Las Inquietudes de Shanti Andia by Pío Baroja - HTML preview

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VII

POR EL PACÍFICO

Aunque el plan nuestro era bajar por el Pacífico, hasta llegar alparalelo 50 a 55 al sur, se decidió ponerse en rumbo hacia las islas deTaiti y desembarcar en cualquiera de ellas por lo menos a la mitad delos chinos.

La falta de agua ya no nos preocupaba; los días siguientes a lapacificación del barco estuvo lloviendo en abundancia, y llenamos losaljibes.

Al despejarse el tiempo nos encontramos a la vista de una de las islasde Taiti. Nos fuimos acercando, y pasamos por delante de bahíasestrechas, de una vegetación lujuriante, hasta detenernos en una deéstas.

El capitán bajó a la bodega y habló a los chinos. Les dijo que erandemasiados, que podía ocurrir de nuevo el percance de la falta de agua,que estaban delante de una isla feracísima y que sería conveniente quela mitad por lo menos desembarcaran. Ellos podían elegir quiénes debíanquedarse y quiénes seguir hasta América. Los chinos contestaron quedonde iban unos irían los demás, y decidieron desembarcar.

Salían de la bodega en grupos de treinta, con su hatillo, entraban en laballenera y los llevábamos hasta un arenal de la playa, y cuando habíauna braza de fondo o algo menos, echábamos toda la chinería al agua.Ellos chillaban como gaviotas al ver el mar alborotado; se les recomendóque formaran la cadena, y así fueron llegando a tierra.

Libres de chinos, hubo que limpiar la bodega, que era una verdaderapestilencia.

Comenzamos a marchar hacia el sur, a buscar el estrecho de Magallanes oel Cabo de Hornos, en aquella inmensidad desierta del Pacifico,llevados por la monzón del oeste. Encontramos algunos barcos balleneros,con los que nos pusimos al habla, y nos indicaron la situación exacta enque nos encontrábamos.

En esto se nos acercó un barco que iba a la deriva de una maneradesesperada. Nos hizo señales y nos preguntó si teníamos médico; ledijimos que no, y nos pidió quinina. Buscamos en el botiquín del doctorCornelius, pero no había quinina. Lo único que pudimos enviarles fuéunas cajas de té. El barco aquél se hallaba apestado. La tripulación,enferma de vómito negro, tenía un aire lamentable; estaba formada porhombres harapientos, verdaderos esqueletos amarillos, con pañuelos ytrapos en la cabeza.

Al día siguiente el vómito negro se desarrolló en El Dragón con unagran violencia; uno de los marineros holandeses, Stass, atacado por lafiebre, se levantó de la cama delirando, y, después de cantar unaextraña canción, se tiró al mar. El teniente hizo que toda latripulación sana se alejara en la parte de la popa, y convirtió elcastillo de proa en enfermería. El miedo que se desarrolló entre losmarineros fué tan grande, que nadie quería acercarse a la proa; sesorteaba quién había de dar la comida y el agua a los enfermos, y eldesignado solía ir llevando los víveres en una pértiga larga, los dejabay echaba a correr. De pronto, el español don José se indignó con aquellainhumanidad, y dijo que Cristo nos mandaba cuidar de los enfermos yconsolar a los tristes. Nosotros le oíamos burlonamente y le decíamos:

—Anda, vete tú.

Don José, con gran sorpresa nuestra, se metió en la enfermería a cuidara los enfermos.

Tristán, el de la cicatriz, fué a ver al capitán, y le propuso que semodificaran los libros de a bordo, se cambiara el nombre del barco y nosquedáramos con él. El capitán le dijo que, si volvía a proponerleaquello, le mandaría arrestar.

Tristán, el de la cicatriz, pareció conformarse; pero, no sólo no seconformó, sino que intentó sublevar la tripulación. Era cosa biendifícil, porque casi toda estaba en la convalecencia. Entre el segundocontramaestre, el cocinero y Tristán, el de la cicatriz, hicieron unpacto para apoderarse del barco y formar una asociación de piratas. Unanoche, al entrar en el camarote, se apoderarían del capitán yenarbolarían la bandera negra.

Nosotros sabíamos cómo marchaba la maquinación, y dejábamos hacer a losconspiradores, convencidos de su impotencia. Un día, al anochecer, enque los conjurados comenzaron a gritar, los prendimos y se les cogió elescrito de asociación y un trozo cuadrado de tela negra. Todos fueronarrestados, menos los convalecientes; unos firmaron, otros pusieron unacruz en el papel, por no saber firmar.

El seráfico don José, que fué también de los del pacto de los piratas,se nos murió del vómito.

Verdaderamente, aquel hombre era un santo.Murió reconociendo que era un gran pecador y lamentando no tener un curacatólico a su lado. Los vascos nos libramos del vómito negro y delescorbuto, que comenzó también a presentarse en el barco.

Seguimos navegando, cortamos el paralelo 50° sur por los 102° oestepróximamente, y nos acercamos al continente americano, hacia la isla dela Desolación.

Ya no nos quedaba ningún caso de vómito negro. No le pareció prudente alcapitán intentar el paso por el estrecho de Magallanes, y se decidió adoblar el Cabo de Hornos, a gran distancia de tierra.

Sólo mirando el plano hay para echarse a temblar por aquellos parajes:la isla de la Desolación, el puerto del Hambre, la bahía de laDesesperación.... Acercándose a tierra, no se veían mas que rocaspeladas y bancos de hielo. Hacía un frío terrible, y no se encontraba unrincón donde guarecerse. Pasamos días muy angustiosos, ateridos de frío,y estuvimos a punto de chocar con un enorme banco de hielo que veníaflotando, al que tomamos al principio, entre la niebla, por un barco conlas velas desplegadas.

Descansamos al llegar a las islas Malvinas, en la Bahía de la Soledad.Luego remontamos al norte, atravesando las calmas de Capricornio por los22° oeste, y, aprovechando todo el aparejo en los alisios del sudeste yla corriente brasileña, cortamos la línea hacia los meridianos 18° ó 20°al oeste.

La travesía había sido muy feliz. Ibamos a la altura de San Vicente, ala anochecida, cuando un crucero inglés nos hizo señas de que nosdetuviéramos, y nos lanzó, por primera providencia, una andanada.

El capitán consultó con el teniente y con el contramaestre. Habíabastante viento. Se podía escapar bien. La bruma se nos echaba encima.Después de la conferencia, el capitán mandó poner el barco al pairo.Nosotros mismos, los vascos, estábamos furiosos. Entregar El Dragón alos ingleses, que, con cualquier pretexto, nos ahorcarían, era undisparate. Sabíamos cómo las gastaban los ingleses. Cuando cogían algúnnegrero, solían ahorcar al capitán y vendían los negros por su cuenta;si el barco era sospechoso de piratería, se quedaban con la presa.

Asítrabajaban por la humanidad y por el bolsillo.

A nosotros podían acusarnos de negreros y de piratas. La muerte delcapitán y del médico, mal explicadas, podían comprometernos. Todo estohacía que fuera un disparate el entregarnos.

Sin embargo, y a pesar de que todos protestábamos interiormente, se hizola maniobra, y El Dragón quedó inmóvil. El barco de guerra lanzó unade las chalupas, para que viniera a visitarnos a bordo. La niebla se ibaechando por encima del mar y aumentando por momentos.

Nuestratripulación estaba anhelante. ¿Qué se proponía el capitán? De prontosonó el pito del contramaestre: había que cambiar la maniobra; docehombres treparon con ímpetu por los palos para largar todas las velas yarrastraderas; las lonas, cuadradas y triangulares, se extendieron paracoger el mayor viento, los anillos chirriaban, las vergas eran estiradascon fuerza; foques, petifoques, toda vela utilizable iba a seraprovechada. Las velas dieron un parchazo furioso en los palos, y algunase rasgó; El Dragón, como asombrado, dió un bote terrible, se inclinóhasta hundir la proa en el agua, se tendió al viento y se lanzó a lacarrera.

—¡Hurra! ¡Hurra!--gritamos todos, entusiasmados.

—¡Callaos!--dijo el capitán.

El barco de guerra se dió cuenta de la estratagema y comenzó adispararnos cañonazos; pero sólo nos hicieron sus granadas algún agujeroen las velas. Tristán, el de la cicatriz, propuso que contestáramos conel fuego de uno de nuestros cañones; pero el capitán le ordenóenmudecer.

A la mañana siguiente sacamos velas del pañol y substituímos las quellevábamos rotas. La suerte hizo que amainara el viento; navegábamos conuna gran lentitud; íbamos desviados del derrotero general de los buques,intencionadamente.

De pronto, al caer de la tarde, vimos que aparecía el crucero inglés.

—Lo que yo me temía—murmuró el capitán—. Estas cosas tienen segundaparte.

El navío se encontraba en aquel momento en mejor situación que nosotros,y pudo acercarse con relativa rapidez. Nosotros largamos todas las velasy tiramos los cañones al mar, para aligerarnos de carga. Al ponerse atiro nuestro perseguidor, izó la bandera inglesa, y, sin más preámbulos,no soltó una andanada, que hizo caer sobre la cubierta de El Dragón una verdadera lluvia de pedazos de madera, de poleas y de cuerdas.

Una de las velas se rajó en dos pedazos y cayó echa un montón depingajos, con un trozo de astilla que dió en la cabeza a uno de nuestroshombres y lo dejó muerto. A la segunda andanada, el palo mayor quedóhecho trizas, como el tubo de una pipa de barro, y mató a otro marinero.

Se izó la bandera holandesa; fué inútil. El crucero inglés no cesó elbombardeo.

Nuestro capitán iba dando órdenes desde la toldilla; echamos el palomayor al mar, y seguimos navegando. Al mismo tiempo mandó botar laballenera, la izamos tirando de las cuerdas, y la bajamos al mar por ellado contrario adonde se encontraba el inglés. Se ató la rueda delgobernalle de El Dragón.

Tristán, el de la cicatriz, dijo al teniente que, si no le parecía mal,iba a abrir un boquete al barco. El capitán no replicó.

El de la cicatriz y Old Sam bajaron con un berbiquí, un cortafrío y unmazo a la bodega, y se les oyó golpear por dentro largo rato.

Al cabo de un momento salieron los dos a cubierta.

El capitán llevó los planos y los instrumentos de su cámara a laballenera; algunos sacamos de nuestros cofres el dinero que guardábamos.Ryp, el cocinero, registró los armarios de Zaldumbide y vino ayudado pordos amigos con tres cofres de latón.

Otros, por orden del teniente, bajaron los rifles. Embarcamos tres cajasde galleta, agujas, tijeras, todo lo que pudimos.

La ballenera llevaba un barril de agua y una linterna, que nos serviríapara mirar de noche la brújula. Íbamos remolcados por El Dragón yprotegidos por él, cuando el capitán cortó la amarra y comenzamos aalejarnos del barco a fuerza de remos.

El Dragón siguió navegando, hundiéndose lentamente; algunas de lasgranadas de los ingleses cayeron en el agua a poca distancia denosotros. Los del crucero temían, sin duda, alguna estratagema, porqueiban acercándose despacio al barco abandonado.

De pronto, El Dragón se detuvo y se puso a oscilar. Parecía un animalmoribundo. La proa fué hundiéndose, hundiéndose ... hasta desaparecer enlas aguas, y la popa se levantó en el aire.

Luego la popa fué bajando y metiéndose en el mar y se formarontorbellinos y grandes olas encima.

Las velas fueron desapareciendo majestuosamente y no quedó ni rastro de El Dragón.

Al hacerse de noche izamos la vela de la ballenera y comenzamos anavegar hacia el norte. El capitán quería apartarse del derroterohabitual y desembarcar en alguna de las Canarias. Al enterarse de quehabían bajado los cofres de Zaldumbide, dijo que lo mejor era tirarlosal mar; pero viendo la protesta de todos, decidió acercarse a la costaafricana, enterrar allí los cofres en un sitio seguro y volver a lasCanarias. Todos convinimos en que era lo más prudente. Llegar a una deaquellas islas con cajas llenas de oro, podía parecer sospechoso. A todoesto, no sabíamos a punto fijo lo que había dentro.

Al día siguiente, a media tarde, comenzamos a ver la costa africana; unacosta baja, de arena que brillaba al sol, con alguna colina de trecho entrecho.

Debíamos estar cerca, por lo que dijo el capitán, de la colonia españolade Río de Oro; se veía alguna que otra cabaña de moros salvajes ydesharrapados. No nos pareció conveniente desembarcar allá, a pesar deque estábamos hambrientos. Pasamos por entre las islas Canarias y lacosta de Africa, hasta que, al llegar a la desembocadura de un río, nosdetuvimos. Había en las orillas algunos árboles aislados que parecíanolivos. Este árbol, el argán, tiene un fruto parecido a la aceituna,aunque más redondo y amarillo.

A la hora de remontar el río nos detuvimos delante de una fortalezaarruinada. Dicen que por allí, en los límites del Atlas, se encuentranestos poderosos castillos antiguos. Nadie sabe quién los ha construidoni contra qué clase de enemigos se hicieron. El castillo aquél era depiedra labrada y de torres con arcos.

Inmediatamente de llegar abrimos apresuradamente los cofres deZaldumbide. El primero produjo un gran desencanto: había dentro unaporción de baratijas de las que se empleaban para regalar a losreyezuelos africanos. Los otros cofres costaron mucho trabajo abrirlos,y los encontramos llenos de monedas de oro y de joyas.

Todos hubiéramos querido apoderarnos de aquellas riquezas; pero al oíral capitán que no estábamos en seguridad porque el crucero inglésandaría buscándonos, decidimos enterrar los cofres.

El capitán nos indicó una peña cónica como el mejor punto para guardarel tesoro; nosotros hicimos un agujero al pie de esta peña y enterramoslos tres cofres.

Habíamos acabado esta operación, cuando se presentaron media docena demoros, sarnosos, desharrapados, armados con fusiles antiguos. Habíanpensado, sin duda, sorprendernos; pero al vernos en mayor número ytambién armados, se manifestaron como amigos.

Les propusimos cambiarles un rifle por dos corderos y ellos aceptaron.El capitán dijo que sería prudente que nos fuéramos a la ballenera, puesestos moros eran todos traidores. De paso dejamos sin un fruto losárboles de argán que fuimos encontrando. Nos metimos en la ballenera yquedó uno de guardia en un alto. Estábamos esperando, cuando sonó unadescarga cerrada, y el centinela y cuatro de los que estaban a mi ladocayeron a tierra. Entre ellos, Burni. Me acerqué a él, pero estabamuerto. Toda una partida de moros avanzaba escondiéndose.

Nos metimos en la barca y remamos con furia hacia el centro del río; lacorriente nos llevaba hacia el mar; así que nuestra única preocupaciónfué alejarnos de la orilla. Los moros aparecieron a la descubierta.Algunos de ellos se metieron valientemente en el agua, y dos sequisieron subir en la ballenera; Arraitz le dió a uno tal golpe en lacabeza con la culata del rifle, que los sesos saltaron por el aire. Elotro huyó. Los de la orilla siguieron disparando. Ya no nos hicieronninguna baja; en cambio, nosotros tuvimos el gusto de tumbar una docenalo menos de aquellos sarnosos.

Salimos de allá con la intención de coger la isla de Lanzarote.

A los dos días nos cogió un temporal del sudoeste, y como el viento,aunque muy fuerte, era manejable, concebimos la esperanza de llegarpronto a las Canarias. A la luz de la linterna, el capitán, con labrújula, estudiaba el plano.

Después de recibir encima del cuerpo chubascos y más chubascos que nosempaparon hasta los huesos, dimos vista a Lanzarote. Se revelaba la islacomo un nubarrón sobre el mar. Nos acercamos llenos de esperanzas,cuando un demonio de cutter velero nos dió el alto disparándonos uncañonazo. Era imposible resistir. El capitán mandó atar un pañueloblanco en un remo, en señal de que nos rendíamos.

No sabíamos si este cutter estaba avisado por el otro buque que noshabía dado caza anteriormente, pero pronto no nos cupo duda al ver alcrucero grande acercarse a nosotros.

La serenidad del capitán no se desmintió en aquel instante. A medida queavanzábamos hacia los dos barcos ingleses, fué diciéndonos lo que nosconvenía declarar y lo que teníamos que ocultar en beneficio común.Además, nos explicó lo que cada uno podía alegar en su propia defensa.

El negocio de los chinos lo hacían únicamente el capitán Zaldumbide, elmédico y el portugués Silva Coelho; a éstos los habían matado los chinospor haberles engañado. Respecto a la trata, nadie sabía nada. Si elbarco se había dedicado a este negocio, era antes de que entráramos enél.

El capitán se mostró tal como era, sereno y tranquilo. Llegamos al buqueinglés; nos fueron interrogando a todos, y todos contamos, poco más omenos, la misma historia, con los mismos detalles, haciendo lo posiblepara evitar nuestra responsabilidad.

Yo me permití abogar por el capitán y decir que era un hombre caído endesgracia, pero honrado y justo como pocos.

La serenidad le salvó al capitán y quizá también nuestros informes. Elinglés, que es muy perro, no necesita muchos expedientes para ahorcar aun capitán sospechoso de piratería. No en balde han pirateado ellosdurante cientos de años.

Tristán, el de la cicatriz, se manifestó rebelde y lo castigaron variasveces. Los demás, los marineros, fuimos tratados con poca severidad,obligados únicamente a hacer las faenas penosas.

Llegamos a Plymouth; estábamos ayudando a la maniobra del Argonauta,así se llamaba el navio inglés en que íbamos prisioneros, cuando pasó unbarco francés a poca distancia. Al verlo me eché al agua sin que nadielo notara y pude agarrarme al ancla.

Llegué a Dunkerque y me embarqué en una goleta de ciento cincuentatoneladas, para ir a Islandia a la pesca del bacalao. Estuve unatemporada en las islas de Loffoden y vine por casualidad a Burdeos acomponer las velas, y aquí me quedé; puse una cordelería, me casé y micomercio fué prosperando.

De la suerte de los demás ya no supe nada. Yo había tomado el caminoderecho, y desde entonces me empezó a salir todo bien. Esta ha sido mihistoria.

Dejó de hablar el viejo y se me quedó mirando con sus ojos grises.

—¿Quién cree usted que sería el verdadero Ugarte de los dos?—lepregunté yo—. ¿El de la cicatriz o el otro?

—El de la cicatriz, seguramente. El otro, sin duda, no quiso dar sunombre.

Me despedí de Itchaso y me fuí a mi barco.

No me cabía ninguna duda de que mi tío Aguirre había navegado en ElDragón. Lo que no comprendía era por qué Ugarte le había cedido sunombre.

Para cerciorarme de la verdad de lo dicho por el viejo de Burdeos,encargué al abogado de la Compañía, por cuenta de la cual yo navegaba,que se enterase en Londres de si entre las presas hechas hacía unostreinta años aparecía la de la ballenera de El Dragón.

No tardaron en encontrar lo que yo pedía, y, efectivamente, me enviaronuna relación de cómo se había apresado la ballenera de este brick-barcasospechoso de piratería, a la altura de las Canarias, y una lista de latripulación, en la cual se encontraban los nombres de Juan de Aguirre yTristán de Ugarte.

Que había una relación estrecha entre estas dos personas era indudable.¿Pero cuál? No podía comprenderlo.

LIBRO QUINTO

JUAN MACHIN, EL MINERO

I

MALA NOTICIA

Todas las preocupaciones que me servían para olvidarme un poco de misinquietudes amorosas fueron pronto desechadas al recibir una carta deGenoveva, la hija de Urbistondo.

Genoveva me decía que Juan Machín, el poderoso minero de Lúzaro,galanteaba a Mary. Ella no le hacía por ahora el menor caso, pero él laperseguía y la asediaba cada vez con más ahinco.

El barrio entero de pescadores se hallaba preocupado con talpersecución.

Al recibir aquella carta me dispuse a ir a Lúzaro; antes pensaba enesperar a reunir algún dinero para casarme; ya no vacilé, decidi casarmeen seguida. Si Mary quería, por supuesto.

Pasaria unos dias en Lúzaro,pondriamos la casa en Burdeos y me iría a navegar.

Firme en mi decisión, escribí a la Compañía, pregunté en el puerto sialgún barco zarpaba hacia la costa de España y me metí en un vapor queiba a Bayona.

Recuerdo que hacía un tiempo de agosto, pesado, horrible. Los ojos sequemaban contemplando las playas arenosas, las dunas amarillentas, losestanques rodeados de pinos y la reverberación del mar.

Venía en el barco un indiano vascongado que embarcó en Buenos Aires enmi barco. En todo el viaje de América a Europa no se atrevió a hablarme.Debía de ser hombre muy tímido. Luego, en el vapor que nos llevaba aBayona, se acercó a mí y hablamos. Había pasado veinticinco años en laspampas hasta enriquecerse. No tenía familia y no sabía qué hacer ni endónde fijar su residencia.

Era todavía un hombre en pleno vigor, grueso, fuerte, de faccionesnobles, de pelo gris.

Me dio mucha pena, y al oírle olvidé mis preocupaciones. Aquel hombreera un Hamlet, un Hamlet campesino, uno de los hombres que me hanproducido una impresión más triste y desconsoladora.

Este Hamlet indiano me recordó esa canción vasca de un epicurismo algogrotesco, que dice así:

Munduan ez da guizonic

Nic aña malura dubenic

Enamoratzia lotzatzenau

Ardo eratia moscortzenau

Pipa fumatzia choratzenau

¡Ay zer consolatucotenau!

(En el mundo no hay hombre de tan mala suerte como yo. El enamorar meavergüenza, el beber vino me emborracha, el fumar en pipa me marea. ¡Ay!¿Qué me va a consolar a mí?) Llegamos este Hamlet indiano y yo a Bayona, y yo tuve la suerte deencontrar un patache de cabotaje que iba a Lúzaro: el Rafaelito. Salíaal amanecer. Llevé mis baúles a la barca, me tendí, apoyado en un rollode cuerdas, y esperé impaciente la salida. Tenía esperanzas de quehubiera viento, porque la espuma del mar resplandecía mucho en laobscuridad.

Antes de amanecer nos pusimos en franquía. No había brisa aún, el marestaba tranquilo, las estrellas brillaban con un gran fulgor.

Veía ir y venir a las sombras de los marineros por la cubierta y sentíalas pisadas de sus pies desnudos.

Sonaron las tres en el reloj de la catedral de Bayona, y el patrón diola orden de partir. Había seis hombres, cuatro marineros, el timonel yun grumete.

Salimos llevados por la corriente del Adour, cruzamos por el Boucau, yal rayar el alba, a fuerza de remos, pasamos la barra.

Los marineros retiraron los remos. Las garruchas de las dos velascomenzaron a chirriar, los anillos corrieron por las cuerdas y unaobscura forma se levantó en el aire, encima de mí. No se movía ni unaráfaga de viento. La noche estaba tranquila y húmeda. A lo lejosbrillaba con intermitencias la luz roja del Cabo Higuer.

De pronto la vela se agitó temblorosa, se distendió como con unlatigazo; el barco se inclinó de costado y comenzó a deslizarse volando.El patrón se colocó en la caña del timón y los marineros se sentaron enlas bordas. El mar se cortaba bajo la proa del barco y cuchicheabadulcemente, íbamos dejando una estela blanca, brillante, a la luz delamanecer.

El sol comenzó a abandonar las olas y a subir en el cielo claro ylimpio, ahuyentando la bruma; las velas se teñían por el rojo solnaciente y se hinchaban cada vez más. El patrón hablaba a sus hombres yles ordenaba tirar de las cuerdas para recoger las velas de cuando encuando. El grumetillo cantaba a proa una canción vascongada. Era unacanción al mismo tiempo alegre y melancólica, monótona y llena devariaciones.

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Pasamos por delante de Biarritz, con sus rocas, y comenzamos a avanzarpor delante de esa línea de dunas blancas que forma la costavasco-francesa hasta llegar al promontorio pizarroso de Socoa. Larrunapareció cortando el cielo, y más lejos, los montes de España.

El viento había aumentado; el Rafaelito volaba como una gaviota; lacosta, despejada de brumas, formada por cantiles obscuros, se veía claray distinta.

Los cuatro marineros del patache, obedeciendo la orden del patrón,comenzaron a meter a golpes de mazo una cuña grande al palo más altopara inclinarlo a barlovento.

Estos pataches de cabotaje, como algunas barcas pescadoras, tienen tanmalas condiciones marineras, que les es necesario inclinar los paloshacia donde viene el viento, por poco que sea éste fuerte. Marchan afuerza de habilidad; cualquiera racha huracanada los puede tumbar.

Un poco antes del mediodía cambió el viento; íbamos dejando atrás lacosta francesa, sus suaves y bajas colinas, sus dorados arenales y suslajas pizarrosas carcomidas por el mar.

Pasamos Hendaya y Fuenterrabía, dormidos al sol en las márgenes delBidasoa. Estábamos delante de Jaizquibel. Era hora de comer. El grumetetrajo una cazuela de patatas con bacalao, y comimos todosfraternalmente.

La brisa era cada vez más débil; íbamos avanzando despacio por la costaguipuzcoana.

El comenzar de la tarde fue sofocante; el sol derramaba una lluvia defuego; el mar se extendía tranquilo, apenas rizado, sin más olas quealgunas pequeñas ondulaciones; con la respiración rítmica de un buenmonstruo dormido, el agua, soñolienta, reflejaba la costa con todos susdetalles en la claridad de aquella tarde perezosa y espléndida. Yomiraba estas aguas sin pensamiento, con una vaga tristeza.

De cuando en cuando el grumete volvía a su canción. A lo lejos veíamosvagamente los pueblos y el mar, muy azul, con un azul de Prusía, cercade la costa. Las rocas de los acantilados aparecían ribeteadas por unalínea negra dejada por la marea, y los arenales húmedos brillaban alsol.

Antes de llegar a Orio, el viento cesó por completo y las velas quedaroninmóviles, arrugadas en sus grandes pliegues, como muertas en la calmaabsoluta de la tarde.

Uno de los hombres del patache y el grumete echaron sus aparejos depesca, mientras los demás marineros sostenían una larga conversación envascuence acerca de las divisiones de las cofradías de pescadores deLúzaro.

Pasamos así horas, inmóviles, en el mismo sitio. La languidez de latarde había acabado con mi impaciencia.

Serían las cinco o cinco y media cuando el mar comenzó a rizarse conolas redondas, blandas, que fueron tomando anchura y cuerpo con rapidez.El chico se subió por el palo del patache, como una ardilla, a arreglaruna polea.

El viento volvía de nuevo; comenzamos a navegar despacio. Cruzamos pordelante de la costa alta y escarpada de Orio, pasamos el arenal deZarauz y dejamos atrás el monte de San Antón, que se dibujaba sobre elmar como una ballena de color gris.

El sol bajaba en el horizonte, inclinándose hacia el mar; su disco rojoiba dejando las olas como formadas por un metal fundido. En el cieloaparecían nubes de colores pronunciados y brillantes; dragones de fuegoagitándose en la boca de un horno.

Las grandes nubes escarlatas, los stratus obscuros en forma de peces,acabaron por ocultar el sol. En algún momento se abría una abertura ysalía un haz de rayos que llenaba el mar de reflejos de color de rosa ymorados, reflejos que no llegaban al interior de las olas, porque éstas presentaban su hueco ensombra de un tono azul verdoso muy pronunciado.