los travestis, no solo poseen vehículo (indicador de que pertenecen a la clase media en países tercermundistas), sino que son profesionales y empleados de cuello blanco. Por estas razones, la clientela es “nueva” en el sentido de que no proviene de la anterior. Por otro lado, la “conversión” de estos nuevos clientes no fue inmediata ni estuvo exenta de problemas.

Cuando indagamos con más detenimiento acerca de quiénes fueron los primeros travestis que se trasladaron a la zona de la Bíblica, percibimos una posible respuesta a nuestra inquietud: los pioneros fueron los travestis que“paquetean”. Ésto significa que eran tan femeninos que “engañaban” a cualquiera. En otras palabras, un primer paso hacia la conquista del nuevo espacio se dio pormedio de los travestis que parecen mujeres. Éstos “engañaron” a los clientes de las trabajadoras del sexo e iniciaron su apertura sexual.

Susy, por ejemplo, recuerda que en los primeros años “me iba solita y me paraba con otras prostitutas en la zona de la Bíblica”. Según ella, al principio “nadie sospechaba que era un hombre”, ni los clientes ni las trabajadoras del sexo. Cuando se montaba en un vehículo, algunos clientes solían “echarme” cuando averigua ban la realidad. Sin embargo, poco a poco “entró la coca y los tipos se moteaban con una y empezaron a dejarse tocar", nos relata. “Después de unos meses”, continúa, “tenía varios clientes que me decían que sentían más ricoconmigo que con las prostitutas. Éstos me recomendaban con sus amigos y me pedían que llevara a otras compañeras. Al principio, invité a otras que ‘paqueteaban’ pero gradualmente fui llevando otras más masculinas, hasta que la voz se regó de que los clientes querían travestis de todo tipo”.

Ésto mismo sucedió con Zoila. Ella nunca recurrió al Líbano para ligar porque es tan femenina que ningún hombre, a simple vista, puede reconocerla. Su lugar de ligue era la zona de la Bíblica y el Paseo Colón (una de las principales avenidas de San José). Ella confiesa que “años atrás había más dificultad para ligarse hombres machos pero ésto se hizo cada vez más fácil”. De acuerdo con su percepción, “los travestis se pusieron de moda en el comercio sexual de la calle. Las prostitutas no eran competencia porque estaban muy deterioradas y eran poco ingeniosas en la cama”, concluye ella.

Los nuevos clientes pasaron por un cambio gradual de gustos y de preferencias sexuales. El fenómeno parece surgir por accidente. De no haber emigrado a esta zona de trabajo uno que otro travesti, estos hombres posiblemente seguirían ligando con trabajadoras del sexo. Al principio, posibleme nte opusieron resistencia al encontrar que habían sido “paqueteados”. Sin embargo, los clientes aprenderían a disfrutar de los travestis y a incrementar su demanda. Un tiempo después, la zona se llenaría totalmente de travestis y las trabajadoras del sexo debieron emigrar hacia otros lugares. La “conversión” se hacía realidad. No obstante, deberíamos hablar de una “conversión” a medias ya que la mayoría de los clientes, como veremos, continuaría con un comportamiento predominantemente heterosexual, con visitas esporádicas a los travestis.

Este fenómeno merece una explicación. Para este estudio no fue posible entrevistar a una buena cantidad de clientes como para poder corroborar su conversión a la bisexualidad. La evidencia la obtuvimos indirectamente. Una ha sido la anotación de placas y modelo de automóvil que han hecho los vecinos del barrio (el tema se analizará más adelante) para denunciar a los clientes. En estas listas se nota claramente que los vehículos pertenecen a personas de clase media y alta. Otra prueba es la información que nos dan los mismos travestis sobre sus clientes. Ellos aseguran que son hombres casados y profesionales. Los entrevistados que vivieron en la zona del Líbano, además, aseguran que estos clientes son distintos de los que visitaban su antiguo lugar de trabajo. Los mismos dueños de casas en la zona de la Bíblica indican que muchos de los clientes que acuden a ligar travestis les eran conocidos. En otras palabras, eran los mismos que recogían a las prostitutas que antes ocupaban estas calles. Finalmente, el fenómeno del “paqueteo” pudo ser visto en funcionamiento en una nueva ola de desplazamiento: los bares heterosexuales. Como se analizará más adelante, una nueva generación de travestis que “paquetean” -la mayoría panameñosha incursionado en lugares hasta ahora exclusivamente heterosexuales. Sus entrevistas demuestran que, como sucedió años atrás en la zona de la Bíblica, los engaños han dado frutos y que una nueva clientela está ingresando al comercio sexual travesti

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La zona de la clínica Bíblica está al suroeste de la capital. Es un área de mucho tráfico y algo oscura que permite cierta discreción. Existen muchos comercios pero también viviendas. Su atractivo para los travestis radica en que no está en la zona roja, que asusta a una clientela de clase media por su mezcla de prostitución, drogas y crimen.

Periódico amarillista.

Pintor costarricense.

Barrio josefino de clase baja.