Las Inquietudes de Shanti Andia by Pío Baroja - HTML preview

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—¿Y usted la tiene miedo?

—Yo, no.

—Pues vamos a entrar en su casa.

—Vamos.

Entramos en la cueva. No estaba, como en mi tiempo, llena de malezas,sino completamente limpia; en el fondo había una cama de paja, de algúnpastor.

—¿Dónde estás, Egan-suguia? —dijo Mary—. Ven, que queremos hablartey darte las gracias porque nos prestas tu casa. ¡No aparece!

—Estará haciendo algún recado—repliqué yo—. Quizá se haya perdido porel monte o ande buscando un paraguas por las calles de Lúzaro.

—¡Pobrecita! ¡En una cueva así debe tener mucho frío! Yo no creo queesa Egan-suguia sea tan mala como dicen. Si se comiera los niños, aquíestarían los huesos, y no hay nada.

—Es que tiene el estómago fuerte y la picara de ella se los traga.Ahora, Mary, ¿qué hacemos?

¿Quiere usted que vaya a Lúzaro y venga conun paraguas?

—No; sentémonos. Ya pasará la lluvia.

—¿Y qué vamos a hacer?

—Hablaremos.

Nos sentamos en el suelo.

Mary me preguntó adónde iba a llevarla; le dije quién era la mujer deRecalde y cómo vivía; luego me interrogó acerca de lo que pensaba haceryo; le expliqué cómo tenía que embarcarme, lo que ganaba, cuándovolvería, todo.

Hablamos muy seriamente largo rato. Al cabo de algún tiempo cesó dellover y salimos de la cueva.

—¡Gracias, Egan-suguia! ¡Muchas gracias!--dijo Mary—. ¡No es verdadque comes a los chicos; eres muy buena y prestas tu casa a los que vanpor el monte! Adiós!

Llegamos a Lúzaro y llevé a Mary a casa de Recalde. Ella estabatranquila, pensaba que tendría que trabajar pronto. En cambio, miinquietud era grande. Comprendía que estaba enamorado. Mary, casi niña;yo, casi viejo, y teniendo que ausentarme continuamente. Mis amorescomenzaban mal.

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LIBRO CUARTO

LA URCA HOLANDESA. «EL DRAGÓN»

I

EL CAPITÁN DE LA «DAMA ZURI»

De la Compañía de vapores de Bilbao a Liverpool, pasé a otra detras-atlánticos de la línea de Burdeos a Buenos Aires. El corto tiempoque tenía licencia lo aprovechaba para llegar a Lúzaro y ver a mi madrey a Mary.

Mary iba acomodándose a la vida sedentaria, y comenzaba a trabajar demodista. Nos escribíamos en todos los correos; yo la llamaba a ella «miquerida Mary», y ella «mi querido Shanti». Muchas veces me decía enbroma: La Egan-suguia nos protege. Yo no le había dicho claramente queestaba enamorado de ella y que aspiraba a hacerla mi mujer.

Mi madre sabía que el médico de Elguea había certificado la muerte de supresunto hermano a nombre de Tristán de Ugarte, y quería creer que elparentesco con el capitán de Bisusalde era un engaño. A pesar de esto,como la conducta de Mary en casa de Cashilda era buena, comenzaba asentir por la muchacha cierta simpatía.

Yo tenía que vivir desesperado en el vapor. Cumplía los deberes de micargo como un autómata. Mis pensamientos estaban en Lúzaro.

Solía encerrarme en mi camarote, teniendo su retrato delante de losojos. ¡Qué largos me parecían estos días de navegación! ¡Qué horribleeste cielo azul de los trópicos!

A la vuelta de mi viaje, cuando perdía de vista por las noches la Cruzdel Sur y comenzaba a divisar la Estrella Polar y las dos Osas, mesentía tranquilo.

Al acercarnos a Europa, al oír las sirenas de los vapores dando suslargos alaridos, experimentaba una alegría infinita. Si tenía ocasiónpropicia, al llegar a Burdeos tomaba un vapor, aunque no fuese mas quepara pasar un día en Lúzaro. Si no, me quedaba en el barco, escribiendoa Mary.

La cuestión del nombre de mi tío Juan de Aguirre, que a veces mepreocupaba, se aclaró en Burdeos. Un viejo marino retirado, que teníauna tienda de objetos náuticos, y que navegó con mi tío Juan, me dionuevos datos acerca del padre de Mary.

Un día estaba haciendo los preparativos para zarpar, cuando recibi lavisita del capitán de la goleta Dama Zuri, que me traía una carta derecomendación de mi amigo Recalde. La Dama Zuri era una goleta de trespalos, blanca como una gaviota y airosa como un cisne.

El capitán deseaba buscar aparejos para su barco; le habían dicho queallí, en Burdeos, se hacían los mejores y más baratos, y que la gente deBayona y de la costa vasco-francesa se entendía para esto con uncomerciante vascongado.

Acompañé al paisano en busca del comerciante; preguntamos en unacordelería de la orilla del río, y nos dirigimos a una tienda de objetosnavales del muelle de Borgoña, casi en el centro de la población.

Era una covachuela a más bajo nivel de la calle, que tenía unosescalones desde la acera. En el escaparate, ancho y de poca altura, seveían fanales de barco, rodeados de alambres gruesos y dorados;cronómetros, cámaras de bitácora, correderas, sextantes, catalejos yotros muchos instrumentos. Se mostraban, además, cables metálicos,rollos de amarras, de relingas, de cordajes en cáñamo, anclas, argollas,impermeables blancos y negros y otros muchos objetos navales, de lona,fabricados en Angers y en Burdeos, y diversos aparatos de pesca y latasde conservas inglesas.

La tienda exhalaba un olor de alquitrán, muy agradable. En el cristaldel almacén, escrito con letras negras, se leía un nombre medio borrado:Fermín Itchaso.

Entramos en el establecimiento el capitán de la Dama Zuri y yo. Habléyo con un hombre joven que nos salió al encuentro, y que no comprendíael vascuence. El capitán, paisano mío, no sabía el francés, y queríaentenderse directamente con el comerciante. En vista de esto, el jovendijo que esperáramos un momento a que llegara su padre.

No tardó mucho en venir. Era un hombre viejo, encorvado por la cintura,con el pelo blanco y la pipa en la boca. Vestía de negro, la cararasurada, la boina grande, de gascón; llevaba patillas cortas, que entrelos marinos franceses solían llamar patas de conejo, y por debajo de lamanga se le veían en las dos muñecas unas anclas tatuadas, de colorazul. Tenía la nariz larga, los ojos pequeños, las cejas como pinceles yun rictus sardónico en los labios.

Al decirle su hijo que éramos vascos, levantó los brazos al aire congrandes extremos.

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—¿De qué pueblo?—nos dijo en vascuence.

—De Lúzaro.

—¿Españoles?

—Sí.

—Yo soy vasco-francés. Nuestra tierra es muy buena, ¿eh? Yo no digo quela Gironda sea mala, no. Es un país rico; pero la tierra vasca es otracosa.

Luego, mirándome con fijeza, me preguntó:

—¿De qué pueblo habéis dicho que sois?

—De Lúzaro.

—¡Lúzaro!--exclamó el viejo—. Yo he conocido a alguien de Lúzaro. ¡Ah,sí!--añadió, llevándose la mano a la frente—. El piloto de El Dragón... Tristán, Tristán de Ugarte.

Tristán de Ugarte era el nombre con que el médico de Elguea habíaextendido la partida de defunción de mi tío, y El Dragón el nombre delbarco en donde había navegado Juan de Aguirre, según me contó FranciscoIriberri.

—¿De manera que usted ha conocido a Tristán de Ugarte?—preguntó elviejo.

—Sí. ¿Usted también lo ha conocido?

—¡Ya lo creo! ¡Era pariente mío!

—Es verdad ... Se parece usted a él en la voz..., en algo, no sé en qué... ¿Y qué fué de su vida?

—Murió hace unos meses.

—¿En España?

—Si.

—¿Con quién vivía?

—Con su hija y con un criado, alto, rojo ...

—¿Escocés, quizá?

—Si.

—Allen: lo recuerdo.

—¿Y en qué condiciones le conoció usted a mi pariente?—le dije.

—¿Está usted para bastante tiempo aquí, mi oficial?—me preguntó elviejo.

—Mañana por la mañana he de zarpar para Buenos Aires.

—Pues si no tiene usted algo más importante que hacer, venga usted estatarde a las cinco; le contaré lo que sé de Ugarte.

—Muy bien. A las cinco estaré aquí.

—Ahora, vamos—añadió el viejo, dirigiéndose al capitán de la DamaZuri—, a nuestros asuntos.

Me despedí del capitán y de Itchaso, fuí a mi barco, y a las cinco enpunto estaba en el muelle de Borgoña, en la tienda de objetos navales.

El viejo Itchaso me esperaba, e, inmediatamente de llegar, me pasó a uncuarto pequeño con una ventana que daba al muelle.

Desde allí se veían los mástiles entrecruzados de las fragatas ybergantines, de las goletas y pailebots.

Había en el cuarto, en un armario, varios libros, y entre ellos el Diccionario filosófico de Voltaire.

—Este libro es mi amigo—me dijo el viejo, señalándolo.

—¿No es usted religioso?—le pregunté yo.

—No, no. No creo en supersticiones.

Itchaso tenía preparada una botella de vino de Burdeos, añejo, queconservaba en el casco polvo y telarañas. Llenó dos copas; luego levantóla suya, y dijo:

—Por el país vasco, mi oficial.

—Por España.

—Por Francia.

Chocamos las copas, bebimos, y el viejo comenzó su narración de estemodo: II

NARRACION DE ITCHASO

LOS DOS CAMINOS DEL MARINO

—Soy de Guethary, un pueblo pequeño próximo a España, y que quizá ustedconozca. Allí pasé mi infancia. Sabrá usted tan bien como yo que losvascos nunca hemos sentido gran entusiasmo por el Ejército ni por laMarina de guerra. Yo no fuí una excepción; por el contrario, la quintame indignaba; un hermano mío murió en Argelia; el otro estaba sirviendoen un navío del Estado; la tierra de la familia no se podía cultivar, ymi pobre padre me recomendó que fuera a América.

A los diez y seis años hice un viaje no muy feliz a Terranova, degrumete. Casi todos los vascos que íbamos a la pesca del bacalao nosreuníamos en Saint-Malô; arrendábamos unas cuantas barcas y marchábamosa pescar a las islas de Saint-Pierre y Miquelon; pero los arrendadoresnos daban goletas viejas sin condiciones marineras, llenas de agujerostapados con estopa. En el viaje que yo fuí de grumete naufragaron unaporción de barcos, y más de cincuenta hombres de aquella costa seahogaron.

No había para mí porvenir de ninguna clase en el país; no tenía dinero,y antes de que viniese la odiosa quinta, decidí ir a Brest o aSaint-Malô, con intención de pasar a Inglaterra y embarcarme paraAmérica.

Usted conocerá seguramente la ciudad de Brest, cuya rada es magnífica.Al día siguiente de llegar allí, paseaba por los muelles, contemplandola punta del Cuervo y la de los Españoles, la embocadura del río Elhorn,y en el puerto las fragatas, los bricks, los vapores y las largaschalupas de cincuenta remos, tripuladas por los forzados. Estabacansado de andar sin objeto y sin rumbo, cuando se me acercó un marinerode buenas trazas, hombre afable, que se puso a hablar conmigo.

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En aquella época, el puerto de Brest se cerraba al anochecer, por mediode una enorme cadena de hierro tendida de una orilla a otra, y se abríaal estampido de un cañonazo, a la hora de la diana.

En el momento que encontré a aquel marinero estaban cerrando el puerto.Yo no conocía a nadie, y me alegré de relacionarme con alguien quepudiese darme una orientación. Le dije a mi nuevo conocido que no teníaplaza en ningún barco, que deseaba ir a América, y le enseñé miscertificados de buena conducta.

El hombre me dijo:

—No se apure usted. El mundo es grande, y, sabiendo trabajar, se vivesiempre. Venga usted conmigo.

Le seguí, y me condujo a una posada de marineros de la calle de laSouris, calle estrecha, infecta, sombría. Bajamos unas escaleras,hablamos y bebimos. Sin duda, yo bebí demasiado.

Recuerdo que me eché adormir sobre la mesa, y cuando me quise dar cuenta de dónde estaba, meencontré, como por arte de magia, a bordo de un gran buque, que salía enaquel instante de la rada de Brest. Pasábamos por delante del Fuerte delDiablo, cuando oímos el cañonazo indicando que se abría el puerto.

El barco en donde estaba era un barco negrero. Me dijeron que me habíacomprometido la noche anterior en la taberna. Yo, la verdad, norecordaba nada. Después comprendí, viendo cómo a otros los cazaban, loque hicieron conmigo. A unos les emborrachaban sencillamente; a otrosles solían dar opio y los llevaban a los barcos de noche, por delante dela policía, como marineros borrachos.

Ya en el barco me pintaron el porvenir de color de rosa; me dijeron quepodía hacerme rico, y yo dije: Bueno, sigamos adelante.

El hombre, en la vida y en el mar, no tiene mas que dos caminos: eltorcido y el derecho.

Mientras se marcha por el camino torcido, esinútil hacer cosas buenas; va uno dando tumbos y tumbos, perdiendo lasvelas, hasta que queda uno desarbolado. Entonces lo único que hay quehacer es cambiar de derrotero ... si se puede, porque lo demás esinútil.

El barco en donde acababa yo de entrar involuntariamente era un barcomoderno para la época: un barco de carga con gran bodega, una verdaderaurca holandesa, de aquellas que llamaban urcas mayores. Desplazaría deseiscientas a setecientas toneladas, tendría unos ciento sesenta ociento ochenta pies de largo y más de treinta de ancho.

Como barco de carga destinado al transporte de mercancías, era un tantopesado; de figura muy redonda, casi igual a proa que a popa, tenía unacubierta, sollado a proa para la marinería, cámaras en popa y todo lodemás preparado para bodega. Como la generalidad de los barcos deentonces, no tenía puente; su aparejo era de corbeta o brick-barca demucho volumen.

Navegaba en aquel momento en lastre y enseñaba dos piesde cobre fuera del agua.

Se llamaba El Dragón, nombre que trascendía a barco pirata.

El Dragón era de una Sociedad franco-holandesa para la trata denegros, que tenía sus principales accionistas en Amsterdam, Saint-Malô yNantes. Esta Sociedad no firmaba mas que por sus iniciales: V.d.H., Z. yC.'ía.

Comparado con los de hoy, aquel barco daria rísa. Era ancho, de madera;tenía la proa como un pico; el bauprés, muy levantado sobre el castillo,a la antigua usanza, con su red para que no cayesen los marineros alandar por las cuerdas. Sostenido sobre la flecha del tajamar ostentabaun dragón chino, blanco y dorado. Su popa estaba muy adornada, y entrelas ventanas de la cámara del capitán y del teniente había undragoncillo esculpido y debajo el título: El Dragón.

No era este barco como aquellos viejos bombos holandeses que en mitiempo se veían arrinconados en los puertos. Su color era negro, con unafaja blanca, y tenía portas fingidas para darse aires de barco deguerra.

El Dragón era, como he dicho, una urca, una urca coquetona y elegante;parecía una dama holandesa, blanca y rolliza, vestida de negro, quemarchaba contoneándose con gracia por el mar.

El Dragón era un buenbarco, un barco seguro, en el que uno se podía confiar, con unaarboladura gallarda y muchas velas de cuchillo. Era de esasembarcaciones que los franceses llaman ardientes.

Ofrecía verdaderos refinamientos para la época; estaba limpio, bienarreglado y dispuesto; las cámaras para la marinería, en el sollado ycastillo de proa, eran muy capaces; la bodega, muy aireada. Llevaba dosgrandes aljibes de hierro, uno a proa y otro a popa.

El Dragón estaba autorizado, según decían, para usar cañones, y teníatres de a seis pulgadas en la toldilla de popa y dos sobre el castillode proa.

En el espacio comprendido desde el palo del centro y el último,llevábamos una barca grande, de éstas que llaman balleneras, concubierta, y encima de ella un botecillo.

Entre la tripulación había ingleses, franceses y españoles; pero elnúcleo mayor lo formaban los holandeses y los portugueses. En conjunto,seríamos cuarenta.

Los marineros dormían en las tarimas del sollado, y cuando hacia calor,ponían las hamacas en la cubierta.

Sin duda a mí no me destinaban a la marinería, porque me llevaron a lacámara de popa, me mostraron mi hamaca y un cofre de cinc y me dijeronque me explicarían mis obligaciones. Me conformé rápidamente.

Como decía antes, el hombre, en la vida y en el mar, no tiene mas quedos derroteros: el torcido y el derecho. Mientras se marcha por elcamino torcido, es inútil la brújula y el sextante; se va de escollo enescollo hasta dar el último batacazo.

Allí no había nadie que me pudiera dar un buen consejo; me parecía quela vida del negrero era una gran cosa, y marchaba por el camino torcidoa la ruina.

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III

EL CAPITÁN ZALDUMBIDE

El ser vasco en aquel buque constituía gran ventaja. El capitán lo era,lo mismo que su camarilla o guardia negra, con quien se entendía envascuence. Yo iba a formar parte de esta camarilla.

No era raro, síno muy frecuente, que los armadores de barcos corsarios onegreros escogieran capitanes de puertos lejanos; así, los de Saint-Malôtomaban un capitán de Burdeos; los de aquí, uno del Havre o de Honfleur.En el tiempo en que Nantes era uno de los centros negreros más activosde Europa, había allí pilotos de todo el mundo.

El capitán Zaldumbide era hombre alto, encorvado, amojamado. Nosotros lellamábamos el Viejo; en inglés, el Viejo de a bordo, y en vascuence, Gure Zarra (nuestro viejo). Zaldumbide no hablaba apenas; tenía unamirada de través, con sus ojos encarnados, poco agradable. Se dejabasotabarba, ya blanca, y el pelo lo llevaba largo. Vestía levita negra yraída; en la cabeza, una gorrita, y los días de frío, un gabán viejo conesclavina.

Zaldumbide bebía poco o no bebía nada. Era muy religioso. Nunca sesentaba a comer sin rezar antes el Benedicite. Tenía en su camaroteuna virgen peruana, con dos ramas de romero bendito debajo. Ante estaimagen rezaba con un rosario de cuentas gruesas.

Yo muchas veces pensé si nuestro capitán estaría loco, porque algunasnoches se las pasaba sin dormir, andando por el cuarto, llorando einvocando a la Virgen. Quizá le remordían sus crímenes.

Antes de ser negrero, el Viejo, según decían, había hecho naufragarvarios barcos asegurados, llegando hasta exponer su vida. Tantosnaufragios seguidos le dieron una buena fortuna y una mala fama.Entonces se dedicó al comercio del ébano.

Zalbumbide llevaba a la tripulación muy derecha, sin que nadie se ledesmandara.

Los domingos deseaba que se celebrasen convenientemente, y en estos díasse ponía una levita azul, que él llamaba la nueva, y paseaba por lacubierta. Subía al alcázar de proa, inspeccionaba el sollado, recorríael barco mirándolo todo, riñendo porque no encontraba las cosas bastantelimpias, y al final de su paseo escalaba la toldilla de popa y seapoyaba en unos de los cañones. Así permanecía silencioso, sumido en suspensamientos.

Si en estos días de fiesta algún vasco, imitando a los demás,blasfemaba, Zaldumbide le castigaba cruelmente.

Como marino, era entendido, pero algo rutinario. Sabía poco, pero teníamucha práctica. En El Dragón no se verificaban operaciones con elsextante. Zaldumbide hacía la estima calculando el punto de situación enque se hallaba el barco, la dirección que se debía seguir según lasindicaciones de la aguja náutica, y las distancias medidas con lacorredera. Los resultados los anotaba todos los días en el cuaderno debitácora. Yo solía ayudarle muchas veces a echar el cordel de lacorredera, y luego a medir. Tenía una corredera antigua. En general, loque usaba el capitán, el barómetro, los cronómetros, las cartas dederrota, todo era viejo. En su camarote tenía un reloj de arena; loprefería por seguro y por silencioso. Zaldumbide odiaba lo nuevo. Elcreía, como los hombres antiguos, que el hombre va del bien al mal;nosotros, los progresistas, creemos lo contrario: que va del mal albien.

En casos apurados, Zaldumbide era un gran piloto y hombre de un valorfurioso. Sólo por los golpes del viento en la cara comprendíainmediatamente las maniobras que había que hacer.

Cuando subía a latoldilla, seguido de Old Sam, el contramaestre, que refrendaba lasórdenes con los silbidos del pito, se veía a un hombre sabiendo mandar;tenía una gran precisión en sus disposiciones, y su voz áspera demarino, formada de gritar en medio del mar y de las tempestades, parecíahecha para dominar a los hombres y a los elementos.

Usted sabe muy bien, mi oficial, que el hombre que manda durante muchotiempo un barco de vela, llega a mirarle como una cosa viva; el Viejoasí lo creía, y hablaba con su Dragón más que con su gente.Consideraba a su corbeta como si fuera su mujer, su novia o su querida.

La única distracción de Zaldumbide era jugar con Marí Zancos, una monaque le había regalado un capitán español.

Zaldumbide era avaro como pocos; tenía dos o tres maletas con aros dehierro y cofres de latón, que, según se decía, estaban llenos depreciosidades.

Zaldumbide era vasco-francés, y me designó para formar parte de suguardia negra.

—Aquí—me dijo el primer día—, el que cumple vive bien. Ahora, el queno cumple puede encomendarse a San Chicote.

Yo, al principio, no andaba apenas por el barco. Nunca iba a la proa.Mis dominios eran desde la toldilla hasta el palo de popa. La cámara delcapitán y la del teniente se hallaban bajo cubierta y tenían ventanascon rejas; delante de ellas estaba nuestra cámara y encima de las tresla sobrecámara, en el alcázar de popa, formando dos cuartos separadospor un mamparo: uno que ocupaba el piloto, Franz Nissen, un dinamarquésque no hablaba nunca, y otro el médico, el doctor Cornelius.

Franz Nissen era un hombre muy serio; gobernaba siguiendo el rumbo conuna precisión admirable; sólo cuando las olas ofrecían peligro por sumagnitud, se ocupaba de ellas.

La brújula estaba delante de la toldilla, a la vista del timonel. Erauna bitácora grande, con caperuza de cristal y dos lámparas de cobre alos lados para iluminar la rosa de noche. En aquellos buques de maderano se necesitaban las correcciones que hoy son precisas en los barcos dehierro; con los compases de Thompson y las barras de Flindrs.

El cuarto de Nissen, el timonel, tenía un ventanillo, desde donde podíamirar la brújula, y una trampa que comunicaba con la cámara del capitán.En casos de sublevación, la sobrecámara del alcázar de popa, las cámarasdel capitán, del teniente y la nuestra se cerraban y quedabanincomunicadas. Estas tres últimas estaban blindadas.

Debajo del cuarto del capitán se encontraba la sala de armas y la SantaBárbara; debajo del cuarto del teniente, el pañol del pan, y debajo denuestro cuarto, que se llamaba «Cámara de los vascos», la despensa.

Como he dicho, fuera de la camarilla vasca, el resto de la tripulaciónlo formaban ingleses, holandeses, portugueses, un español, dos o treschinos, un malayo y un negro.

Nosotros hacíamos la guardia de popa. No pasábamos casi nunca de laescotilla grande hacia la proa, mas que cuando había alguna sublevación.Desde la ballenera hasta el bauprés, mandaban realmente el contramaestrey el cocinero. El equipaje alternaba las guardias de cuatro en cuatrohoras, dividiéndose en guardias de babor y estribor, y Tommy, elgrumete, avisaba con campanadas cuando se tenían que renovar los de unlado y los de otro.

El capitán no debía de tener mucha confianza en aquella gente, porquehabía tomado grandes precauciones. Para llegar a su camarote eranecesario pasar por nuestra cámara, en donde dormíamos gentes de suconfianza, y luego seguir por un pasillo en zig-zags, forrado dehierro, con agujeros pequeños y redondos para disparar por ellos en casode ataque.

Los respiraderos de nuestra cámara estaban cruzados por rejas: lasparedes y las puertas, chapeadas de hierro; teníamos en medio una mesa,sujeta al suelo, que se podía desarmar y adaptar a la pared; unascuantas sillas de tijera, una estufa de Plymouth, varios ganchos paralas hamacas, colgadores para cada uno de nosotros y los cofres de cinc.

Las lámparas se apagaban, por reglamento, a las ocho de la noche. Paraesta hora había que tener colgadas las hamacas; las descolgábamos alsalir el sol. La marinería y el contramaestre se alojaban a proa, en elsollado, y en las zonas cálidas, cerca del Ecuador, dormían en lacubierta y guardaban las telas de los coys arrolladas sobre las bordas.

Los vascos, por disposición del capitán, comíamos solos. Zaldumbide nosregalaba fiambres y postres para tenernos contentos.

Todos los días tomábamos un café muy fuerte, que hacía Arraitz, uncompañero nuestro, y una copa de ron. La vida material era buena;comíamos bien, teníamos tabaco; los días de mal tiempo nos encerrábamosen la cámara a hablar y a jugar.

El capitán era un bárbaro, como todo capitán negrero de esa época. Allí,al que faltaba, ya se sabía, lo azotaban como a un perro. Zaldumbidetenía un chicote retorcido, con el cual él mismo daba un castiguillo.Llamaba así a pegarle a uno hasta dejarle desmayado. En general,Zaldumbide castigaba la mala intención, pero casi nunca la torpeza.

Cuando Zaldumbide se encontraba alegre y con ganas de pasar el rato,pegaba él mismo; cuando estaba displicente, pegaba Demóstenes el negro,un marinero que con frecuencia hacía de verdugo. Para los delitos derobo, Zaldumbide empleaba el cepo y la barra.

En el fondo, el capitán era más egoísta y avaro que cruel. Su únicapreocupación era reunir dinero. Debía de ganar mucho. Los capitanes debarcos negreros no necesitaban pólizas de cargo para dar cuenta delgénero recibido. Yo me figuro que Zaldumbide debía quedarse con más dela mitad de la ganancia en cada expedición.

Durante el viaje, fuera de sus trabajos de capitán, solía rezar. Cuandose metía en el camarote, pasaba el tiempo jugando con sus monedas deoro, en compañía de la mona Mari-Zancos.

Su sistema era no pagar soldadas regulares a la marinería.

—Luego os encontraréis con más dinero—decía.

Pero después, pasado el tiempo, enredaba las cuentas, y siempre salíaganancioso. Sus frases favoritas eran estas dos de los piratasingleses: No prey no pay (Sin botín no hay paga); y